CAPÍTULO 3
Lignarion parpadeó con lentitud, como si sus párpados pesaran más que el escudo que apenas podía alzar en las sesiones de entrenamiento. Los últimos vestigios de un sueño espeso y confuso aún lo retenían, como si lo hubieran mantenido atrapado por siglos. Apenas era consciente del calor suave que irradiaba de la chimenea cercana, pero ese calor se extendía, envolviéndolo, forzándolo a reconocer su entorno. Su cuerpo, adolorido y débil, apenas respondía a su voluntad de moverse. Sentía que cada músculo protestaba ante el más mínimo intento de desplazarse. Sin embargo, su mente, lentamente, comenzó a despejarse.
La tenue luz de la mañana se filtraba por una pequeña ventana, iluminando un cuarto sencillo. Nada que ver con los techos altos y las alfombras de la mansión familiar. Aquí no había tapices ni candelabros; solo vigas de madera que crujían levemente, como si compartieran su cansancio. Aspiró profundamente el aroma a resina y hierbas medicinales. Ese olor no pertenecía a la capital, eso lo sabía con certeza. El aire tenía una pureza que solo se encontraba en los rincones olvidados del reino, donde los nobles no se atrevían a pisar... a menos que estuvieran escapando de algo.
Intentó moverse, tal como haría un caballero de verdad en una situación crítica, pero en lugar de incorporarse con dignidad, un dolor agudo le atravesó el costado, haciéndolo jadear y desplomarse nuevamente.
«¡Por la Deidad Inmortal! Ni siquiera puedo levantarme como un soldado debería», pensó.
Inhaló bruscamente, un jadeo que lo hizo desplomarse de nuevo sobre el lecho improvisado. Cerró los ojos un momento, esperando que el dolor cediera, cuando una sensación fría en la frente lo hizo abrirlos nuevamente. Fue entonces cuando la notó.
A su lado, una mujer, con la mirada tranquila y las manos firmes de quien ha lidiado con peores heridos que él, aplicaba un paño húmedo en su frente. Sus movimientos, precisos y seguros, le recordaron a las sirvientas de la mansión, aunque había en ella una fuerza distinta, algo más terrenal. Aquí no se trataba de cumplir con un deber, sino de sobrevivir, de hacer lo necesario para que la vida continuara.
—Descansa—dijo la mujer con una sonrisa breve pero llena de compasión—. Te caíste de ese caballo como un saco de piedras. Has estado fuera casi un día entero.
«Un saco de piedras.» La comparación resonó en su mente, y por un momento sintió que no había escapatoria de aquella imagen. Un noble, sí, pero un noble que se desmorona bajo la más leve brisa. Trató de recordar, y las imágenes llegaron en oleadas: el bosque, las enredaderas, la sensación de estar atrapado... y luego nada.
—El héroe me salvó, ¿verdad? —dijo, casi aferrándose a la idea—. Sir Thorn, el Vidente de las Sombras.
La mujer alzó una ceja, casi con un toque de burla, antes de que una sonrisa irónica curvara sus labios. Retiró el paño de su frente y dejó escapar un suspiro.
—¿Vidente de las Sombras? —repitió con la voz teñida de una mezcla de diversión e incredulidad—. Claro que conozco a ese insensato. —Guardó una breve pausa, disfrutando del desconcierto que causaba en el joven—. Ese tarado es mi esposo.
Lignarion se quedó sin palabras, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. Miró fijamente a la mujer, buscando en su rostro algún indicio de que se tratara de una broma, pero no lo encontró. Tragó saliva.
—¿Y dónde está?
—Cortando leña, supongo —respondió ella, llevándose una mano al mentón con aire distraído—. O tal vez esquilando las ovejas... o cortando raíces, quién sabe. Ese idiota no sabe cuándo descansar. Siempre está haciendo algo, aunque no tenga ninguna necesidad de hacerlo.
Lignarion no pudo evitar que la perplejidad se reflejara en su rostro. El héroe que había salvado al reino, el legendario Vidente de las Sombras, reducido a un hombre que cortaba leña y cuidaba ovejas en un rincón olvidado del mundo. Era difícil reconciliar esa imagen con la figura gloriosa que él había admirado desde niño.
Antes de que pudiera formular una nueva pregunta, un hombre de mediana estatura, con una sonrisa demasiado amplia, entró apresuradamente en la habitación. Caminaba con una confianza autoproclamada.
—¡Oh, señor! —exclamó con un tono adulador, mientras se inclinaba levemente—. Soy Valran, el alcalde de este humilde pueblo, Brumaalta. Me han dicho que viene usted desde la capital. ¡Es un honor tener a alguien de la corte por aquí! —continuó, frotándose las manos—. Espero que su estancia no haya sido muy incómoda.
Lignarion lo observó por un momento, sin decir nada. Valran, al parecer, no sabía con quién estaba hablando. Decidió corregirlo antes de que el alcalde continuara con más formalidades innecesarias.
—No soy un emisario —dijo Lignarion, con un tono tranquilo pero firme—. Soy Lignarion Drenhyr, el séptimo hijo del gran señor.
Valran se quedó congelado por un instante. Sus ojos se abrieron, y su sonrisa amplia se desdibujó en una mueca de sorpresa. Rápidamente intentó recuperar la compostura, inclinándose un poco más.
—¡Señor Lignarion! No tenía ni idea... Mis más sinceras disculpas. —Su tono se volvió más reverente—. Es un verdadero honor contar con usted en nuestro pequeño pueblo. Sabrá entender que Brumaalta está pasando por tiempos muy difíciles. Las enredaderas nos están devorando, los recursos se agotan, y cualquier ayuda que su padre pueda enviarnos sería de un valor incalculable...
Leandra, quien había estado observando en silencio, finalmente intervino. Dio un paso al frente y, con una expresión severa, miró al alcalde.
—Valran —dijo con voz firme, pero tranquila—, estoy segura de que el señor Lignarion ha escuchado tus preocupaciones, pero ahora necesita descansar. Este no es momento para preocuparse por política.
Valran se removió incómodo, mirando a Leandra como si no esperara que lo interrumpieran tan abruptamente.
—Por supuesto, señora Leandra, por supuesto —respondió rápidamente—. No era mi intención molestar al joven señor. Solo pensaba en el bien del pueblo... —continuó, con una sonrisa nerviosa que no convencía a nadie.
—Y estoy segura de que el bien del pueblo se discutirá en otro momento —dijo Leandra, cruzándose de brazos—. Ahora, el señor necesita tiempo para recuperarse. Lo último que debe tener en mente son tus preocupaciones.
Valran tragó saliva, asintiendo varias veces, con una sonrisa que trataba de mantener su habitual confianza.
—Sí, sí, tiene razón, por supuesto. No molestaré más. —Miró una vez más a Lignarion, inclinándose ligeramente—. Señor Lignarion, le agradezco su tiempo. Recupérese pronto, y cuando lo haga, estaré encantado de continuar nuestra conversación... si así lo desea.
Lignarion simplemente asintió, sin decir nada más. Valran, forzado a retirarse, hizo una reverencia apresurada antes de salir de la habitación, sus pasos rápidos y tensos resonaron por el pasillo.
Leandra lo observó salir y, cuando la puerta se cerró, dejó escapar un leve suspiro.
—Siempre tan insistente —murmuró, mirando a Lignarion con una sonrisa amable—. No te preocupes por él. No ahora.
Lignarion esbozó una sonrisa cansada y asintió, agradecido de que Leandra hubiera intervenido para librarlo de más halagos y súplicas del alcalde.
Poco después, una niña pequeña entró corriendo en la habitación, cargando un balde de agua con visible esfuerzo. Su rostro estaba iluminado por una sonrisa entusiasta.
—¿Ya está despierto, señora Leandra? ¿Ya puedo contarle lo que pasó? —preguntó, sin esperar respuesta. Se giró de inmediato hacia Lignarion, sus ojos brillaron de emoción—. Señor, vi todo lo que hizo el señor Thorn cuando lo rescató. ¡Fue increíble! Lo salvó de las enredaderas en el bosque, cortó todas las plantas con su hoz y luego lo trajo hasta aquí. No parecía tener miedo en absoluto. ¿Quiere escuchar una canción que hice para él? ¡No se va a decepcionar!
Sin esperar más, la niña se irguió con el orgullo propio de los bardos y comenzó a cantar:
Entre sombras del bosque oscuro,
el Thorn sin miedo avanzó,
cortó raíces con su hoz segura,
y al viajero perdido salvó.
Oh, Thorn, guardián de la tierra,
el hombre que plantas domó,
con valor y fuerza en la mano,
las enredaderas vencieron.
La pequeña terminó su canto con una sonrisa de satisfacción, esperando ansiosa la reacción de Lignarion. Pero él permanecía en silencio, desconcertado. Aquella canción no hablaba de épicas batallas o grandes gestas. Era simple, infantil, y relataba un episodio que, en comparación con las leyendas que él conocía, parecía insignificante. Pero era real. ¿No era acaso, así como lo habían salvado? Las enredaderas, la hoz, y un rescate tan sencillo como inesperado. Quizá por eso la canción parecía menos épica, después de todo, nadie cantaba canciones de rescates entre las enredaderas.
—Gracias... eso fue... interesante—logró decir Lignarion, sin saber cómo responder realmente.
Desde el otro lado de la habitación, Leandra, quien estaba observando la escena en silencio, se acercó a la puerta con un leve suspiro, meneando la cabeza.
—Las leyendas se desgastan como las piedras al río —murmuró, su tono no era despectivo, sino más bien resignado—. A veces, las historias que creemos grandiosas son solo cuentos simples. Los héroes que imaginamos están hechos de carne, y en el fondo, todos terminan enfrentando lo mundano.
» Malditos hombres y sus insensateces...
Lignarion la miró, sorprendido por la profundidad en sus palabras. No había burla en su expresión, ni ironía, solo una cierta sabiduría práctica que provenía de los años. Leandra recogió algunos frascos de hierbas que había dejado en una mesa y se giró hacia él antes de salir.
—Recuerda que las cicatrices de las grandes hazañas se curan igual que las de los cortes más simples. No apures el proceso, muchacho —le advirtió con voz suave, pero firme—. Tu cuerpo aún necesita descansar.
—La señora Leandra no es muy fan de las canciones ni la poesía, ¿sabe? —dijo la niña con una sonrisa traviesa cuando la mujer salió de la habitación.
Lignarion esbozó una sonrisa débil, volviendo su atención a la pequeña. En un lugar tan remoto, donde las canciones heroicas parecían innecesarias, se preguntaba si aún quedaba algún lugar para la grandeza que él tanto admiraba.
—¿Tienes alguna historia más sobre Thorn? —preguntó, aun buscando al héroe de sus recuerdos—. ¿Algún acto heroico más... grandioso que ese?
La niña frunció el ceño, pensativa, y luego sonrió ampliamente.
—Bueno, también ayudó a la señora Mira a partir leña el mes pasado. ¡Lo hizo todo él solo, y fue mucho esfuerzo!
Lignarion sintió un nudo en el estómago. Aquello no era precisamente lo que esperaba oír. Entonces, los ojos de la niña se iluminaron como si acabara de recordar algo mucho más impresionante.
Entonces los ojos de la niña se iluminaron.
—¡Ah, claro! —exclamó, emocionada—. ¿Sabías que tuvo que perseguir a todas las cabras cuando intentaron escapar al bosque? ¡Fue increíble! Se metieron justo entre las enredaderas, y él las arrancó una por una de las ramas. Las trajo de vuelta al pueblo con sus propias manos. ¡Y créeme, esas cabras no son nada fáciles de manejar!
La niña hizo un gesto dramático con sus brazos, simulando el esfuerzo titánico de arrastrar a las cabras.
—¡Las agarraba por los cuernos y luchaba contra ellas y contra las enredaderas al mismo tiempo! Pensábamos que íbamos a perder algunas, pero no. El señor Thorn no dejó que ninguna escapara.
Lignarion parpadeó, aturdido. Aquella historia no era lo que había esperado al hablar de actos heroicos. Sonaba más como la rutina de un granjero que enfrentaba problemas cotidianos, más que las hazañas de alguien que había salvado al reino.
—¿Y eso fue... difícil? —preguntó, tratando de ocultar su decepción.
—¡Oh, muchísimo! —aseguró la niña, asintiendo con entusiasmo—. Las cabras son muy testarudas. Nadie más pudo hacer que regresaran, pero el señor Thorn siempre sabe cómo manejarlas. Todos en el pueblo dicen que es el único con la fuerza suficiente para lidiar con ellas.
La niña seguía sonriendo con orgullo, y Lignarion, por un momento, se dio cuenta de que, para ella, aquellas pequeñas historias eran tan heroicas como cualquier leyenda épica. Para alguien que vivía en un lugar tan remoto, esas eran las verdaderas hazañas que definían la vida de un hombre.
Sintiendo que su cuerpo seguía débil, intentó incorporarse, pero el dolor aún persistía en su costado. Las piernas no parecían tener la fuerza necesaria para sostener su peso.
—¿Quieres que te traiga un bastón, señor? —ofreció la niña.
—Por favor, eso sería de gran ayuda —respondió Lignarion, agradecido. Luego, tras una breve pausa, añadió—. Y puedes llamarme Lignarion
La niña sonrió, inclinando la cabeza antes de salir corriendo. No tardó en regresar con un bastón que Lignarion aceptó con una inclinación de cabeza.
—Si la señora Leandra pregunta, yo no te lo di —susurró la niña, divertida—. Ella dice que deberías estar descansando.
Y como si aquello fuera una sentencia, la niña se marchó corriendo como un vendaval.
Lignarion apoyó el bastón en el suelo con esfuerzo y salió de la casa, agradecido por el aire fresco que lo golpeó en el rostro. Aunque aún le dolía el costado, la brisa suave y el murmullo de las voces del pueblo ayudaron a despejar su mente. El olor a hierba recién cortada y tierra húmeda le recordaba cuán lejos estaba de la capital, de las cortes brillantes y los muros de piedra. Aquí, todo parecía más simple, más real.
Necesitaba encontrar a Thorn, agradecerle por salvarlo, y quizá, solo quizá, verlo con sus propios ojos, como el héroe que había crecido admirando.
Y pedirle su ayuda una vez más.
Cuando Lignarion salió al patio. Un grupo de hombres mayores cortaba leña y ajustaba herramientas, tareas mundanas que nunca vería en las propiedades nobles. Se encontró comparando los movimientos torpes de los aldeanos con la destreza que, en su imaginación, debía tener un héroe. Entre ellos, un hombre de cabello ralo y barba grisácea destacaba, tomando con calma un sorbo de agua, como un veterano que ya había visto demasiados inviernos. Se acercó con paso apresurado, con una sonrisa educada, como le habían enseñado en los salones familiares.
—Disculpe, buen hombre —dijo, intentando ocultar su entusiasmo—. ¿Sabes dónde puedo encontrar a mi salvador, sir Thorn, el Vidente de las Sombras? Me han dicho que está por aquí.
El hombre lo miró con una expresión desconcertada, ladeando la cabeza como si las palabras de Lignarion no tuvieran ningún sentido.
—¿El Vidente de las Sombras, dices? —respondió el anciano con un tono que intentaba ser sabio, aunque teñido de ironía—. ¡Ah, claro que lo conozco! Un buen amigo mío, sí, sí... pero joven, no se llama Thorn. Ese es un nombre vulgar. Él es Talion el Fulgente, el Portador de la Niebla, el Vidente de las Sombras. Thorn es nombre de campesino, no de un héroe legendario. —El anciano chasqueó la lengua, como si corrigiera un error en un libro sagrado.
Lignarion frunció el ceño.
—Es Thorn, estoy seguro. Nada de Talion —replicó, manteniendo la calma—. Él me salvó en el bosque.
El anciano alzó una ceja, entre divertido y condescendiente, y se inclinó un poco más hacia el joven, adoptando una postura de maestro ante un alumno ignorante. Lignarion comenzaba a detestar a ese hombre.
—Ah, muchacho, te falta mucho por aprender sobre historia. Talion, el Vidente de las Sombras es una leyenda, no alguien que encuentres cortando leña en un pueblo perdido. Lo vi la última vez hace unos años, cuando cabalgaba hacia el noroeste, a las tierras más allá del Gran Desfiladero. Estaba en una misión importante, claro. Algo sobre cazar a Liorath, el Devorador de Bosques que había despertado en las Montañas Grises. —El hombre se frotó la barba con aire pensativo, como si recordara vívidamente la escena—. Me lo contó él mismo, antes de partir. «Aben», me dijo, «cuando acabe con esa serpiente de tres copas, volveré a por una jarra de tu mejor cerveza».
Lignarion lo miró, intentando mantener la compostura, pero sabía que aquello era falso. Para comenzar, nadie sabía ni siquiera donde se encontraba Liorath, ni siquiera si tenía tres cabezas. Otro aldeano, uno más joven, intervino riendo suavemente.
—Vaya, Aben, ¡siempre tan humilde! No sabía que eras tan cercano al Vidente de las Sombras. —El joven fingió una reverencia exagerada, mientras los demás reían.
El anciano, Aben, levantó una mano con una sonrisa astuta, disfrutando de la atención.
—Rían si quieren, pero no hay un solo hecho sobre el Vidente que yo no sepa. —Miró a Lignarion con ojos brillantes—. Si estás buscando a alguien tan importante, no esperes encontrarlo en un lugar tan remoto como Brumaalta. Si quieres verlo, joven, debes ir más allá. Lejos, muy lejos de aquí. Seguramente en las tierras de Kathardûn, donde solo los valientes se atreven a poner pie. Talion estará luchando contra esa serpiente, o tal vez salvando alguna doncella, como es costumbre para alguien de su estirpe.
Lignarion suspiró.
—Entonces, ¿no está aquí en Brumaalta? ¿Entonces quien fue el que me salvó?
—¡Ah, forastero ingenuo! ¿De verdad pensaste que nuestro Thorn era el Vidente de las Sombras? —se rio Aben—. ¿Hablas en serio? Si te refieres al viejo Thorn, lo encontrarás por allá, esquilando ovejas. Talion jamás pondría pie en un sitio tan común como este... salvo, claro, para visitar a su viejo compañero.
Apoyado en su bastón, Lignarion se despidió con un nudo en la garganta y siguió la dirección que Aben le había indicado con pasos vacilantes. Al llegar al corral, su corazón se detuvo por un instante. Allí, agachado sobre una oveja, estaba un hombre barbudo, con la camisa sucia de barro y botas gastadas, moviéndose con la precisión rutinaria de quien ha repetido la misma tarea cientos de veces. No había rastro de una armadura reluciente ni de la espada legendaria Sombraluz, y mucho menos del porte majestuoso que cabría esperar de alguien que había salvado un reino.
Thorn estaba rodeado de unos aldeanos más jóvenes, quienes lo observaban con atención mientras él esquilaba la lana de la oveja. Hablaba con ellos en voz baja, señalando de vez en cuando cómo hacer el trabajo de manera más eficiente.
Lignarion se quedó de pie, paralizado por la escena. No podía ser. ¿De verdad ese hombre había matado a un Silvanox? Por un momento, Lignarion creyó la historia de Aben.
«¿Es esto lo que queda de la grandeza?», se preguntó, incapaz de procesar la imagen que tenía frente a él.
Sin embargo, por mucho que sus expectativas se desplomaran, algo en su interior le decía que aquel hombre seguía siendo su única esperanza. El corazón de Lignarion latía con fuerza, y cada paso que daba hacia Thorn le recordaba que no estaba en condiciones de exigencias o formalidades. Pero, aun así, no podía dejar de lado el protocolo. A medida que se arrodillaba, su pierna herida temblaba bajo su peso, pero su mirada se mantuvo fija en Thorn.
El bastón crujió bajo su mano mientras trataba de tomar fuerzas para hablar, obligando a su voz a sonar tan solemne como las circunstancias lo requerían.
—Sir Thorn, Vidente de las Sombras, he recorrido un largo camino con un mensaje del Gran Señor de Clyendor—Las palabras resonaron con un eco solemne en la bruma que cubría el pueblo, y por un momento, Lignarion sintió que el mismo aire se volvía más pesado, más denso—. Sir Thorn, soy Lignarion Drenhyr, séptimo hijo de lord Thalion Drenhyr y he sido enviado para llevarlo a la capital. El reino está en peligro. He llegado un Silvanox que está matando a todas las personas de la ciudad. El Gran Señor le ruega que una vez más tomes la espada y vengas a salvarnos antes de que todo lo que conocemos sea destruido.
El silencio cayó pesadamente entre ellos. Los aldeanos cercanos dejaron de trabajar, sus miradas se clavaron en la escena con una mezcla de curiosidad y desconcierto. ¿Silvanox? Para ellos, la mención de una criatura mítica era tan absurda como un cuento para niños. Susurraron entre ellos, incapaces de comprender lo que el joven noble decía.
Pero Thorn... Thorn no se detuvo. Continuó su tarea, calmado, centrado en esquilar a la oveja, como si las palabras de Lignarion no fueran más que el zumbido de un mosquito molesto. No había destellos de heroísmo en sus ojos, ni señales de haber escuchado siquiera la súplica del joven.
Lignarion no se movió. La desesperación se aferraba a su pecho, impidiendo que retrocediera. No podía ser todo en vano.
—Por favor —insistió el joven noble—. Sin usted, no hay esperanza. El reino caerá, las vidas de miles están en peligro. ¡Es el único que ha matado a un Silvanox! Eres nuestra última esperanza, sir Thorn. El reino te necesita.
Al terminar de esquilar, Thorn se enderezó con un leve gruñido, frotándose la espalda como si la edad le hubiera pasado factura. Lignarion observó un vendaje en el tobillo del hombre, manchado con un ungüento que desprendía un leve aroma a hierbas. ¿Habría tenido alguna herida? Parecía moverse sin problemas. Sin levantar la mirada hacia Lignarion, dejó las tijeras a un lado y caminó hacia otra oveja. Era como si las palabras del joven noble no hubieran tenido ningún impacto. Como si no significaran nada.
Lo que siempre decía su familia de él.
Lignarion, aún de rodillas, sintió un frío recorrido por su espalda. Se levantó con torpeza, sus piernas temblaron, y se acercó de nuevo a Thorn, desesperado por una respuesta. Justo cuando estaba a punto de hablar, Thorn habló primero, sin detener su trabajo.
—¿Sabes esquilar ovejas, muchacho? —preguntó con un tono de voz que denotaba más agotamiento que interés, mientras volvía a la tarea de esquilar.
Lignarion apretó el bastón con fuerza, incómodo por la pregunta. ¿Esquilar ovejas? Pero, emocionado de que Thorn le hubiera dirigido la palabra, negó con la cabeza.
—No, señor, no sé —respondió con honestidad, su orgullo noble se resintió por la pregunta tan mundana.
Thorn dejó escapar una risa breve y áspera, una carcajada que parecía tan vieja como él.
—Garrik —llamó al joven aldeano que pasaba cerca, haciéndole una seña para que se acercara—. Toma mi lugar, muchacho. Ya estoy cansado de esta faena, y si me quedo más tiempo aquí, mi esposa va a sospechar que me escondo acá. Es hora de cambiar de trabajo.
Garrik asintió con respeto y tomó las tijeras de esquilar, mientras Thorn se enderezaba, estirando sus brazos con visible esfuerzo. Luego, dirigió una mirada rápida a Lignarion, quien seguía de pie, esperando algo más.
—Si no sabes esquilar ovejas, noblecillo, podrías al menos ser útil en otra cosa. Anda, dale de comer a los cerdos —dijo Thorn con una sonrisa sarcástica—. Es lo menos que podrías hacer después de que te sacara de esas enredaderas.
Lignarion sintió cómo el calor subía por su cuello. ¿Cerdos? Era una humillación innecesaria. Pero algo en la mirada cansada de Thorn lo hizo dudar. ¿Estaba probándolo?
Así que, a pesar de la vergüenza, Lignarion obedeció.
El resto del día se desmoronó frente a los ojos de Lignarion, como un castillo de naipes que cae lentamente. A cada momento, la imagen que había construido de Thorn, el gran héroe, se disolvía. Lo siguió con devoción apoyando aun en su bastón, observando cómo ayudaba a su esposa en la cocina. Las manos de Thorn, que una vez empuñaron la espada contra monstruos legendarios, ahora cortaban verduras con la precisión de un campesino más, aunque el leve temblor en sus dedos revelaba que el tiempo no perdonaba ni a los héroes.
Lignarion intentaba ver algo épico en cada movimiento de Thorn, pero a medida que el hombre corría con los niños del pueblo, riendo y frotándose las rodillas doloridas cada vez que se detenía, el joven noble no podía evitar sentirse desilusionado. Este no era el héroe con el que había soñado unirse, ni el hombre que, según las canciones, había salvado al reino. Era solo eso: un hombre. Un campesino que luchaba más contra los años que contra criaturas míticas.
Finalmente, cuando el día comenzaba a apagarse, se sentaron frente al fuego. El silencio del crepitar de las llamas pesaba sobre ellos. Lignarion no podía esperar más.
—¿Cómo mataste al Silvanox? —preguntó.
No era la pregunta de un guerrero en busca de estrategias; era la súplica de un hombre buscando esperanza.
Thorn, que parecía más interesado en disfrutar del calor de la hoguera que en conversar, se encogió de hombros.
—Suerte —respondió secamente, tomando un trago de agua—. Suerte... y cosas que prefiero no recordar.
Lignarion frunció el ceño, esperando más. En las historias que contaban en la capital, los héroes siempre tenían una lección que impartir, una verdad oculta sobre la victoria. Pero Thorn solo cerró los ojos y dejó escapar un suspiro, dejando claro que, para él, no había más que decir. Incluso los grandes guerreros parecen dejar sus historias atrás.
Fue entonces cuando Leandra irrumpió en la habitación, con pasos tan firmes como los de un comandante entrando en una batalla. Su mirada recorrió el salón como si evaluara un campo de batalla, y con las manos en las caderas, habló con esa mezcla de autoridad y preocupación que Lignarion ya había aprendido a respetar.
—¿Van a descansar o debo atarlos a la cama? —dijo, su tono era ligero, pero con una advertencia implícita.
Thorn soltó otro suspiro, esta vez más largo, mientras miraba a su esposa con ojos suavizados por el cansancio.
—¿Atarme a la cama? —repitió Thorn, esbozando una sonrisa apenas perceptible—. Sabes que solo tú puedes lograr que me quede quieto, pero si lo intentas, prométeme que me gustará.
Leandra bufó, pero no pudo evitar sonreír.
—No te gustaría, viejo terco. Lo que necesitas es sentido común —dijo, golpeándolo suavemente en el hombro—. Estás tan cansado que ni siquiera podrías ayudarme a desabrocharme el vestido.
Thorn tomó su mano con delicadeza, sosteniéndola como si su toque calmara el mundo a su alrededor.
—¿Y qué sería de mí sin ti para recordarme todas las veces que no me cuido? —respondió, su tono más serio, pero con una ternura palpable—. Podrías ser tú quien me arrastre de vuelta a la cama, como arrastraste a esas cabras la semana pasada.
Leandra soltó una suave carcajada y negó con la cabeza.
—Dudo que pudiera. Las cabras son más manejables que tú, hombre obstinado.
Lignarion, viendo la interacción entre ambos, aprovechó el momento de calma para intervenir.
—Sir Thorn, tienes que entender —comenzó, inclinándose hacia adelante—. El reino se está desmoronando. Los caminos están infestados de bandidos, las vías comerciales son cada vez más inseguras. Las ciudades son inseguras. Los mercaderes no pueden viajar sin ser atacados, y los guardias están ocupados tratando de detener al Silvanox. Los nobles están desesperados, las ciudades se desmoronan. El reino lo necesita. Sin usted no hay esperanza.
Thorn gruñó, esta vez sin la dulzura que había mostrado antes. Observó el fuego durante unos segundos antes de hablar.
—¿El reino me necesita? —repitió en un susurro amargo—. ¿El mismo reino que nos dejó a nuestra suerte cuando las enredaderas invadieron nuestros campos? ¿El mismo reino que solo aparece para exigir tributos?
Leandra, como un general calmando a sus tropas, le tocó el brazo suavemente. Pero Thorn continuó.
—No me importa tu reino, noblecillo —gruñó Thorn, golpeando suavemente la mesa con la palma abierta—. ¡A la mierda tu reino y tu gran señor! —se levantó con lentitud, los años visibles en cada movimiento—. Son miles de soldados, el Gran Consejo, seres de leyenda. Que ellos se ocupen. Mi pueblo... mi esposa... me necesitan más que tu reino. Y no los voy a dejar por cuentos de héroes y monstruos.
Lignarion intentó hablar, pero Thorn lo interrumpió.
—¿Sabes lo que está pasando aquí, en Brumaalta? El último que vino del Gran Señor fue a exigir tributos. Se llevaron todo lo que teníamos, y desde entonces estamos solos. No hay ayuda, solo lo que nosotros podemos hacer para sobrevivir. Las enredaderas, las plantas invasoras... cada día las raíces se meten más en nuestros campos. No tenemos suficientes flores custosyl para mantenerlas a raya. Todos en este pueblo ha perdido algo y no tenemos a nadie más que nos ayude. ¿Y ahora quieres que los abandone para salvar un reino que nunca ha hecho nada por nosotros?
Leandra, a pesar de las palabras duras de su esposo, permaneció a su lado, rozando el brazo de su esposo en un gesto silencioso de apoyo.
—Bueno, ya sabes cómo eres... héroe por accidente —susurró Leandra, con una sonrisa ligera.
Thorn soltó una risa baja.
—¿Ves, noblecillo? —dijo, dirigiéndose a Lignarion—. Hasta mi esposa piensa que soy más terco que valiente.
Lignarion apretó los puños. No podía darse por vencido. El reino lo necesitaba, pero él también.
—Creemos que el Silvanox está relacionado con el Portador del Olvido —dijo Lignarion, su voz era temblorosa. Era su última carta.
Thorn se detuvo de inmediato, su expresión se endureció. El aire en la habitación pareció congelarse.
—¡No vuelvas a mencionar ese nombre en mi casa! — dijo Thorn en un susurro peligroso —. No sabes lo que dices. No tienes idea de lo que significa.
Leandra colocó suavemente una mano en el pecho de Thorn, calmándolo sin palabras. Thorn respiró hondo, bajando la cabeza, pero su rostro seguía marcado por la ira.
Lignarion, sintiendo que había tocado un nervio sensible, trató de cambiar de enfoque.
—El reino está al borde del colapso. Los bandidos atacan los cultivos de flores custosyl. Sin ellas, las enredaderas avanzan, y no tenemos defensas suficientes.
Thorn volvió a sentarse, pasándose una mano por el rostro cansado.
—¿Y de quién es la culpa? —dijo con una risa amarga—. Si los soldados no estuvieran ocupados en guerras inútiles, tal vez podrían haber defendido los campos. Pero están demasiado ocupados protegiendo a la aristocracia de un monstruo.
Lignarion sintió cómo esas palabras atravesaban su pecho, como una lanza bien dirigida. Sabía que Thorn tenía razón. Él mismo, aunque era noble, se había visto relegado en los campamentos a tareas menos heroicas, protegiendo caravanas de la nobleza o participando en escaramuzas insignificantes. Pero... ¿cómo admitirlo?
Pero Thorn también había quedado en silencio. El fuego del hogar iluminaba las líneas profundas del rostro del hombre. Parecía mayor de lo que realmente era, desgastado por años de trabajo, lucha y la constante batalla contra una naturaleza que parecía empeñada en devorar todo a su alrededor. Su mirada permaneció fija en las llamas. Era como si, al menos por un instante, no pudiera enfrentarse directamente a Lignarion.
—Las flores... —murmuró Thorn, como si estuviera pensando en voz alta.
—Sí, las flores custosyl —dijo Lignarion, aprovechando el cambio—. Si nos ayudas, el Gran Señor enviará más flores para proteger tus campos. No solo salvarás el reino, también salvarás a tu pueblo.
Thorn no respondió de inmediato, su mirada estaba perdida en las llamas. Leandra, observándolo con ternura, vio la duda en los ojos de su esposo.
—¿Qué saben del silvanox? — preguntó finalmente Thorn, con un tono más sombrío.
Lignarion, sorprendido pero esperanzado, se inclinó hacia adelante.
—¿Significa que vas a ayudarnos? —dijo Lignarion.
—Significa que solo quiero saber acerca del monstruo.
—El silvanox... —empezó, buscando las palabras adecuadas—. No sabemos mucho. Dicen que es una sombra, algo que los ojos no pueden captar. Algunos dicen que se mueve entre las sombras, otros dicen que es completamente invisible, que solo te sientes morir antes de siquiera verlo.
Thorn se frotó la frente, cansado.
—Eso no me sirve de nada, muchacho. ¿Qué más dicen? ¿Quién lo ha visto? ¿Cómo lo describen? No necesito leyendas ni canciones. Necesito hechos—dijo con un tono seco, casi molesto.
—La gente habla... pero no son testigos directos. Yo luche contra él, bueno, yo y todo mi pelotón. No se puede ver nada, como si no existiera. Únicamente escuchamos el sonido de sus pasos o del aire al cortar. Pero no hemos podido defendernos. Cuando llega, asesina a todos los que puede. No hay pistas concretas. Sólo rumores.
Thorn bufó con desdén.
—Soldados estúpidos. Siempre atacando de frente con sus espadas como si enfrentaran a un enemigo común —miró de reojo a Lignarion—. ¿De verdad creen que pueden darle solamente atacando al viento esperando que haya suerte? Eso es lo que pasa cuando confían más en las historias que en su cabeza.
Lignarion bajó la cabeza, sintiendo el peso de la verdad en las palabras del hombre. Sabía que lo que decía Thorn tenía sentido, pero nadie en la capital había sido capaz de describir a la criatura con precisión. Solo podían basarse en historias.
Y muchas de esas historias eran de sir Thorn matando silvanox.
—¿Cómo lo derrotase la última vez? —se atrevió a preguntar el joven noble con voz temblorosa.
Thorn se quedó en silencio unos instantes, mirando fijamente el fuego. Llevó su mano, casi por instinto, a la pequeña flor que colgaba de su cinturón. Leandra acarició suavemente su brazo.
—No es humano, no del todo, es una criatura simbiótica que usa una planta para volverse invisible —dijo Thorn finalmente con palabras cargadas de amargura—. Uno de mis amigos lo descubrió. Saber eso hizo que tener suerte fuera mucho más fácil.
Lignarion asintió, había esperado una respuesta más detallada, pero aquello fue más de lo que imaginó. ¿Una planta que lo volvía invisible? Nada de eso existía, aunque claro, no hacía mucho fue cuando descubrieron las plantas que les conferían velocidad. Pero... ¿un humano simbiótico? Nunca había pasado nada semejante.
—Entonces podrías volver a pelear contra él —dijo Lignarion—. Sabes cómo enfrentarlo. Tienes experiencia.
Thorn resopló con frustración.
—Pelear y matar son dos cosas muy distintas, muchacho. Muchos buenos hombre murieron cuando intentaron enfrentarse a esa cosa. Yo tuve suerte—Se quedó en silencio, sin mirar a ninguna parte, con sus pensamientos perdidos en algún lugar oscuro—. No puedes basarte en la suerte para salvar a un reino.
Leandra dejó caer la mirada al suelo, sus labios estaban tensos y los dedos entrelazados con fuerza.
—No tienes que hacerlo, Thorn —dijo finalmente, su voz era apenas un susurro cargado de emociones—. Ya lo disté toda una vez. Este no es tu problema. No lo es.
Había una súplica latente en cada una de esas palabras.
Thorn no respondió.
Lignarion, sabiendo que no podía quedarse callado más tiempo, tomó aire y se levantó apoyándose nuevamente sobre su bastón.
—Sir Thorn, en nombre del Gran Señor, te juro protección para Brumaalta. Si nos ayudas a derrotar al Silvanox, él enviará soldados a custodiar los caminos. Limpiarán las enredaderas y protegerán las rutas comerciales. Las flores custosyl serán enviadas en mayor cantidad para mantener tus campos a salvo de manera periódica. No solo salvarás el reino; también salvarás a tu pueblo.
Lignarion dio un paso adelante, con una firmeza que no admitía duda.
—Incluso si no puedes luchar, con solo venir a la capital, el Gran Señor enviará un cargamento de flores y hombres para proteger Brumaalta. No habrá más enredaderas ni caminos abandonados. Tu pueblo estará seguro. Esto es tan cierto como mi nombre, Lignarion Drenhyr.
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