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Con la frente apoyada contra el frío cristal, observaba desde la ventana de su piso el tráfico propio de un lunes a la entrada al trabajo. Ligeras gotas caían sobre la superficie y, desde su posición, podía imaginar carreras de gotitas que acababan muriendo al final del cristal.
Marzo siempre era lluvioso.

El sonido del tráfico se mezclaba ahogado con estridentes sirenas o los vecinos de arriba que, con extraordinaria puntualidad, discutían a gritos hasta que él se marchaba furioso a trabajar. Sin embargo, no sería hasta dos horas más tarde que los gemidos de la mujer alertarían a toda la comunidad de la llegada de su amante.

Pocas cosas no se conocían en aquel edificio. Las paredes impedían lo contrario.

Con aplomo y debilidad, recolocó la manta despeluchada sobre sus hombros y se apretó más contra la ventana que separaba su endeble figura de la ciudad exterior. Una ciudad llena de vida que comenzaba a despertar.

El aliento y su respiración dejaron un surco húmedo en el traslúcido cristal.
Abajo, en la calle, los comercios abrían sus puertas y desplegaban sus toldos. Los floristas sacaban al escaparate los centros que habían diseñado y exhibían con orgullo los coloridos especímenes que poseían. Las cafeterías desprendían un intenso olor amargo y los adictos al café se dejaban atraer extasiados por él. Las panaderías y bollerías exponían sus delicatessen y tentaban a los transeúntes a dejarse caer en aquel pequeño rincón del pecado.

Desde su lejano y elevado trono, observaba las difusas figuras caminar hacia un destino que los alejaba de su atenta mirada. Puesto que gracias a su posición, nadie se percataba de que los observaban.

Le gustaba darle vida a aquellas figuras. Figuras desconocidas y tan vacías como un papel en blanco. Un papel que ella siempre solía llenar.

Aquella es Sara. Sara es una pobre becaria explotada que odia a su jefe pero ama su trabajo. ¿Su sueño? Llegar a crear su propia empresa de lapiceros.

Y aquel de allí es Gregory. El pobre Gregory. Su mujer se pasa la vida en el hospital trabajando y él debe encargarse de los cinco niños. ¿Su deseo? Unas vacaciones en las Bahamas.

¡Y ahí está Fred! El malhumorado chihuahua que odia a todo aquel que no huela a crema de cacahuete. ¿Su pasión? Dejarse la garganta ladrando sin compasión.

Se levantó del alféizar y, aún con las piernas resentidas por la postura, caminó hasta la encimera, donde cogió la caja de copos de azúcar y avena y se la llevó de nuevo a su rincón favorito.

Olga odia el chocolate, pero aun así compra dos cajas de berlinas todas las mañanas para acabar comiéndoselas por ansiedad. ¿Su frustración? No poder dejar el vicio de comer aquellos dulces.

Por su parte, Benny llega tarde al instituto. Siempre llega tarde, de hecho. Todas las noches se queda jugando en línea con gente que no conoce y a la mañana siguiente apenas oye el despertador. ¿Lo que más desea? Que cancelen todas sus clases.

Y luego está Marisa. La dulce e inocente Marisa. Aquella que se dejó seducir por su jefe y ahora ejerce el rol de secretaria/amante mientras una foto de su mujer y sus dos gemelos se esconde en el tercer cajón del escritorio donde se la tira. ¿Lo que espera? Tener una cita romántica con él.

Metió la mano en la caja de cereales y, agarrando con el puño unos cuantos, se los llevó a la boca. Un estruendo en el piso de arriba llamó su atención.

Y allí está Isolda. La infeliz mujer que se dedica a gritar al hombre con el que está casada pero luego hace el amor por todos los rincones de su casa con un universitario veinte años menor que ella. ¿Lo que ansía? El divorcio y sentirse joven de nuevo.

Poco sorprendida, y dejando de lado el estruendo causado por su vecina, volvió a centrar su atención en la lejana calle.

Lisa adora canturrear y chapotear en los charcos. Sueña con ser una estrella del pop y convertirse en la próxima Hannah Montana. ¿Sin embargo? Tiene siete años y acabará dándose cuenta de cómo verdaderamente funciona el mundo.

Spencer quería ser matemático, pero un recorte de plantilla y la crisis le obligaron a conformarse con un puesto como profesor suplente de gimnasia. ¿Hace falta preguntar? Quiere de vuelta su trabajo soñado.

Isa es un bebé. Isa no sabe lo que le depara la vida.

Las figuras van y vienen como meros títeres que siguen una historia sin saber que son manejados. Las personas continúan sus vidas sin saber de la presencia que los admira desde un cuarto derecha. Sin saber de la triste chica que desearía poder vivir alguna de sus vidas. Una chica que simplemente
desea que suceda algo interesante.

¿Pero, cómo iba a suceder algo relevante en su vida si no salía de casa? La agorafobia era un verdadero inconveniente.

Ella apenas salía del rellano. La compra o los paquetes se los traían a casa, gracias a Internet podía acceder a cualquier parte del mundo sin necesidad de salir de su cuarto y las videollamadas o los mensajes instantáneos la permitían comunicarse con quien quisiera.

Se podía decir que nada la obligaba a salir de su confort. Nada la obligaba a enfrentar su trastorno.

Trastorno, saboreó. Qué palabra más desfavorecedora.

Dejó escapar un pesado suspiro.

Tenía toda una vida por delante y nada qué hacer, de modo que regresó la vista a la calle y continuó esbozando vidas imaginarias en fugaces transeúntes.

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