CAPITULO 9
Thorn se deslizaba entre las sombras de la capital, con los ojos clavados en la figura encapuchada que se movía por las callejuelas como un fantasma. Cuatro días de seguir pistas frías y rumores a media voz lo habían llevado hasta este punto, y su instinto le gritaba que estaba cerca de descubrir algo.
No era un experto en política ni conspiraciones. ¡Por la Deidad Inmortal, solo era un granjero! Había perdido más horas de las que quería admitir intentando entender las reglas de los nobles, pero seguía siendo confuso. Esto no es como encontrar al zorro que se llevó las gallinas. Allí al menos siempre hay plumas regadas; aquí, todo son palabras bonitas y mentiras enredadas. Pero un hombre tenía que hacer lo que debía hacer, y Thorn se encontraba aquí por su gente.
No podía fracasar.
Había rastreado conversaciones veladas, pequeños deslices de los nobles, y ahora estaba cerca. Muy cerca. No sabía si era el Silvanox, pero sentía en los huesos que había encontrado la clave. La condenada podredumbre espada no dejaba de vibrar, como si quisiera decirle: «Vas a morir, Thorn.»
«Bah, lo que me faltaba: que una espada me diera órdenes.»
La espada se sentía más pesada que de costumbre, y a Thorn le parecía que el frío de la hoja se filtraba en su piel. Cada vez que la tocaba, una parte de él se sentía más distante, más desconectada de sus emociones.
Tenía miedo del día que tuviera que desenfundarla, porque sabía que algo dentro de él se perdería.
Lo extraño era que, desde que había llegado, no había muerto nadie más. Y lo más inquietante, si cabía decir, era que nadie lo hubiera atacado. Quizá su reputación por fin servía para algo.
Eso solo lo ponía más nervioso.
Esa noche, Thorn había seguido a un noble que hablaba en voz baja sobre «El Abismo». Este hombre, un primo lejano de la Casa Vyrelis, era conocido en la corte por su habilidad para permanecer en los márgenes de las conspiraciones, siempre presente en el lugar adecuado, pero sin involucrarse directamente.
«No puede ser una coincidencia», pensó Thorn con el nombre de Lord Vyrelis resonando en su mente,
Desde su llegada a la capital, Thorn había escuchado rumores sobre la retirada de tropas de las rutas hacia Clyendor, dejándolas desprotegidas, y al mismo tiempo, el reporte de que fuerzas se acumulaban en la ciudad. Sin embargo, algo no cuadraba: las tropas no avanzaban, y no había señales de un ataque. Todo apuntaba a que la casa Vyrelis estaba esperando el momento adecuado, y ahora uno de sus hombres más cercanos estaba vinculado con lo que sea que fuera el abismo.
«Oh, Deidad Inmortal, no... No puede ser lo que creo que es», pensó Thorn, mientras un sudor frío le recorría la espalda.
El noble, un hombre de cabello canoso y mirada eternamente al borde del pánico, se movía con una urgencia que desmentía su edad. Sus pasos resonaron sobre las baldosas desgastadas mientras atravesaba un pequeño jardín interior, antes de desaparecer tras una puerta pesada de madera oscura. Thorn avanzó a hurtadillas. Se asomó apenas por la celosía de una ventana.
El aire dentro era opresivo. La sala, iluminada por antorchas parpadeantes, estaba abarrotada de figuras encapuchadas. Sus mantos oscuros se movían como sombras vivientes alrededor de una larga mesa de piedra. Los rostros de los congregados eran un desfile de máscaras grotescas, sus ojos ocultos tras agujeros vacíos que parecían mirar como cuencas vacías. Un murmullo grave, apenas audible, llenaba el espacio, como un cántico que Thorn no alcanzaba a comprender, pero cuyo eco parecía vibrar directamente en su pecho.
Su corazón latió con fuerza descontrolada. Retrocedió, apoyando la espalda contra la fría pared de piedra, y cubrió su boca con una mano para reprimir un grito.
«¡Oh, malditos sean todos! No puede ser ellos... ¡Pero claro que son los Silenciadores de la Memoria!»
Lo sabía. Lo había sabido todo este tiempo, aunque había intentado negarlo. Fingió durante treinta años que no existían, que no eran más que una sombra en los rincones de su memoria. Pero ahí estaban, de nuevo. ¿Quién más haría algo tan espeluznante?
Un escalofrío le recorrió al recordar lo que ellos adoraban: el Portador del Olvido, una entidad que devoraba las historias, los nombres y las almas mismas, dejando tras de sí el vacío. No había sorpresa en su mente, solo un terror renovado, como un golpe frío que lo paralizaba. Siempre lo había sabido. El Silvanox era un Silenciador de la Memoria. Siempre había sabido que el Portador del Olvido estaba detrás del caos de Clyendor. Había vivido con esa verdad como una sombra constante sobre su vida. Pero ahora, al enfrentarse de nuevo a esa oscuridad, sentía como si una vieja herida se abriera, fresca y profunda.
Era como mirar a los ojos de un enemigo que creías enterrado en el pasado, uno al que nunca habías logrado derrotar, y saber que no eras más fuerte ahora que entonces. Los Silenciadores estaban ahí, y todo lo que significaban seguía siendo un abismo insondable para Thorn. No podía evitar temblar. Había pasado tres décadas tratando de olvidar esta parte de su mundo. Pero esa noche, el pasado no le daba tregua.
Thorn apretó los dientes.
«Oh, por Diane, debería llamar a los guardias.» pensó.
Pero no podía actuar con rapidez. Si los llamaba, las preguntas vendrían después, y cualquier paso en falso podría alertar a la casa Vyrelis. Si de verdad estaba detrás de los Silenciadores, no podía permitirse el lujo de precipitarse. Sombraluz vibraba en su cinto, un zumbido tenue que sentía más que oía, como si la espada lo estuviera advirtiendo del peligro o tal vez reaccionando a la presencia de algo oscuro.
Thorn rebuscó en su bolsa, obligándose a mantener las manos en movimiento pese al temblor que las recorría. Ser uno de los invitados del Gran Señor tenía sus ventajas, y entre ellas, un acceso casi ilimitado al vasto depósito de plantas de la casa. Sus dedos encontraron la hoja que buscaba: Audiosyl.
No perdió tiempo. Tomó la segunda forma de la planta, arrancando un pétalo y llevándoselo a la boca. Lo mantuvo bajo la lengua, sintiendo cómo los aceites naturales se mezclaban con su saliva y liberaban el poder. Una vibración sutil recorrió su cuerpo.
Primero, fue un hormigueo en los oídos, seguido de un zumbido agudo. Entonces, el mundo se abrió. El leve trino de un pájaro, que apenas era audible antes, se convirtió en un eco resonante, casi aturdidor. Pudo escuchar el andar de personas varias calles más allá, el crujido de sus botas sobre los adoquines. Incluso captó el lento movimiento de las raíces de los árboles bajo tierra.
Y más importante aún: las voces.
Aquello lo dejó helado.
—Hace días que no hay sacrificios de sangre noble. Si queremos abrir el Abismo, necesitamos más —gruñó una voz grave, cargada de impaciencia, como si contuviera una rabia reprimida.
Thorn sintió el pánico apoderarse de él.
—Así es —respondió otra voz, más aguda y calculadora—. El último sacrificio fue hace días. Los nobles están cada vez más suspicaces, más protegidos. Si no actuamos pronto, perderemos nuestra oportunidad.
Hubo una pausa tensa. La tercera voz, del noble que Thorn había seguido hasta allí, tembló ligeramente, como si luchara con algo interno antes de hablar:
—¿Por qué no podemos... continuar en la ciudad? Hay suficientes nobles allí. Pasaríamos desapercibidos...
—¿Acaso eres tan necio? —interrumpió la voz grave, teñida de irritación y desdén—. El Vidente está aquí. No podemos permitirnos errores bajo su mirada. No mientras él proteja a esos inútiles.
Thorn estuvo a punto de llevarse una mano a la empuñadura de Sombraluz.
—Pero no podemos detenernos ahora —dijo la voz agua y calculadora—. El reloj corre en nuestra contra, y aún falta un último paso. La capital ya nos ofrece toda la protección que necesitamos; podemos hacer esto sin interferencias.
«Tiene que ser la casa Vyrelis. Ellos lo están protegiendo»
Las tropas retiradas de los caminos, la acumulación de fuerzas en la ciudad, la red de influencia que había construido... Todo encajaba. Él poseía la autoridad suficiente para ahuyentar a cualquiera que pudiera interferir.
—Si no fuera por los movimientos estratégicos en la ciudad, habríamos sido descubiertos ya. Debemos agradecer a... —el Silenciador de voz aguda se detuvo como si fuera a nombrar a alguien.
—... nuestras conexiones en las altas esferas del poder —murmuró la voz gutural, con una satisfacción peligrosa, como un depredador saboreando una presa capturada.
Thorn apretó los dientes. No hacía falta ser un genio para saber de quién estaban hablando. Lord Vyrelis. El Gran Señor confiaba en él, y Thorn estaba convencido de que eso era lo que permitía que los Silenciadores actuaran con impunidad. Vyrelis estaba traicionando al gran señor, y ahora estaba más seguro que nunca de ello.
Aun así, la frustración de Thorn se acentuó. No lograba descifrar porque necesitaban la sangre de los nobles. Ni entendía a que se referían con: El Abismo.
Y, sin embargo, el terror se posó en su pecho.
—¿Y qué sabemos del Vidente de las Sombras? —preguntó la voz gutural, marcando el rumbo de la conversación con una calma calculada—. ¿Comprobamos que es él?
Hubo un silencio tenso. Luego, el noble que Thorn había seguido habló con un tono tembloroso:
—Tiene la espada... Sombraluz.
—Sombraluz no debería estar en manos de un hombre como él—dijo el de la voz aguda con un tono de desprecio—. Esa espada es de los Hijos del Oscuro, costó mucho conseguirla para que él la tenga. Pensaba que se trataba de un mito y que la espada se había extraviado.
Thorn observó confuso a Sombraluz. Hijos del Oscuro. ¿Por qué los Silenciadores se referían a ellos como si se tratara de algo diferente? Hasta los niños de Brumaalta sabían que los seguidores del Usurpador de la Humanidad eran Silenciadores de la Memoria.
Thorn apretó los dientes, sintiendo la vibración de Sombraluz en su cinto, como si la hoja reconociera su verdadero propósito, uno que él no comprendía.
«¿Qué rayos quieres, condenada espada? ¿No ves que bastante tengo con no morir aquí?»
Por un instante, se sintió expuesto, como si cada uno de los encapuchados pudiera verlo y juzgarlo por portar algo que no le pertenecía. La espada se volvía más pesada, su frialdad más profunda.
—¿Y cómo es ese tal Vidente de las Sombras? —preguntó la voz gutural.
El noble que Thorn había seguido se sobresaltó, girando nerviosamente hacia quien lo había interpelado.
—Él es... poderoso —tartamudeó el hombre, evitando el contacto visual—. Lo he visto varias veces, siempre en las sombras, observando.
El primer silenciador no respondió de inmediato. Thorn sentía la tensión en el aire como una cuerda a punto de romperse.
—¿Y qué crees de él? —insistió la figura, con un tono más inquisitivo—. ¿Es como dicen las historias? ¿Nos supondrá un problema?
Thorn contuvo el aliento, con Sombraluz palpitando a su lado. Ahora estaba seguro de que aquella voz era el Silvanox. Había algo en como hablaba de que le resultaba familiar. Aquella misma carencia de sentimiento. Thorn tenía que huir cuanto antes; si él descubría que estaba allí...
—Responde. ¿Nos supondrá un problema? —dijo el Silvanox, cortante.
El noble vaciló. Thorn podía jurar que el hombre estaba temblando.
—No lo sé... Es... solo un campesino con ropas de noble, pero... su postura y su espada... Lo he visto demasiado. Se mueve como si supiera más de lo que aparenta.
Las palabras del noble escaparon sin control, y el silencio que siguió fue pesado, cargado de tensión. Thorn podía sentir que los Silenciadores lo evaluaban como depredadores midiendo a su presa.
—¿El campesino te ha visto demasiado? —preguntó el Silvanox con un tono gélido—. ¿Te sigue? ¿Estás comprometido?
El noble abrió la boca para responder, pero sus labios temblaron, incapaces de formar una mentira convincente. La presión lo había roto, y todos en la sala, incluso Thorn, lo sabían.
Thorn escucho pasos, tan fluidos y sutiles que parecieron deslizarse por el mismo viento. Se trataba del Silvanox, que se había acercado al noble con una calma premeditada.
Thorn sintió la urgencia de escapar antes de que todo se desmoronara.
—Sí... —admitió el noble, la voz rota por el miedo—. Me ha visto. Me ha estado siguiendo, demasiado.
Thorn cerró los ojos debido al pánico.
—Pero no es muy bueno —continuó el noble, casi suplicante—. Se mueve como un burro por los pasillos, creyendo que nadie lo ve. ¡No es más que un campesino que juega a ser un noble!
El silencio que siguió fue más pesado que cualquier palabra. Thorn, agazapado en su escondite, sintió cómo el suelo temblaba bajo sus pies. Sabía lo que venía. Sabía lo que le harían al noble. El sonido de pasos suaves y fluidos llenó el espacio, y un frío escalofrío recorrió la columna de Thorn. El Silvanox se había movido.
—¡Por favor, se los ruego! —balbuceó el noble con los ojos llenos de lágrimas—. Ustedes me prometieron que, si cooperaba, que, si los ayudaba, no me harían daño. He hecho todo lo que me pidieron. ¡Les he servido fielmente!
Los Silenciadores no respondieron, pero la indiferencia era más cruel que cualquier palabra. El Silvanox avanzó con aquel sonido tan característico. Luego, Thorn escuchó el filo de un cuchillo ser desenvainado.
—Las promesas son para los que no cometen errores —sentenció el Silvanox con una frialdad escalofriante.
Thorn no necesitaba verlo para saber lo que sucedía. El filo de un cuchillo deslizándose suavemente de su vaina resonó como un eco siniestro en sus oídos amplificados por la Audiosyl. Los músculos de Thorn se tensaron, sus manos temblaron sobre el suelo húmedo, queriendo hacer algo, pero sabiendo que no podía intervenir. No ahora.
El noble apenas pudo emitir un gemido antes de que el cuchillo se hundiera en su carne, cortando su vida con una precisión brutal. Thorn escuchó el último aliento del hombre, seguido por el sonido del cuerpo desplomándose sobre el frío suelo de piedra.
—No podemos permitir que siga tu rastro —dijo el Silvanox, con un tono casi indiferente—. Por lo menos, su sangre servirá para alimentar el Abismo. Después de todo, es sangre noble.
Debía salir de ahí cuanto antes.
Con cuidado, Thorn retrocedió en silencio, moviéndose entre la piedra y las hojas del suelo con la misma cautela con la que se acercaba al ganado en la granja, sin querer alarmarlos. Pero ahora, los depredadores no eran animales ni bestias salvajes; eran hombres con máscaras y cuchillos, y él no era más que su presa.
Mientras retrocedía, sentía el peso del miedo apretándole el pecho, como si el aire mismo se volviera más denso a cada paso. Los ecos de la conversación resonaban en su mente: sacrificios de sangre noble... Sombraluz... el Abismo.... Cada palabra lo empujaba más hacia el borde del pánico.
Quiero volver a casa. A sus vacas. A Leandra gritándole por no cerrar bien el granero. Todo eso sonaba mil veces mejor que esta locura.
El pensamiento le atravesó la mente como un rayo. La imagen de su sonrisa, despreocupada y burlona, llenó su mente por un instante. Leandra, la única que lo conocía de verdad, la única que lo había llamado loco por meterse en todo esto.
«Debí escucharla... maldita sea.»
Ella siempre decía que él tenía la cabeza hueca por haber dejado todo atrás para venir a la capital, para ser parte de algo que no comprendía. Ahora, más que nunca, deseaba volver a su lado, a la seguridad de los campos, lejos de intrigas y sombras.
Pero el miedo era más fuerte que la nostalgia.
Cuando estuvo lo suficientemente lejos, rebuscó con urgencia entre los frascos de vidrio cuidadosamente guardados en su bolsa. Encontró el que buscaba: un pequeño vial lleno de un líquido dorado y espeso, la esencia boticaria de Velocysyl. No quería usar solo una hoja y arriesgarse a quedarse sin poder.
Quitó el corcho con un movimiento rápido y vertió el contenido en su boca. El sabor era intenso, casi metálico, y dejó un rastro de calor que bajó por su garganta como una llamarada.
El efecto fue inmediato. Un zumbido se encendió en su mente y su cuerpo reaccionó antes de que pudiera procesarlo del todo. Sus músculos se tensaron y, al instante, se sintió más ligero, más rápido, como si el mundo se hubiera ralentizado a su alrededor.
«¡Corre, idiota! ¡No mires atrás!»
Como hizo hace tantos años.
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