CAPÍTULO 1
Thorn levantó la pala y volvió a hundirla en la tierra húmeda, mientras el frío de lamañana se filtraba entre sus ropas, mordiendo su piel. Sintió una punzada en la parte baja de su espalda, pero apretó los dientes y continuó. El dolor ya era algo familiar, un recordatorio constante de que los años no perdonan, aunque el trabajo no dejara de exigirle. Brumaalta estaba cubierto por su habitual manto de niebla, ocultando las colinas que bordeaban el pequeño pueblo. Los aldeanos estaban ya en marcha, como cada día, trabajando para mantener las enredaderas y la flora bajo control. No había margen para la holgazanería; la naturaleza no daba tregua, y tampoco lo hacía el tiempo.
Las flores de custosyl que repelían a las plantas invasoras estaban casi agotadas, y hasta que pudieran conseguir más, todo dependía de la fuerza de los hombres y mujeres del pueblo. La tierra no se dejaba someter fácilmente, las raíces de las plantas luchaban contra cada golpe de la pala, y Thorn podía sentir cómo las enredaderas trataban de aferrarse a sus botas, como si intentaran reclamar lo que creían suyo.
A su alrededor, otros aldeanos trabajaban igual de duro. Los hombres jóvenes golpeaban la tierra con picos, arrancando las raíces con una facilidad que a Thorn ya se le escapaba, procurando eliminarlas antes de que pudieran extenderse demasiado. Thorn, por su parte, levantó otro montón de tierra, aunque ya sin la agilidad de antaño.
Las mujeres, con sus faldas recogidas, cargaban baldes llenos de agua o vigilaban las líneas de enredaderas que serpenteaban peligrosamente cerca del borde del pueblo. El humo de las cocinas se elevaba hacia el cielo cubierto de niebla, donde las chimeneas de piedra apenas asomaban por encima de las casas de tejados bajos. Brumaalta no era próspero, pero la gente sabía trabajar. Sabía resistir, aunque la naturaleza pareciera empeñada en matarlos de cansancio.
—Señor Thorn, agua fresca —dijo Elia, la niña más joven del pueblo, con una sonrisa inocente, ofreciéndole un balde de madera. Sus brazos pequeños estaban temblando y sus nudillos, blancos por el esfuerzo, delataban el peso, pero su expresión, aunque enrojecida, era firme.
En Brumaalta, incluso los más jóvenes sabían lo que era el trabajo duro.
Thorn tomó el balde y asintió, agradecido. Mientras bebía, observó el campo y los grupos de aldeanos trabajando, moviéndose entre la niebla como sombras en una danza coordinada. Se pasó la mano por la frente sudorosa, notando que el cansancio llegaba más rápido de lo que solía. Hace años, podría haber seguido cavando hasta que el sol cayera, pero ahora, apenas había pasado media mañana y ya sentía el peso del trabajo en cada músculo.
Los hombres más fuertes lidiaban con las raíces profundas; las mujeres cuidaban los cultivos de flores para mantener el equilibrio, y los ancianos, como él, hacían lo que podían para que el pueblo no sucumbiera.
—Thorn, el suelo está más denso que de costumbre—gruñó Olin, uno de los ancianos, desde el otro lado del campo. Era la voz de la experiencia, alguien que había visto cómo las raíces se volvían más voraces con los años.
—Lo sé —respondió Thorn, clavando la pala en la tierra—. Es como si la tierra supiera que estamos al límite. Sin las flores de custosyl, esto solo va a empeorar. Y la maldita naturaleza no nos va a dar tregua.
—El alcalde Valran ha dicho que ni no encontramos más pronto, pedirá ayuda a la capital.
Thorn gruñó por lo bajo, sin levantar la mirada.
—Siempre tan preocupado —respondió—, como si la capital fuera ayudar en algo.
Casi medio centenar de pasos al oeste, los hombres se arrodillaban en el pastizal, mientras las ovejas yacían de costado, y con cuchillos afilados les cuidaban las pezuñas. Intentaban mantenerse apartados lo más que podían de la vegetación, pero era difícil mantener a todo el rebaño en el interior del corral. No tenían otra opción que arriesgarse a que las raíces y enredaderas avanzaran, enraizándose en sus botas o arrastrándolos. Si eso ocurría, debían contar con la rapidez de sus hachas para cortar las ramas a tiempo, antes de quedar atrapados por la sofocante maraña de plantas.
Una de las cabras, un animal de cuernos largos y afilados se separó del grupo, cruzando entre la hierba y posándose sobre las raíces de un álamo, cerca de donde Thorn cortaba la maleza. Casi de inmediato, las ramas se movieron como si tuvieran vida propia, intentando agarrar a la cabra y emanando un sutil resplandor, como si pretendiera arrebatarle algo al animal. Sin embargo, la cabra, en lugar de huir, se desplazó lateralmente hacia un lugar más seguro, cortando las ramas con sus cuernos. A pesar de ello, las ramas continuaron brillando débilmente, como si aguardaran la llegada de una nueva presa.
La naturaleza siempre hacia eso: intentaba matar o absorber la energía vital de cualquier ser vivo que se acercara. Algunos animales habían logrado una especie de simbiosis, viviendo en armonía con ella. Lo curioso era que Thorn sentía que, más allá de su comportamiento habitual, la naturaleza ahora parecía más salvaje, más viva, como si estuviera atenta a los hombres. Una idea absurda, pero...
—Señor Thorn, ¿cree que las enredaderas... estén vivas? ¿O son obra del Dios Negro? —preguntó la joven Elia, que todavía no se había marchado con un hilo de voz, sus ojos reflejaron el miedo infantil que Thorn reconocía demasiado bien.
Las supersticiones del pueblo siempre volvían cuando las cosas iban mal. Historias de cuando el Portador del Olvido y el Usurpador de la Humanidad caminaban por la tierra. Para Thorn, esas leyendas eran como una mala cosecha: algo que la gente inventaba para explicarse lo que no podía controlar. Cuando las enredaderas crecían demasiado rápido o las cosechas fallaban, los aldeanos susurraban nombres antiguos. Pero Thorn no creía en esas cosas. Para él, todo era tierra, raíces y trabajo.
—Las enredaderas no son más que malas hierbas, Elia—dijo Thorn, levantando su pala y cortando otra de las ramas—. No les des más poder del que tienen. Si las dejamos, se apoderan del campo, pero si las cortamos a tiempo, no son más que plantas. Y si trabajamos juntos, las mantendremos a raya como siempre lo hemos hecho.
Thorn despidió a Elia, quien asintió a sus palabras, pero aun con la mirada algo perdida en las enredaderas que se agitaban al borde del campo, como si pudieran moverse por su cuenta. La niña caminó en dirección a otros trabajadores con el cubo de agua, con sus pequeños pies hundiéndose en la tierra blanda. Por esa dirección, los jóvenes trabajan cerca. Aun eran inexpertos, pero estaban aprendiendo. Ilian, un muchacho de no más de quince años, empujaba una carretilla llena de tierra.
—Vamos, Ilian, deja la carretilla allí —dijo Thorn con voz firme pero tranquila—. Vamos a necesitar esa tierra para reforzar las defensas en el borde norte. Ve a ayudar a Garrick a levantar las nuevas estacas y asegurar las barricadas. La naturaleza no espera.
Ilian asintió rápidamente, dejando la carretilla a un lado. Sus ojos mostraron una mezcla de determinación y respeto; al muchacho siempre le había gustado trabajar con el viejo Garrick. Sin perder tiempo, se dirigió hacia el extremo sur, donde el artesano ya estaba colocando gruesas estacas. Lo ideal sería que se tejerán algunas flores custosyl, cuya presencia repelía la naturaleza descontrolada. Pero hasta que no llegara el buhonero o pudieran dirigirse a la capital a comprar más, tendrían que arreglárselas con lo que tenían.
La otra opción era adentrarse en el bosque para recolectarlas, pero era un riesgo que Thorn no quería tomar, al menos no sin necesidad urgente. Si fuera necesario, él iría.
Thorn volvió a su trabajo y mientras cavaba, su mente vagó hacia los viejos días. Aquellos en los que aún creía que el mundo era más grande que Brumaalta, y que las leyendas eran ciertas. Pero ahora sabía que el mundo era tan pequeño como el campo que intentaba devorar lo que él sembraba. Su lugar estaba aquí, con la tierra entre las manos, como siempre había sido.
Él era solo un pastor, y nada más.
Las horas pasaron lentamente, y pronto el pueblo entero se encontraba trabajando en los límites del campo. Las mujeres mayores, como Vasha y Merla, llevaban sacos de semillas y ayudaban a los más jóvenes a reforzar las defensas. Cada familia aportaba algo: unos traían herramientas, otros alimentos para mantener la energía. Nadie se quedaba sin hacer nada.
Thorn dejó la pala apoyada contra el cercado y suspiro. No era un suspiro de frustración, sino uno que llegaba desde lo profundo de sus huesos, un recordatorio del cansancio acumulado. Se frotó la espalda con la mano, intentando aliviar la tensión que se había instalado en sus músculos.
El viento comenzó a soplar más fuerte, como un perro pastor que trataba de reunir las hojas sueltas en lugar de ovejas. Se enredaba entre las pocas enredaderas en los límites del pueblo, como si olfateara algo. Alzó la vista hacia las colinas, donde el horizonte se fundía con el cielo grisáceo. El aire traía un murmullo que le resultaba vagamente familiar, aunque sabía que no era más que el viento.
Aun así, sentía que lo había oído antes, muchas veces, en aquellos momentos en que todo estaba oscuro.
«Solo es el viento», pensó.
Pero esta vez se sentía diferente. Había algo en el aire, algo que le erizaba la piel.
Sus dedos buscaron inconscientemente la pequeña flor de tonos oscuros y brillantes que colgaba de su cinto. Era un gesto que hacía sin pensar, pero en momentos como ese, lo calmaba. No pensaba en por qué lo hacía; solo lo hacía. Valten, su viejo amigo, solía decirle que esa flor traía buena suerte. Thorn no creía en esas cosas, pero, aun así, no la había dejado desde entonces.
Giró lentamente la cabeza, como si pudiera atrapar la fuente de su incomodidad con una rápida mirada. No había nada. Solo el campo, los árboles y el viento. A lo lejos, las ramas de un gran árbol se agitaban de forma extraña, como si una mano invisible las guiara.
—Señor Thorn, las enredaderas del borde oeste se están moviendo más rápido de lo esperado —dijo uno de los muchachos sacándolo de su ensimismamiento, un adolescente alto llamado Brev, mientras señalaba al mismo horizonte que él se encontraba mirando, donde las enredaderas se alzaban como si quisieran alcanzar el cielo.
Thorn frunció el ceño. Había trabajado suficiente por hoy, pero las plantas parecían más tercas que nunca.
—Mañana enviaremos a alguien al mercado de Verlas. Necesitamos más flores custosyl si queremos tener una oportunidad. Quizá ellos por fin hayan encontrado más de esas flores —murmuró lo último casi para sí mismo.
Ojalá tuviera razón.
Mientras el sol comenzaba a bajar, el pueblo seguía trabajando como un rebaño bien guiado. Todos sabían que el futuro de su hogar dependía de lo que lograran antes de que cayera la noche. Aunque las enredaderas no se movían tanto en la oscuridad, las noches seguían siendo peligrosas. El fuego las mantenía a raya, como a un lobo que teme la llama, pero eso solo funcionaba hasta que el sol volviera a salir. Pero la verdadera amenaza nocturna no eran las enredaderas, sino los animales simbióticos. Enfrentarse a ellos era algo que nadie en el pueblo deseaba.
Lo mejor era estar en casa con las luces encendidas, riendo y cantando y comiendo y charlando. Pero mientras tanto, había que seguir trabajando.
Al cabo de una hora más, un ruido detrás de él lo sacó de sus pensamientos. Una figura pequeña y ágil se acercaba desde una de las casas del fondo. Era Leandra, su esposa, con las manos en las caderas y una sonrisa burlona en los labios.
—¿Otra vez aquí, enfrentándote a las plantas como si fueran un ejército enemigo? —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Si no te detienes, algún día ellas te derrotaran, y entonces, ¿Quién me traerá la leña para el fuego?
Thorn rio ente dientes, sacudiendo la cabeza. Leandra siempre tenía la capacidad de quitarle el hierro a la situación, aunque supiera que no todo era tan simple. El pastor se limpió las manos sucias en los pantalones mientras caminaba hacia ella.
—Podrías empezar a hacerlo tú, querida. Siempre me has parecido más fuerte que yo, después de todo.
Leandra le devolvió la sonrisa, pero su mirada se suavizó. Se acercó, y con una mano firme, lo aparto suavemente del trabajo que estaba haciendo.
—Has hecho suficiente por hoy —dijo con voz baja, mientras observaba la inquietante danza de las enredaderas. A veces solo se sacudían sin crecer ni moverse luego de unos buenos cortes—. Ven a casa, Thorn. No dejaré que estas plantas te consuman antes que el cansancio lo haga.
—Está bien, está bien —dijo Thorn, levantando las manos en señal de rendición—. Pero no te creas que lo haces por las plantas. Al paso que voy, serás tú la que me mate de cansancio en la cama, no ellas.
Leandra soltó una risa suave y golpeó su hombro con cariño.
—Bueno, alguien tiene que mantenerte a raya, ¿no? —respondió ella con una sonrisa traviesa antes de inclinarse hacia él.
Thorn respondió al gesto, inclinados para darle un beso ligero, uno que le hizo olvidar por un breve instante las preocupaciones del día. Leandra lo había hecho siempre: disipar las sombras con su presencia, con su risa, con la facilidad con la que trataba al mundo como si nada pudiera afectarlos realmente.
Todavía no sabía cómo alguien como ella se había enamorado de un pastor viejo como él.
—Anda, vamos —Leandra le tomó de la mano por un instante, tirando de él hacia la casa. Thorn dejó que se fuera adelante, sacudiendo la cabeza con una sonrisa.
Dio un paso hacia el cercado, decidido a recoger las herramientas y marcharse. Pero justo cuando iba a seguir a su esposa, algo lo detuvo. Un escalofrío le recorrió la espalda, tan frío como el aire antes de una tormenta. El viento se levantó de nuevo, pero esta vez traía un murmullo bajo, casi humano, como el balido de una oveja enferma que se arrastra hasta morir en silencio.
Su estómago se apretó en un nudo, como la tierra seca que se cuartea bajo el sol, y su mente fue arrastrada a las viejas historias que los trovadores solían contar en los caminos y los ancianos repetían junto al fuego. Leyendas de la llegada del Portador del Olvido, cuando el viento hablaba con las plantas y traía consigo el caos, como si la propia tierra se volviera contra el hombre.
Sacudió la cabeza, observando cómo las hojas se agitaban en las enredaderas. Eran cosas de críos y locos, no de un hombre como él. Siempre había sido práctico, y esas leyendas no eran más útiles que la semilla que no germina.
—Tonterías —murmuró para sí mismo.
Bajo la luz moribunda del sol, las enredaderas se agitaban suavemente.
«Solo el viento», se repitió, esta vez con más fuerza, como si necesitara convencerse a sí mismo.
Thorn respiró hondo, realizando uno de esos viejos ejercicios que había aprendido cuando joven, en aquellos tiempos en que todavía creía que había algo más allá de los campos y las colinas. Vació su mente, arrojando sus preocupaciones al mismo pozo oscuro donde arrojaba los días de mala cosecha. No era muy bueno en ello, pero a veces, como dejar descansar la tierra después de la siembra, funcionaba.
Palpó la pequeña custosyl que llevaba atada al cinto, su única medida de seguridad. No la activó; no podía darse el lujo de gastar algo tan valioso. Confiar en la flor ahora sería como echar abono en terreno estéril.
El viento, ese viento testarudo que siempre parecía estar observándolo, se calmó de repente, como un rebaño que por fin se aquieta tras horas de inquietud. Thorn no le dio el gusto de prestarle más atención. Recogió su pala, su herramienta de siempre, y se dirigió hacia el pueblo, siguiendo el rastro de su esposa, tan constante en su vida como el pasto bajo sus pies.
«Sucio viento», pensó, con una sonrisa irónica, sintiéndose ridículo por siquiera haber considerado usar la flor.
El viento se detuvo, tan repentino como había empezado, pero la sensación de ser observado no lo abandonó del todo.
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