CAPÍTULO 10
Thorn apretaba la jarra de cerveza como si pudiera exprimir de ella las respuestas que no había encontrado en días. La taberna, oscura y llena de humo, estaba apartada de la nobleza, un refugio para los que buscaban pasar desapercibidos en la capital. Lignarion, frente a él, movía las fichas de su plato sin comer y sin ver a Thorn a los ojos. Habían pasado cuatro días desde la última pista, y cada hora que pasaba sin descubrir más los dejaba más vulnerables.
Thorn sabía que las cosas no estaban saliendo como habían planeado.
Aunque bueno, tampoco había planeado gran cosa más allá de salvar a su pueblo.
—Las tropas para Brumaalta llegaran en dos semanas—dijo Lignarion, rompiendo el silencio.
La voz del noble sonaba cansada, aunque cargada de optimismo. Sabía que aquello era una excelente noticia para Thorn, y lo era. Thorn levantó la vista, con la expresión aliviada, pero mezclada con frustración y miedo que había prendido a ocultar demasiado bien. Ahora no quedaba nada que lo retuviera de su destino.
—Estamos cerca —dijo Thorn, cambiando de tema, tratando de mantener la compostura mientras un nudo se formaba en su estómago.
Había apostado todo a esta búsqueda, y cada vez se sentía más atrapado en un juego que no entendía. Miró alrededor de la taberna, a los rostros curtidos por la desesperación y las voces bajas que escondían secretos.
«Solo un poco más», pensó.
Tenía que encontrar algo. Cualquier cosa. Antes de que todo se viniera abajo.
Lignarion dejó los cubiertos sobre el plato y fijó su mirada en Thorn. Había una mezcla de preocupación y algo más, algo que Thorn no supo descifrar.
—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Lignarion, rompiendo el incómodo silencio que se había asentado entre ellos—. ¿De verdad averiguaste algo hace unos días?
Thorn notó el cambio en el tono del joven noble, una inquietud latente que se filtraba en cada palabra. Seguramente esperaba que, con su llegada, hubiera puesto fin al Silvanox cuando cruzaron las puertas del palacio. No fue así.
«Por la Deidad Inmortal, si supiera que apenas entiendo cómo me metí en esto...»
Miró la cerveza y luego a Lignarion, consciente de que tenía que decir algo.
—Escuché algunas cosas... sobre ese lugar sellado. El Abismo —respondió en voz baja, como si al hablar más fuerte pudiera invocar aquello que temía.
Lignarion frunció el ceño, cruzando los brazos sobre la mesa.
—Sellos, sacrificios... ¿pero ¿qué es lo que viste? —insistió—. ¿Por qué regresaste con esa cara, como si hubieras visto un fantasma hace unos días?
—No son fantasmas lo que me preocupa, noblecillo —gruñó Thorn, manteniendo la mirada en su jarra—. Es lord Vyrelis. Estoy seguro de que está involucrado. Ese día que entré a la sala de audiencias estuve seguro de que entre la nobleza estaba el Silvanox, observándonos. Es uno de los nobles, y creo que podría tratarse de él.
Lignarion frunció el ceño, bajando la mirada al plato, sus dedos tamborileando con nerviosismo sobre la mesa.
—Vyrelis... sí, podría ser él —murmuró, como hablando para sí mismo, aunque sus palabras eran para Thorn—. Nadie podría estar tan bien protegido sin aliados entre las casas. Sin embargo... —Hizo una pausa, dudando—. El juego de las casas es complicado, Thorn. Confío en ti con mi propia vida, pero es peligroso señalar a un solo hombre. Pero, si es verdad... si es Vyrelis...
—¿Pruebas? —Thorn soltó una risa amarga—. ¿Crees que este tipo de gente deja pruebas tiradas por ahí? Vi a uno de sus hombres con los Silenciadores de la Memoria. No hace falta ser un erudito para conectar los puntos.
—Los Silenciadores... —murmuró Lignarion, y su voz tembló ligeramente—. Siempre pensé que eran cuentos de viejas para asustar a los niños. Pero tú... hablas como si fueran reales.
Thorn lo miró con cansancio.
—Porque lo son, noblecillo. No me mires como si estuviera loco. ¿No fuiste tú quien me dijo que el Portador del Olvido estaba detrás de todo esto allá en Brumaalta? Pues ahora te lo confirmo: no son cuentos. Hace treinta años intentaron algo parecido, pero les salió mal. Ahora están de vuelta. Y esta vez... —hizo una pausa, como si el peso de sus propias palabras lo aplastara— están más cerca de lograrlo.
—¿Pero rituales, acá en la capital? —insistió Lignarion luego de pasar saliva. Había dejado sus manos bajo la mesa, quizá para ocultar su nerviosismo—. ¿Por eso matan a los nobles? ¿Para un ritual? El Abismo, me dijiste... Todos hemos escuchado esos mismos cuentos cuando éramos niños. Todo mundo sabe que yace allí... los Desterrados por la Eternidad.
El aire se volvió más frío, como si las mismas palabras hubieran convocado sombras invisibles que se arremolinaban a su alrededor. Thorn sintió un escalofrío, pero se esforzó en mantener la compostura.
—Claro que sí. Historias que sirven para asustar niños y mantener a los adultos rezando a dioses que no contestan. Pero te diré algo, noblecillo: esos cuentos suelen tener un grano de verdad, y yo estoy empezando a pensar que esta historia está más viva de lo que nos gustaría.
» Pero los Desterrados siguen encerrados. Junto al Portador del Olvido, sellados por los sellos más antiguos que existen. Ni siquiera los Silenciadores tienen el poder para liberarlos.
Pero Lignarion negó lentamente, con una intensidad que Thorn no le conocía.
—¿Y si ese «Abismo» es solo el inicio? Si no buscan liberar al Portador... pero sí debilitar los sellos. Lo suficiente para que... al menos uno de los Desterrados... logre escapar. Solo uno —dijo en un susurro apenas audible—. Eso sería suficiente para desatar el caos.
Thorn observó a su compañero, sorprendido por la fe temblorosa y el fervor que sus palabras revelaban.
—No sabía que fueras tan devoto, tan... creyente —dijo Thorn, intentando suavizar el tono, aunque su propia voz también traicionaba una pizca de temor.
Lignarion lo miró con una mezcla de vergüenza y obstinación.
—Crecí escuchando las historias. Las mismas que nos enseñaron a temer los nombres prohibidos y las fuerzas que duermen en la oscuridad. Y... —bajó la voz aún más, su tono apenas un susurro—, ¿qué hay de la Dama de la Noche Eterna? Dicen que ella fue... la más leal entre los Hijos del Oscuro. Ella también debe ser un mito, ¿no?
Ambos se estremecieron. La taberna parecía haberse sumido en un silencio absoluto, como si incluso el eco de las risas y charlas en el fondo se hubieran apagado por un instante.
—No empieces con esas tonterías —replicó Thorn, cortante—. La Dama de la Noche Eterna y los Hijos del Oscuro son historias para asustar campesinos como yo y nobles como tú. Nuestro problema inmediato es la casa Vyrelis y su conexión con esos malditos Silenciadores. Punto.
Pero el nombre había quedado suspendido en el aire, y la tensión entre ambos era palpable. A pesar de las palabras de Thorn, ambos sabían que esos «cuentos» tenían un poder que ni siquiera la razón podía extinguir.
Lignarion intentó una sonrisa amarga, que no llegó a sus ojos.
—Sí, claro. Solo... cuentos. —Desvió la mirada hacia la puerta, inquieto, como si esperara ver allí una sombra inesperada—. Pero, Thorn... si lo que estás diciendo es cierto, si la casa Vyrelis está con los Silenciadores y están intentando liberar algo del Abismo... ¿cómo podemos detenerlos?
Thorn no respondió de inmediato.
—Primero encontramos al Silvanox. Si es lord Vyrelis, lo confirmamos. Y cuando lo hagamos... bueno, más vale que estemos listos para un infierno, porque no va a quedarse quieto esperando a que lo atrapen un par de idiotas como nosotros.
—Lo cual será difícil, considerando que la guardia del Palacio ahora está a cargo de sus hombres—dijo Lignarion, intentando sonar firme, aunque su voz temblaba ligeramente. Estaba comenzando a hacerlo a menudo—. Y, por favor, Thorn, no te metas solo en un callejón oscuro. No otra vez.
Aquello también comenzaba a volverse habitual, que Lignarion le diera consejos. Thorn forzó una sonrisa, agradecido por la preocupación de su compañero, aunque sabía que no podía permitirse el lujo de ser precavido.
Lignarion miró a su alrededor, inquieto, y luego fijo la vista en Thorn. La taberna comenzaba a vaciarse.
—No entiendo que hacemos aquí hasta tan tarde, Thorn. No hay nada más que conseguir en este lugar —dijo Lignarion, bajando la voz, pero el reproche seguía insistente.
Thorn se encogió de hombros, con la mirada fija en un grupo de hombres al fondo del local que reían ruidosamente, alzando sus jarras y golpeando la mesa con cada carcajada.
—Los borrachos hablan más que los cuerdos, noblecillo. Se sienten seguros, invencibles con un poco de cerveza en el cuerpo. Dicen cosas sin pensarlas, cosas que no se atreverían a mencionar en otros lugares. Y nosotros, pues... —hizo un gesto vago hacia el barullo—, estamos aquí para escucharlos.
Lignarion frunció el ceño, aún dudoso, pero no replicó. Siguieron en silencio mientras observaban a los hombres jugar a los dados, un juego de apuestas que se había vuelto más animado con cada ronda. Uno de los jugadores, un tipo rechoncho con la barba desaliñada y ojos vidriosos alzó la voz más de lo necesario.
—¡Maldito Silvanox! ¡Escuché que mató al bastardo de Lord Aurem! —exclamó, lanzando los dados con fuerza sobre la mesa, mientras los demás soltaban murmullos y risas nerviosas.
Thorn y Lignarion intercambiaron miradas rápidas. Había algo en esa frase que los detuvo. Thorn se acercó un poco más, fingiendo interés en el juego mientras Lignarion se mantenía a su lado, observando con cautela.
—¿El bastardo de lord Aurem? —inquirió Thorn, haciendo un gesto casual para unirse a la partida.
Dejó caer unas monedas sobre la mesa, y los jugadores lo miraron con una mezclad de curiosidad y desdén, pero hicieron espacio sin decir mucho más.
El hombre barbudo asintió, un poco sorprendido de que alguien se interesara en su charla.
—Si, eso dicen. No es el primero. Todos bastardos de sangre noble. Pero no esperaba que mataran al viejo Dastan. Era mi amigo, ¿saben? Bueno, amigo de bebidas, más bien. Siempre decía tonterías, pero... —se detuvo, como si las palabras se le atragantaran en la garganta—. No se merecía morir así, podredumbre.
Thorn y Lignarion se miraron, atentos a cada palabra. El hombre dio un trago largo, limpiándose la boca con el dorso de la mano antes de continuar.
—Si, el pobre Dastan era un desastre. Nunca pudo ponerse en pie, siempre emitido en líos, buscando consuelo en el fondo de una jarra —dijo con una risa amarga—. Pero lo apreciaba. Nadie merece morir solo en un callejón oscuro. No así.
Lignarion dejó caer unas monedas más sobre la mesa, comprando nuevas bebidas, alentándolo a seguir. El hombre miro las cervezas, tomo la suya y luego observó a Thorn, con unos ojos de tristeza que no podía esconder.
—Dicen que su sangre... que necesitaban su sangre para algo. Lo escuché entre los susurros de la taberna. No atendí mucho, algo con que los bastardos también tenían sangre noble, ¿entiendes? —El barbudo bajó la voz, casi en un susurro—. Pero no me metan en eso, ¿eh? —El hombre levantó las manos, temblorosas y sudorosas—. Yo solo soy un borracho, no quiero problemas. Solo quiero mi maldita bebida y olvidarme de todo.
Thorn asintió, fingiendo comprensión, aunque cada palabra del hombre retumbaba en su mente como un aviso siniestro. No era un simple asesinato, no era una coincidencia. Había algo más oscuro, algo que los Silenciadores estaban buscando. Y Thorn sabía que cuanto más se acercara a la verdad, más peligroso se volvería el juego.
El hombre barbudo lanzó los dados una vez más, pero esta vez su mirada estaba ausente, perdida en algún lugar entre el dolor y la culpa. Luego, levantó su jarra de cerveza y la agitó ligeramente en señal e invitación, una sonrisa triste y camaradería en su rostro. Thorn y Lignarion intercambiaron una mirada y, por un momento, sintieron una extraña simpatía por aquel desconocido que, como ellos, parecía arrastrar sus propias batallas.
—Vamos, una ronda más, a la memoria de los que ya no están —dijo el hombre, llenado las jarras de nuevo y alzando la suya en un brindis formal.
Thorn y Lignarion aceptaron.
Y de una cerveza, pasaron a ser dos.
Y de dos cervezas, pasaron luego a ser un grupo de hombres muy escandalosos y divertidos.
Thorn y Lignarion se despidieron del hombre barbudo con una mezcla de camaradería y pesadez. El aire fresco de la noche les golpeó el rostro al salir de la taberna, despejando parcialmente la niebla del alcohol. Las risas se habían disipado, dejando solo el peso de las palabras escuchadas: una verdad incómoda que se había infiltrado entre los tragos y las bromas.
Las calles de la capital estaban desiertas a esa hora, con solo el murmullo del viento colándose entre los callejones como un susurro antiguo y constante. La luna apenas se filtraba entre los tejados inclinados y las sombras parecían alargarse, creciendo y encogiéndose como si tuvieran vida propia.
Mientras avanzaban por las calles desiertas, el silencio se rompió con una risita ahogada de Lignarion. Thorn lo miró de reojo, arqueando una ceja.
—¿Qué es tan gracioso? —preguntó, aunque su tono era menos severo de lo habitual, suavizado por el cansancio y la cerveza.
Lignarion tropezó ligeramente, apoyándose en Thorn para no perder el equilibrio.
—Es solo que... —dijo, respirando hondo para contener otra risita—. Es irónico, ¿no? Estos malditos fanáticos quieren abrir un abismo infernal, ¿y qué necesitan para hacerlo? Sangre noble. De todas las cosas, sangre noble.
Thorn bufó, no muy seguro de si reír o maldecir.
—Sí, bueno, supongo que eso te incluye a ti, noblecillo. Tal vez deberías empezar a dormir con un ojo abierto.
Lignarion lo miró con fingida ofensa, aunque sus mejillas estaban sonrojadas por el alcohol.
—Por favor, Thorn. Si fuera por sangre noble, deberían buscar en alguien más interesante. Yo soy, ¿cómo dicen ustedes los campesinos? Bah... algo así como «el cordero flaco del rebaño».
Thorn dejó escapar una carcajada, inesperada incluso para él.
—«El cordero flaco», ¿eh? Bueno, no sé si eso los detendría. Parece que no les importa mucho qué tan útil haya sido la persona en vida. Solo quieren esa gota azul corriendo por las venas.
Ambos caminaron en silencio durante unos momentos, tambaleándose un poco, hasta que Lignarion habló otra vez.
—Pero en serio, Thorn. ¿Te diste cuenta? Ninguno de los muertos era un plebeyo. Ninguno. Ni siquiera alguien del montón, salvo los soldados que intentaron protegerlos. Al comienzo pensábamos que esa maldita bestia atacaba a todos por igual, pero nunca hubo un plebeyo. ¡Eran bastardos!
Thorn asintió lentamente, su mente trabajando para conectar los puntos a pesar de la niebla que el alcohol y el cansancio habían dejado en su cabeza.
—Lo noté. Eso lo hace peor. No es aleatorio. Es... estratégico. Planeado. Saben exactamente lo que buscan.
Lignarion lo miró, con una seriedad que contrastaba con su tono relajado.
—Y parece que tienen mucho cuidado de que nadie más salga herido, salvo cuando alguien intenta detenerlos. Es casi como si quisieran evitar hacer ruido... hasta que ya sea demasiado tarde.
La risa se desvaneció de los labios de Thorn, sustituida por una mueca tensa.
—Sangre noble, rituales, un abismo sellado... Es un maldito rompecabezas, pero cada pieza que encajamos me da más miedo de lo que pueda significar.
Lignarion tamborileó los dedos en su cadera, su habitual tic nervioso.
—¿Y si lo único que les falta es la pieza final? ¿Y si están buscando algo más grande que un sacrificio? ¿Un... catalizador, tal vez?
—No estoy seguro, pero lo descubriremos —dijo Thorn con determinación, mirando a la luna que apenas iluminaba el cielo. Luego, con un tono más ligero, agregó—: Por cierto, si alguien viene por tu sangre, no esperes que te defienda yo solo. Con lo que he visto de tus habilidades, noblecillo, estoy bastante seguro de que sabrías apañártelas.
Lignarion se rio entre dientes, dándole un ligero empujón en el hombro.
—Si yo soy «noblecillo», entonces tú eres un campesino con suerte. Solo tienes una espada y demasiada terquedad.
Thorn sonrió, aunque el peso de sus pensamientos no desapareció del todo.
—Una espada maldita y demasiada terquedad. Gracias por el recordatorio.
Ambos rieron un poco más mientras seguían caminando, aunque la conversación había dejado una nota inquietante en el aire. Por un momento, la camaradería les permitió olvidar el peligro que los acechaba. Pero solo por un momento.
Thorn sentía el peso de Sombraluz en su cinto. No era solo la espada. Era el peso de un pasado que prefería olvidar, el frío que atravesaba la vaina y parecía alojarse en su alma.
De pronto, una figura emergió de las sombras, seguida por otras seis. No se movían como hombres comunes. Había una precisión inhumana en sus pasos, una sincronía que solo podía provenir de un entrenamiento obsesivo o de un fanatismo implacable. Vestían ropas oscuras que parecían absorber la luz de la luna, sus rostros ocultos bajo máscaras sin rasgos definidos. Thorn sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No eran ladrones.
El primero atacó sin vacilar, una espada descendiendo en un arco lateral. El aire silbó con la velocidad del golpe, y Thorn apenas logró levantar su bastón a tiempo. El impacto resonó en sus manos y lo hizo retroceder un paso. Era como tratar de detener una avalancha con un palo.
«Demasiado fuertes. Demasiados.»
Un segundo atacante surgió a su izquierda, su daga brilló bajo la luz de la luna. Thorn giró sobre su talón, sus movimientos eran torpes pero instintivos, y lanzó un puñado de arena al rostro del hombre. No era elegante, pero funcionó. El hombre gruñó, tambaleándose mientras frotaba sus ojos, pero el momento de alivio duró apenas un segundo.
Lignarion, a su lado, desenvainó su espada con un destello de acero. El joven noble cargó contra un enemigo, su postura recta y disciplinada, aunque carecía de la brutalidad necesaria para este tipo de pelea. Logró cortar el brazo de uno de los atacantes, quien soltó un grito y retrocedió. Pero otro tomó su lugar, obligando a Lignarion a retroceder hasta quedar atrapado contra una pared.
—¡Thorn! —gritó Lignarion desesperado.
Thorn giró su bastón en arcos amplios, golpeando a un atacante y desviando otro tajo con un esfuerzo sobrehumano. Pero cada golpe pesaba más que el anterior. El miedo se apoderaba de sus pensamientos, nublándole los sentidos. El martilleo de su corazón retumbaba en sus oídos, y cada aliento era como inhalar fuego.
«No puedo con todos.»
Uno de los asesinos se lanzó hacia él, su espada apuntando directo al cuello. Thorn reaccionó instintivamente, sacando una pequeña bolsa de su cinturón. La arrojó al suelo, liberando una nube espesa de polvo cegador. Los atacantes se detuvieron, tosiendo y frotándose los ojos.
—¡Lignarion, detrás de ti! —gritó Thorn al ver cómo un enemigo se acercaba al noble.
Lignarion giró justo a tiempo, bloqueando el golpe con su espada. Pero era evidente que estaba superado. Sus movimientos se volvían más erráticos, sus pasos más pesados. A pesar de su esfuerzo, un tajo le alcanzó el costado, y un grito de dolor escapó de su garganta.
—¡Malditos! —gruñó, retrocediendo mientras intentaba detener la sangre con una mano—. ¡Thorn, haz algo!
«¿Qué puedo hacer? —Thorn sentía las piernas como plomo, su mente atrapada entre el pánico y la extenuación—. No soy un guerrero. Nunca fui un buen soldado.»
Con manos temblorosas, arrancó una hoja de Velocysyl y otra de Fortysyl de su cinturón. Las masticó con rapidez, sin preocuparse por el sabor amargo. Al instante, un calor abrasador recorrió sus venas, llenándolo de una energía febril. Sus músculos se tensaron, su mente se aclaró, y una sensación de invulnerabilidad momentánea lo inundó.
Golpeó con fuerza a uno de los hombres en el pecho, enviándolo al suelo con un ruido seco. Otro atacante se acercó, pero Thorn esquivó el golpe con una rapidez que no sabía que poseía. Su bastón se movía con fluidez, cortando el aire en movimientos precisos, pero los enemigos eran demasiados.
Uno de ellos se lanzó hacia él con un tajo ascendente. Thorn retrocedió a trompicones, y su cinto cedió en el proceso. Sombraluz cayó al suelo con un sonido metálico que resonó como un eco oscuro.
La hoja negra rodó bajo la luz de la luna, y el movimiento pareció detenerse. Uno de los enmascarados miró la espada, aunque sus ojos estaban ocultos detrás de la máscara, su postura revelaba duda. Retrocedió un paso, como si la presencia del arma lo repeliera.
Thorn lo vio dudar, pero los demás no compartían ese miedo. Avanzaron con una furia renovada, atacando con golpes rápidos e implacables. Thorn luchaba con todo lo que tenía, pero cada movimiento se sentía más pesado, cada golpe menos efectivo.
«¿Por qué no me matan de una vez?» pensó con amargura, mientras un puñetazo lo alcanzaba en el estómago.
Cayó de rodillas, jadeando, con el bastón levantado apenas a tiempo para desviar un tajo que descendió como un rayo. El impacto lo dejó aturdido, con los brazos temblando bajo el peso de la fuerza contraria. Su mirada cayó sobre la espada en el suelo: Sombraluz, rodando bajo la tenue luz de la luna, su hoja negra como un abismo que no reflejaba nada.
«No...» pensó Thorn, pero el instinto le obligó a moverse.
Rodó por el suelo, con los dedos extendidos hacia el arma. Apenas la tocó, un escalofrío lo atravesó. No era como sostener una espada. Era como si hubiera agarrado algo vivo, algo que latía con un pulso lento y profundo, completamente ajeno a él.
La repulsión fue inmediata. Thorn sintió su estómago revolverse, una náusea que parecía originarse en lo más profundo de su ser. Sombraluz no era solo fría; era antinatural. Su tacto era como el de la muerte misma, como si el arma estuviera manchada con la esencia de todas las vidas que había tomado.
Un vacío lo invadió. Primero, fue sutil: una leve sensación de desconexión, como si el mundo a su alrededor se volviera distante. Pero luego, se profundizó. Thorn sintió que algo dentro de él estaba siendo absorbido, arrancado lentamente de su pecho. Sus emociones se apagaron, y en su lugar quedó un frío inquietante.
Por un momento, ese frío se transformó en algo más. Una oleada de poder recorrió su cuerpo. Sus sentidos se agudizaron, y su mente se llenó de una claridad terrible. Sentía que podía dominar cualquier cosa, que nada en ese callejón, ni en el mundo, era capaz de enfrentarse a él. Su respiración se estabilizó, sus músculos parecían más firmes, y el peso de la espada desapareció como si ahora formara parte de él.
«Esto... no soy yo», pensó finalmente, pero incluso esa idea se sintió ajena, como si no viniera de él.
De repente, todo cambió. Sombraluz lo rechazó. Era como si el arma no quisiera tener contacto con él, que no podía soportar lo que implicaba sostenerla. El poder se desvaneció tan rápido como había llegado. Thorn sintió cómo sus dedos se soltaban, como si la espada misma lo escupiera.
Y entonces, no sintió nada.
La hoja era solo un trozo de metal muerto en sus manos. Vacía, sin propósito. No transmitía nada, ni calor, ni frío, ni peso. La conexión que había sentido antes, tan efímera como aterradora, se cortó de golpe, dejándolo solo con su cansancio, su dolor, y el eco de un rechazo que no podía explicar.
El miedo volvió de golpe, colándose en ese espacio vacío, llenándolo con un nudo helado que lo hizo tambalearse.
«Sabes pelear con el bastón, puedes usar una maldita espada», pensó.
Pero Sombraluz no se movía como un bastón. La hoja era un peso desbalanceado, torpe en sus manos. Thorn lanzó un espadazo que cortó el aire sin rumbo, un movimiento torpe que casi lo hizo caer. Intentó de nuevo, un golpe más rápido, pero cada intento solo exponía lo evidente: no sabía manejarla.
La espada zumbaba en el aire, como burlándose de él. Su postura era inestable, y cada movimiento carecía de precisión.
—¡Por la Deidad Inmortal, Thorn! —gritó Lignarion, retrocediendo mientras bloqueaba con esfuerzo un golpe que casi lo desarmaba—. ¡Esa espada no es un bastón!
Las palabras perforaron a Thorn más que cualquier golpe. Pero no había tiempo para responder.
Los asesinos vieron su torpeza, y uno de ellos aprovechó la oportunidad. El golpe lo alcanzó en las costillas con la empuñadura de un arma. El dolor explotó en su costado, un golpe seco que lo derribó al suelo. Sombraluz rodó fuera de su alcance con un sonido metálico, como una campana oscura resonando en el callejón.
Thorn intentó levantarse, pero uno de los enmascarados ya estaba inclinado sobre él, con la daga lista para caer.
Un grito rompió el caos.
El atacante se detuvo por un instante, su atención desviada. Thorn aprovechó el momento para arrastrarse hacia un carro abandonado, con el aliento raspándole la garganta mientras luchaba por respirar. Se llevo una mano al pecho instintivamente, donde descansaba una antigua flor. La apretó con fuerza, triturándola por error en busca de consuelo. Sangre corría por su brazo y su costado, empapando su ropa.
Entonces, lo vio.
Una figura emergió del callejón, distante pero inconfundible. Sus bordes parecían desvanecerse en la penumbra, como si no perteneciera completamente a este mundo. No era uno de los atacantes; era algo más.
El Silvanox.
Thorn lo supo de inmediato. La figura no se movió, pero su presencia era tan opresiva que Thorn sintió como si el aire a su alrededor se espesara. Era como una sombra más densa que las demás, una presencia que lo observaba con una hostilidad palpable.
Thorn apretó los dientes, extendiendo la mano hacia su cinto vacío donde debería estar Sombraluz. Pero no estaba.
Podía enfrentarlo, quizás arremeter con su bastón en un último y desesperado intento. Pero la fatiga lo pesaba demasiado, y el vacío que había dejado Sombraluz en su interior era más pesado que cualquier herida.
«No estoy listo.»
La certeza lo golpeó como una ola helada.
«Quizás nunca lo estaré.»
El Silvanox no hizo nada. Solo lo miró, o lo que Thorn imaginó que era una mirada, antes de desvanecerse en la oscuridad, deslizándose entre las sombras como un susurro perdido en el viento.
«¿Por qué? —pensó Thorn—. ¿Por qué no ordenó que terminaran el trabajo? ¿Por qué no vino a buscarme él mismo?»
Antes de que pudiera darles forma a esas preguntas, una voz áspera rompió el silencio:
—¡Guardias, aléjense! —bramó uno de los enmascarados.
El sonido de pasos resonó por el callejón, el estruendo metálico de espadas y escudos rompiendo la tensión. Los guardias de la ciudad habían llegado, alertados por el ruido del combate. Los atacantes intercambiaron miradas rápidas, evaluando la nueva amenaza. Sin una palabra, comenzaron a retroceder, moviéndose con precisión y rapidez, como si hubieran ensayado cada paso. Las sombras los envolvieron, tragándolos como si nunca hubieran estado allí.
Cuando el último desapareció, el aire quedó pesado y frío.
Thorn, jadeando y con el cuerpo magullado, se apoyó en su bastón. Cada aliento era una lucha, cada movimiento un recordatorio de lo cerca que había estado de la muerte. Su mirada cayó sobre Sombraluz, tirada en el suelo como un trozo de metal inútil. La levantó con cuidado, sus dedos temblando al tocar la empuñadura. Al enfundarla, el frío de la hoja parecía quemarle la piel, una sensación que no podía apartar de su mente.
Los guardias se dispersaron rápidamente, persiguiendo sombras que ya no existían. Lignarion se acercó, su rostro reflejando una mezcla de preocupación y algo más. ¿Frustración? ¿Decepción? Thorn no estaba seguro de querer saberlo.
—¿Qué ha sido eso, Thorn? —preguntó Lignarion finalmente, con una voz cargada de incredulidad y un dejo de irritación—. ¿Por qué no...? ¿Cómo es posible que no sepas blandir una espada? Las canciones...
Las canciones.
Thorn no pudo responder. Las palabras de Lignarion lo golpearon como un nuevo tajo. La vergüenza lo quemaba más que las heridas abiertas en su cuerpo. La adrenalina que lo había mantenido en pie comenzaba a desvanecerse, dejando un vacío que parecía consumirlo desde dentro. Había estado tan cerca de la muerte que podía sentirla, el aliento frío que rozaba su cuello.
Y ahora, Lignarion lo miraba con esos ojos que antes reflejaban admiración. Ahora eran los ojos de alguien que veía un extraño.
Se marcharon de vuelta al palacio en silencio. Thorn se aferraba a Sombraluz, no por necesidad, sino porque era lo único que tenía. El único fragmento que le quedaba de un viejo amigo, una reliquia cargada de recuerdos que pesaban más de lo que podía soportar.
Lignarion no volvió a hablar. Pero Thorn sintió su mirada, pesada y crítica, como si el noble estuviera intentando comprender quién era realmente ese hombre al que había seguido hasta ahora.
Y entonces, Thorn entendió.
Lignarion lo veía por primera vez. No como el héroe de las canciones, no como el hombre en quien había depositado sus esperanzas. Sino como lo que era.
Un campesino.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro