CAPÍTULO 14
El estruendo metálico de las botas sobre el suelo de piedra marcaba el avance del grupo, un sonido irregular que resonaba en los pasillos como un eco de guerra.
Lignarion lideraba, con el estómago tenso y el corazón golpeándole el pecho, mientras la humedad del lugar se pegaba a su piel como un recordatorio constante de dónde estaban: en las entrañas de la desesperación. A cada paso, el aire se hacía más pesado, cargado con un hedor agrio, mezcla de la sangre seca y algo que solo podía describir como podredumbre.
El soldado que caminaba a su lado susurró una plegaria a la Deidad Inmortal con una voz temblorosa y un cántico repetitivo que otros comenzaron a imitar en susurros. Lignarion no se unió. No era que no creyera, pero ¿de que serviría una plegaria en un lugar donde hasta la luz parecía temer entrar?
Sin embargo, no los detuvo. Quizá ellos necesitaban esa esperanza más que él. Quizá él necesitaba que ellos creyeran.
Sus dedos se apretaron alrededor de la empuñadura de su espada, el metal frío lo ayudaba a mantener la mente serena. Treinta hombres. Eso era todo lo que había logrado reunir. Treinta soldados que lo seguían por la simple razón de que nadie más estaba dispuesto a intentarlo. Infantería pesada, bien armada, disciplinada... y aterrada. Lo podía ver en sus ojos, incluso en la penumbra. Estaban tan asustados como él, aunque ninguno lo admitiera. Pero eran buenos hombres, y eso tenía que bastar.
«Espero que esto no sea una mala idea», pensó.
Nunca había liderado un pelotón de soldados, pero aquí estaba, caminando hacia algo que apenas entendía, obligado a fingir que tenía una solución, una idea, cualquiera cosa más que un plan desesperado. Fingía que no sentía las piernas temblarle mientras descendía más y más hacia la oscuridad.
El pasillo se estrechó, obligándolos a marchar en fila de a uno. Lignarion bajó el ritmo, levantando la mano para silenciar cualquiera ruido innecesario. Algo crujió bajo sus botas, y cuando bajó la vista, vio fragmentos de hueso esparcidos sobre la piedra.
—Mantén el paso, muchacho —dijo sir Bryndor. El veterano caballero caminaba junto a él, lanza en mano y su escudo desgastado cubriendo la mitad de su cuerpo—. Haz que crean que sabes lo que estás haciendo. Esa es la mitad de la batalla.
Lignarion dejó escapar un resoplido que podría haber pasado por una risa.
—¿Y la otra mitad?
Bryndor lo miró de reojo, su expresión era tan seria como su tono.
—Que no te maten antes de que empieces a dudar.
Lignarion tragó saliva y asintió. Adelante, siempre adelante. No podían detenerse ahora.
Al fondo del pasillo, una tenue luz parpadeaba como una invitación. La entrada a las criptas. Él ajustó su espada, tomó aire y avanzó, con treinta hombres siguiéndolo... hacia lo que sabía que podía ser su fin.
El aire de la cámara era distinto. Más denso. Más oscuro. Lignarion lo sintió antes de verlo, como si la misma atmósfera tratara de aplastar sus pulmones. La luz de las antorchas apenas penetraba la penumbra que envolvía el lugar, revelando un espacio inmenso donde las parades parecían respirar con un pulso irregular. Allí estaba la puerta negra.
El Abismo.
Se erguía al fondo de la cámara, imponente, cubierta de grabados que parecían moverse al ritmo de un sonido gutural, bajo y profundo, como el murmullo de un gigante dormido. A los pies del altar que custodiaba la puerta, lord Vyrelis esperaba con una calma perturbadora. Estaba cruzado de brazos con una postura relajada... casi como si estuviera recibiéndolos. La sangre de lord Alaric fluía por un canal hacia el alatar, formando un río escarlata que parecía brillar con vida propia.
Lignarion sintió como el frío se apoderaba de su pecho al verlo allí, tan seguro, tan inmóvil. El rostro de Vyrelis, iluminado por el parpadeo de las antorchas, no mostraba emoción alguna. Ni miedo, ni rabia, ni satisfacción. Solo vacío. Vacío y algo más... algo que Lignarion no supo nombrar, pero que hizo que sus dedos se aferraran con más fuerza al mango de su espada.
Si este hombre no era el Silvanox, por lo menos era un maldito Silenciador de la Memoria.
Había dos docenas de figuras envueltas en capas oscuras que se movían alrededor del altar, murmurando cánticos oscuros. Cada uno sostenía dagas ceremoniales, sus filos goteaban sangre que fluía hacia el altar como un sacrificio constante. Sus movimientos eran precisos, sincronizados, como si fueran parte de un macabro reloj que marcaba el tiempo hacia algo inimaginable.
Doce soldados de élite, los mejores hombres de Vyrelis, se intercalaban entre los Silenciadores, armados hasta los dientes y con la mirada fría y desalmada.
Lignarion tragó saliva. Sabía lo que significaban esas cifras. Esto no sería una batalla... sería una carnicería.
—Llegas tarde, muchacho —dijo Vyrelis, con una voz que resonó en toda la sala—. Siempre supe que vendrías, aunque no esperaba que fueras tan... predecible.
Predecible. Esa palabra hizo que la sangre de Lignarion hirviera. No tuvo tiempo para responder. No habría servido de nada.
—¡Ahora! —gritó, alzando la espada y apuntando hacia los Silenciadores que rodeaban el altar. Treinta hombres corrieron hacia adelante como una ola de acero y carne, sus botas golpearon el suelo de piedra con un estruendo que se mezcló con los gritos de batalla. Lignarion sintió cómo el peso de la decisión recaía sobre él. Si fallaba aquí, no habría vuelta atrás.
El impacto fue inmediato. Los Silenciadores no vacilaron, como si hubieran estado esperando la orden. Sus cánticos oscuros llenaron la cámara, entremezclándose con el sonido del metal y los gritos. Lignarion no entendía las palabras, pero podía sentirlas. Penetraban en su mente como agujas, haciéndole más difícil pensar, más difícil respirar.
Los soldados de Vyrelis, por su parte, luchaban con precisión militar. Bien entrenados, fuertes, letales. Uno de ellos bloqueó un ataque con su escudo mientras otro cortaba la pierna de un soldado aliado con una rapidez brutal. La infantería pesada de Lignarion se defendía bien, pero las sombras parecían estar de su lado.
«Estamos en desventaja», pensó Lignarion, mientras cruzaba espadas con un Silenciador que se movía con una agilidad casi sobrenatural.
Entre la confusión, lo vio. Lord Vyrelis.
El noble mayor seguía inmóvil, esperando, hasta que Lignarion llegó lo suficientemente cerca. Entonces, con una calma que bordeaba la indiferencia, desenvainó su espada. El sonido del metal al salir de la vaina cortó el aire como un grito.
—¿Crees que puedes detener esto? —preguntó Vyrelis, con una ligera inclinación de la cabeza, como si hablara con un niño necio.
Lignarion no respondió. ¿Qué podía decir? Las palabras eran inútiles ahora. No había discursos ni declaraciones que pudieran cambiar lo que estaba por venir. Todo se reduciría a esto: acero contra acero.
Había pasado su vida siendo el séptimo hijo, el hijo olvidado. La sombra en las esquinas de los salones dorados. Su padre lo miraba como si fuera una planta decorativa, algo que no valía la pena arrancar, pero tampoco admirar. Sus hermanos... ellos no lo miraban en absoluto. Incluso Caladrion, el mayor, que parecía encarnar todo lo que significaba ser un Vyrelis, lo veía con una mezcla de lástima y aburrimiento.
Pero ellos estaban equivocados. Todos lo estaban.
Había pasado noches enteras entrenando en secreto, soportando el frío y el agotamiento, mientras otros disfrutaban del calor de los salones y las risas de la corte. Había recorrido los bosques oscuros de Clyendor, donde otros nobles no se atrevían a aventurarse. Había luchado contra criaturas simbióticas que hacían que los soldados temblaran, todo porque se negaba a ser la sombra que ellos querían que fuera.
No, él no era el débil. Era el que no habían visto venir.
El choque de espadas resonó como un trueno en la cámara oscura. Lignarion sintió el impacto recorrerle el brazo cuando su golpe fue desviado por la espada de Vyrelis con una precisión milimétrica. Cada movimiento de Vyrelis era elegante, calculado, como si hubiera pasado una vida perfeccionándolo. Pero Lignarion no era el noble al que podían doblegar con técnica.
Vyrelis contraatacó con un corte diagonal. Lignarion retrocedió un paso, girando la muñeca para alinear su hoja y bloquear el golpe. El acero chilló al deslizarse uno contra otro, y el joven noble apenas tuvo tiempo de esquivar una estocada rápida hacia su costado. Rodó sobre el hombro, aterrizando con un gruñido y levantándose justo a tiempo para interceptar un nuevo ataque con su espada alzada.
«Es mejor de lo que pensé», admitió para sí mismo, con los dientes apretados. Pero eso no cambiaba nada. No podía rendirse.
—Nada mal —dijo Vyrelis, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos mientras volvía a la posición de guardia alta—. Pero esto no es suficiente, muchacho.
Lignarion no respondió. No podía. Todo su enfoque estaba en el duelo, en el próximo movimiento, en leer las intenciones de Vyrelis antes de que se materializaran. Avanzó con una serie de estocadas rápidas, buscando romper la defensa de su enemigo. Una finta hacia el flanco derecho; un cambio rápido hacia el izquierdo. Vyrelis reaccionó como si hubiera visto esos movimientos mil veces antes, bloqueando y contrarrestando con una fluidez casi infalible.
Una estocada baja de Vyrelis lo tomó por sorpresa, apuntando directamente a su pierna. Lignarion se vio obligado a saltar hacia atrás, sintiendo el aire cortarle la piel donde el acero había estado a un dedo de tocarlo. No podía dejar que el cansancio lo alcanzara, pero las gotas de sudor que se deslizaban por su frente y caían sobre sus labios salados eran un recordatorio de su humanidad.
«Es demasiado rápido», pensó, con la respiración agitada. Pero no podía rendirse. No ahora.
Contraatacó con un tajo descendente, cargando su peso en el golpe. Vyrelis giró sobre su talón, desviando la hoja con la suya en un movimiento elegante que envió chispas al aire. Pero esta vez, Lignarion no se detuvo. Siguió con un corte horizontal y luego un golpe de revés hacia el torso.
«No soy débil —pensó, su espada buscando la carne de su enemigo—. No soy el hijo olvidado. Soy mejor que ellos. Siempre lo fui.»
Vyrelis retrocedió, obligado a ceder terreno por primera vez.
—¿Eso es todo? —gruñó Lignarion, apretando los dientes mientras avanzaba, golpe tras golpe. Su espada trazó arcos brillantes en la penumbra, buscando cualquier abertura en la defensa de Vyrelis.
Y entonces, la oportunidad llegó. Vyrelis bajó la guardia por un instante, un movimiento apenas perceptible, pero suficiente para que Lignarion lo viera. Con un rugido, lanzó una estocada directa hacia el pecho de su enemigo.
Vyrelis intentó reaccionar, pero el golpe fue demasiado rápido. La punta de la espada de Lignarion alcanzó la tela de su túnica, rozando la carne debajo.
—¡Ríndete! —bramó Lignarion, su voz resonó con una mezcla de furia y desesperación.
Por un instante, Vyrelis vaciló. Sus ojos oscuros, siempre calculadores, se encontraron con los de Lignarion. Y en ese intercambio, el joven noble vio algo que nunca había visto antes: miedo.
El miedo de un hombre que, aunque fuera por un segundo, supo que había perdido.
Lignarion respiró con fuerza, sintiendo cómo su pecho subía y bajaba en un ritmo frenético. Alrededor de ellos, la batalla parecía estar inclinándose a su favor.
Los soldados de Lignarion habían logrado lo impensable. Bajo el liderazgo incansable de Sir Bryndor, la formación de infantería pesada se había mantenido firme y efectiva, empujando hacia adelante con una determinación feroz. Los soldados de Vyrelis estaban en retirada, sus filas reducidas a un puñado de hombres que luchaban desesperadamente por mantenerse en pie. Y los Silenciadores de la Memoria ya habían perdido a casi la mitad de los suyos. Sus cánticos oscuros se apagaban uno por uno, sustituidos por gritos de agonía y el tintineo de acero chocando con acero.
Lignarion no podía evitar sentirse orgulloso del trabajo de Sir Bryndor. El veterano caballero había organizado a los hombres con maestría, transformando un grupo de soldados aterrados en una fuerza coordinada. Incluso en el caos de la lucha, Bryndor permanecía visible, su lanza destellaba como un faro mientras daba órdenes claras y precisas.
—¡Mantengan la formación! —gritó Bryndor mientras bloqueaba un ataque con su escudo y respondía con una estocada precisa que derribó a un enemigo más—. ¡Presionen hacia adelante! ¡No les den respiro!
Los hombres respondieron con un rugido, avanzando como una ola imparable. Habían asegurado una victoria momentánea, y Lignarion sintió una chispa de esperanza encenderse en su interior.
Vyrelis retrocedió un paso, con su espada aún alzada, pero el sudor brillaba en su frente. Estaba acorralado. Lignarion lo sabía, y por un momento, la idea de una victoria completa pareció posible.
Y entonces, el aire cambió.
Antes de que pudiera reaccionar, algo invisible atravesó el aire, y Bryndor, quien había estado al frente como un muro implacable, se detuvo de repente. Por un instante, permaneció erguido, como si nada hubiera pasado. Su lanza cayó al suelo, resonando con un eco que parecía extenderse más allá de la cámara.
—Bryndor... —susurró Lignarion con la voz quebrada.
El veterano caballero tambaleó, y un chorro de sangre surgió de su cuello, donde un corte limpio e invisible había abierto una herida mortal. Bryndor cayó de rodillas, su escudo resbaló de su mano, y sus ojos buscaron a Lignarion por última vez.
—¡No! —gritó Lignarion, corriendo hacia él. Pero era demasiado tarde. Bryndor se desplomó con un golpe seco, su sangre se mezcló con el polvo del suelo.
El Silvanox había llegado.
Alrededor de Lignarion, los soldados que momentos antes habían luchado con tanta valentía comenzaron a caer. Sus gritos llenaron la cámara mientras una fuerza invisible los cortaba como si fueran de papel. Sangre salpicaba las paredes, y el caos devoró lo que había sido un triunfo.
Lignarion se movió, pero una fuerza invisible lo mando despedido por el aire. Cayó y rodó por la sangre de algunos de sus camaradas. Levantó la cabeza, intentando aclarar su mente. Su espada estaba a pocos pasos de distancia, salpicada de rojo, fuera de su alcance inmediato.
El aire cambió de nuevo. Una corriente helada recorrió la cámara, haciendo que las antorchas titilaran violentamente, proyectando sombras danzantes en las paredes. Lignarion alzó la vista, y su corazón se detuvo.
Allí estaba.
Por un instante fugaz, la figura del Silvanox se reveló entre las sombras. Era alto y delgado, su cuerpo parecía envuelto en un manto hecho de oscuridad líquida que goteaba hacia el suelo, evaporándose antes de tocarlo. No tenía un brazo. Pero lo que atrapó la mirada de Lignarion fue el rostro. No, no podía ser un rostro. Era una burla, una caricatura de algo humano. Un destello, un instante, y Lignarion lo vio claramente.
—Sabíamos que intentabas desviar nuestra atención... hermano—dijo Caladrion con un susurro gutural y una sonrisa deformada.
Caladrion avanzó un paso, inclinándose lo suficiente para que Lignarion pudiera escuchar su susurro, helado y lleno de burla.
—¿De verdad creíste que podías detenerme? —continuó, su sonrisa deformada se ensanchó—. Mira a tus hombres. Caen, uno por uno, como hojas al viento. Y tú... ni siquiera eres digno de recordar.
Lignarion intentó levantarse, pero su cuerpo no respondía. Un peso invisible lo aplastaba contra el suelo. Levantó la vista, buscando desesperadamente la mirada de sus soldados, pero lo que vio fue terror. Un abismo de vacío en sus ojos, aquellos que aún permanecían vivos.
—¡Retirada! —gritó, o más bien gimió, su voz se quebró bajo el peso del horror. Más un ruego que una orden.
Nadie se movió. Nadie respondió. Los soldados estaban inmóviles, atrapados en un limbo entre la muerte y la parálisis del miedo. Caladrion dejó escapar una risa profunda, gutural, que retumbó como el tañido de una campana de condenación.
—Huelo tu fracaso, hermano —susurró, inclinándose lo suficiente como para que Lignarion pudiera sentir el filo helado de sus palabras—. El mundo te olvidará... mientras yo lo desgarro.
Y con esa última burla, Caladrion se desvaneció en un torbellino de sombras, dejando atrás la estela de su risa mientras se volvía invisible de nuevo.
La masacre continuó.
Lignarion intentó levantarse, intentó gritar una orden, cualquier cosa... pero sus labios no se movieron, su cuerpo no respondió. Era un espectador impotente mientras sus hombres caían, uno tras otro, devorados por una fuerza que no podían ver ni combatir.
Y Lignarion no pudo hacer nada.
FIN DE LA CUARTA PARTE
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