CAPÍTULO 11
Thorn dejó caer su peso sobre la silla de madera. Sus músculos temblaban, rígidos y agotados tras la emboscada. Cada respiración era un esfuerzo áspero; sus costillas se alzaban y descendían con la urgencia de quien ha escapado por poco. Los bordes de sus dedos todavía hormigueaban, y un sudor frío le pegaba la camisa al cuerpo.
Alzó la vista hacia Lignarion, que permanecía de pie frente a él. La sangre seca se oscurecía en el borde de su camisa, trazas de la reciente lucha. Su expresión era un campo de emociones cruzadas: frustración, incredulidad y algo más profundo, más amargo. Sus ojos buscaban respuestas, escarbaban en Thorn como si pudieran extraerlas de su silencio.
—¿Eso fue todo? —Lignarion dejó escapar las palabras con una dureza controlada, cruzándose de brazos—. ¿Ese es el gran guerrero que mató al Silvanox? Por Diane, Thorn, no sabes ni cómo sostener una espada. ¿Acaso fue toda una farsa?
Thorn apretó los dientes, cerrando los ojos. La imagen del Silvanox se deslizó en su mente: una figura espectral, apenas tangible. Los movimientos rápidos y letales, los ojos vacíos. Había intentado evitarlo, pero la memoria no le daba tregua. Su garganta se cerró, y al abrir los ojos de nuevo, encontró la mirada insistente de Lignarion.
—Habla —presionó el noble, inclinándose hacia él. Sus palabras eran un cuchillo bien afilado—. Dime la verdad. ¿De verdad mataste al Silvanox?
Thorn se llevó las manos al rostro, presionando sus palmas contra sus ojos como si pudiera borrar esas imágenes. Pero los recuerdos comenzaron a llegar de golpe, desordenados y fragmentados.
Viento y hojas marchitas. Estaba corriendo, avergonzado mientras dejaba atrás los cadáveres.
Sombraluz, la hoja negra, clavada en el pecho del Silvanox. La sangre goteando lentamente de la herida, formando un charco oscuro bajo sus pies.
Parpadeó y volvió a estar en la silla. Lignarion aún lo observaba, su ceño fruncido ahora acompañado de un ligero temblor en la mandíbula.
—¿Qué pasó realmente, Thorn? —Lignarion inclinó la cabeza, buscando su mirada—. ¿Qué te convierte en ese héroe que todos veneran? ¿O es que ni siquiera tú lo sabes?
Thorn intentó responder, pero las palabras se le atragantaron.
Destellos.
Su mejor amigo, caído a su lado, el peso de su cuerpo en sus brazos mientras la vida se escapaba de él. Thorn no se había movido, no hasta que la nieve los sepultó, mientras él seguía llorando, hecho un ovillo en el suelo, sin soltar a su amigo.
Volvía a estar en la silla.
Thorn cerró los ojos, tratando de bloquear las imágenes que lo acosaban.
—¿De verdad no puedes hacer nada? Dime que es mentira —soltó Lignarion, con su voz alzándose llena de frustración y decepción—. Eras mi héroe...
Thorn apretó las manos contra los muslos, sintiendo la rugosidad de la tela empapada. Algo en su interior se rompió. Cuando habló, su voz era apenas un susurro, pero la verdad contenida en ella era pesada.
—Yo... nunca fui un héroe — La confesión cayó al suelo entre ellos como una piedra en un pozo oscuro—. No maté al primer Silvanox. Ni siquiera peleé. Estaba en el lugar equivocado, en el momento equivocado.
Lignarion retrocedió un paso, como si las palabras lo hubieran golpeado. Thorn continuó, cada frase arrancada de lo más profundo de su ser.
—Era un mensajero. Un campesino con una espada.
Thorn apretó los labios, y el silencio se extendió entre ellos, denso y cargado de dolor. Finalmente, se atrevió a continuar, a desenterrar la historia que lo atormentaba desde aquel día.
Una historia que solo le había contado a Leandra.
—Mi amigo se llamaba Valten —empezó de nuevo, con un tono más firme—. Nos conocimos en la guarnición. Él... él era todo lo que yo no era. Valiente, decidido, alguien que enfrentaba el peligro sin dudar. Yo era solo un campesino sin rumbo, un hombre que se unió al ejército porque no había otra opción. Pero él... él me trató como un igual.
Thorn se obligó a mirar a Lignarion. El joven noble estaba inmóvil, su rostro una máscara de confusión y algo más que Thorn no supo identificar. Thorn desvió la mirada, clavándola en el suelo cubierto de nieve.
—Ese día... —su voz tembló ligeramente, pero continuó—. No éramos una unidad de combate, solo un grupo de soldados cansados y un mensajero que no sabía ni cómo empuñar una espada. Nevaba, y el frío te calaba hasta los huesos. Debería haber estado en la retaguardia, pero Valten me pidió que me quedara. Dijo que nadie debía estar solo. Que incluso alguien como yo merecía una oportunidad de ser más.
Las imágenes regresaron, nítidas y dolorosas. La línea de árboles oscura, el crujido de la nieve bajo sus pies, el aire cargado de algo más que frío. Thorn sintió su respiración volverse más pesada.
—El Silvanox apareció de repente. Apenas una sombra moviéndose entre los árboles. Valten fue el primero en enfrentarlo. Ni siquiera lo dudó. Yo... yo me congelé.
La pausa fue larga. Thorn levantó la mirada hacia el cielo, buscando quizá ver a Valten, pero solo vio las viejas vigas de madera.
—Vi cómo todos se lanzaban al combate, pero yo no podía moverme. Todo fue un caos; la nieve se teñía de rojo, los gritos resonaban en el aire. Valten me llamó, gritó mi nombre. Y yo... yo corrí. Corrí como un cobarde, dejándolo solo.
La vergüenza le ardía en el pecho. Se llevó una mano al rostro, tratando de reprimir las lágrimas que empezaban a formarse en sus ojos.
—Cuando volví, Valten estaba caído. La nieve a su alrededor era roja. Había herido al Silvanox, lo había dejado agonizante. Pero él... él me miró y me pidió que lo terminara. Que no dejara que su sacrificio fuera en vano.
Thorn apretó los puños, los nudillos blancos por la tensión.
—Tomé la espada del Silvanox. Sombraluz. Solo tenía que darle el golpe final. Pero ni siquiera eso pude hacer bien. Fue un golpe torpe. Él ya había hecho todo.
Las manos de Thorn temblaron.
—Cuando llegaron los demás, me encontraron con la espada en las manos. Todos asumieron que yo había sido el héroe. Nunca lo desmentí. ¿Cómo podría? Nadie me vio huir.
El silencio se hizo más profundo. Thorn levantó la mirada hacia Lignarion, esperando... algo. Reproche, condena, incluso burla. Pero el joven noble simplemente lo observaba, su rostro inescrutable.
—Todo lo que he hecho desde entonces ha sido por Valten. Pero cada vez que fallo, cada vez que dudo, siento que lo traiciono otra vez.
Thorn dejó caer los hombros, agotado por el peso de su propia verdad. Sus palabras no habían cambiado nada. Seguía siendo un hombre quebrado, atrapado por una mentira que no había pedido.
—¿Cómo pudiste mentirnos a todos? —dijo Lignarion, su voz temblaba apenas, aunque contenía una dureza que no había mostrado antes—. ¿Cómo pudiste mentirme a mí? Eras mi héroe...
El noble dio un paso atrás, la madera del suelo crujió bajo sus botas, pero no era el movimiento de alguien que retrocedía por miedo. Era una retirada, un intento de marcar distancia entre ellos. Sus ojos, normalmente cálidos, estaban ahora fríos y cargados de una mezcla de ira y decepción. Thorn sintió su mirada como un cuchillo, cortante y precisa.
—Nunca quise esto... —La voz de Thorn era apenas un susurro. Tragó saliva, tratando de despejar el nudo que se le había formado en la garganta—. Solo quería salvar a mi gente.
Lignarion cruzó los brazos, sus dedos apretando las mangas de su abrigo como si buscaran algo en qué anclarse.
—¿Salvarlos cómo? —preguntó, su tono era afilado—. ¿Mintiendo? ¿Huyendo? ¿Qué esperabas lograr con todo esto?
Thorn levantó una mano hacia su cabello, peinándolo hacia atrás de manera torpe. El gesto no sirvió de nada; los mechones rebeldes volvieron a caer sobre su frente.
—He estado buscando respuestas —dijo comuna voz insegura, tambaleante—. Siguiendo pistas, rumores... cosas que nadie más quiso perseguir. —Hizo una pausa, el sonido de su respiración llenando el vacío entre ellos—. La sangre. La sangre de los nobles que buscan los Silenciadores.
Lignarion dio un paso adelante esta vez, su rostro endurecido.
—¿Qué hay con eso? —preguntó, la tensión evidente en cada palabra.
Thorn apartó la mirada. Las sombras en las esquinas de la habitación parecían cerrarse sobre él.
—La sangre tiene poder. La sangre de Diane creó los Caballeros Dragón, las plantas sagradas... Creo que los Silenciadores piensan que pueden usarla para algo más. Algo peor. —Su voz se apagó, y el miedo en su pecho latía con fuerza. El recuerdo de los rumores y las piezas sueltas de información no le ofrecía ningún consuelo.
Lignarion lo observaba, sus ojos estrechándose mientras procesaba las palabras.
—¿Dónde? —preguntó finalmente, con un tono más bajo, pero no menos intenso—. ¿Dónde está ese lugar?
—No lo sé —admitió Thorn, su voz quebrándose al pronunciar las palabras—. Solo rumores. Nada más.
El noble apretó los dientes, y el músculo de su mandíbula tembló ligeramente. Se pasó una mano por el rostro, y luego bajó la mirada, sus dedos estaban tensos al costado de su cuerpo.
—¿Eso es todo lo que tienes? —dijo Lignarion finalmente, su tono subiendo, lleno de frustración—. ¿Una amenaza que ni siquiera puedes explicar? ¿Qué estamos haciendo aquí, Thorn? ¿Sigues mintiéndome?
—¡Estoy tratando de entenderlo! —exclamó Thorn con la voz quebrada—. No sé qué pretenden, Lignarion. No sé dónde es. Estoy... estoy juntando las piezas, pero nada encaja.
El silencio volvió a llenar el espacio entre ellos. Thorn respiraba con dificultad, sus manos temblorosas mientras las apretaba en puños.
Lignarion inclinó ligeramente la cabeza, su mirada ahora fija en Thorn con una intensidad distinta. No era solo ira, sino una evaluación, como si intentara medir el valor del hombre que tenía frente a él.
—Dijiste que Valten logró herir al Silvanox —dijo, cada palabra pronunciada con cuidado—. ¿Cómo lo hizo?
Los recuerdos golpearon a Thorn como una ola fría. Cerró los ojos, y el rostro de Valten apareció en su mente con una claridad dolorosa.
—Había... una flor —murmuró Thorn, su voz cargada de incertidumbre—. Una planta. Dicen que puede revelar la verdadera forma del Silvanox.
Lignarion frunció el ceño.
—¿Una flor? —repitió, la incredulidad clara en su voz—. ¿Y por qué no la han usado los Syldeos? ¿Por qué no han acabado con esta criatura si es cierto?
Thorn levantó la mirada, y sus ojos brillaron con una chispa de desafío.
—Porque no saben dónde está —dijo, con una firmeza que lo sorprendió incluso a él mismo—. Pero Valten... él encontró una forma. Lo enfrentó y casi lo derrotó. Quizá era mejor que nosotros. Quizá... simplemente tenía el valor que yo no tengo.
Lignarion sostuvo su mirada un momento largo, antes de apartar los ojos. Se pasó una mano por el cabello, dejando escapar un suspiro bajo.
—Esto no nos lleva a ningún lado —dijo finalmente, con una nota de resignación en su voz—. Pero gracias por decirme la verdad.
Thorn no respondió. Observó cómo Lignarion se giraba hacia la puerta, su espalda rígida, su postura tensa.
—Vuelve a Brumaalta —añadió Lignarion, sin voltear la cabeza—. Haz lo que puedas por tu gente. Aquí, ya no hay más que puedas hacer.
La puerta se cerró con un golpe seco, y el sonido resonó en la habitación vacía. Thorn permaneció donde estaba, con la mirada fija en las sombras que danzaban en la pared. Por un momento, todo en su interior se sintió vacío, como si incluso la culpa hubiera desaparecido, dejándolo solo con el peso de una vida que nunca quiso cargar.
No entendía porque sentía de nuevo que estaba huyendo.
¿Por qué se sentía así? Había sabido desde el principio que no haría nada al llegar, que el fracaso era inevitable. Incluso Leandra lo había sabido, con esa mirada preocupada. Todo había sido una treta, una excusa para proteger a su pueblo, para ganar algo de tiempo.
Y sin embargo... había soñado. Solo un poco, pero lo había hecho. Había soñado con ser el héroe que todos querían ver, el hombre que pudiera redimir sus errores y dejar atrás el peso de aquel día en la nieve.
Cerró los ojos, y el presente se desvaneció. De nuevo estaba allí, en aquel claro helado, con el frío mordiendo sus manos mientras sostenía a Sombraluz. Sus dedos temblaban, la espada pesada como si cargara con todo el peso del mundo. Frente a él, la nieve teñida de rojo, y el cuerpo inmóvil de Valten. Su amigo. Su hermano. El verdadero héroe.
Thorn cayó de rodillas en su mente, acurrucado junto al cadáver, mientras las lágrimas le quemaban el rostro. Allí, bajo un cielo de plomo, lloró como el cobarde que sabía que era, con Sombraluz aún en sus manos, y la certeza de que nunca sería suficiente.
FIN DE LA TERCERA PARTE
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