Parte 3
— Necesitamos hablar con el rey — dijo el anciano Humberto. El hombre había solicitado una reunión junto con los ancianos y la corona real. Así que Pedro y Humberto se dirigieron al palacio en busca del soberano, el rey llevaba seis días sin responder a la carta de solicitud.
— ¿Por qué impiden nuestro paso? — preguntó Pedro con curiosidad — Escudero Alonzo, Sabe bien que nuestra tarea es velar por el bienestar del soberano, no pretendemos perjudicarle — terminó por decir en defensa de su compañero, quien era retenido por dos guardias reales.
— El rey no está en posición de recibir a nadie — respondió con voz firme aquel hombre — Tengo órdenes para no dejar ingresar a cualquier empleado.
— No somos empleados — replicó Humberto — Somos mano derecha del rey; prácticamente tenemos poder sobre cualquiera de vosotros, somos hombres de ley, y lo que están haciendo va en contra del reglamento. Si no quieren morir en las garras del tigre de Atlas entonces dejadme ir.
— Lo siento. Pero la única manera en que podemos soltarle, anciano Humberto, es que prometa marcharse después de que los guardias lo suelten.
— Olvide eso; yo no me iré mientras el soberano no me reciba.
— Pues entonces permanecerá cautivo hasta que ese momento llegue. Posiblemente usted muera adentro de esa celda en el calabozo subterráneo — dijo encogiéndose de hombros — El rey no tiene ánimos ni de alimentarse, menos hablara con uno de ustedes que solo problemas traen a él.
— ¿Problemas?, ¿qué problemas traemos ante el soberano? — preguntó Pedro con indignación — Los problemas que presentamos ante él son del pueblo, ¡su pueblo!, nosotros siempre hemos tenido cuidado como los maestros de ley que somos, de nuestra parte jamás hemos molestado al rey con asuntos personales — declaró — Es su deber real resolver los problemas de los habitantes de Luminis, no es si gusta hacerlo, simplemente tiene que hacerlo. Nosotros somos portadores del pueblo a la corona y viceversa, nuestro trabajo consiste en aconsejar, he ahí el porqué de nuestro nombre.
— Aún así esa clase de conflictos solo hacen mal al rey, está débil a causa de haber perdido a la reina y a sus hijas. Más problemas solo acabarán con el.
— Tampoco es culpa nuestra — replicó el anciano Humberto — Como mi hermano lo ha dicho, el soberano tiene que resolver los conflictos del reino. Si no es él, entonces nadie lo hará.
— Escudero — le llamo Pedro para captar la atención de aquel hombre y hacer que este entrara en razón — Entienda la posición en la que estamos. El reino muere de hambre; tienen sed, han vendido sus terrenos, sus propiedades y su ganado, si los soberanos no hacen nada moriremos de hambre todos nosotros.
— ¿Vendieron las pertenencias del reino? — preguntó Alonzo con asombro — No lo sabía...
— ¡Por su puesto que no! — exclamó Humberto irónicamente — ¿Cómo iba usted a saberlo? Vive, duerme y come bajo el techo del soberano. Tantas son las comodidades que no sabe ni en lo más mínimo de lo que sucede allá afuera — dijo acusadoramente.
— Yo no tengo culpa de tal privilegio. Así lo quiso el soberano Magnus, así también lo quiso el soberano Lorenzo; ¿acaso tengo culpa de disfrutar tales privilegios que me fueron otorgados por los cielos?
— Es usted un canalla — le respondió Humberto hastiado — No le importan los demás, solo se importa usted mismo y su propio bienestar; ¡que vergüenza tal comportamiento!
— ¡Si sigue insultándome, anciano Humberto, no me dejara más remedio que enviarlo a prisión!
Los guardias apretaron más su agarre sobre los brazos de aquel anciano, acto que lo hizo soltar un quejido de dolor, pues sus huesos ahora eran débiles debido a la edad, ya no era tan joven como antes, a diferencia de aquellos jóvenes y fuertes guardias.
— Por favor, escudero... — habló Pedro con preocupación — No es necesario recurrir a la violencia. Suelte a mi compañero y nos iremos.
— De acuerdo. Pero esas son palabras suyas; que el... — dijo señalando al hombre — También prometa irse, y así entre todos llevaremos la fiesta en paz.
Pedro se giro lentamente hacia Humberto y le dio una señal para que este también hablara y prometiera retirarse.
Pero aquel anciano era terco y, a pesar del dolor, negó rotundamente marcharse.
— No prometeré nada. No es algo malo lo que estamos haciendo, al contrario, solo queremos ayudar a los nuestros — dijo entre quejidos — Y sobre todo, ayudar al rey...
Alonzo sonrió con agrado y con un movimiento de manos le indicó a los guardias que se lo llevarán del palacio hacia los calabozos. Contentos con tales órdenes, aquellos guardias reales empezaron a arrastrar al anciano.
— ¡Suéltenme desgraciados! — gritó con enojo y dolor — ¡Pagarán muy caro lo que están haciendo!, ¡todos lo haremos si no se hace algo!
— Escudero... — habló Pedro con calma — No es necesario llegar a esto. Podríamos ocasionar problemas más grandes y en el proceso meter a la corona en conflictos aún mayores.
— Sé muy bien lo que estoy haciendo — contestó tercamente — ¿Qué harán los ancianos?
— Espero que no hagan nada. Humberto y yo no hablamos con los demás respecto a esto, queríamos hacerlo lo menos escandaloso posible — le dijo Pedro como una indirecta, aunque era más directa por la forma sutil y acusadora con la que se lo dijo — Aunque con Humberto preso... es posible que los demás se den cuenta con mayor rapidez.
Alonzo no respondió, solo sintió temor de lo que aquello desencadenaría en el reino. Al menos esperaba que no se dieran cuanta de los actos tan atroces que cometió.
— De acuerdo, lo dejaré ir — accedió el escudero — Solo lléveselo del palacio, el rey no verá a nadie, al menos no hasta que él lo diga.
— Le enviamos una solicitud a través de una carta...
— Carta que no respondió — contraatacó — Esperen hasta que él lo haga. Hasta entonces lo mejor será que se marchen.
— Está bien, no hay porque recurrir a la fuerza — accedió Pedro — Buscaré a Humberto en el calabozo y luego nos iremos. Pero no prometemos no regresar; puede que más adelante las cosas se compliquen aun más allá afuera.
— Esperemos que no sea así — Alonzo tenía rostro de piedra también. Ninguno de los dos se veía intimidado por el otro. Mientras Pedro intentaba razonar con el a través de pequeñas y sutiles amenazas, el escudero se mostraba reacio a sentir temor por dichas amenazas de aquellos ancianos.
Ambos sostuvieron una mirada penetrante y fría durante algunos segundos, ninguno quiso ceder y el ambiente era pesado y muy tenso. Hasta que Pedro accedió al ver la determinación de aquel hombre.
— Nos veremos al cabo de unos días, escudero — dijo Pedro con tranquilidad — Tenga usted un buen día.
— Usted también, consejero — respondió de vuelta.
Pedro se giró lentamente y con calma ya dispuesto a caminar hacia la salida del palacio e ir a buscar al otro anciano. Con plena tranquilidad llevo sus manos hacia atrás y camino erguido y con orgullo, como siempre lo hacía para mostrarse superior a otros empleados en el castillo.
Llevaba algunos pasos hasta que una voz lo detuvo.
— Anciano Pedro — habló la voz de María — No sabía que estaba en palacio.
Eso lo detuvo, lentamente se giró y la vio ahí cerca del arco de la gran puerta.
— Mi reina... — dijo haciendo una pequeña reverencia ante ella. Aunque no lo quisiera tuvo que hacerlo — Es un honor... estar en vuestra presencia...
— ¿A qué se debe tan agradable visita? — preguntó María con una sonrisa enorme y orgullosa.
— Su majestad; mi compañero Humberto y yo deseábamos ver a nuestros soberanos, tenemos una pequeña petición que hacer — dijo Pedro sin cambiar su expresión, pero tratando de que al menos sus palabras sean más amables y tranquilas.
María siempre se había sentido intimidada por aquellos hombres, su rostro, postura y rectitud se le hacían algo terribles y tétricas, llegando incluso a intimidarla.
Pero quizás a María lo único que le preocupaba era una condena, pero trató de infligir ante ellos ser como una oveja mansa, con las esperanzas de no ser descubierta.
— ¡Ah, vaya! — exclamó con fingida sorpresa — No lo sabía, pero que bueno que han venido hasta aquí. Puedo yo atenderlos si les parece a ambos.
— Por supuesto... mi señora — contestó el anciano a la reina — Quizás el soberano pueda unirse también. ¿Contamos con la presencia del rey?
— Por desgracia el soberano se encuentra muy mal. No creo que el soberano tenga las fuerzas para levantarse e ir a la sala del trono. Lo mejor será llegar a un acuerdo entre usted, su compañero y yo.
— Claro, mi señora — accedió Pedro, un tanto temeroso por él descaro de la ahora reina — ¿Cuándo podemos regresar y hablarlo?
— Vengan mañana a mi. Los estaré esperando en la sala del trono, donde el rey antes iba — le indicó.
— Muchas gracias, mi reina. Así haremos — dijo finalmente. Antes de retirarse hizo una pequeña reverencia y dio algunos pasos hacia atrás dispuesto a marcharse.
— A propósito — lo detuvo ella — ¿Dónde está el otro anciano? No lo veo aquí.
— Está en el calabozo, mi reina; fue enviado ahí injustamente — respondió Pedro mientras miraba directamente al escudero.
María también observo el intercambio con curiosidad. Pero no dijo nada y espero a que Pedro continuara.
— Solo deseábamos hablar con el rey pero alguien nos detuvo a mitad del camino enviando al anciano Humberto al calabozo, por eso no se encuentra aquí con nosotros — explicó.
— De acuerdo, comprendo la situación. Pero me parece que la llegada tan repentina fue lo que causó este enredo. Lamento que haya sido así — dijo María como disculpa — Los guardias tienen órdenes de no dejar ingresar a nadie, lo que hicieron fue seguir órdenes mías — revelo entonces — Pero seré benévola; el anciano pasará solo una noche en el calabozo y no los treinta años que declaré.
Pedro se asombró con aquella revelación, revelación que se dio por boca de la misma reina. No dijo nada; al final estaban llegando al punto donde Humberto y él querían. Era algo que posiblemente le agradaría al rey Leonidas.
— Entiendo, mi soberana. Que así sea — dijo Pedro, "accediendo" a las órdenes de la supuesta soberana.
— Bien, entonces buscadme mañana — dijo ella. Luego se retiró y continuó su camino.
Pedro vio al escudero, quien estaba sonriente a causa de las órdenes de la reina, pues el otro anciano no saldría de prisión el día de hoy. Pedro no dijo nada, simplemente se retiró del lugar y le dio la espalda al hombre. Al hacerlo, fue él quien sonrió con suficiencia.
— " Esto va mejor de lo que pensé"— dijo Pedro en sus adentros — "Al parecer la señora María está cavando su propia tumba"
El anciano fue a casa y cambió su ropa; y después caminó de regreso a palacio, pero esta vez a otro anexo del castillo... las celdas.
— ¿Qué desea? — le preguntó el guardia que custodiaba el calabozo.
— Vengo a visitar a uno de los prisioneros.
— ¿Quién es el hombre?
— Su nombre es Humberto; fue ingresado aquí esta tarde.
— Entiendo. Pero solo se permiten visitas durante un tiempo corto, cerciórese de cumplir con las ordenes.
— Así haré.
El guardia dejó que Pedro ingresara dentro del calabozo. El anciano camino un trayecto corto hasta que dio con la celda del anciano Humberto.
— ¿Pedro? — preguntó extrañado — ¿Cómo fue que le permitieron entrar?
— Eso no importa. Hay otros asuntos más importantes y en los cuales estar enfocados.
Humberto quien estaba al otro extremo de la celda se levantó del suelo y camino hasta la reja.
— ¿Qué sucedió después de que me trajeran aquí?
— La reina salió a mi encuentro. Ella acepto nuestra petición.
— ¿El rey aceptó?
— No. Pero la soberana planea llevar a cabo la reunión.
— ¿El rey... no estará presente? — preguntó con sospechas.
— No. Solo seremos ella, usted y yo.
— ¡Por todos los cielos! — gritó en voz baja — Eso significa que esa serpiente estará ahí presente. No podemos hablar correctamente sin anticipar nuestra muerte. Ella es la culpable de todo, ¿cómo le diremos eso?
— No lo sé. Eso lo veremos en la reunión real.
Ambos quedaron en silencio, en aquella prisión solo se escuchaban los ruegos y los quejidos de los demás prisioneros, algunos rogaban piedad debido a la condena. Mañana sería el día en que sacrificarían a muchos de ellos.
— ¿Qué espera para sacarme de aquí? — dijo Humberto rompiendo el silencio.
— Lo siento, anciano Humberto, hoy tendrá que pasar la noche en el calabozo.
— ¿¡Qué?! — medio gritó — ¿Por qué?, ¿qué he hecho yo para que me tomen como uno más de estos traidores?
— Fueron ordenes de la reina — aclaró Pedro — Le ruego, anciano, que permanezca la paz en usted, esto puede significar la salida a nuestros problemas. Solo espero que la voz se corra por todo el lugar, de esa manera el pueblo se levantará en contra de esa mujer.
— ¿Y tengo que servir yo como un experimento para que eso suceda? — preguntó con ironía — Lo único que deseó es ir a casa, y mañana poner en orden a la soberana.
— Paz, hermano — le calmó Pedro — No caiga usted en desesperación, solo preparémonos para el día de mañana.
— Por supuesto, mientras tanto yo dormiré en lo más cómodo de la celda — le contesto irónicamente.
Pedro ignoró a Humberto y volvió a colocarse sobre su cabeza aquel manto que lo cubría.
— Nos veremos mañana, hermano. Ahora tengo que irme; el guardia no tardará en venir a buscarme si me demoro un poco más. Pase usted buenas noches.
— ¡Ah, claro que si, dormiré como si estuviera en mi lecho, cubierto con las suaves mantas de algodón! — exclamó con sarcasmo. Pero como sucedía la mayoría del tiempo, Pedro lo ignoro.
Pedro salió de prisión y camino de regreso a casa. Espero a que amaneciera pues ese día sería uno muy largo y agotador. Sobre todo el tratar de convencer a la reina, ya que podía ser muy terca y obstinada.
A la mañana siguiente el pueblo se reunió en la plaza del reino. Pedro y los ancianos estuvieron presentes en aquel acto tan atroz, y en vista de lo que se estaba llevando a cabo, la reina parecía disfrutar de aquel espectáculo casi como todos ahí presentes, aunque en sus ojos la pasión por la muerte podía notarse. De alguna manera retorcida, la mujer de cabellos negros que portaba una corona sobre su cabeza, parecía sentir satisfacción y pasión profunda por las ejecuciones, parecía que la sangre derramada en el suelo era su mayor deseo. Con sus ojos bien abiertos ante el espectáculo, la soberana de Luminis no se perdía ni un detalle sobre los acontecimientos de aquella mañana.
— Pobre de ellos — comentó otro de los consejeros, aunque este era más joven — Caer en manos de esta mujer es un infierno.
— Lo que me enardece es que haya tomado tal decisión sin avisar. Para ello era necesario reunirse con nosotros, para así decidir el destino de estos ocho hombres.
— ¿Era necesario?
— En base a leyes, si, se les juzga en base a leyes. Primero se averigua el delito cometido, luego se les sanciona. Pero en este caso, la reina ha tomado la decisión por sí sola; no sabemos si fueron castigados correctamente — le explicó otro de ellos al consejero más joven — Pronto llegaremos a ese tema, Paulo, y verá la gravedad del asunto — le siguió diciendo al ver la cara confundida del nuevo aprendiz.
— Bien.
— ¡Silencio! — les dijo Pedro a todos ellos — Ya casi acaba. Estén atentos a cualquier acto cometido.
— ¿Y de que nos sirve? — contraatacó otro de ellos — Ella hace lo que quiere, nuestros consejos son en vano.
— Nada es en vano, consejero. Todo tiene un propósito — dijo sabiamente el consejero Pedro — Nada pasa sólo por pasar.
— Yo quiero ver rodar cabezas — contestó el joven con entusiasmo, cosa que asombro al resto de consejeros — Pero sobre todo aquella cabeza que porta una cabellera negra y una corona como diadema.
— ¡Paulo! — le regaño su maestro — ¡No diga nada de lo que se pueda arrepentir después!, ¿qué diría la reina si lo llegase a oír?
— Seguramente estaría de acuerdo. Lastima que no está aquí con nosotros, en cambio tenemos a esta impostora.
Los ancianos soltaron un suspiro frustrado, aquel nuevo consejero decía las cosas sin pensarlo, lo primero que se le venía a la cabeza era lo primero que decía. Muchos ancianos han intentado corregir tal comportamiento, pero todo parecía ser en vano. Excepto para Pedro y Humberto, quienes pensaron que la franqueza del joven lo convertiría en un buen consejero.
— ¿Donde está el consejero Humberto? No lo he visto el día de hoy — pregunto Sergio, otro más del grupo de consejeros.
— No vendrá — respondió Pedro — Tiene otros asuntos que atender.
— ¿Qué asuntos? — presionó.
— Personales — aclaró firmemente.
Eso solo despertó la curiosidad de todos ellos, pero sabían que Pedro no les diría nada más, así que optaron por callar. Cuando aquel acto acabó en la plaza, todos los presentes se distribuyeron, incluyendo también a los ancianos.
Pedro fue a casa y espero la oportunidad perfecta para ir al palacio, pretendía llegar sin ser visto por el resto de los ancianos de la corte, cuando se cercioró que no había nadie más al rededor, caminó hacia el gran castillo y así poder reunirse con la soberana y, quizás también liberar al anciano Humberto.
FINAL DEL CAPÍTULO
Annetta_Lux
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