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No todo dura para siempre

Cuando somos niños, nuestra imaginación siempre está a la primera orden del día. Solemos pensar que el lodo es lava o masa para pastel, que pisar las rayas de las aceras nos traerá mala suerte, que unas almohadas empiladas son un castillo indestructible, o que el Coco nos llevará si no hacemos caso de dormirnos cuando mamá nos lo ordena. Ya sea desastrosa, dolorosa o maravillosa, la infancia de todo el mundo está repleta de pensamientos y percepciones imaginarios. Es cuando crecemos que nos damos cuenta de que todos aquellos fantásticos escenarios son solos producto de nuestra mente. Aunque este sea un aspecto meramente humano y que, consecuentemente no podamos eliminarlo, la imaginación se va centralizando en nuestra cabeza y deja de ser una realidad. Lo imposible se vuelven sueños y los deseos en imposibles. Comenzamos a comprender que no está mal imaginar, siempre y cuando sigamos considerándola como algo intangible. Para mí, el momento en el que esa magia de la infancia pasó a ser secundaria, fue cuando mis ojos se cruzaron con un hermoso lobo afelpado.

Durante mis años más mozos, yo solía ser una girl-scout. Con mis botas perfectamente amarradas por mi madre y mi pañoleta color blanco, rojo y azul colgada al cuello, estaba siempre lista para la acción y la aventura. Sin embargo, nada me había preparada para la última que tendría. La manada de niños (era así como llamaban a cada grupo) tenía una mascota: el lobo Balú. Los encargados del grupo, quienes querían desarrollar el sentido de responsabilidad en los niños, eran los que designaban con quién pasaría la semana. Cuando lo vi por primera vez, aquel peluche me arrebató el inocente corazón de niña. Tenía la nariz desgastada y no era para nada nuevo, pero amaba a ese afelpado animal con todas mis fuerzas como buena amante de peluches. Cada sábado, asistía a las actividades con la firme esperanza de que ese día me tocaría a mí cuidar de Balú. Sin embargo, ese día no llegaba y mi corazón se encogía cada vez más al ver cómo los otros niños eran tremendamente felices al sostenerlo entre sus brazos. De regreso a casa, me recostaba sobre la puerta del carro y, observando distraídamente mi entorno a través de la ventana, intentaba imaginar cómo sería la textura de su pelaje o la suavidad de su sobresaliente lengua. Al quedarme dormida a medio camino, soñaba con las millones de aventuras que podríamos tener juntos. Éramos mi fiel amigo Balú y yo en interminables y divertidas aventuras en lugares inimaginablemente comprometedores.

Dicen que lo mejor se hace esperar y, aunque el momento se hizo esperar y desear mucho, por fin me había tocado a mí. De golpe, me puse de pie entre la fila de niños, obedientemente sentados sobre el césped, y recibí a Balú. Lo abracé como si la vida se me fuese en ello. No me despegué de él en toda la tarde y no dejaba que nadie lo tocase, aunque tuviera que comer o sentarme sobre el piso, no estaba dispuesta a separarme de Balú. Toqué cada mínima costura del peluche y disfruté cómo mis dedos pasaban por el áspero pelaje gris del animal mientras le hablaba. Para estar uniformados, le puse mi pañoleta de repuesto. Tras regresar a casa y prepararme para dormir, coloqué a todos mis peluches del lado derecho de mi cama como de costumbre. Sin embargo, hice un enorme espacio junto a mí para mi recién llegado amigo, ya que Balú ahora ocupaba el podio más alto entre mis peluches favoritos. Si de mí hubiera dependido, el querido lobo me hubiese acompañado a la escuela. Sin embargo, mi madre lo prohibió porque había riesgo de que se ensuciara, rompiese o, en casos extremos, se perdiese. Aunque no ladrase o ni siquiera se moviese, quería a Balú como una mascota. Pensar que él me esperaba en casa y la planeación de una nueva aventura, me robaban la atención que debía estar poniendo en las clases. Al regresar del colegio, me apresuraba a hacer la tarea para poder prestarle toda la atención del mundo y jugar con él. Aventuras como la princesa dirigiendo al resto de peluches acompañada por su poderoso canino o la maestra enseñando con la ayuda de su perrito auxiliar no faltaron. Todo era un sueño hecho realidad.

Todo iba de maravilla, hasta que el día de regresar a Balú se acercaba cada vez más. No pensaba en que tendría que regresarlo hasta que llegó el día. Por primera vez, no tenía ánimos de asistir a las actividades. Con el peluche entre mis brazos, me rehusaba a entrar al carro, pero, tras tanta severa insistencia de mis padres, subí. Durante el camino, apretaba al lobo entre mis brazos con tanto ímpetu que, si mi fuerza hubiera sido la de un adulto, probablemente la felpa estaría volando por los aires. Luego, al llegar, no quería bajar del carro. Mis papás no eran de aquellos que correspondían a los caprichos de sus hijos como para decirme que me comprarían otro peluche mejor u otro Balú, al contrario. Mi mamá fue quien se tomó el tiempo de dedicarme unas hermosas palabras para convencerme de bajar y darme otra valiosa lección. Escuché atentamente, aferrada a mi amigo, cada una de ellas. Me dijo que Balú había disfrutado mucho de mi compañía, pero que no solo debía pensar en mí, sino también en la mascota y los otros niños; ellos merecían tener aventuras con él y Balú estaba agradecido por lo bien que lo había cuidado, pero quería conocer a otros niños. Sin saberlo, mi mamá me estaba enseñando lo que era la empatía y el desapego. No muy convencida, finalmente accedí. Ella me ayudó a quitarle la pañoleta, lo cual se sintió como el final de la gran aventura que había sido aquella semana.

Una vez fuera, encaminé a paso lento al afelpado amigo hasta la manada. Le di un tierno beso a Balú antes de entregárselo al encargado, quien me felicitó por haber cuidado bien de él. Vi cómo otro niño lo abrazaba luego de las formalidades de la entrega. A pesar de lo mucho que me dolió ver a mi querido compañero de aventuras en brazos de alguien más, me agradó ver cómo alguien más era feliz. Todos esos mágicos momentos que pasé con Balú, ahora le tocaría a alguien más vivirlos. Me di cuenta de que todas aquellas aventuras no serían nada más que mías, porque solo yo las había sentido e imaginado; tenía que aceptar que ya había crecido. Sin embargo, sabía bien que seguiría amando y recordando cada magnífico momento al lado de ese canino inanimado. Ese momento fue memorable, porque no solo aprendí el valor de lo que era compartir, el poder de la imaginación o el gran significado de la empatía, sino que no todo dura para siempre. Aprendí que hay que disfrutar cada etapa tal y como es, sin reproches ni miedos, pero siempre recordar que hay otra esperándonos a la vuelta de la esquina. Aprendí que todos los días son una nueva aventura.

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