CAPÍTULO 13
Los cascos de Rocer golpeaban el suelo polvoriento, marcando un ritmo lento pero constante mientras Thorn cruzaba los caminos desolados al norte de Sylvanoria, la capital. El viento seco y frío arrastraba consigo el olor a tierra reseca, cada bocanada de aire le ardía en la garganta. La naturaleza voraz se hacía patente en las enredaderas que se extendían entre los arbustos de colores vibrantes, enroscándose como pequeñas serpientes que se iban extendiendo.
Cabalgaba hacia el este, siguiendo el camino real, en dirección a su hogar. Todavía se encontraba en los terrenos de la capital, a apenas una jornada de distancia, en donde ninguno de los soldados le había bloqueado el paso, creyendo que se trataba de un refugiado más que escapaba del Silvanox.
El cielo estaba cubierto por una espesa capa de nubes, y apenas unas pocas estrellas lograban asomarse a través de la oscuridad. Las colinas de Hautebosc lo rodeaban como gigantes dormidos, silenciosos, pero cargados de una amenaza silenciosa.
La calzada por la que marchaba se extendía ante él desde hacía mucho tiempo. Le había dado la espalda treinta años atrás, cuando había abandonado a Valten. Había huido por estos mismos caminos. Y cuando había iniciado nuevamente su viaje, siempre supo que volvería a hacerlo. Eso era lo que significaba ser un impostor, aunque llevara a Sombraluz colgando de la cintura, sabía que no era más que un campesino que había intentado ser un héroe.
Aquella parte del reino se conocía como Ciénagas de Eruvinth, y era un sitio lúgubre por el que viajar, un lugar donde las plantas se extendían con mayor fiereza. Thorn arrugó la nariz, sacudiendo la cabeza como si pudiera apartar el hedor a putrefacción. Rocer resopló inquieto, y Thorn le acarició el cuello con movimientos cortos y rápidos, murmurándole en voz baja para calmar al animal.
«Lo siento, noblecillo», pensó Thorn al tiempo que meneaba la cabeza.
Él había confiado en Thorn. Había sido, quizá, un amigo. Y ahora él estaba en peligro, luchando por un reino que Thorn había abandonado. El hecho de que no hubiera derrotado al Silvanox no le dolía, pero saber que Lignarion de verdad había confiado en él... Eso sí que dolía.
Muchísimo.
Thorn apretó los dientes y sacudió la cabeza. El joven estaría bien. Era más fuerte de lo que parecía. Tenía que estar bien.
Pronto volvería a ver a su esposa, Leandra, y el pequeño pueblo de Brumaalta. Ninguno le diría nada, nadie se lo reprocharía. Incluso lo verían como un «salvador» por haber llevado soldados y flores syl. Eso quizá era lo que no lo dejaba descansar. No haber hecho nada por ayudar a alguien que lo había ayudado.
Hacía un rato que no veía a nadie. Los soldados estaban buscando una manera de fortificar la capital, abandonando los caminos. Y últimamente las flores custosyl se habían acabado en los caminos, lo cual hacía que la naturaleza pudiera extenderse más. Por lo menos, de esa manera, no habría bandidos.
Lo cual no era motivo para relajarse. Uno no debía bajar nunca la guardia estando tan cerca de la naturaleza. Se fijo en uno de los laterales de la calzada, aquel sería un buen sitio para montar un campamento. Lo observó con atención, pendiente de cualquier indicio de movimiento. Sin apartar la mano de la espada, dio un rodeo a unas ramas del terreno, en prevención de que se despertaran. Cuando estuviera más al este, intentaría cruzar por otro camino, quizá más transitado y con posibilidad de bandidos, pero de seguro más cuidado de la flora. Después...
Un humo se elevó entre la copa de los árboles en alguna colina cercana.
Con mucho cuidado, Thorn asió su bastón. ¿Quién estaba encendiendo un fuego en la mitad del bosque?
«Un bandido», decidió para sus adentros.
Thorn no frenó a Rocer, porque hacer cambiar el ritmo de los cascos sería tanto como poner sobre aviso a quien se acercaba. Notando el sudor de los dedos dentro de los guantes de piel de cervato, alzó el bastón sin hacer movimientos bruscos. Desmontó del caballo mientras este seguía avanzando, controlando el sonido de sus pasos con el de los cascos, aspirando el olor a humedad y tierra.
Se adentró en el bosque, caminando lento entre las ramas, evitando tocar alguna y despertando a la naturaleza, con pasos tranquilos permitiendo que el sonido de estos se ocultara siempre con el del viento, como cuando cazaba a los ciervos en Brumaalta, evitando hacer cualquier ruido.
Frente a él, una hoguera crepitaba suavemente. Sobre las llamas, una cazuela emanaba un aroma cálido a champiñones y especias que se dispersaba en el aire fresco. Junto al fuego, una mujer esperaba, sentada en un tocón, inmóvil, como si formara parte del paisaje. Ella no lucia imponente, de no más de ocho palmos de altura, pero su presencia irradiaba una extraña inquietud. Tenía la piel de un pálido enfermizo que parecía no haber sentido nunca la luz del sol, y vestía un conjunto de cuero negro ajustado, decorado con intrincados detalles que absorbían las sombras a su alrededor. Un sombrero de ala ancha cubría parte de su rostro junto a un colgante de oro brillaba débilmente en su pecho. Aunque el brillo de la hoguera hacía parpadear su silueta, una espada, apenas visible, descansaba en su cinto.
A su alrededor, un par de custosyl se encontraban plantadas, manteniendo a raya a la naturaleza. Parecían haber sido dejadas por la mujer, que no apartaba la mirada del fuego.
Thorn tragó saliva.
«¿Por qué demonios estoy aquí?»
Podría dar la vuelta, regresar al camino y fingir que no había visto nada. Pero algo lo mantenía clavado en el lugar. ¿Quién era ella? La pregunta se aferró a su mente, mientras sentía como sus dedos comenzaban a sudar de puro miedo. Los ropajes oscuros eran una señal inconfundible. Nadie vestía así, ni siquiera los asesinos.
—¿Te pierdes en el camino, viajero? —preguntó la mujer con una voz suave, casi cálida, pero con demasiado acento. Uno que no identificaba.
Thorn no respondió de inmediato. Su bastón tembló ligeramente en su mano cuando dio un paso atrás, su bota rozó el suelo con un leve chirrido. «No confíes en nadie con un sombrero como ese.» La lección venía de su abuelo, y el viejo nunca había fallado con sus advertencias.
—Apártate —gruñó, aunque la firmeza que pretendía sonó más como un balbuceo tembloroso—. ¿Qué eres? ¿Una de esas... Hijas del Oscuro?
La mujer ladeó la cabeza, y aunque su rostro permanecía oculto bajo el ala del sombrero, Thorn sintió la sonrisa que se formaba en sus labios. Una sonrisa pequeña, calculada. Demasiado confiada.
—Ah, así que reconoces la diferencia entre los Hijos y los Silenciadores —respondió ella con la voz cargada de un peso antiguo. Era difícil entenderle con ese acento—. Pocos lo hacen, menos aún en estos tiempos y en estas tierras. Y sí, soy una Hija del Oscuro, quizá uno de los pocos verdaderos que hay en Edjhra.
Su pecho se tensó. Claro que sabía de los Hijos. Historias de aldeanos ahogados en sangre, de pueblos enteros arrasados al otro lado de la Devastación. Seguidores del Usurpador de la Humanidad, adoradores de un dios que no debía ser nombrado. Sombraluz tembló levemente en su cadera, como si respondiera al peligro que Thorn ya percibía.
—No te preocupes, campesino —añadió la mujer—. Si quisiera matarte, ya estarías muerto.
Thorn tragó saliva, sintiendo el peso del bastón en sus manos como si fuera un juguete de madera.
«No confíes. Nunca confíes.»
—¿Qué haces aquí? —preguntó con un tono más firme, aunque la fuerza en su voz era más fingida que real.
La mujer soltó una risa baja, casi como un susurro. No parecía alarmada por la presencia de Thorn ni por Sombraluz que colgaba en su cinto.
—Descansar, como tu deberías hacer —dijo, señalando la cazuela que hervía sobre el fuego—. Hace frío esta noche, ¿no lo sientes? Y el peligro acecha por todos lados. Pero, por favor, siéntate. Te serviré un poco de sopa.
Thorn dudó. Cada instinto le gritaba que no confiara en ella, pero el cansancio en sus huesos lo empujaba a aceptar. Había sido unos días complicados, y la fatiga comenzaba a afectarlo de maneras que no podía ignorar. Solo esperaba que Rocer no se marchara muy lejos. Lentamente, bajo el bastón, pero no la soltó completamente. Se acercó al fuego, pero mantuvo una distancia segura, con la mirada fija en la mujer mientras ella vertía la sopa en un cuenco y se lo ofrecía.
Lo tomó, pero no hizo el intento de comer. Pero si que se sentó en un tocón.
—¿Qué haces en estos bosques, tan cerca de la capital? —preguntó la desconocida con un tono tranquilo, casi casual, mientras se servía un poco de sopa para ella.
Thorn titubeó un momento. ¿Qué tan seguro era decirle la verdad?
—Me dirijo a Brumaalta —dijo, con voz áspera—. La capital está hecha un desastre. Quiero alejarme de todo.
—Ah, Brumaalta —dijo ella con una sonrisa fugaz—. Un lugar pequeño y apartado. Donde las historias y los rumores apenas rozan la superficie, ¿no?
Él frunció el ceño.
«¿Cómo raíces ella sabe eso?»
No respondió, pero su incomodidad debía ser evidente, porque la mujer esbozó otra sonrisa, esta vez más amplia.
—Es raro ver una espada de acero negro en manos de alguien como tú —continuó la desconocida en un tono curioso, pero sin juicio—. Muchas de ellas fueron robadas de las tierras del este hace un largo tiempo atrás. Eran originarias de mi tierra.
Thorn sintió el peso de Sombraluz, la condenada cosa. Siempre presente, siempre un recordatorio de todo lo que no era.
—La tomé del Silvanox —respondió con brusquedad. No tenía sentido mentir.
La mujer arqueó una ceja bajo el ala del sombrero, como si la respuesta fuera exactamente lo que esperaba.
—¿El Silvanox, dices? —dijo con una voz suave—. Entonces, quizás es cierto lo que dicen de ti, Labrador de la Tierra.
Thorn parpadeó. ¿Labrador de qué? Ese título no lo había escuchado antes, y ya estaba harto de los que inventaban.
—¿Por qué me llamas así? —preguntó, más exasperado que curioso.
—Un título antiguo, supongo. Uno que no has escuchado antes. Pero ¿acaso importa? —dijo la mujer con unas palabras que parecían flotar en el aire, como si hablara de algo distante—. Lo importante es que llevas una espada que pocos en Edjhra han visto. Y eso... te convierte en alguien importante, aunque no lo creas.
Thorn no respondió.
«No soy importante. Solo soy un campesino que tuvo suerte.»
Pero no se atrevió a decirlo en voz alta. Y la forma en que los ojos de la mujer lo miraban, como si lo vieran todo... le hizo preguntarse si ella ya lo sabía.
—¿Vas a la capital? —preguntó, buscando desesperadamente un cambio de tema mientras pensaba en como largarse de ahí—. ¿O estás huyendo del Silvanox?
La mujer soltó una carcajada.
—¿Huyendo? No. —Sopló sobre la superficie de la sopa antes de probar un sorbo—. No le tengo miedo al Silvanox. Aunque, debo admitir que se está volviendo problemático. Estaba buscando algo. Y ya he cumplido lo que venía a hacer a la capital. No tengo nada más que hacer acá. Me hubiera gustado interferir, lo admito, pero es complicado cuando él me está vigilando.
Thorn frunció el ceño. Había algo en su tono que lo inquietaba. Como si hablara de tareas tan mundanas como recoger leña o cazar un conejo. Pero las palabras se quedaron con él, afiladas como una cuchilla.
—¿Vigilando? ¿Quién? —preguntó, no solo por curiosidad, sino por la sensación de peligro que comenzaba a crecer en su interior.
Ella no respondió. En su lugar, acarició la empuñadura de su espada, y a la luz del fuego, Thorn pudo distinguir los grabados intrincados que decoraban la funda rojiza, como si la hubieran cubierto con sangre cristalizada. El miedo se arremolinó en su estómago como una tormenta.
Oh, no. No podía ser.
—¿Te incomoda mi arma, Labrador de la Tierra? —preguntó ella, con una sonrisa casi compasiva
Él estuvo a punto de caer de su asiento. Tragó saliva, notando el sabor amargo del miedo en su lengua.
—Eres... una Hacedora de Sangre —dijo al fin, las palabras apenas escaparon de su garganta.
La mujer rio de nuevo, aunque esta vez su risa fue más suave, casi como un susurro. Ella era igual o incluso mucho más peligrosa que el Silvanox. ¿Quién podía vigilar a alguien como ella?
—Hay cosas que es mejor no preguntar, campesino.
Thorn esperó un momento antes de continuar.
—¿Quién eres?
La extraña no respondió de inmediato.
—Eres demasiado curioso, pero, supongo que no hay problema en decir mi nombre ahora. Un viejo enemigo sabe que ya estoy aquí—dijo la mujer en voz baja, como si hablara de algo inevitable—. Me conocen por muchos nombres. La Mano de la Muerte o la Portadora de Ruina... en Clyendor me llaman La Dama de la Noche Eterna. Pero tú, Labrador de la Tierra, puedes llamarme Xeli.
El nombre cayó sobre Thorn como un golpe físico, dejando un vacío en su pecho. Era como si el bosque mismo hubiera contenido el aliento. Los árboles dejaron de crujir, las hojas dejaron de susurrar, y el viento, antes inquieto, se transformó en un filo helado que arañaba su piel. La oscuridad pareció cerrarse, como si obedeciera a la voluntad de la mujer. Algo invisible, pero inmenso, se movió entre las sombras, acechándolo.
Thorn tragó saliva con dificultad. Sus dedos temblaron, sudorosos, y la espada en su cinto vibró débilmente, como si quisiera advertirle del peligro que tenía enfrente. Había oído historias, leyendas que los ancianos murmuraban en las noches más frías, aquellas en las que ni siquiera el fuego del hogar podía calmar el miedo. Decían que la Dama de la Noche Eterna no era simplemente una asesina; era una fuerza de la naturaleza, un heraldo de la devastación.
Una mujer que, en nombre del Usurpador de la Humanidad, había derribado las murallas de Kathardûn con una sola noche de tormenta, dejando que el mar reclamara la ciudad entera. Una mujer cuya espada, según los rumores, había bebido la sangre de cincuenta grandes señores en una sola campaña. Una mujer que había desatado el Lamento de los Vientos sobre los reinos de Niwa, matando a miles en un solo día y dejando las tierras baldías durante generaciones.
Y ahora estaba aquí.
Thorn tembló, dando un paso atrás, incapaz de sostener su mirada. Su corazón latió como un tambor de guerra, y el peso de Sombraluz, lejos de reconfortarlo, se sentía como una carga insoportable. Retrocedió de nuevo, tropezando con una raíz y cayendo al suelo con un golpe seco. El frío de la tierra le mordió la espalda, pero no se atrevió a apartar la vista de ella.
«Oh, no. ¿Qué ha hecho en Clyendor? ¿Qué quiere aquí?»
Entonces la Dama de la Noche Eterna se rio.
—Todavía no me acostumbro a esas reacciones. Siéntate, ¿no te lo dije? Si quisiera matarte, ya lo habría hecho. Además, derramaste toda la sopa. No s bueno desperdiciar comida, hay muchos que no tienen nada que comer.
La sencillez de sus palabras fue más aterradora que cualquier amenaza. No era arrogancia; era la absoluta certeza de alguien que sabía que el mundo entero era un tablero bajo su control.
Thorn intentó levantarse, pero sus piernas no respondieron. Necesitaba escapar. Pero su cuerpo permanecía inmóvil, como si las sombras lo hubieran atrapado. Quería gritar, pero las palabras se ahogaron en su garganta. Todo lo que podía hacer era mirar a la mujer, a esa figura que parecía más un mito que una persona.
Se sentó, aunque el miedo seguía apretándole el pecho como un yugo. El dolor en su espalda un recordatorio de lo viejo y torpe que era. Miró a Xeli, su mente luchó por encontrar un plan, una salida, cualquier cosa.
«Dijo que le hubiera gustador enfrentarse al Silvanox. Y los Silenciadores dicen que los Hijos no están de su lado.», pensó.
No sabía si aquello era bueno o malo.
Sintiendo aun el corazón latiendo como si quisiera salir volando de su pecho volvió a sentarse. ¿Aún podría intentar algo? No dejaba de pensar en Lignarion.
—Mi lady... Dama de la Noche Eterna —comenzó con la voz temblorosa—. ¿Podrías... ayudarme a detener al Silvanox?
Xeli levantó una ceja, y ensanchó una sonrisa con diversión.
—¿Ayudarte? —dijo en un tono que hacía parecer la palabra misma como broma—. ¿Es que no escuchaste lo que dije? No puedo actuar. Y, de todas maneras, no tengo interés en salvar a los nobles de su propio juego de poder. ¿Por qué debería importarme que mueran unos cuantos de ellos? No, Labrador de la Tierra, no puedo volver a la capital. Si lo hiciera, las cosas se pondrían... complicados. El caos no tardaría en seguirme.
Thorn apretó los puños, superando el miedo con la frustración.
—No se trata solo de los nobles —dijo con la voz temblando por el miedo y la frustración—. ¡El Silvanox está acabando con vidas inocentes! Y usa la sangre de los nobles para algo. No sé exactamente qué, pero algo oscuro está ocurriendo. Y si nadie lo detiene...
Xeli hizo un gesto desdeñoso con la mano, como si las palabras de Thorn fueran un mosquito molesto que intentaba apartar.
—¿Y por qué debería importarme? —respondió con una frialdad que le heló la sangre—. El mundo siempre ha estado en peligro, Labrador de la Tierra. Siempre habrá muerte. Destrucción. Esto no es nuevo. Además, no sería el primer reino que veo caer.
El pecho de Thorn subía y bajaba con rapidez, pero las palabras de Xeli no dejaban de resonar en su mente. «No sería el primer reino que veo caer.»
Y por primera vez, Thorn se dio cuenta de que la única razón por la que seguía con vida era porque ella lo había decidido. El Silvanox es un monstruo, pero Xeli... ella es otra cosa. Algo peor.
«¿Y ahora qué?»
Pensar huir parecía un insulto, pero quedarse allí, paralizado, era peor. Y entonces, un recuerdo cruzó su mente. Algo que había pasado por alto antes.
«Si voy a morir, al menos que sea intentando. Valten no murió para que yo me quedara aquí temblando.»
—Hay una manera de detenerlo —dijo Thorn, su voz era temblorosa, pero con un tono de desesperación que él mismo no reconoció—. Una flor. Hay una flor que puede revelar al Silvanox. Lo vi. ¡Lo sé! Él usa una flor que lo vuelve invisible, pero hay otra que puede mostrarlo.
Por primera vez, algo en Xeli cambió. Sus ojos, oscuros como pozos sin fondo, brillaron con un interés renovado. Una de sus cejas se alzó, y su sonrisa burlona desapareció, reemplazada por una expresión seria.
—¿Una flor que revela al Silvanox? —repitió, como si saboreara las palabras—. Eso es interesante, muy interesante. Dime, ¿sabes de qué flor hablas, Labrador de la Tierra?
El nerviosismo de Thorn creció. Tragó saliva, sintiendo cómo las gotas de sudor se acumulaban en su frente.
—No lo sé exactamente —admitió, bajando la mirada hacia el suelo—. Pero Valten... él pudo ver al monstruo gracias a esa flor. Estoy seguro.
Xeli sonrió, esta vez sin burla, y el contraste fue desconcertante.
—La flor que buscas no es rara —dijo, con una calma que hacía que sus palabras fueran aún más inquietantes—. De hecho, ya la tienes contigo.
Thorn frunció el ceño, confuso. Miró a su alrededor, buscando entre las ramas y la maleza, pero no encontró nada que pudiera ser esa flor.
—¿Qué? ¿Dónde? —preguntó, su voz estaba entrecortada.
Xeli se inclinó ligeramente hacia él, sus movimientos eran lentos y deliberados, como si quisiera asegurarse de que cada palabra que dijera se grabara en su mente.
—Estás rodeado por ellas, Labrador de la Tierra. Las flores que necesitas están en todo tu reino, y tú llevas una ahora mismo. —Xeli señaló su pecho, justo sobre donde se encontraba el pequeño paquete de hierbas y plantas medicinales que Thorn siempre llevaba consigo—. Se le conoce como Sombrasyl.
Thorn abrió el paquete con manos temblorosas, casi dejando caer el contenido al suelo. Sacó una flor pequeña y oscura, tan diminuta que parecía insignificante. Sus dedos se cerraron alrededor de ella con más fuerza de la necesaria mientras su mente procesaba lo que acababa de escuchar. La miró fijamente, incrédulo.
«¿Esto? ¿Esto puede vencer al Silvanox?»
—Siempre guardaba algunas —dijo en voz baja—. Valten decía que traían suerte.
Xeli sonrió, aunque su mirada se volvió distante, casi nostálgica.
—La Sombrasyl es una flor humilde —dijo—. Parece inútil, ¿verdad? Pero tiene un propósito único: permite ver lo que no debería ser visto. ¿Nunca te has preguntado por qué el Silvanox no puede alejarse demasiado del palacio? Aquí, donde la Sombrasyl crece en abundancia, su invisibilidad no es completa. Pero dentro de la ciudad, donde nadie la usa... allí, es imbatible.
Las palabras de Xeli cayeron sobre Thorn como un balde de agua fría. La flor lo había protegido antes. Recordó aquel callejón, cuando estuvo a punto de morir junto a Lignarion. Aterrado, había corrido hacia un carromato y, por un instante, había visto una silueta. Una sombra. El Silvanox.
Él no debería haber visto nada, ni siquiera la silueta.
—Podredumbre —murmuró Thorn, apretando la flor en su mano. Había visto al Silvanox. Había tenido la clave todo este tiempo. ¿Cómo no se había dado cuenta? Pero ¿ahora qué?
—¿Te preguntas si puedes vencerlo? —preguntó Xeli, como si pudiera leer sus pensamientos. Su tono era suave, casi comprensivo—. O quizá te preguntas si alguna vez serás digno de la espada que llevas.
Thorn bajó la mirada hacia Sombraluz, que colgaba de su cinto como un juez silencioso. Instintivamente, sus dedos rozaron la empuñadura. Cada vez que sus ojos se posaban en ella, sentía el peso de su mentira.
—Lo intenté una vez —confesó, su voz era apenas un susurro—. La empuñé, pero... no pasó nada. La espada me rechazó.
Xeli lo miró con una calma inquietante.
—No fue la espada quien te rechazó, Thorn. Fuiste tú quien rechazó a la espada.
Él levantó la vista, confundido, pero antes de que pudiera responder, ella continuó.
—Sombraluz no es un arma cualquiera. No está hecha solo para matar. Fue forjada para ser un símbolo de justicia. Pero la justicia no puede existir sin verdad. Y cuando empuñaste esa espada, estabas mintiendo. Engañaste al mundo, eso no era justo. Y la espada lo supo.
Thorn sintió cómo esas palabras lo atravesaban como cuchillas. Sabía que tenía razón. Había mentido durante años, no solo a los demás, sino a sí mismo.
—No soy digno de ella —dijo finalmente con una voz rota—. Nunca lo fui.
Xeli se inclinó hacia él, y su expresión no mostró burla, sino algo más... algo cercano a la compasión.
—La dignidad no es algo que se tenga o no se tenga, Thorn. Es algo que se gana. Sombraluz no te dará su fuerza hasta que entiendas lo que significa ser justo. Y la justicia no se trata de nunca fallar, sino de reconocer tus errores y actuar con integridad, incluso cuando nadie más lo hace.
Thorn apretó los puños, su cuerpo tembló mientras luchaba por mantener el control de sus emociones.
«Reconocer mis errores. ¿Y de qué sirve? Los errores no pueden deshacerse. No pueden revivir a Valten.»
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Cómo podría? Abandoné a Valten. Le mentí a Lignarion. No puedo enfrentarme al Silvanox. —Se llevó una mano al pecho, como si pudiera arrancar el peso que sentía allí—. Soy un cobarde.
Xeli lo miró en silencio, su expresión era inmutable, y luego dejó escapar un suspiro apenas audible.
—Déjame decirte algo, Labrador de la Tierra. El valor no nace del poder ni de la habilidad. Nace del momento en que decides seguir adelante, incluso cuando todo parece perdido. No necesitas ser el mejor guerrero para enfrentarte al Silvanox. Solo necesitas ser alguien que no se rinda.
Thorn sintió cómo las lágrimas se acumulaban en sus ojos, pero no dejó que cayeran.
«No soy el hombre que ella describe. Nunca lo he sido.»
—No entiendes... —murmuró con la voz pesada con algo que no podía nombrar—. Yo no soy lo que dicen que soy. Nunca fui un héroe. Solo un campesino que tuvo suerte.
Xeli lo observó con una leve sonrisa, no de burla, sino de algo más profundo, casi maternal.
—¿Y qué importa lo que fuiste? —dijo Xeli, inclinándose ligeramente hacia él—. Las historias no son verdad, Thorn. Son una forma de esperanza, de luz en la oscuridad. Tú no necesitas ser el héroe que otros ven. Solo necesitas ser el hombre que decida intentarlo.
Thorn bajó la cabeza, luchando con sus emociones. Tenía problemas para entenderlas.
«Intentarlo. Eso es fácil de decir. Pero ¿qué pasa cuando fallas? Cuando lo arruinas todo, una y otra vez.»
—A veces —continuó Xeli, su voz era más suave ahora, casi melancólica—, el verdadero héroe no es quien vence al enemigo, sino quien mantiene la esperanza viva en los demás. Y créeme, Labrador de la Tierra, el mundo necesita a alguien que lo intente, aunque solo sea para que otros encuentren el coraje de seguir adelante.
Había algo en esas palabras que resonó dentro de Thorn, como una campana golpeando suavemente, pero con eco. Algo que lo hizo sentarse un poco más recto, aunque el peso de sus errores seguía aplastándolo.
—Quizá no puedas vencer al Silvanox —añadió Xeli, inclinándose hacia atrás con la gracia de alguien que había dicho esto muchas veces antes—. Pero alguien que lo intente puede cambiar más de lo que imagina. A veces, todo lo que el mundo necesita es una chispa.
Thorn apretó los puños, cerrando los ojos. Sintió el peso de Sombraluz en su cadera. No había cambiado. La espada seguía allí, inerte pero presente, como un juicio constante. Y, por primera vez en años, no sintió que fuera un castigo. Era un recordatorio.
—No esperes que Sombraluz te guíe si tú mismo te niegas a caminar en su camino —dijo Xeli, rompiendo el silencio—. Sé justo, Thorn. No con el mundo, ni siquiera con los demás. Sé justo contigo mismo. Entonces, y solo entonces, la justicia te seguirá.
Thorn respiró hondo, un aliento que parecía arrastrar consigo una parte del peso en su pecho. No era valor lo que sentía, pero sí algo que se le parecía. Una semilla, plantada en tierra fértil.
—Gracias... —fue lo único que pudo decir.
Xeli lo observó durante un largo momento con sus ojos oscuros y tranquilos.
—Ten cuidado, Labrador de la Tierra —advirtió, su voz perdió algo de dureza—. Lo que sea que planees hacer, piénsalo con la cabeza fría. Las Zyraquens me hablaron de ti. Sacrificarás tu mundo para salvar al mundo.
Thorn frunció el ceño. Esa frase lo golpeó como un puñetazo en el estómago.
—¿Qué significa eso? —preguntó, con más firmeza de la que esperaba—. ¿Qué tienen que ver las brujas de la Soguapabara conmigo?
Xeli dejó escapar una risa baja, apenas perceptible, antes de recoger el cuenco vacío junto al fuego. Luego, con calma, se cubrió con su capa negra y se giró hacia las sombras.
—No te lo diré, Thorn —respondió con una voz suave—. Algunas verdades deben encontrarse, no darse. Pero recuerda esto: el sacrificio no siempre es el final de una historia. A veces, es solo el comienzo.
Thorn abrió la boca para insistir, pero Xeli levantó una mano para detenerlo, como si anticipara su protesta.
—Descansa, Labrador de la Tierra —dijo, cerrando los ojos mientras se acomodaba—. Te hará falta más de lo que crees. Y Thorn... no te aferres demasiado a las historias. Solo son eso, historias. Pero a veces, las historias son lo único que tenemos para iluminar el camino.
La última frase, dicha con un tono que parecía un hilo entre la broma y la verdad, quedó flotando en el aire mientras Thorn se recostaba, mirando el fuego. Algo dentro de él se agitaba, una chispa que no había sentido en años.
«Las historias son solo historias», pensó.
Pero también eran lo que hacía que la gente siguiera adelante, lo que los mantenía vivos incluso cuando todo parecía perdido.
«Tal vez —pensó Thorn mientras cerraba los ojos—, podría ser parte de una. Solo tal vez.»
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