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Muriendo aprendí a vivir

"Porque la vida es así de efímera, de frágil. Porque a ratos asusta, provoca, reta, sorprende."

Promete ser una semana tranquila, ¡demasiado para mi gusto! El tedio esta a la orden del día, el hotel continua cerrado y de lo que fuera un hervidero de actividad unos meses atrás, tan sólo quedan unos pocos trabajadores últimando detalles para la gran reapertura.

Yo, como siempre, me ofrecí de voluntario. Mi trabajo me encanta, me siento útil, capaz. La gente me busca, me necesita. La casa, la casanes otra historia. Se ha vuelto una tortura regresar cada noche, verles las caras esperando el reproche y aún así sonreír es la más grande de las pruebas, o al menos eso pensaba hasta hoy.

Eliana mi mujer, mi suegra Maritza y hasta las niñas son como un ejército destinado a hacerme la vida miserable. Así que, prefiero pasar mis días lejos y hoy no sería la excepción. Me levanté temprano con la esperanza de que nadie me viera y poder irme en paz, pero... ya Maritza estaba en la cocina y... comenzó la guerra. ¡Esa mujer no me soporta! Bueno, el sentimiento es mutuo pero al menos yo no la ofendo.

Resulta, según la vieja endemoniada que yo tengo la culpa de todo lo que pasa, que el dinero no alcanza, que las niñas no tienen refresco, que el café, que la leche...

-¡Pero de que leche usted habla señora! ¡El dinero no le alcanza a nadie! Y las niñas meriendan...

-Raúl, por favor, que mami está mayor pobrecita y las niñas se van a despertar -me interrumpió Eliana y aquello ya fue el colmo.

-¡¡Quédate con tu mamita y que te aproveche!!

Tiré la puerta y salí corriendo de aquel lugar.

-¡Eh, Raúl! -me grita la ponzoñosa de mi vecina- ¿Amaneciste del lado equivocado?

-Mi familia, Andrea que no me calcula -. Respondo sin ganas y huyo.

Voy caminando hasta el hotel. ¡ Gracias a Dios es cerca! Nada más entrar todo se ve impresionante, el vestíbulo, la recepción, los pasillos. Sólo en la cocina y en algunos pisos faltan detalles. Voy allá, ¡comenzó mi día!

El móvil comienza a sonar, es Eliana, probablemente con otra cantaleta. Sigue insistiendo tanto que tengo que atenderla.

Barbarita la de la limpieza se ríe.

-Te tiene controlado -. Continua con su burla.

Yo salgo afuera para evitar a los chismosos. Saludo a mi mujer y los segundos que siguieron fueron los más largos y aterradores de toda mi vida.

Por unos instantes dejé de escuchar. ¡Benditos instantes! Luego gritos desesperados y el sonido de sirenas llenaron todo el lugar. Me levanté como pude, a penas podía ver pero alguien cerca pedía ayuda. ¡Era una chica! La muchacha tenía una pierna atrapada, traté de moverla pero fue imposible. La pobre estaba muy asustada y no paraba de llorar.

-Voy a buscar ayuda -le dije, tratando de calmarla.

-No señor, no se vaya. Tengo miedo. No me deje, no...

-¿Cómo te llamas?

-Irene

-Calma Irene, calma. Yo no te voy a dejar sola. La ayuda ya viene -. Dicho esto le tomé la mano y no dejé de hablarle hasta que se la llevaron.

Le conté de las niñas, de lo inquietas que son, de como, a ratos, los padres nos equivocamos y nos perdemos tantas cosas. Le conté que, aunque ella aún no lo sabe, la felicidad son momentos y que estos llegan sin avisar, que hay que recibirlos, atesorarlos y disfrutarlos. Le hice prometerme que sería valiente y que seguiría luchando. Cuando los rescatistas se la llevaron sólo habían pasado 20 minutos pero ya eramos viejos amigos.

Cuando se fue, dejé de aguantar. No lo sabía pero estaba perdiendo mucha sangre y mi cuerpo se apagaba, sentí como me movían, después todo se convirtió en nada.

No supe del llanto de Eliana, no vi a Maritza correr desesperada al enterarse de la noticia. No pude ver el miedo y el dolor en la cara de mis niñas. La tristeza de mis vecinos, el desaliento y los rostros de muchos mirando al cielo, pidiendo, suplicando. No pude... ¡y debería haber visto, haber oído, haber sentido!

Porque la vida con esa forma singular que tiene de darnos nalgadas me regañaba. ¡Basta de quejas, de vivir amargado! ¡Basta del papel de víctima! No, Raúl no te limites a existir, eso no cuenta, no vale. ¡Tienes que vivir!

Y como niño pequeño cuando le dan nalgadas lloré, respiré, sobreviví. Abrí los ojos y mi Eliana dormitaba frente a mi.

-Cariño, perdóname -fue lo único que se me ocurrió decir y los dos nos unimos en un abrazo que, a juzgar por el tiempo, debió ser eterno.

Esa tarde, al saberme despierto decenas se agolpaban frente a mi ventana, mi suegra, mis niñas, los vecinos y compañeros de trabajo y de entre todos una cabecita rubia toda vendada con un letrero enorme que decía:

¡GRACIAS!

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En memoria de las víctimas de fatídico accidente en el Hotel Saratoga. Llegue a sus familiares todo nuestro amor, comprensión y consuelo.


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