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El nauta de Schrödinger


So be it, also! And may I
and all my pirates share the grave
where these and their creations lie!

(¡Así sea, también! ¡Y que yo pueda
compartir la tumba con todos mis piratas
donde descansen ellos y sus sueños!)

Poemas. Robert Louis Stevenson.

Dos días antes del estallido...

Fueron días difíciles, intensos y muy duros. Argento aparecía en las holografías mostrando cada vez más cansancio. Al pobre nauta le costaba hasta hablar.

Hora tras hora, el gran Argento seguía gobernando la nave con la pericia y el talento que solo tienen los mejores. A veces, el propio Gerardo, la supuesta inteligencia artificial técnica de la nave, cometía alguna pequeña imprecisión que Argento corregía con amabilidad, intentando no herir su sensible ego. Era admirable ver trabajar a ese nauta.

Me parecía difícil entender cómo una persona que se había dedicado a la piratería, un canalla, un criminal, alguien tan despreciable, podía emplearse con tanta generosidad hacia los demás. Quizá se sacrificaba por todos nosotros, o quizá el pirata soñaba con el éberon, el tesoro que descansaba enterrado en el abismo sin fondo de «La tumba del muerto». Quizá esperaba su oportunidad, cuando lo tuviéramos en nuestro poder, para arrebatárnoslo.

Argento era la persona que tenía toda nuestra confianza para enfrentarnos al estallido final de la bestia cósmica. Le habíamos confiado lo más valioso que teníamos, la Stella Maris, para hacerla navegar adonde pudiera salvarnos. Y, a la misma vez y sin contradicción, César se había convertido en su sombra, le acompañaba siempre a todas partes, no le quitaba un ojo de encima, porque no nos fiábamos de nuestro salvador. En el fondo, no confiábamos en quien había recibido toda nuestra confianza.

Después de todo, ¿quién era Juan Argento? ¿Era ese niño generoso que había arriesgado su vida para salvar la de mi padre cuando para él no era sino un desconocido? ¿O era quizás el pirata egoísta que en Miranda me había apuntado a la frente con un arma de energía?

¿Quién era él? ¿Era ese nauta que volvía al cinturón de asteroides cada cierto tiempo para visitar a su familia? ¿O quizá era un pirata sin escrúpulos que en los abordajes acababa con la vida de familias enteras de hombres, mujeres y niños?

Quizá Juan Argento lo era todo y nada, una cosa y su contraria a la vez en un mismo espacio y en un mismo tiempo, un conglomerado de extremos conviviendo en perfecta armonía y sin contradicción. Él podía ser blanco y podía ser negro pero nunca gris; el principio y el fin en el mismo instante; el silencio y el ruido... Él se mostraba como un generoso egoísta, un canalla altruista, un simpático antipático... Era, en definitiva, como el gato de Schrödinger, muerto y vivo en un mismo momento.

Si él era un pirata, no era un pirata convencional. Parecía distinto a todos los demás que había conocido. No era una perturbada enloquecida como Sara Huesos, ni un depravado pervertido como Perro Negro, ni un norteño nervioso y violento como Israel Hands. Él no era como ellos. Aún lo recuerdo. Cuando le vi por primera vez, el apuesto nauta que conocí en el comedor de Nuevo Chile me deslumbró. Si era un pirata, desde luego no lo parecía.

Aún retumbaban en mis oídos las últimas palabras que había tenido con Israel Hands antes de su muerte: «Yo sobreviviré, tú no». Quizá él era un superviviente, ese tipo de personas que siempre y en todas las circunstancias, se adapta, sin importarle en nada lo que tenga que hacer. Sobrevivía. Quizá era eso. No lo sé.

Nunca había conocido a un hombre más admirable y, paradójicamente, más decepcionante; nunca había conocido a nadie más capaz, con más conocimiento de las artes de navegar y, a la vez, más enigmático y misterioso.

Hablé con Ben. Mi amigo Ben había navegado con él en la Walrus. Y me lo explicó. Fue entonces cuando lo entendí.

—Argento ser como yo. Él no ser un pirata de verdad.

—¿Qué quieres decir?

—Yo hacerme pirata porque ellos engañar a mí. Mentiras y más mentiras. Con Argento ser parecido.

—Ya, Ben, pero cuando tú comprendiste que te habían engañado, intentaste escapar de ese mundo tenebroso de piratería, abordajes y asesinatos; de hecho, te abandonaron en Miranda por eso. Pero él continuó rodeado por esa chusma, él no renunció a la piratería.

—Él tenía un motivo para continuar. Ellos chantajear.

—¿Un chantaje?

Entonces Ben me lo contó. Hace unos diez años, en una incursión en la zona de Júpiter, la Walrus capturó una nave casi sin disparar una carronada. La abordaron con facilidad, aprovechando que estaban entretenidos haciendo buena minería en las vetas metalíferas de un rico asteroide. Gaviota se llamaba la nave y en ella viajaba un minero llamado Ginés, un hombre ya mayor: el padre de Argento.

Pero ocurrió que Argento no estaba demasiado lejos en la Jaloque, donde era el navegante. Cuando tuvo noticias del desastre, persiguió a la Walrus durante semanas hasta encontrarla. Fue en el Espacio abierto que interceptó a los piratas. Allí se ofreció como rehén a cambio de la liberación de su padre. Y fue así como el pobre Argento se hizo pirata.

—¿Y qué ocurrió con su padre? —le pregunté a Ben.

—Quedar preso. Si Argento portar bien, no pasar nada. Si él portar mal, su padre morir.

Cumplieron su palabra. Cada cinco años la Walrus viajaba al cinturón de asteroides para ver a su padre en una base pirata secreta, apresado como Ben lo había estado en la base de Miranda. Su padre salvó su vida, pero al precio de que Argento condenara la suya. No obstante, su padre nunca le perdonó que se hiciera pirata. Él hubiera preferido morir antes que ver a su hijo convertido en un vulgar canalla.

—Ya, pero Argento ha matado a gente inocente —dije.

—No, él nunca participar en abordajes. Yo tampoco. El capitán Flint enfadar mucho.

Me encajaba que una persona tan familiar y tan generosa se hubiera sacrificado hasta tal punto por su padre. Tenía sentido. En ese momento, muchas piezas en ese puzzle roto que era mi mente encajaron de golpe. Comencé a entender. Fue algo parecido a una revelación.

—Sin embargo, ya no les debe nada —dije—. Flint, Huesos, Israel... están todos muertos. Solo quedáis Argento y tú. Ya nadie le puede chantajear. Tiempo es de que abandone esa vida. Si ya ni siquiera existe la Walrus...

Un día antes del estallido...

El agotado navegante no dejaba de afanarse en sus maniobras. Estaba extenuado pero satisfecho. Una vez finalizadas las operaciones, él había dejado la Stella Maris en una órbita similar, pero opuesta, a la de «La tumba del muerto», de tal manera que Urano siempre estaba entre la Stella Maris y el agujero cósmico.

Ocurriera lo que ocurriera, desde aquel momento, teníamos algo del grosor de los cincuenta mil kilómetros de Urano entre nosotros y «La tumba del muerto». Una vez aparcada la nave en esa órbita, nada quedaba sino esperar...

Y solo entonces Juan Argento se permitió el lujo de una breve siesta.

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