
La manzana
Tuve que meterme en el barril para coger una manzana...
La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson.
La historia de que a Newton le cayó una manzana en la cabeza es casi con certeza apócrifa.
La teoría del todo. Stephen Hawking.
La manzana a menudo ha sido motivo de desavenencia y tragedia, también ha simbolizado la longevidad, la fertilidad, la belleza y el amor y la tentación.
Fue la manzana del árbol prohibido la que hizo que Adán y Eva fueran expulsados del Paraíso; y fue la manzana dorada de la discordia la que llevó a Paris a una situación que desembocaría en la terrible guerra de Troya.
Pero no es todo tan malo. Según la leyenda, fue la caída de una manzana la que hizo que Isaac Newton —un filósofo norteño del pasado— comprendiera los más básicos fundamentos de la gravitación de los cuerpos celestes.
La manzana, siempre la manzana, porque también una manzana fue la que terminó con la tranquilidad aparente que reinaba en la tripulación de la Stella Maris. Una simple manzana despertó las hostilidades entre dos bandos claramente enfrentados.
Una noche estaba yo descansando en mi camarote sin poder dormir, así que me levanté para estirar las piernas y, de paso, comerme una buena manzana.
Que sí, que lo que sirven en las naves espaciales no son manzanas de verdad, porque en una nave iónica no hay espacio para plantar manzanos. Pero las producen con la misma apariencia en forma y en color para que parezcan apetitosas. Luego, cuando las hincas el diente y descubres su sabor a plástico sintético, te das cuenta de que no, de que eso no es una fruta de verdad.
Pero, de cualquier forma, yo me levanté y salí a tomar una manzana o algo que se le pareciera. Y mientras me la zampaba poco a poco en la Zona de Descanso, caí en la cuenta de que alguien había dejado el sistema de holoconferencia abierto. Así que, cuando me levanté para desconectarlo, fue entonces cuando el holograma de Argento apareció allí. Había abandonado su puesto en el puente durante su turno —algo que solo puede hacerse con una causa muy justificada— para ir donde los recicladores, hablando con otras personas que no aparecían en la holocámara. Estaba en modo unidireccional. Ellos no me podían ver a mí.
—Cómo me gustaría que «Sacristán» estuviera aquí con nosotros —dijo, con cierta melancolía.
—Tú ya lo sabes —respondió una voz—. «Sacristán» murió en Nuevo Brasil por la radiación, y fue lo mejor, pues se había quedado completamente ciego y sufría mucho. «La tumba del muerto» fue demasiado para él.
—Ya, solo a él se le podía ocurrir salir del santuario para mirarlo con el telescopio. Se quemó los ojos, pero eso no quita para que a mí me agradase que él estuviera aquí, con nosotros.
—¿Cuándo lo haremos, Argento?, ¿cuándo? —preguntó la voz—. Estoy cansado de ese capitán advenedizo y me empieza a apetecer un poco de movimiento.
—¿Israel Hands, tienes ganas de sangre? —respondió Argento—. Ten un poco de paciencia. Es demasiado pronto.
—Me corroe la inquietud —dijo Israel—. El capitán será cosa mía. Lo quiero para mí. Yo me ocuparé de él y rebanaré su cuello.
—Pues yo quiero la chica, la joven contramaestre para mí —dijo otra voz. La identifiqué con gran desagrado. Era la del despreciable Perro Negro.
—Calla, idiota —le interrumpió Israel—. ¿Por qué no nos amotinamos ya, Argento?
—Pues porque el jefe soy yo y he decidido que no es el momento —respondió Argento.
—No estoy de acuerdo. Reduciríamos con facilidad a esos mequetrefes y esta maravillosa nave sería nuestra. Es mucho mejor que la vieja Walrus. Solo le faltan las carronadas. Por lo demás, es un navío soberbio.
—Eres malo, eres un auténtico canalla, pero también eres extremadamente estúpido. Reconócelo, Israel, pensar no es lo tuyo. Obedecedme y todo saldrá bien.
—Explícalo —dijo Israel—. ¿Por qué no podemos arrebatarles esta magnífica nave ya? ¿Por qué no los pasamos a cuchillo y ya está? Será muy sencillo.
—No lo entiendes, asno. Hay algo que buscan fascinados. Están como locos por encontrar «La tumba del muerto». Tiene que ser algo de muchísimo valor, algo por lo que mucha gente estaría dispuesta a pagar mucho dinero. Refrenaos, canallas míos, contened vuestras ansias de sangre, que tarde o temprano obtendremos nuestra recompensa. Solo os pido un poco más de paciencia.
—El capitán Flint o Huesos no lo habrían dudado —dijo Perro Negro—. Ellos ya habrían puesto las cartas sobre la mesa. Ellos sí que sabían mandar, no tú, Argento.
—Tienes razón. Ellos ya lo habrían hecho, pero yo no, porque soy más listo que ellos, y la prueba la tienes en que yo estoy vivo. Ellos no.
—Di lo que quieras —insistía Perro Negro—, pero en los tiempos de la Walrus sí que tuvimos una buena vida y unos buenos botines.
—Paciencia, camaradas, paciencia. Dentro de un poco más de tiempo dispondremos a nuestro antojo de esta nave. La Stella Maris es magnífica, robusta y terriblemente eficaz. Solo necesitará un par de carronadas y algunas armas más. Ya veréis qué bien, amigos. Volveremos a navegar por el Espacio en busca de presas apetecibles.
—Ya estamos avistando Miranda —dijo Israel—, ¿no es acaso suficiente espera?
—Pobres de nosotros, Israel, si fueras tú el que tomara las decisiones. Brindemos ahora, amigos, brindemos con el ron que traigo aquí guardado.
—Cuanto más lo pienso, más claro lo veo. Tú lo que pasa es que tienes miedo, Argento. Eres un cobarde. Tú no eres como Flint. Flint habría cortado cuellos ya.
—No digas tonterías, Israel. Flint está muerto. Olvida los problemas por un momento. Toma y bebe del mejor ron. Eso amansará tu impaciencia.
—Oye, por cierto —dijo la voz de Israel—, ¿qué tal está tu padre? ¿Se encuentra bien?
No cabían dudas ya. Esos tres canallas se estaban preparando para amotinarse. Después de escuchar el terrible diálogo, comprendí que César, a quien yo no había creído hasta entonces, había tenido la razón durante todo este tiempo. Sentí que durante todos estos meses había sido injusta con él.
El ron que bebían solo podía ser de contrabando. De alguna manera, lo habían escamoteado en la Stella Maris. En ese momento también entendí el origen del ron de las borracheras de Perro Negro.
Era evidente que esos tres piratas habían navegado en la Walrus junto al capitán Flint y Huesos, y otro más al que llamaban «Sacristán» que parecía estar muerto. En total, sumaban seis, uno menos de los siete nautas que aparecían en sus cancioncillas. Esos canallas habían atacado la Stella Maris. No pararía hasta verlos muertos, a todos, también Argento.
Pero lo más impresionante de todo, lo que más me dolió fue la actitud de Argento, a quien creía mi amigo. Mi decepción con él fue infinita. Aquel hombre a quien tanto admiraba, a quien llegué a apreciar, no era otra cosa que un vulgar y asqueroso pirata, una rata del Espacio sin escrúpulos ni moral. No daba crédito. La traición de alguien a quien desprecias no vale nada, pero la del que has considerado tu amigo... Sentí muchísima rabia al ver cómo me había engañado,. Inconscientemente, no pude evitar que algunas lágrimas salieran de mis ojos.
La conversación había quedado registrada. Eran pruebas irrefutables. Tenía que hablar con Sandoval y tenía que hacerlo ya.
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