CAPÍTULO 12
Las llamas de las antorchas proyectaban sombras irregulares sobre el mapa del castillo, haciendo que los nombres tachados y las figuras caídas parecieran moverse bajo la luz temblorosa. Los muertos recientes. Cada pieza de madera derribada era una marca de lo que habían perdido, un recordatorio constante de su fracaso.
Lignarion permanecía en silencio, como si al no hablar pudiera evitar que las palabras de Thorn resonaran en su mente. Sangre noble. Rituales. Un patrón que parecía tener piezas de más y, al mismo tiempo, piezas faltantes. Si los Silenciadores buscaban la sangre, ¿por qué no se llevaban los cuerpos con ellos? El campesino debía estar equivocado. Tenía que estar equivocado. Pero entonces, ¿por qué no podía apartar esa sensación de que algo seguía sin encajar?
Más importante aún, ¿por qué sentía que aun esperaba algo de aquel embustero? Por suerte, Thorn ya se había marchado de la ciudad.
Lady Isolde interrumpió sus pensamientos con una voz temblorosa.
—El Silvanox sigue suelto, y hoy ha caído lord Alaric. —recorrió la sala con su mirada antes de detenerse en el mapa—. Lo encontraron en sus aposentos al amanecer, con la garganta cortada. Nadie vio nada. Otra vez.
El silencio que siguió fue más pesado que cualquier grito. Una mano se alzó para derribar una figura de madera sobre el mapa, colocándola en el lugar de los aposentos de lord Alaric. Una pieza más perdida. Una casa menos en pie.
«Otra muerte. Otro fracaso.»
Las miradas se cruzaban, llenas de miedo, desesperación... y algo peor. Resignación. Pero fue Lord Caladrion, su hermano, quien rompió el silencio, golpeando la mesa con tal fuerza que hizo vacilar a las antorchas.
—¡Esto no puede continuar! —Su voz era un rugido, una tormenta que intentaba sacudirlos de su letargo—. ¡Debemos reforzar las defensas! ¿Dónde están los refuerzos prometidos por el Gran Consejo? ¿Dónde están esos soldados? ¡Nos están dejando morir aquí!
Todos los ojos se volvieron hacia el maestro de comunicaciones. Lignarion casi sintió pena por el hombre, flaco y encorvado, que parecía querer desaparecer bajo las llamas titilantes.
—Nos dijeron que enviarían refuerzos hace más de tres meses... pero no hemos recibido ni una palabra más —dijo en voz baja, como si hablar fuera un acto de desafío.
Lord Elandor murmuró, sin dirigirse a nadie en particular:
—Estamos solos. Todo depende de nuestras propias fuerzas. Y ya hemos perdido demasiados... Estamos condenados, oh, Diane, estamos condenados.
—No, no estamos solo. El Gran Consejo prometió hombres. ¿No has insistido «maestro de comunicaciones»? Tienes un solo trabajo, ¿por qué no hemos recibido respuesta? ¡Habla!
Antes de que el hombre flaco y encorvado pudiera responder, el gran señor Thalion Drenhyr golpeó el suelo con su bastón, y su sola presencia llenó la sala de un peso casi palpable. Aunque las arrugas en su rostro y el cansancio en su voz revelaban los años de lucha, su autoridad permanecía intacta.
—Caladrion, controla tu lengua. No es el momento de culpar a quienes no están aquí. Necesitamos soluciones, no rabietas.
Caladrion se giró hacia su padre con su semblante rígido y altivo.
—¿Soluciones? —replicó, con un tono que bordeaba la insolencia—. Llevamos meses planeando, discutiendo, enviando mensajeros al Consejo, y el resultado es este: más nobles muertos, menos recursos, y una amenaza que no comprendemos. ¿Es culpa mía señalar la realidad?
Lignarion dio un paso al frente, con la mandíbula apretada.
—La realidad es que estamos enfrentando algo que ninguno de nosotros entiende por completo —dijo, mirando directamente a Caladrion—. Pero eso no significa que debamos rendirnos.
Caladrion soltó una carcajada seca, más cortante que cualquier burla abierta.
—Oh, por favor, hermano. ¿Ahora te has convertido en un experto en monstruos? Tal vez porque trajiste a ese «héroe» a nuestras puertas pensaste que la solución estaba resuelta. ¿y de que ha servido? Más nobles muertos. Es un fracaso. Fracasó. Como tú.
La humillación ardió en el rostro de Lignarion, pero antes de que pudiera responder, el Gran Señor habló de nuevo, su era voz firme como el acero.
—Caladrion, ya basta. Ninguno de nosotros puede permitirse perder el tiempo en disputas personales. Lignarion ha hecho lo que pudo, y debemos avanzar con lo que tenemos.
El silencio que siguió estuvo cargado de tensión. Lady Isolde intentó romperlo, pero Caladrion no estaba listo para detenerse.
—¿Avanzar con qué, padre? ¿Con teorías? ¿Con más nobles caídos? Quizás deberíamos escuchar más a los supersticiosos y menos a quienes no tienen experiencia real. ¿Alguien tiene una propuesta verdaderamente útil?
Lignarion miró el mapa. Las piezas de madera que representaban a sus tropas parecían absurdas en su inmovilidad, impotentes frente al enemigo que los cazaba uno por uno. Como un animal jugando con su presa.
¿Qué podía hacer? ¿Qué era lo que había hecho ese tal Valten? ¿Podría imitarlo?
Un joven noble rompió el silencio con un hilo de desesperación.
—¿Qué hay de los Syldeos? ¿Podrán hacer lo que ningún soldado ha podido?
Lady Isolde negó con la cabeza antes de que las palabras pudieran siquiera asentarse en la sala.
—Los Syldeos no son guerreros. —Su voz era firme, pero había dolor en su mirada—. Son eruditos, protectores de la naturaleza. No luchadores. Serían masacrados peor que los soldados.
La esperanza tenue en las palabras del joven se extinguió como una brasa bajo la lluvia. Un susurro surgió de algún rincón de la sala, apenas audible, pero lo suficiente para helar la sangre de Lignarion.
—Entonces... ¿dónde está el Vidente de las Sombras? Él era nuestra última esperanza.
Lignarion sintió que un nudo se formaba en su pecho. El Vidente. Un nombre vacío. Un mito que debería haber muerto con los cuentos de la infancia. No era más que una ilusión, una mentira que la desesperación había convertido en una promesa.
Debería decirles la verdad. Debería. Pero cuando levantó la mirada, encontró ojos llenos de miedo. Y esperanza. Una esperanza frágil que no se atrevía a romper.
—Se... se fue —dijo al fin, cada palabra como un cuchillo en su garganta—. Siguió una pista, algo que podría ayudarnos... pero tardará en regresar.
El susurro de voces le rodeó, una cacofonía de confusión y decepción, entremezclada con un tenue resquicio de esperanza. Lignarion apartó la vista, incapaz de soportar las miradas que lo atravesaban, y la fijó en el mapa.
Mentiras.
Pero, por ahora, mentiras necesarias.
—¿Tardara en regresar? —bufó lord Caladrion—. Entonces ya estamos condenados. Dale gracias a tu héroe de mi parte.
Lady Isolde habló de nuevo, rompiendo el momento de incertidumbre.
—Prepararemos el traslado del cuerpo de Lord Alaric a la cripta de los Primeros Santos. Como dicta la tradición, los sirvientes se asegurarán de que su alma alcance a la Deidad Inmortal.
Lignarion asintió, distraído.
«Que Diane lo ilumine con su luz...»
La plegaria habitual vino a su mente de forma automática, pero se detuvo en seco, como un corcel ante un abismo.
«Un momento.»
Las palabras de Thorn, caóticas y aparentemente inconexas cuando las escuchó por primera vez, regresaron ahora, ordenándose con una claridad inquietante. La cripta. Los ritos. La sangre noble. El aire pareció enfriarse, o tal vez era solo la sensación que ahora recorría su espalda como un torrente helado.
El Silvanox no necesitaba robar cuerpos.
El pensamiento golpeó con la fuerza de una verdad olvidada pero innegable. Los cuerpos no eran llevados a ningún lugar prohibido; eran entregados. A donde los necesitaban. Y si eso era cierto... entonces la cripta, el lugar sagrado de descanso eterno para la nobleza, no era lo que parecía.
La sangre.
Las historias de Thorn, oscuras y descabelladas, ya no parecían el delirio de un campesino resentido. Rituales antiguos. Sangre noble. Lignarion tragó saliva, su garganta tan seca como si hubiera estado hablando todo el día bajo el sol. No, no podía ser cierto. No quería que lo fuera.
Pero los recuerdos empezaron a desfilar por su mente, uno tras otro. Las historias de los ancianos en su juventud, contadas al calor del fuego: símbolos tallados en las paredes de la cripta, palabras que nadie debía pronunciar en voz alta, secretos enterrados junto con los muertos. Cuentos para asustar a los niños, se había dicho entonces. Ahora, esos cuentos pesaban más que cualquier verdad.
Y de repente, todo encajó.
El Silvanox y los Silenciadores de la Memoria no estaban robando cuerpos para profanar tumbas ni comerciar con restos. Estaban usando las criptas para algo mucho más oscuro. Un propósito macabro que dependía de la sangre de la nobleza. Su propia sangre.
Lignarion se obligó a respirar, aunque el aire que entraba en sus pulmones se sentía frío como el hielo. Miró a lady Isolde, que continuaba hablando con la calma ceremonial que la ocasión requería. Nadie sospechaba. Por supuesto que no. A nadie le gustaba ir a las criptas. ¿Quién pasaría más tiempo del necesario junto a los muertos?
El lugar perfecto para un horror que había pasado desapercibido durante generaciones.
El campesino tenía razón.
No podía dejar que lo supieran. No aquí. Si alguien estaba coludido con el Silvanox, una palabra equivocada sería su fin. Y si no lo estaban, la sola insinuación de que las criptas eran algo más que un lugar sagrado podría desatar el caos. Pero no podía quedarse inmóvil. Necesitaba moverse, actuar. Pensar rápido.
—El Silvanox ha eludido todas nuestras defensas hasta ahora —dijo Lignarion en voz alta, forzándose a sonar seguro—. Si realmente queremos detenerlo podríamos intentar algo diferente.
Las miradas se volvieron hacia él. Perfecto. Había logrado desviar la atención. El capitán Lord Bryndor fue el primero en hablar, su rostro estaba endurecido por la fatiga, pero él siempre había confiado en él. Aquello serviría.
—¿Qué propones?
Lignarion señaló el mapa, esforzándose por parecer decidido.
—Hemos estado siempre muy defensivos. ¿Y si intentamos tomar la delantera y atacar?
Antes de que pudiera continuar, la voz de lord Vyrelis cortó el aire como un cuchillo.
—¿Y este es nuestro gran plan? —preguntó con una sonrisa burlona que no alcanzaba sus ojos—. Un soldado raso que apenas sabe blandir una espada intenta dirigirnos. ¿Acaso te crees un estratega, Lignarion? ¿Crees que nunca hemos intentado una maniobra ofensiva?
—Oh, pero, Lord Vyrelis, seamos justos —interrumpió Caladrion con un tono que goteaba sarcasmo—. Lignarion tiene experiencia liderando... un par de campesinos armados con palos. Quizá su brillante estrategia sea igual de revolucionaria.
Algunas risas nerviosas recorrieron la sala, aunque más de un noble evitó la mirada de Lignarion. Su nuca se calentó mientras la humillación luchaba por abrirse paso en su expresión. No podía permitírselo.
«Mantente firme. No muestres debilidad.»
—Quizás pienses que, porque estás aquí, puedes tomar el lugar de los generales que hemos perdido —continuó Vyrelis sarcástico—. No eres un líder, muchacho. ¿En serio ahora te atreves a proponernos estrategias como si fueras un líder de verdad?
Caladrion asintió, como si estuviera de acuerdo con Vyrelis.
—Es cierto, hermano. Aunque debo admitir que admiro tu audacia. Proponer un ataque cuando ni siquiera lograste proteger al último noble que confiaba en ti... eso requiere un tipo especial de valor. O tal vez de ceguera.
Lignarion apretó los puños bajo la mesa, manteniendo su voz controlada mientras respondía.
—El Silvanox ha eludido todas nuestras defensas hasta ahora. No podemos seguir esperando. Si queremos detenerlo, necesitamos actuar. Ahora mismo.
Vyrelis lo observó con una sonrisa cínica, como si disfrutara del espectáculo.
—¿Actuar cómo? —preguntó, cruzándose de brazos—. ¿Otra estrategia inútil que sólo llevará a más hombres a la muerte?
«No dejes que te provoque.»
Respiró hondo, obligándose a mantener la calma.
—Reforzaremos las barracas exteriores y el patio principal —respondió con firmeza, inclinándose sobre el mapa—. Es donde nuestras defensas son más débiles. Si sellamos los accesos periféricos y aumentamos las patrullas, tendremos una mejor oportunidad de interceptarlo antes de que vuelva a atacar.
Caladrion alzó una ceja, como si estuviera evaluando la propuesta con fingido interés.
—¿Barracas exteriores? ¿Patrullas? Ah, claro. Porque reforzar una puerta rota siempre detiene al lobo simbiótico que ya está dentro de la casa.
Lignarion ignoró deliberadamente a su hermano. Sabia que era un plan modesto, lo suficiente para parecer lógico, pero no tan audaz como para levantar sospechas sobre sus verdaderas intenciones. Justo lo que necesitaba.
Vyrelis no estaba tan convencido.
—Curioso, ¿no? —dijo, apoyándose en la mesa mientras lo miraba fijamente—. Desviamos recursos al perímetro cuando el enemigo ha estado moviéndose tan cerca de nosotros, dentro de nuestras murallas. ¿No parece eso... una distracción?
Caladrion asintió.
—Una distracción, sí. O quizás una excusa para encubrir otro fracaso. Después de todo, ¿quién sería tan insensato como para asumir la responsabilidad cuando las cosas vuelvan a salir mal? Oh, claro. —Hizo una pausa teatral, mirando directamente a Lignarion—. Nuestro querido estratega.
El corazón de Lignarion se detuvo por un instante, pero su rostro permaneció imperturbable.
—Es la única forma lógica de contener la amenaza —respondió, midiendo cada palabra—. Si el Silvanox logra escapar hacia las afueras, estaremos completamente expuestos. No podemos permitirlo. Y nunca se nos ha dado bien luchar en los pasillos, todas las veces que lo hemos hecho, nuestros soldados han terminado masacrados. Un terreno abierto quizá nos dé más oportunidades.
Caladrion soltó una carcajada seca.
—¿«Oportunidades»? Qué optimista. Me pregunto, hermano, ¿es esto lo mejor que puedes ofrecer? ¿Un plan que suena como algo sacado de un manual para principiantes?
Vyrelis se echó hacia atrás, una sonrisa apenas perceptible curvando sus labios.
—Muy bien. Haz lo que consideres necesario. —Su tono era despreciativo, pero no insistió más—. Pero espero que esto no sea otro intento desesperado de aparentar liderazgo, Lignarion. Porque si fallas, no habrá un segundo intento.
Lignarion lo observó regresar a su asiento, la tensión disipándose ligeramente, aunque las miradas en la sala todavía lo seguían.
«Vyrelis sospecha algo.» O quizás sabía más de lo que estaba dejando entrever. Lignarion apartó la vista hacia el mapa. No podía permitirse dudar ahora.
Y no podía permitir que vieran sus sospechas. No si Thorn también había tenido razón en esto y aquel hombre era el Silvanox.
Caladrion estuvo a punto de decir algo, cuando el Gran Señor golpeó el suelo con su bastón.
—¡Suficiente! —El peso de su autoridad cayó sobre la sala, silenciando cualquier respuesta inmediata—. Esta no es una reunión para que resuelvan sus disputas personales. Lignarion ha presentado un plan, y lo seguiremos. Si alguien aquí tiene algo mejor que aportar, que lo diga ahora.
El silencio se instaló como un muro entre los presentes. Caladrion se recostó en su asiento, con su sonrisa altiva intacta, pero su mirada no se apartó de Lignarion.
—Oh, no tengo nada que añadir, padre —dijo con voz tranquila—. Estoy seguro de que Lignarion estará más que dispuesto a cargar con las consecuencias de sus decisiones.
Lignarion apretó los dientes, pero mantuvo su postura.
—Necesitamos actuar cuanto antes —dijo, elevando la voz para retomar el control de la sala—. Lord Bryndor, ¿tus hombres pueden estar listos para mañana?
Lord Bryndor golpeó la mesa con un puño.
—Mañana tendré lista toda la guarnición de la ciudad, si es necesario.
Lignarion asintió, escondiendo un suspiro de alivio. Había logrado desviar la atención. Por ahora. Mientras los nobles discutían los detalles logísticos, ya se encontraba trazando el verdadero plan en su mente. No necesitaba un ejército para lo que iba a hacer, sólo un pequeño grupo de soldados leales que no hicieran preguntas.
La incursión a las criptas de los Primeros Santos.
No podía fallar.
Esa noche, Lignarion se apoyó en la balaustrada de piedra de sus aposentos, sintiendo cómo el frío se filtraba desde la roca hasta sus manos. El tacto rugoso era un ancla, algo tangible en medio de la tormenta que rugía dentro de él. Respiró profundamente, dejando que el aire helado le quemara la garganta. Sabía que debería haberse sentido revitalizado, como los hombres de las historias que encontraban claridad en noches como esta. Pero todo lo que sentía era el peso. Ese maldito peso que le aplastaba los hombros, como si el reino entero estuviera decidido a hundirlo.
Desde su altura, la ciudad se extendía como un mar de luces parpadeantes, todas como una promesa de vidas que dependían de él. Vidas que no podía proteger. Y entre las sombras que esas luces no alcanzaban, algo acechaba. Algo paciente. Algo letal.
Thorn. Su nombre llegó como un veneno que había aprendido a tolerar. El gran héroe. Su mandíbula se tensó. ¿Cómo había llegado a admirar a alguien tan... roto? Tan terriblemente humano. Pero al mismo tiempo, lo deseaba allí, con todo y su fragilidad. Aunque fuera un mito vacío, había sobrevivido.
Tal vez esa suerte maldita era lo que necesitaban ahora.
El viento sopló, fuerte y cortante, trayendo consigo un aroma a ceniza y tierra húmeda. Cerró los ojos, dejando que el frío mordiera su piel. Había algo en el viento que lo hacía sentirse observado.
«Si fallo...»
No quiso terminar el pensamiento. Los Silenciadores de la Memoria no solo consumirían al reino; lo haría todo. Su hogar. Sus recuerdos. Hasta los momentos más pequeños de felicidad que alguna vez había conocido.
—No puedo fallar —murmuró, con una voz que apenas rompía el silencio. La declaración vibró dentro de él, no como una certeza, sino como una promesa.
Abrió los ojos, mirando al horizonte donde el cielo negro se fundía con la tierra en una línea apenas visible. Parecía tan tranquilo, tan quieto. Mentira. Esa calma no era más que un engaño, el tipo de paz que se rompe justo antes de un grito.
Se apartó de la balaustrada, frotándose las manos contra el hielo que había dejado marcas húmedas en sus palmas. No había margen para el error. Los pasos estaban trazados en su mente: reuniría a sus hombres, cruzaría esa oscuridad maldita, y haría lo que fuera necesario. Lo que el reino necesitaba. Lo que la gente esperaba de él.
Intentaría ser un héroe, aunque los héroes no existieran.
Volvió la mirada una última vez hacia las luces distantes, un recordatorio de lo que estaba en juego. Luego se giró, desapareciendo en los pasillos del palacio. Su capa se arrastraba sobre las losas, un susurro apenas perceptible en el eco de la noche. Las sombras parecían cerrarse tras él, pero Lignarion no miró atrás.
El reino lo necesitaba.
Y aunque lo desgarrara desde dentro, él no podía fallar.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro