El listón rojo
El olor a café recién molido penetraba mis fosas nasales como de costumbre cada mañana. Gente apresurada pasaba por la barra y la sucia ventana junto a mí. La misma vieja solterona tomaba su habitual té de manzanilla con dos pequeños sobres de azúcar a dos mesas de distancia. Leía, con los lentes casi sobre la punta de la nariz, el periódico como única distracción de su vida de jubilada. Mientras tanto, yo observaba mis manos sobre la mesa expectante a la llegada de la única razón por la cual frecuentaba aquella barata cafetería desde hace dos semanas: la hermosa chica barista. De reojo observé cómo colocaba el negro delantal sobre su cintura y saludaba a su compañera de trabajo. Desvié la mirada al oír sus pasos aproximarse. A cada paso que daba los latidos de mi miserable corazón se aceleraban:
—Buenos días, Miguel —saludó tan amable como siempre.
Elevé la mirada para deleitarme de su dulce mirada celeste:
—¿Lo de siempre? —preguntó.
—Sí —respondí.
Esbozó una sonrisa antes de asentir y retirarse dejando su característico olor a fresa en el aire. Había tomado tantas tazas de café que tenía la certeza de morir de una úlcera o algo parecido. Sin embargo, estaba dispuesto a renunciar a los brazos de Morfeo por el resto de mis días con tal de afianzar cada detalle de su rostro en mi cabeza. Melissa era su nombre. Su sonrisa era la cosa más perfectamente imperfecta que había presenciado. Sus rosadas mejillas conseguían persuadir a cualquier incrédulo de su hermosura. Sus dorados y desordenados cabellos no eran más que el reflejo del perfecto balance entre la pulcritud y lo atrevido de su ser. Su limpio rostro revelaba lo superficial que nunca fue ni será. Verla preparar un simple café en aquella tosca máquina me parecía uno de los espectáculos más bellos. La fineza de cada mínimo movimiento me era agradable a la vista.
El mismo escenario ideal se montaba en mi mente otra vez. El tan solo pedirle su número desencadenaría una serie de acontecimientos que terminarían en una sola cosa: ella y yo. Saldríamos de la cafetería luego de su turno. Nos contaríamos brevemente nuestras vidas en una sola noche bajo las estrellas y nuestros sueños bajo un árbol durante un cálido día de verano. Pasaríamos varios años descubriendo cada rincón escondido de la turbulenta ciudad para luego escapar a las afueras del país. Uniríamos nuestras vidas para siempre y empezaríamos desde cero. Con sudor e ilusiones, construiríamos una bella casa en medio de la nada, así nadie podría molestarnos ni arrebatarme su sonrisa. Pasarían los años y los hijos, no dejándonos más que nuestra mutua compañía hasta que el tiempo se nos acabe. Aun así, seguiría viendo su bella mirada, adornada por el peso de los años, como la primera vez:
—Aquí tienes, un latte con leche de almendra —dijo devolviéndome a la realidad tras poner dicha bebida frente a mí.
—Gracias —dije dándole una rápida mirada.
La vi alejarse de regreso a la barra. A diferencia de mí, así como era de perfecta ante mis ojos, su mundo lo era. Era sencillo construir sueños y sobre todo sentirlos porque son lo que la gente suele desear más. Sin embargo, solo un golpe de mucha suerte puede asegurar que traspasen la realidad. El fracaso no me aterraba y el dolor me era familiar; simplemente a veces las cosas no podían ser. Ella era tan honesta y pura; todo lo contrario a mí. Yo era socialmente un rechazado y, aun guardando tantas esperanzas dentro de mí, una hermosa chica no sería la excepción.
La señora entrada en años se puso de pie luego de pagar. Tomó el periódico bajo su brazo y, a paso lento, se dirigió hacia la puerta. Como solía hacer, analicé el entorno y velozmente saqué el billete de cinco euros del bolsillo de su abrigo. Lo empuñé en mi mano y, una vez que la víctima hubiese desaparecido, lo puse dentro del bolsillo de mi pantalón. Era olvidadiza, por lo cual no corría ni el más mínimo riesgo. Disimuladamente, la había escuchado conversar, al entrar a la cafetería, unas cuántas veces con Melissa sobre sus severos problemas de memoria. Tan atenta como siempre, la bella barista siempre le dedicaba unos minutos de su apretada agenda de trabajo para escuchar la misma historia. La solterona creía que su edad avanzada y su desgastante padecimiento le hacían dejar el cambio sobre la mesa o que probablemente se le había caído del bolsillo, pero nunca se le pasaba por la cabeza que yo era quien lo hacía desaparecer cada mañana. Afortunadamente no era problemática para montarle un escándalo a Melissa al creer que ella sería una posible ladrona. De hecho, creía que era divertido, hasta cierto punto.
Regresé a mi latte y con ello a mi pesar. Robar se había vuelto mi trabajo y la única cosa que conocía. Dicen que escogemos qué queremos ser, pero nunca nos dicen qué hacer cuando no hay otras opciones. Es difícil saber qué hacer cuando uno se encuentra completamente solo y sin alguien en quien contar. Sin padres ni amigos y con individuos experimentados de la calle, vivir de otros era mi día a día. A pesar de que encontrase las mejores razones para cambiar el rumbo de mi vida, nada podía cambiar lo que ahora era.
Cuando las personas piensan en la vida, se les viene a la cabeza la imagen de un libro o de un globo terráqueo. Sin embargo, la vida para mí era como el adorno que yacía sobre la cabeza de mi chica ideal: un listón. Nunca cambia de forma, pero puede ser tan largo como se desee. El objeto se ensucia o se rompe, es de un color o de otro, tiene varios estilos o ninguno, es más grueso o delgado. Cuando se unen dos o más entre sí, forman una bella trenza de armónicos colores. Entonces me sorprendí a mí mismo asegurándome que manchar otro listón con el mío era demasiado cruel; que trenzar un bello listón color rojo con uno sucio y rasgado no era una buena combinación.
No obstante, logré convencerme a mí mismo que la esperanza es lo último que se pierde, que tal vez en este mundo aún había lugar para los desdichados sueños de un pobre ladrón. Saqué de mi chaqueta la carta que le había escrito desde que mis ojos encontraron a los suyos. Entregarme a la policía ha sido la decisión más difícil que he tomado en toda mi corta vida, así como decidirme a dedicarle unas cuantas palabras a Melissa. Es curioso e inclusive loco cómo una simple persona puede llegar a cambiar el curso de las cosas y cómo una simple mirada puede atrapar el alma de alguien. Melissa nunca sabría el efecto que su simple servicio tuvo en mi vida. Ella crecería, conocería a alguien que la ame y a quien amar. Probablemente algún día ya no la vería sirviendo tazas de café, pero dirigiendo una gran empresa. Tal vez, en una vuelta de la vida, la volvería a encontrar en algún lugar remoto en compañía de alguien más. O, quien sabe, tal vez mi mano terminaría hurgando en su bolsillo al no reconocerla. Estaba casi seguro de que, si algún día salgo de la cárcel, nunca más la volvería a ver ni a ella se le pasaría por la cabeza buscarme.
Aun así, esperaba que alguna de mis breves palabras le llegase al corazón y fueran parte de su historia. Terminé el latte de un sorbo, coloqué el billete y la carta con su nombre sobre la mesa, y me levanté. Antes de cruzar la puerta, le di un rápido vistazo mientras limpiaba la enorme cafetera de espaldas al mostrador. No sabía si regresaría a tomar café como de costumbre y ella seguiría allí para servírmelo. Todo era tan incierto, pero quería merecerla, o por lo menos merecer a alguien. Me fui entonces con la última imagen de ella en mi memoria: su cabello sostenido por un listón rojo.
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