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CAPÍTULO 8

La luz del atardecer se deslizaba como un río de oro sobre las murallas de la capital, llenando el aire de sombras que parecían alargarse como ramas secas de un viejo árbol moribundo. Desde lo alto de su montura, Thorn contemplaba aquel espectáculo con una mezcla de asombro y aprensión. La ciudad, con sus torres que se alzaban como troncos inmensos queriendo alcanzar el cielo, lo hacía sentir insignificante. Era como una pequeña semilla perdida en un campo que nunca había sembrado. Los últimos rayos del sol dibujaban un brillo etéreo sobre la piedra blanca, una imagen tan distante de los días de arduo trabajo en el pueblo que se le antojaba irreal.

A medida que cruzaban las grandes puertas de la ciudad, el caos que se desplegaba ante él lo golpeó como una estampida de ganado desbocado. El bullicio, el rugido de los carruajes y las voces entrelazadas en un murmullo perpetuo eran como el ruido de un rebaño agitado antes de una tormenta, pero mucho más ensordecedor. Thorn llevaba más de treinta años sin pisar la capital, y ahora, el tumulto constante y el frenesí de vida urbana le resultaban abrumador.

Era un hombre de campo, habituado al susurro del viento entre los trigales y al crujir de las ramas bajo sus pies; no a esta cacofonía incesante que llenaba las calles como un enjambre de abejas furiosas.

A su alrededor, la gente se movía como el agua de un arroyo que buscaba desesperadamente su cauce, pero Thorn se sentía como una roca, pesada, inmóvil, sin lugar en ese flujo interminable. Las fachadas de mármol de los edificios, cubiertas de esculturas que recordaban hazañas heroicas, se alzaban imponentes. Sin embargo, para él no eran más que monumentos vacíos, carentes de la vida salvaje y desbordante que conocía tan bien. La naturaleza aquí estaba domada, contenida como ganado en cercados de piedra, confinada en pequeños jardines adornados gracias a las flores custosyl, y eso lo desconcertaba.

«No tienes que cuidar tus pasos aquí —se dijo así mismo—, no hay raíces que te atrapen ni ramas que se extiendan buscando tu piel»

Pero el estruendo de la ciudad, ese rugido continuo de vida, lo mantenía en tensión. En Brumaalta, siempre sabía qué esperar: una sequía, una peste, el invierno que se acercaba lento pero seguro. Aquí, en cambio, todo era incierto, impredecible, como un rebaño descontrolado en plena noche. Los sonidos de los martillos de los artesanos, las ruedas de los carromatos y las voces de los vendedores lo envolvían en una especie de niebla ruidosa, impenetrable.

—Es increíble, ¿verdad? —comentó Lignarion, notando el asombro en el rostro de Thorn—. Cada rincón de esta ciudad tiene una historia. ¿Sabías que la Deidad Inmortal bendijo en persona esta ciudad?

Thorn asintió, aunque la magnitud de lo que lo rodeaba lo superaba.

Finalmente, después de cruzar las abarrotadas avenidas y sortear el tráfico de la ciudad, donde muchos creyeron que se trataban de simples refugiados, llegaron a las grandes puertas del palacio. La estructura se erguía imponente, una maravilla de mármol y oro que contrastaba fuertemente con el resto de la capital. Era un recordatorio constante de la opulencia que aún reinaba en las esferas más altas del reino. Las escalinatas eran amplias y estaban flanqueadas por estatuas de antiguos héroes que lucharon en nombre de la Deidad Inmortal, quizá se trababa de sus heraldos: los caballeros dragón.

Thorn y Lignarion fueron detenidos por un par de guardias apostados a la entrada. Los soldados, vestidos con armaduras relucientes, los miraron con desdén, claramente confundiendo a los recién llegados con vagabundos o refugiados. La expresión de uno de los guardias se endureció mientras bloqueaba el paso con su lanza.

—¿Qué quieren? —gruñó, sin mostrar más interés que el necesario.

Thorn, envuelto en su capa raída, parecía cualquier cosa menos lo que la leyenda podría haber insinuado. Un granjero, nada más. Su compañero, Lignarion, tampoco lucía mejor. Cubierto de polvo, sin el porte de un noble, apenas se distinguía de un soldado cualquiera después de una larga marcha. Los guardias intercambiaron miradas burlonas, como si ya supieran la respuesta antes de formular la pregunta.

—Aquí no entra cualquiera —soltó el segundo guardia, cruzando los brazos sobre el pecho—. El palacio no es lugar para vagos.

Lignarion suspiró, con la paciencia desgastada por este tipo de encuentros. Se quitó la capucha, revelando su rostro bajo la tenue luz del crepúsculo. No necesitaron más. En el instante en que lo vieron, la burla se desvaneció de los rostros de los guardias, reemplazada por un reconocimiento incómodo. El primero se apresuró a enderezarse, cambiando su tono como el viento frente a una tormenta inesperada.

—Mi señor Lignarion, no lo reconocimos. Pensábamos que no...—balbuceó, bajando la lanza con torpeza—. Bienvenido. ¿Lo... encontró?

Thorn observaba la escena en silencio, notando cómo las líneas de poder fluían con solo mostrar un rostro. Lignarion siempre había sido hábil en estos intercambios, una sonrisa en el momento justo, una palabra conciliadora.

—Tranquilo —dijo Lignarion, sonriendo, como quien calma a un perro nervioso—. No pasa nada. Y sí, lo encontré.

Los guardias se relajaron, pero solo hasta que Lignarion hizo un gesto hacia Thorn. La incertidumbre volvió a ellos, como una corriente subterránea que nunca se había disipado del todo.

—Este es sir Thorn, el Vidente de las Sombras.

Los dos hombres intercambiaron una mirada incrédula. El nombre pesaba más que cualquier espada que hubieran empuñado jamás, pero lo que veían ante ellos no concordaba con las historias que habían escuchado. El hombre que tenían enfrente no era un héroe de proporciones épicas, ni un guerrero imponente. Sólo un hombre ordinario, desgastado por los años.

—¿Este es Thorn? —murmuró uno de ellos, arqueando una ceja, su tono bordeaba el sarcasmo—. Pensé que sería... diferente.

Thorn, que había aguantado mucho en su vida, sintió que algo se quebraba en su interior, como el chasquido de una rama seca bajo el peso de una tormenta. No disfrutaba que lo trataran como un héroe, pero ser menospreciado... eso era diferente. Sin decir una palabra, avanzó un paso, su mirada fija en los guardias. Lentamente, con una precisión calculada, desató los pañuelos que cubrían su espada.

Sombraluz salió de su envoltura, y el último rayo de sol del día bailó en su filo. La hoja, negra como la medianoche, parecía beberse la luz, absorbiéndola hasta dejarla sin brillo. El silencio cayó sobre los guardias, que retrocedieron un paso, el brillo burlón de sus ojos se extinguió.

—También puedo mostrarles mis cicatrices.

No había en su tono la fanfarria de los héroes, ni la necesidad de demostrar nada. Solo la certeza implacable de un hombre que había enfrentado a la muerte más de lo que cualquiera de ellos podría imaginar.

Y por lo menos aquello, era cierto.

Los guardias no necesitaban más prueba; el peso de su presencia, la quietud que lo rodeaba como una sombra, hablaban por sí solos. Inclinaron la cabeza, con las mejillas encendidas por la vergüenza, y se hicieron a un lado, permitiéndoles el paso al palacio.

Thorn no se molestó en mirarlos al pasar. Sabía, como sabía la tierra bajo sus pies, que había cosas que no necesitaban demostrarse.



Los aposentos de Lignarion eran vastos y rebosaban lujo, tanto que Thorn no podía dejar de pensar en lo ajeno que le resultaba todo aquello. Las paredes, vestidas con tapices que contaban historias de batallas pasadas, no le hablaban a él. Eran historias de gloria y triunfo, pero Thorn conocía otras luchas, aquellas que no terminaban con vítores sino con la tierra bajo las uñas y la mirada fija en el horizonte, esperando la tormenta. Se sentía tan fuera de lugar como una oveja en un salón de banquetes.

Las criadas se movían como enjambres diligentes, cuidando cada pequeño detalle, ajustando aquí, puliendo allá. Thorn, sentado en una silla mullida, se removía inquieto. Había sido bañado con agua caliente, una experiencia que le había limpiado la piel, pero no el alma. El calor del agua le había dejado una sensación de vulnerabilidad que lo incomodaba más que el frío de una mañana de invierno. La atención excesiva le pesaba como una carga, similar a las piedras que un granjero carga para despejar el campo, solo que estas piedras eran invisibles, hechas de miradas y susurros.

Una criada tironeaba suavemente del dobladillo de la casaca que le habían puesto. Era una prenda extravagante, de un rojo vibrante, con bordados dorados que serpenteaban desde los hombros hasta el borde como llamas apagadas. El peso de la tela sobre sus hombros le resultaba opresivo, como si cada hilo fuera una cadena dorada que restringía su movimiento. Era un atuendo diseñado para impresionar, pero a Thorn le recordaba más a un animal al que le han puesto una cuerda demasiado ajustada alrededor del cuello.

—No te preocupes, sir Thorn —dijo una de las criadas, acomodándole la capa con delicadeza—. Este traje te queda perfecto, héroe.

«Un héroe.»

Thorn solo asintió, sin palabras. Las figuras bordadas en los tapices parecían observarlo desde las paredes, héroes inmortalizados en escenas de gloria. Él desvió la vista, incómodo. No encajaba en esos cuadros. Sus manos estaban hechas para la tierra, no para las telas finas ni las reverencias.

Aun así, las miradas no lo abandonaban, y no era su atuendo lo que llamaba la atención. Sombraluz pendía de su cinto, su hoja oscura tragándose la luz de las lámparas. Los ojos de los sirvientes se posaban en ella como si fuera algo vivo, un ídolo. Incluso cuando las manos temblaban al levantar una bandeja, las miradas volvían, fascinadas, reverentes.

—Es... hermosa —murmuró una de las criadas, con los ojos brillando de admiración.

Thorn apretó los labios, desviando la mirada. No había nada de hermoso en Sombraluz. Era una herramienta, como la vieja hoz que usaba para segar el trigo. Pero para ellos, no. Para ellos, esa hoja era esperanza, poder... cosas que él no sabía cómo entregar.

Pero no podía permitirse dudar, no hasta que enviaran hombres para la protección de Brumaalta.

Con la ropa pesada y la incomodidad pegada a su piel, Thorn siguió a Lignarion por los pasillos del palacio. A su alrededor, nobles y sirvientes llenaban los corredores. Sus rostros estaban marcados por la preocupación y el miedo. Algunos se inclinaban respetuosamente al verlo pasar, otros susurraban entre sí, dudando que el hombre frente a ellos fuera el héroe que tanto habían esperado.

Lignarion se inclinó hacia Thorn mientras avanzaban, hablando en susurro.

—El Silvanox ha estado atacando a la nobleza en las últimas semanas —susurró—. Algunos más han muerto, según he escuchado, pero no tantos como se temía. Mi hermano... el heredero, fue herido, perdió un brazo. Otro noble que estaba con él murió. Nadie está a salvo.

Thorn asintió, aunque apenas registraba las palabras de Lignarion. Los nobles hablaban de sus problemas como si fueran el centro del mundo.

Llegaron a las grandes puertas del salón de audiencias.

Thorn inspiró profundamente, cerró sus dedos alrededor del pomo de la espada, ajustándola contra su costado. El peso familiar de Sombraluz no lo reconfortaba, pero lo mantenía en marcha. Sin embargo, cuando la sujetó, sintió de nuevo aquella oscuridad sutil y repulsiva que tanto caracterizaba la espada.

El campo no esperaba a que el labrador estuviera listo, y lo mismo aplicaba aquí: todo dependía de seguir adelante, como había hecho en tantas cosechas, un paso tras otro.

Cruzó las enormes puertas sin sentir la pompa que el momento parecía exigir. Los nobles lo observaban desde sus asientos dorados, sus miradas eran pesadas y constantes como cuervos alineados en un campo recién sembrado. El eco de sus botas sobre el suelo de mármol no tenía la firmeza de un guerrero marchando al triunfo; más bien, se sentía como si caminara sobre tierra suelta, cada paso más incierto que el anterior.

A su lado, Lignarion mantenía la mandíbula tensa, sus ojos recorrían la sala como un pastor que ha perdido a sus ovejas entre lobos. Thorn apenas registraba los murmullos de nombres que su compañero le había repetido, desvaneciéndose en su mente como el rocío en las colinas de Brumaalta. Los rostros de los nobles, arrugados por el peso de los años o endurecidos por sus posiciones, se le mezclaban como un campo de cosecha arruinada. Para Thorn, todos eran parte de una tierra extraña que no lograba comprender. Solo el eco de sus pasos le recordaba que debía seguir adelante.

El eco de una tos rompió el silencio. Thorn no necesitaba saber nombres para reconocer a uno de los grandes señores. Lord Vyrelis, lo llamaban, aunque para Thorn no era más que un buey viejo, gastado por demasiados inviernos. La que parecía su esposa estaba a su lado con los ojos apagados como ramas secas, carentes de vida. Los nobles hablaban de victorias, pero Thorn veía la verdad en sus rostros: el dolor que ni las celebraciones podían ocultar.

Debajo del estandarte de los Faelorin, había una chica de apenas diecisiete años. Era extraño ver a alguien tan joven llevar la carga de toda una gran casa, y más aún, ver cómo su rostro delataba más miedo que autoridad. Para Thorn, ella era como un potrillo nervioso, cargando con una tormenta anticipada antes de aprender a caminar bajo la lluvia.

El Gran Señor Thalin Drenhyr se sentaba con los hombros caídos, su manto de oro pesando como una carga. Aunque su presencia aún dominaba la sala, sus ojos apagados mostraban cansancio. A Thorn le recordaba un viejo árbol cuyas ramas ya no daban sombra. A su lado, su hijo Caladrion, en silencio, tenía la mirada vacía de quien ha perdido demasiado. El brazo amputado era como un campo saqueado, dejado en ruinas.

Lady Isolde jugueteaba con su daga, sus dedos, aunque ágiles, estaban tensos. Su mirada inquieta saltaba de un noble a otro, como un lobo atrapado. Thorn percibía solo miedo en ella. La tensión llenaba el aire, pesada, como antes de una tormenta.

Las tres grandes casas de Clyendor se encontraban en decadencia.

—¿Es él? —susurró una voz desde las sombras del salón.

—Es él, Thorn, el Vidente de las Sombras —respondió alguien más, con un tono reverente.

El título le resultaba amargo, como tierra seca entre los dientes. Sombraluz atrajo las miradas como un cuervo que se posa sobre un cadáver. Los nobles, siempre sumidos en sus intrigas y conspiraciones, la observaban con devoción.

—¿Cómo puede algo tan oscuro traernos la salvación? —murmuró un noble menor.

Thorn apenas entendía los susurros y los miedos que giraban a su alrededor. Para él, todo esto eran solo palabras huecas, ecos lejanos comparados con lo que realmente le importaba: Brumaalta. Los campos que seguían creciendo, las manos que lo esperaban para traer seguridad. Aquí, rodeado de títulos y nombres que se le escapaban, solo sentía una cosa con claridad: algo estaba terriblemente mal. Lo sentía en sus huesos, como cuando una tormenta se avecina y los cielos están demasiado tranquilos.

Algo no estaba bien.

Un leve susurro de viento acarició su rostro. No había ninguna ventana cerca.

De repente, un grito desgarró el murmullo de la sala, haciendo que Thorn parpadeara, sacándolo de sus pensamientos. Un noble robusto, con cicatrices que le cruzaban el rostro, se levantó de golpe, desenvainando su espada con manos temblorosas.

—¡El Silvanox podría estar aquí, entre nosotros! —vociferó, la punta de su espada temblaba—. ¡No podemos seguir esperando a morir como perros! ¡Alguien aquí lo está ayudando!

El caos se desató como una manada de ganado asustado. Thorn, en medio del alboroto, sintió el peligro arremolinarse a su alrededor, como si estuviera rodeado de lobos hambrientos. Los nobles saltaron de sus asientos, con las manos temblorosas aferradas a las empuñaduras de sus espadas, pero sus movimientos eran torpes, desesperados, como campesinos intentando apagar un incendio con las manos desnudas. La tensión en la sala se había vuelto espesa, cargada.

—¡Basta! —la voz del Gran Señor Thalin Drenhyr resonó con autoridad desde su imponente trono, silenciando las discusiones.

El Gran Señor lo observó lentamente. Su figura, envuelta en ropas adornadas con bordados de oro y gemas, brillaba como pequeñas estrellas bajo la luz de los candelabros. Su mirada, severa y calculadora, recorrió a cada uno de los nobles hasta detenerse en Thorn.

—Sir Thorn, el Vidente de las Sombras —anunció con un tono grave, cargado de una nostalgia apenas perceptible—. Te recuerdo. Estuviste en mis pelotones, luchaste contra amenazas que ningún hombre había vencido, y sobreviviste. Has regresado en el momento más crítico.

Thorn asintió, pero cada palabra pesaba sobre él como un saco lleno de piedras. No había respuestas en su mente, solo una duda constante. Sombraluz comenzó a vibrar con una energía fría, apenas contenida, como el aire que precede a la primera helada.

¿Qué estaba pasando? Se sentía observado, pero no por los nobles, sino como si el peligro acechara en la sala.

El murmullo en la sala creció, arrastrándose como hojas secas al viento. Los nobles, con rostros tensos y temerosos, comenzaban a moverse, inquietos en sus asientos. Lord Vyrelis fue el primero en romper el silencio con la voz rasposa por el cansancio.

—No podemos depender de un solo hombre, por muy legendario que lo llamen. Necesitamos una estrategia, no fantasías. El Silvanox ha cobrado demasiadas vidas, incluido mi hijo. —su voz tembló un instante, pero no de dolor, sino de algo más, una emoción oculta tras un velo de control férreo—. ¿Cómo puede un anciano, alguien que vive de la sombra de su título, detener lo que ni siquiera la guardia ha podido contener?

Thorn no tenía respuestas. No sabía de estrategias, solo del azar de la vida. Los campos daban o no daban, y no había promesas que aseguraran una buena cosecha. Lignarion, a su lado, intervino antes de que Thorn pudiera encontrar las palabras.

—Ya hemos acordado que, si Thorn enfrenta al Silvanox, Brumaalta recibirá la protección prometida —dijo Lignarion—. Tropas y flores custosyl serán enviadas de inmediato.

Lord Caladrion lo interrumpió, con una mirada de resentimiento mientras se sujetaba el muñón.

—Prometiste que te tomaría dos meses. Has tardado casi tres. Mientras estabas fuera, más nobles han caído. ¿Y ahora vienes a exigir que cumplamos nuestra parte?

Lady Faelorin, sentada en la sombra, añadió con voz baja, cargada de dolor:

—Mi padre y mi madre murieron esperando un salvador que nunca llegó. ¿De verdad podrá ayudarnos? —dijo lady Valorys Faelorin, con una voz suave pero cargada de dolor.

La pregunta resonó en la mente de Thorn como un eco amargo.

«No, no puedo hacerlo», pensó, aunque sus labios permanecieron sellados.

El peso de las expectativas y del miedo de los nobles lo presionaba, cada mirada se sentía como una espina clavada en su piel. Los murmullos crecían como malas hierbas, cada uno con sus propios miedos.

«Solo vengo a proteger a Brumaalta, no pienses en ellos. ¿Qué han hecho ellos por ti?».

—Has tardado más de lo que prometiste, Lignarion —dijo otro de los nobles, aunque Thorn no lo reconoció—. Necesitamos hechos, no promesas vacías. ¿Ese hombre realmente podrá salvarnos?

El Gran Señor Thalin Drenhyr se incorporó con esfuerzo, pero su voz aún contenía el eco de la autoridad de antaño.

—Ya hemos discutido esto. Nadie cuestionará la valía de sir Thorn, el hombre que me salvó hace treinta años. Brumaalta recibirá la protección necesaria. No podemos ignorar las tierras que alimentan a todo el reino.

Aunque sus palabras parecían firmes, Thorn percibía las dudas que aún flotaban en la sala. Sabía que su llegada no disiparía los miedos ni las intrigas que crecían en este salón como malas hierbas en un campo. Para él, lo único que importaba era Brumaalta y su gente, lejos de las conspiraciones palaciegas.

Mientras los nobles susurraban entre ellos, Thorn observó la sala con creciente inquietud. El aire se hacía más denso a cada momento, como si el salón, con sus paredes y columnas cubiertas de riqueza, estuviera cerrándose sobre él. Cada rincón de aquel espacio sagrado lo observaba, y las miradas de los nobles, invisibles y pesadas, lo asfixiaban. Sombraluz vibraba suavemente a su lado, como si percibiera un peligro que nadie más podía ver.

Entonces, una fría revelación lo golpeó: el Silvanox no estaba acechando en la oscuridad, sino aquí, entre ellos.

Cada mirada furtiva y cada gesto nervioso de los nobles se transformaron en signos de traición oculta, una red de engaños que se cernía sobre la sala.

Thorn sintió la sangre helarse en sus venas. No era solo paranoia; sabía que alguien en esa sala era el monstruo. Lord Caladrion, con el rostro endurecido, evitaba mirarlo. Aunque no tenía un brazo... ¿aquello importaba? Lady Isolde jugaba con su daga, inquieta, sus ojos seguían explorando el salón como cazando sombras. ¿Miedo o algo más oscuro?

Thorn observó a Lord Vyrelis, cuya quietud y serenidad destacaban entre la tensión. La muerte de su hijo debería haberlo destrozado, pero su control era inquebrantable. ¿Demasiado? Lady Valorys y otros nobles mostraban más miedo que traición. Pero el enemigo seguía oculto, disfrazado entre títulos y riquezas, y Thorn no podía verlo.

Intentó buscar una sonrisa demasiado amplia, una mano que se retrajera con rapidez, ojos que evitaran los suyos... pero nada que le revelara quien de los presentes era el monstruo.

El murmullo de la sala se convirtió en un zumbido lejano mientras Thorn apretaba los puños, cada músculo de su cuerpo tenso y alerta. La tensión en el aire era insoportable, y la presencia invisible del cazador se sentía como una sombra que lo envolvía, fría y calculadora. Sabía que la amenaza estaba cerca, acechando tras una fachada de nobleza.

«Por la Deidad Inmortal, estamos rodeados», pensó Thorn.

Y entonces, una corriente helada recorrió la sala. No provenía de ninguna ventana, pero la sintió en la piel, como un susurro invisible que acariciaba cada rincón. Thorn contuvo el aliento. Algo había cambiado. Una mirada se desvió demasiado rápido, una mano se movió fuera de lugar, una sonrisa desapareció antes de tiempo. No podía decir de dónde venía el peligro, pero lo sintió, como un campo a punto de ser devastado por una tormenta que nadie más veía.

El Silvanox estaba allí, en cada gesto, en cada silencio, y lo peor de todo: Thorn no tenía idea de quién era.


FIN DE LA SEGUNDA PARTE

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