CAPÍTULO 5
Partieron al tercer día, dejando atrás las colinas brumosas de Brumaalta, en dirección al sureste. Sin embargo, lo más difícil no fue cruzar esos caminos enmarañados de raíces y maleza, sino despedirse de Leandra. La imagen de su esposa, con los ojos enrojecidos y las lágrimas deslizándose por sus mejillas, lo seguía en cada paso. Aquel último vistazo cargado de amor y miedo, y el beso tembloroso que compartieron, pesaban más en su corazón que la espada negra que colgaba de su cinto.
El viento frío de la mañana trajo de vuelta ese momento: Leandra apretando su mano con fuerza, como si al hacerlo pudiera retenerlo un poco más, mientras él luchaba por mostrarse firme. Por dentro, sentía que caminaba hacia su propia tumba. Sabía que, tarde o temprano, esto ocurriría.
Las leyendas, al fin y al cabo, estaban destinadas a morir.
Además, lamentaba no haber podido salvar al caballo de Lignarion. Un buen animal, fuerte y leal. El alcalde no estaría contento al enterarse de que el pueblo se había quedado sin dos de sus mejores caballos. Esperaba estar bien lejos cuando eso ocurriera.
—Volveré —había dicho, aunque los dos sabían que era un consuelo barato, como cuando prometía buenas cosechas en años de mala tierra.
Thorn se había forzado a apartar la vista, porque quedarse un segundo más allí habría sido suficiente para derrumbar su resolución.
Cabalgaron en silencio por los viejos caminos, aunque para Thorn cada kilómetro lo sentía en las rodillas y en la parte baja de la espalda, que le dolía con cada sacudida del terreno. Los viejos caminos, que alguna vez fueron como arterias para el reino, ahora estaban tomados por la maleza. Las raíces habían tragado lo que antes era un sendero ancho y despejado, bordeado por piedras que ya nadie recordaba.
A ambos lados del sendero, los árboles altos se alzaban como figuras encorvadas, sus ramas retorcidas formaban una bóveda que apenas dejaba pasar la luz. El aire estaba cargado, húmedo, y el murmullo de las hojas al viento llenaba el ambiente. Pasaron por aldeas en ruinas y campos abandonados, y Thorn no podía evitar pensar en los que una vez trabajaron esa tierra. El reino, que antaño prosperaba gracias al sudor de gente sencilla como él, ahora se rendía, igual que una cosecha perdida a una helada temprana.
Las estatuas de héroes olvidados, cubiertas de musgo, vigilaban el camino como espantapájaros de piedra en un campo desierto. Los puentes, que en otro tiempo cruzaban ríos furiosos, crujían bajo el peso de los caballos, apenas sosteniéndose sobre maderas podridas.
Cada paso que daban era como un eco de tiempos mejores, un recordatorio de lo que ya no volvería, como las lluvias que no llegan cuando se las espera.
Al caer la tarde, el sol apenas se insinuaba a través del espeso follaje, dejando un brillo débil sobre el suelo cubierto de raíces. Thorn se detuvo, como tantas veces antes. Sus ojos, acostumbrados a leer la tierra, se posaron en las ramas que se retorcían bajo un viento que no sentía. Como los tallos de maíz en pleno verano, parecían moverse al ritmo de algo que solo ellas conocían.
—Otra vez, sir Thorn, estamos perdiendo tiempo —gruñó Lignarion, limpiándose el sudor de la frente—. No podemos continuar a este ritmo, hemos avanzado apenas veinte kilómetros. Si seguimos así, llegaremos a la capital en tres semanas. ¡El Gran Señor nos espera y cada minuto que perdemos, el Silvanox gana terreno!
Thorn no respondió de inmediato. En lugar de eso, inspeccionó el suelo con cuidado. Sabía que cada paso podía ser una sentencia de muerte, como cuando un campesino pisa sin darse cuenta un nido de serpientes entre los arbustos.
Al final, se volvió hacia Lignarion, con una mirada cansada y llena de las arrugas de los años. Su espalda se quejó con un tirón al enderezarse, pero Thorn ya estaba acostumbrado a esos achaques; no había trabajo en el campo que no le hubiera dejado una marca en el cuerpo.
—Si hubieras sido tan cuidadoso cuando viniste a buscarme, no habrías perdido tu bolsa de oro con los bandidos. —Thorn hizo una pausa, tocando con su bastón las ramas cercanas—. Podríamos estar viajando en un carromato ahora, o incluso en un barco. Pero aquí estamos, andando entre maleza, porque no fuiste lo bastante precavido.
El joven bufó, cruzándose de brazos como un niño malhumorado, pero no dijo nada. Los nobles no estaban acostumbrados a que los campesinos les hablaran de esa manera, pero Thorn no tenía tiempo para sutilezas. El aire se volvía más frío y pesado a medida que avanzaban, y una neblina comenzó a filtrarse entre los árboles, como si el bosque respirara.
Thorn tiró de las riendas, haciendo que Rocer redujera el paso mientras avanzaban por un antiguo sendero que serpenteaba entre los árboles. Esperaba no tener que separarse de los caminos. Adentrarse en el bosque sería como entrar a la boca de una bestia hambrienta: una invitación a desaparecer sin dejar rastro.
—Mantén la mirada al frente, noblecillo —dijo Thorn, sin voltear a ver. La advertencia era tan afilada como una hoz—. Los caminos también se vuelven traicioneros cuando oscurece, y no tenemos espacio para errores.
Thorn iba adelante, guiando a Rocer con mano firme. El sombrero de ala ancha cubría parte de su rostro, y su capa gastada se movía ligeramente al compás de la brisa. Lignarion lo seguía de cerca, intentando mantener el ritmo de su caballo, pero el muchacho no dejaba de observar a su alrededor con una expresión desconfiada.
Rocer resopló, ascendiendo la cabeza como si tratara de ahuyentar el aire denso y frío que envolvía el bosque. Thorn lo entendía; había algo inquietante en esos árboles que no dejaba de incomodarle, una presencia silenciosa y constante que parecía observarlo desde la negrura.
Esperaba que solamente se tratara de la naturaleza.
El camino era una línea delgada y rota, cubierta de hojas marchitas y ramas que el viento había depositado como si fueran los restos de una batalla olvidada. En la época de los primeros grandes señores, luego de la Devastación, estos caminos habían sido construidos con parte de la energía de las custosyl, lo cual alejaba en cierta medida el avance la vegetación. Lo cual permitía caminos bien cuidados y transitados por comerciantes, viajeros y ejércitos.
Ahora, habían perdido parte de su fuerza debido a la falta de mantenimiento y apenas tenían la fuerza que antaño habian poseído.
—¿Crees que deberíamos buscar un lugar para acampar? — preguntó Lignarion después de tragar saliva, su voz apenas tembló, pero sus manos no soltaron la empuñadura de la espada.
—No saldremos del camino —respondió Thorn de inmediato, con tono firme—. Solo un necio se atrevería a entrar en el bosque cuando la noche cae. Dormiremos aquí si es necesario. Es lo que el bosque quiere, separarnos, perdernos como ovejas sin pastor.
El muchacho no replicó. Bajó la cabeza y apretó los labios, aceptando en silencio las palabras de Thorn. Sabía que él hablaba con la sabiduría de alguien que conocía la tierra mejor que a las personas. Un granjero siempre sabe cuándo algo no anda bien; es como notar las señales de una tormenta que se avecina. Mientras la luz de la luna comenzaba a filtrarse entre las copas de los árboles, Thorn buscó un lugar donde hacer una pausa. Encontró un tramo más amplio del camino, posiblemente un antiguo cruce que la maleza aún no había devorado del todo.
Desmontó de Rocer con la meticulosidad de alguien que había repetido esa rutina mil veces, aunque cada vez que lo hacía, sentía cómo sus rodillas se quejaban. Ató las riendas del caballo a una rama baja, siempre manteniendo la vista fija en las sombras que se extendían alrededor. Lignarion hizo lo mismo, pero con movimientos torpes; el joven noble podía manejar una espada, pero carecía de la confianza que otorgan los años de experiencia lidiando con la naturaleza. Había miedo en sus ojos, un miedo primitivo que Thorn reconocía bien. No era el miedo a la batalla, sino el que sentían aquellos que no pertenecían a la tierra.
—Haremos el fuego aquí —ordenó Thorn, mientras recogía ramas secas sin alejarse demasiado del sendero—. El bosque teme al fuego en las noches. Mantente cerca de la hoguera y no bajes la guardia.
Thorn golpeó el pedernal con un ritmo seguro, haciendo saltar chispas que prendieron las hojas secas con facilidad. Pronto, una hoguera pequeña pero firme crepitaba en medio del sendero, y su luz tenue arrojaba sombras que danzaban sobre las piedras y raíces expuestas. No era el fuego más grande, ni el más seguro, pero era suficiente para marcar su espacio en la noche que caía.
El campesino sacó un pequeño caldero y lo llenó de agua, hierbas y trozos de carne seca. Lo colocó sobre la hoguera y removió lentamente con una vara improvisada. El aromo terroso comenzó a mezclarse con el aire frío, y Thorn sintió el leve consuelo que proporcionaba ese simple acto de cocinar. A veces se sorprendía de su habilidad con la cocina. No pudo evitar pensar en cómo Leandra le pegaría alguna regañina por hacer algo incorrecto.
Aquello no mejoró su humor.
Lignarion se sentó junto al fuego, con la espada al alcance y los ojos siempre en movimiento, explorando la espesura. Sus hombros estaban tensos, y Thorn notaba cómo apretaba los puños con fuerza. Dormir a la intemperie, cerca del bosque, nunca llegaba a sentirse seguro.
—¿No te asusta estar aquí? —preguntó Lignarion con un tono más reflexivo que temeroso esta vez. Pero sus ojos brillaron levemente.
Aun parecía buscar al héroe de las historias.
Thorn sonrió, un gesto breve y casi invisible bajo la luz titilante del fuego.
—Por supuesto que me asusta —respondió sin apartar la vista del caldero—. Pero he vivido así por demasiados años ya como para preocuparme por cuándo será el día que acabe conmigo. Aun parece que no es el momento.
Era una verdad que Thorn había aprendido a la fuerza. Los bandidos podrían ser peligrosos, pero podían dejarte en paz si simplemente les dabas todo lo que te pedían. Pero la naturaleza, no era alguien contra el que pudieras enfrentarte y ganar, quizá podrías vencer una batalla ocasional, pero nunca ibas a derrotarla. Miró de nuevo hacia los árboles, que se agitaban suavemente con el viento.
—¿Eres un Syldeo? —preguntó Lignarion de repente, rompiendo la quietud—. Cuando me salvaste... usaste flores, ¿verdad?
Thorn no respondió de inmediato. Mantuvo la mirada en el fuego, observando cómo las llamas lamían las ramas secas.
—Lo intenté una vez —dijo en voz baja, sin levantar la vista.
Lignarion frunció el ceño.
—¿Qué significa eso? ¿"Lo intentaste"? —inquirió el joven, inclinándose hacia adelante, intrigado—. Si usaste las flores, ¿por qué no eres un Syldeo?
Thorn suspiró, hurgando en su cinto hasta sacar una pequeña bolsa de cuero. La abrió con cuidado y dejó ver su contenido: unos cuantos pétalos secos, marchitos. Apenas quedaba nada.
—Utilizar las flores y ser un Syldeo son dos cosas diferentes —gruñó Thorn—. Puedes blandir una espada, pero eso no te hace un soldado. Las flores que usé para salvarte... fueron las últimas. Apenas queda algo, y no será suficiente para salvarnos si volvemos a enfrentarnos a algo como aquello. Así que más vale que sigamos con cuidado.
El joven noble observó las flores marchitas, notando cómo Thorn las manejaba con cuidado, casi con reverencia.
—¿Y esa? —preguntó Lignarion señalando una flor de tonos oscuros y brillantes que había en la bolsita—. ¿Qué hace esa flor?
Thorn cerró la bolsa, guardándola con cuidado.
—Nada —respondió en tono seco.
Lignarion entornó los ojos.
—Pero... ¿si no hace nada, por qué la tienes? —insistió.
Thorn apretó la bolsa con sus dedos firmes sobre el cuero gastado.
—Unos tontos dicen que da suerte —añadió, con una leve sonrisa irónica en el rostro, sin darle mayor importancia.
Lignarion lo miró de nuevo, quizá esperando una explicación más profunda, pero Thorn no dijo nada.
El crepitar del fuego llenaba el espacio, y el silencio del bosque se volvió más denso, casi palpable. Entonces, un sonido bajo y gutural rompió la quietud, un gruñido que resonó desde la oscuridad más allá del sendero. Thorn levantó la mirada y, allí, en el borde de la luz, distinguió... algo; varios pares de ojos brillando con una intensidad depredadora.
—Hay algo ahí fuera, sir Thorn —murmuró Lignarion, incapaz de apartar la vista de aquellos ojos.
Thorn apretó su bastón con fuerza, sintiendo el temblor en sus manos, no solo por el miedo, sino también por la edad. Su cuerpo ya no respondía como cuando era joven.
No podía permitirse el lujo de mostrar miedo. No delante del muchacho. Pero el frío en su pecho no tenía que ver con el viento nocturno. En momentos como ese, Thorn maldecía su destino, su vida de campesino, de hombre común. ¿Qué podía hacer él contra criaturas como esas?
De repente, un gruñido profundo resonó en la penumbra. Sus ojos brillaron con una energía extraña, y sus cuerpos, más grandes y fluidos, parecían hechos de sombras. Los lobos simbióticos se acercaron al sendero, y el aire se volvió denso y asfixiante. Thorn sintió su boca secarse al ver las raíces y enredaderas moverse imperceptiblemente, como si los árboles reaccionaran a la presencia de las bestias.
Rara vez el bosque despertaba en la noche.
Thorn no era alguien que especialmente suertudo.
Uno de los lobos avanzó. El pelaje de la criatura se fusionó momentáneamente con la corteza de un árbol cercano, volviéndose casi invisible. Thorn pudo ver cómo sus patas se enredaban con raíces finas y oscuras, una conexión que pulsaba con una luz verdosa, como un latido sombrío. El bosque estaba alimentando a sus hijos, y a cambios, los lobos eran sus cazadores, más rápidos y fuertes de lo que la naturaleza jamás había planeado.
Lignarion desenvainó su espada con un destello de acero, pero Thorn sabía que esto no sería suficiente. Cada movimiento brusco parecía desencadenar una respuesta del entorno; una raíz que se movía un poco más cerca, una rama que crujía como si algo la estuviera apartando con suavidad. Todo el bosque estaba en su contra, una red viva que se tensaba a su alrededor.
—¡Mantén la espada arriba, pero no ataques todavía! —advirtió Thorn con un gruñido bajo.
Un movimiento en falso desataría una reacción en cadena, un ataque sincronizado entre bestias y entorno que no podían permitirse enfrentar.
Los lobos comenzaron a rodearlos como las sombras que se alargan en un campo al caer la tarde. Thorn los vio moverse con una gracia que no tenía lugar en la naturaleza. Eran depredadores hechos de oscuridad, con cuerpos que fluían como agua negra entre los árboles.
Cuando uno saltó hacia él, apenas pudo apartarse a tiempo; las garras rozaron su capa, y el granjero retrocedió con torpeza, sintiendo cómo un dolor agudo le atravesaba la espalda al dar ese paso brusco mientras trataba de mantener el equilibrio. Su defensa era más instintiva que efectiva, como si espantara a cuervos de un maizal a medio devorar.
Thorn sintió la adrenalina arder en su pecho, pero también el pánico: un error, y no volvería a ver a Leandra. El sudor comenzó a resbalar por su frente.
—¿Qué hacemos, sir Thorn? —gritó Lignarion con la voz firme de un soldado. Pero aterrada de alguien que nunca había tenido que enfrentarse a criaturas simbióticas.
Lignarion se lanzó a uno de los lobos con un tajo rápido, con el filo de su espada que brillaba bajo la luz del fuego. Logró herir al lobo en el flanco, pero la criatura no cayó. En lugar de eso, retrocedió hacia las raíces que se movían al borde del sendero, y Thorn vio con horror cómo las enredaderas se enroscaban en la herida, transfiriendo energía al lobo y cerrando la carne desgarrada en cuestión de segundos.
—¡No te alejes del sendero! —gritó Thorn cargado de urgencia, bajando una mano con temor a la espada de acero negro que llevaba en el cinto, sintiendo como está, de alguna forma, lo rechazaba.
Y una extraña conexión con la oscuridad.
Otro lobo, más grande y cubierto de musgo que parecía palpitar en su lomo, se lanzó hacia Lignario, mientras su pelaje cambiaba de color para confundirse con la oscuridad del sendero. Lignarion logó bloquear el ataque, pero la fuerza del impacto lo empujó hacia atrás, haciéndolo tambalearse.
Thorn maldijo entre dientes. Lignarion peleaba con furia y habilidad, pero esa rabia no lo llevaría a nada bueno. Thorn sabía que no podía seguir el ritmo de un guerrero, así que levantó su bastón. Con fuerza desesperada, golpeó el suelo, levantando una nube de tierra y cenizas que envolvió a los lobos. No era una maniobra elegante ni heroica, pero era lo que sabía hacer. Recordaba haber ahuyentado a zorros del gallinero de la misma manera, sacudiendo el polvo hasta que los animales huían despavoridos.
Quién diría que la táctica que servía para proteger sus gallinas funcionaría también contra lobos simbióticos.
Aun así, cada movimiento lo hacía temblar, cada vez que un lobo se acercaba, sentía que sus piernas flaqueaban. No era un luchador, y el miedo a morir estaba más presente en su mente.
—¡Nos superan en número, Thorn! —gritó Lignarion.
Nuevamente, le preguntaba a él.
Thorn sintió un nudo en el estómago.
Lignarion retrocedió hacia el fuego con la espada aún en alto. A pesar de la presión, su mirada no flaqueó; era valiente y resuelto. Pero había algo más en sus ojos, algo que Thorn no esperaba ver: esperanza. No miedo, no duda. Lignarion miraba a Thorn como si esperara que él, de alguna manera, encontrara una salida.
No quería morir ahí, no de una forma tan miserable y, aun así, el miedo lo paralizaba más que a Lignarion.
Thorn sintió un nudo en el estómago. Lignarion lo veía no como a un simple campesino, sino como el héroe que había oído en las historias. Y eso solo aumentaba su terror. ¿Qué podía hacer él contra esas criaturas? Miró de reojo a Sombraluz sintiendo una punzada de miedo y una extraña repulsión. Sabía que esa hoja no era una simple espada, y cada vez que pensaba en usarla, algo dentro de él se resistía.
Entonces vio cómo una raíz gruesa y nudosa se deslizaba lentamente hacia el sendero, como un tentáculo vivo. Thorn la golpeó con todas sus fuerzas, haciendo crujir la madera. La raíz se retrajo, pero la sensación de estar atrapado no desapareció. El bosque mismo parecía estar acorralándolos.
—¡No podemos seguir así! —dijo Lignarion, con la voz entrecortada por la desesperación.
Thorn vio cómo los lobos se preparaban para otro ataque. El pánico intentaba apoderarse de él, pero apartó la vista de la espada en su cinto y rápidamente tomó un palo grueso del suelo. Sin pensarlo demasiado, se acercó al fuego que había encendido minutos antes y metió el extremo del palo en las llamas. En segundos, lo convirtió en una antorcha improvisada, agitando la vara en el aire para avivar las brasas.
Uno de los lobos más cercanos saltó hacia él, pero Thorn, sin pensar, agitó la antorcha directamente hacia el lobo. El animal, atrapado por el fuego, lanzó un chillido agudo mientras las llamas lamían su pelaje. El lobo, envuelto en llamas, se revolcaba en el suelo, intentando sofocar el ardor, pero su cuerpo se consumía con rapidez.
El grito desgarrador del lobo en llamas resonó en el bosque, y los otros lobos, asustados por el repentino peligro, retrocedieron al instante. Las sombras que antes los rodeaban se disiparon mientras las criaturas huían hacia la oscuridad.
—¡Increíble! —exclamó, con una mezcla de alivio y admiración—. Nunca había visto a nadie enfrentarse así a esas criaturas. Thorn, eres más de lo que las historias dicen.
Pero Thorn no compartía esa certeza. ¿De verdad había funcionado aquello? Claro, la naturaleza era más débil con el fuego en la noche, había supuesto que las criaturas simbióticas también, aunque nunca lo había puesto a prueba.
Thorn respiraba con dificultad, el sudor corría por su frente, pero no respondió. El olor a quemado llenaba el aire, y aunque los lobos se habían marchado, algo en su interior le decía que el peligro aún no había terminado. Apretó la antorcha con fuerza, sus manos aun temblaban por la tensión del momento.
Antes de que Lignarion pudiera decir más, Thorn apagó la antorcha en la tierra húmeda.
—Descansa —dijo con voz grave—. Todavía nos falta mucho camino.
El viento sopló una vez más.
Thorn siguió temblando, aun horas después de que las criaturas se hubieron marchado. Esa noche no pudo dormir.
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