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El Subyugamiento de la Corona

Ya había pasado un mes desde aquella ocasión, la reina desapareció sin ninguna explicación, solo se encontró a una María con un golpe en la cabeza mientras gritaba por ayuda, no dio explicación inmediata de lo que había pasado, sino hasta después de algunos días, cuando esta "recuperó" su conciencia.

El rey mientras tanto, sumido en la desesperación salió en busca de su amada y de sus hijas sin ningún éxito, el rey Lorenzo había rebuscado por todos los confines de su reino sin ninguna respuesta. Aquel hombre lloró día y noche desde el primer día en que sucedió todo, juro matar a aquel que haya osado en poner una mano en su amada reina y a sus pequeñas, pero los días pasaban como las corrientes de agua, nadie podía detener el tiempo y mientras eso ocurriera menos posibilidades existían de volver a encontrar a la reina Isabella, a Donum o a Esmeralda. El rey se encerraba en su recámara, y desde adentro se escuchaban los gritos, el llanto y la desesperación del soberano, nadie fue capaz de calmar el dolor de aquel hombre. Ni siquiera el pequeño Magnus, quien cada día que pasaba se preocupaba más por su padre; y lloraba por su madre, reconociendo que posiblemente jamás volvería a ver a aquella mujer que le dio a luz.

— ¡Maldita sea mi suerte! — gritaba un hombre destrozado, un grito que rebotaba en las paredes del palacio — ¡Maldito sea yo, que no supe hacer las cosas bien!, ¡maldito sea yo!, ¡mátame ahora si ellas no están!

Aquel hombre pasaba días y noches sin salir de la habitación, incluso preocupaba a sus empleados, no probaba bocado alguno y cada día se le veía más débil mientras se revolcaba por el suelo de su habitación; cada día más delgado y deteriorado...

Ninguna persona era capaz de entrar en aquella habitación, por miedo a la reacción del rey, pues no admitía que nadie entrase, solo habían pocas personas a las cuales el rey aceptaba.

— ¡Largo de aquí, no deseo ver a nadie sino es a mi reina o alguna de mis hijas! — gritaba aquel hombre. La voz lastimada a causa de la depresión, incluso en su cuerpo poseía algunas heridas, heridas que posiblemente eran causadas por el mismo y por la desesperación que lo había consumido. Solo existían tres personas que podían llegar e ingresar sin problema a la habitación del soberano:

Magnus, su hijo, a quien el rey permitía estar cerca suyo, aunque no le gustaba que este llegase a verlo a su recámara, no quería que su hijo lo viera de aquella forma, sentía vergüenza que su heredero lo viera como débil, aunque sus intentos por ocultar su dolor era en vano, Magnus sabía todo...

Otra persona que se le permitía ingresar era a la dama de compañía de la reina, Angelina, Lorenzo jamás sería capaz de tratar mal a alguien que le brindó amistad y años de lealtad a su amada, y que cuidó de la soberana con mucho cariño y amor. Definitivamente, Lorenzo jamás le gritaría a la mujer que fue por años la mejor compañía de su amor. Por esa razón, prometió mantener la calma, incluso cuando prefería que la oscuridad lo invadiera y que la soledad fuera su única compañía.

Y por último, María, como segunda esposa del rey se le vio como alguien cercano a él, vivió de engaños y logró pasar por las sospechas de palacio. María permitió que le golpearan fuertemente hasta sangrar, de esa manera llegó a palacio y engaño a todos:

— ¡Intenté protegerla... mi señor, se han llevado... a la reina! — gritó como la buena actriz que era. Y con eso, se "desmayó". Haciendo creer a todos que luchó por proteger a la soberana, y así cayeron todos en su mentira, pues aquel golpe "respaldaba" sus palabras.

Lorenzo no tenía fuerzas más que las ganas por encontrar a su mujer, que le hizo caso omiso a la peli negra. En vista de la debilidad del rey, los ancianos decidieron poner en marcha diversos planes, uno de ellos era enviar diferentes estructuras a todas partes para desenmascarar la mentira, porque seguros estaban que algo andaba mal en la historia.

Guardias reales se extendieron por todo el reino por órdenes de los ancianos, incluso espías especiales se distribuyeron por diferentes reinos vecinos buscando una respuesta. Pero hasta ahora, nada había sido concretado. Ninguno de los espías había encontrado rastro de la reina Isabella y de sus hijas, ni los causantes de tal desdicha.

Pero lo más importante que se debe recordar en la historia de Luminis, es que el reino cayó en un gran agujero de problemas, en primera, la tristeza, pues habían perdido, no a una, sino a tres joyas valiosas, a tres personas muy amadas. Llevaban flores hasta las puertas de palacio, con muchas dedicatorias a la reina y las princesas, esperando que muy pronto se sepa más de sus paraderos, habían también oraciones escritas en aquellas cartas; rezando para que la soberana y sus princesas estuviesen bien y que muy pronto estuviesen en casa.

Muchas de aquellas flores se marchitaban, miles y miles de ramos amontonados en los portones del palacio, casi haciendo imposible poder salir del castillo. El reino, al igual que el rey, lloraron amargamente la pérdida. Pero nunca se rindieron; cada cierto tiempo el rey salía de su habitación, aunque deteriorado y demasiado delgado, con ojeras oscuras bajo sus ojos, golpes en su cuerpo con marcas moradas esparcidas en sus manos y pies; en un intento por morir; así salió en busca de su reina; pero regresando siempre con un vacío insuperable y muy profundo, en el lugar donde su corazón estaba solo una mancha negra cubría ese espacio, y en su mente la imagen dolorosa de su amada y de sus hijas.

Así pasó aquel mes, y después de eso, el rey deseó morir...

Pero... hay algo que aún no se ha dicho, ¿qué paso entonces con el escudero del rey? Pues...

— ¿Donde está la peli negra, ignorante? — le dijo uno de ellos. Aquel hombre fingió una voz más oscura y tétrica por temor a ser descubierto. Nadie tenía porque saber que se trataba del escudero del rey Lorenzo.

— Ya la traerá el nuevo recluta — respondió el otro, era un hombre robusto y de ojos verdes; con aspecto algo aterrador, pero no para Alonzo — Y no me llame ignorante.

— Eso es lo que es usted — le dijo hastiado y con ira creciendo en sus venas.  

— Aquí está ella, mi señor — dijo el otro. Era un hombre mucho más joven, recién egresado a la banda delictiva; pues su familia era de bajos recursos y la manera más fácil de llevar comida a la mesa era esa... unirse a los mafiosos de aquella época.

— Súbala al carruaje, ¡y apresúrese antes de que vengan los guardias de palacio! — le ordenó Alonzo.

Alonzo tenía acceso a la organización de guardias en aquella noche, como mano derecha del rey podía estar en las reuniones; donde supo cada detalle de la posición, nombres de los guardias y momento exacto donde estarían. Y así logró con lo prometido.

Alonzo dirigió a su tropa de delincuentes hasta una choza abandonada en lo profundo del bosque, donde estaba seguro que nadie los encontraría.

Al bajar a las princesas y a la reina, María se dirigió a él con una enorme sonrisa de oreja a oreja. Y en la mano una bolsa de monedas bañadas de oro, lo suficiente para ser repartidas entre toda la tropa.

— ¡Si que saliste eficaz, Alonzo! — felicitó María. Aunque a aquella mujer se le veía un poco débil debido al golpe.

Alonzo sacó un pañuelo y se lo pasó, hizo una especie de venda improvisada y lo colocó en la cabeza de María.

— Eso detendrá el sangrado — le dijo suavemente.

María sonrió con coquetería y se acercó a él.

— Si cumple su trabajo a cabalidad; estoy segura que podemos recompensarle de otra manera...

Alonzo sintió entonces repulsión ante tal ofrecimiento. Creyó que solo las monedas estarían bien.

— Gracias, señora, pero no. Las monedas son más que suficiente.

— ¿¡Como se atreve?!...

— Ya está listo, la mujer está atada en medio de la sala en la choza — interrumpió aquel hombre de ojos verdes.

Alonzo entonces ingresó rápidamente a la choza dejando a María y su propuesta atrás.

Vio entonces a Isabella y se encendió en ira. Pero no era aquel su trabajo, ya habría quien culminara esta misión...

— Con el peso de la miseria y la crueldad, he marcado su existencia, persiguiendo mi ascenso hacia la gloria, la admiración y el recuerdo perdurable. Mientras usted se desvanece en el olvido, yo reclamo el trono y será mi legado el que enaltezca la vida de ese hombre... — Escuchó entonces Alonzo las palabras llenas de odio y rencor que María le decía a la supuesta reina.

Mientras lo hacía, vio atentamente a la soberana; vio el temor y el miedo; vio como busca por la habitación a sus hijas, y por último, vio como los verdes ojos de ella se quedaron viéndolo, vio la comprensión y la claridad de aquel acto en el rostro de ella, y observó como la reina modulaba suavemente con sus labios...

— " ¿Por qué?" — fue la pregunta silenciosa de ella; y una lágrima bajó despacio y dolorosamente por su ojo derecho. Destrozada y humillada en aquella cabaña que sería fiel testigo de lo que pasaría esa noche.

— Desháganse de ella, no quiero verla más — dijo María con desagrado. Y diciendo eso, la peli negra regreso al carruaje.

— Yo lo haré...

— ¡No! — negó Alonzo rotundamente — Yo lo haré.

— Bien, entonces Beltrán y yo nos desharemos de las princesitas — dijo entre risas macabras mientras se dirigía a las niñas.

Alonzo entonces sacó su espada y con determinación acorraló al hombre, poniendo su espada en la espalda del hombre robusto.

— No harás nada de eso. Es mi derecho la venganza, yo haré que la supuesta reina sufra al ver como sus hijas dejan este mundo.

— ¿Pero... qué no ocupa nuestra ayuda?

— ¿Yo?, ¿ocupar de su ayuda? Por supuesto que no, ¿por qué querría la ayuda de dos fracasado?, ¿cómo sé que de verdad harán su trabajo de la manera en que corresponde?

— ¿Cómo sabremos nosotros que usted cumplirá con el trabajo? — contraatacó el hombre robusto. Aunque por dentro temía por su vida.

— No tienen porque, suficiente con decir que acabaré con la nobleza, hoy vengaré a mi padre — declaró entre dientes y temblando de ira — Es mi derecho...

— Álvaro, creo que debemos dejarle hacerlo. Tiene razón, esto se hace por la maldad que la nobleza causa, nuestro deber solo es hacer lo que nos indican y recibir la paga; este trabajo siempre fue de la primera dama y de este hombre — intercedió el más joven — Pague la parte que nos corresponde y nos iremos — le dijo después a Alonzo.

— ¿Cuanto piden? — preguntó el escudero.

— Setenta monedas para cada uno — dijo el menor — Aunque si pudieras darnos más por nuestro silencio, entonces estaría bien.

— ¿Por su silencio?

— No diremos nada de lo que pasó.

— ¡Malditas sabandijas! — les grito — ¿Quieren ser degollados vivos? Porque perfectamente puedo hacerlo ahora.

— ¿Por qué se ofende? Solo buscamos nuestros intereses, así como usted — respondió entonces el robusto.

— Se les paga por su trabajo, incluye el silencio.

— No, se equivoca mi señor — respondió el menor a sabiondas — Hacemos nuestro trabajo, la paga por no decir nada es aparte.

— ¡Son unos malditos! — gritó Alonzo — Eso es una estafa.

— Entonces solo denos las setenta monedas que nos corresponde a Álvaro y a mi; por lo demás no respondemos.

— Son unos malnacido, pero de todas maneras les daré mi parte. No las necesito; yo solo quiero ver sangre derramada.

— ¡Perfecto! — dijo Beltrán alegremente — ¿Ve lo fácil que es llegar a un acuerdo? Usted obtiene lo que desea al igual que nosotros.

Alonzo rodó los ojos fastidiado; lanzó la bolsa de monedas en dirección al menor y guardó su espada.

— Vamos, Álvaro, la señora María nos espera.

— Decidle a la señora María que el trabajo está hecho. Yo me encargaré de todo.

— Como sea — dijo Beltrán con aburrimiento — A partir de aquí es asunto suyo, Alonzo.

— Salgan de aquí — les dijo entonces como orden.

Los dos hombres se encogieron de hombros y salieron de la choza. Alonzo se asomó despacio a la ventana y escuchó la conversación de las tres personas que habían afuera.

— ¿Dónde está el escudero?

— Adentro, acabando con las tres mujeres.

— ¿Están seguros?

— Por supuesto. Ahora vamos — dijo sin más el menor.

Este subió como conductor de la carroza y esperó a que Álvaro y la señora María subieran al carruaje.

— No les creo nada. Así que repetiré una vez más, ¿están seguros de que Alonzo cumplirá con la misión?

— ¡Por supuesto! — gritó Beltrán exasperado — ¡Ahora vamos!

— Si está con las dudas, mi señora, ¿por qué no va usted misma y lo ve con sus propios ojos mientras las elimina a las tres?

María lo pensó, quizás era buen momento para cerciorarse de la verdad y la lealtad de aquel hombre. Cuando iba caminando hacia adentro de la choza, Beltrán intercedió.

— Mientras más tiempo nos quedemos, es más probable que nos encuentren los guardias. A este ritmo ya deben estar buscando a la reina.

Aquellas palabras sirvieron para atemorizar a María; así que paró en seco, analizó la situación y con eso regresó rápidamente hacia el carruaje.

— Los mataré a los tres si algo sale mal.

— Como sea; ya vámonos — dijo el menor hastiado — Álvaro, suba rápido al carruaje, ya quiero estar en casa descansando.

El hombre subió al carruaje al igual que María, y así partieron dejando el lugar y a Alonzo para cumplir con la misión encomendada.

— Después de tantos años sirviendo a mi padre... — murmuró Isabella. Ella agachó la cabeza en sumisión; pero más que eso; ella sabía que ya era el final de todo — Si quiere venganza... máteme a mi... pero dejé ir a mis hijas...

— Mi padre murió por servir a un rey ignorante; un rey a quien no le importaba más que su propio bien... nadie importaba... — dijo aquel hombre con la respiración entre cortada por la ira — No le importaba nada... excepto la reina...

— Eso no es cierto... mi padre luchó por el reino... sino fuese así entonces no hubiera gobernado tantos años después de la muerte de mi madre... le importaban todos y cada uno de los habitantes del reino. Su padre no murió en vano....

— ¡Murió protegiendo a un rey inepto! — le grito con ira — ¡Murió por la estupidez y la ineptitud de ese rey! ¡A causa de eso mi madre cayó en depresión y me dejó al igual que mi padre!

— Alonzo... lo siento... yo...

— No diga nada — dijo entre dientes — No quiero escucharla. Nada de lo que diga me devolverá el tiempo en que no tuve a mis padres conmigo.

El silencio cayó; a lo lejos solo se escuchaba el croar de los sapos, el canto de los grillos y las corrientes de un riachuelo cerca de la choza.

Isabella vio con mucho miedo a Alonzo, ya que el hombre sacó su espada y la afiló con una especie de piedra de afilar; vio con miedo como Alonzo sonreía ante tal escena. Sus lágrimas no se hicieron esperar, y su mirada cayó sobre las dos pequeñas, quienes se encontraban desmayadas en una esquina de la cabaña.

— Aún no están muertas — le dijo con una enorme sonrisa — El golpe que Beltrán propinó en ellas solo sirve para hacerlas desmayar un rato... mmm... quizás así no sientan dolor — dijo con voz "calmada" — ¿Eso la tranquiliza? — dijo con burla.

Isabella no respondió. Solo se lamentó en sus adentros. No podía proteger a sus hijas; y solo le dolió en el alma. Estaba atada y no podía hacer nada, solo ver y quizás después morir. Rogó a los cielos por una salida, rogó que sus hijas pudieran salir salvas y sanas...

— Alonzo... por favor... no lo haga — se humillo Isabella; con su voz quebradiza y el alma hecha pedazos — Máteme a mi si con eso la venganza se completa... mis hijas no tienen la culpa...

— Claro; sé que no. Pero será divertida esta situación — dijo encogiéndose de hombros. Después agarro su espada y se acercó a la reina.

Colocó la espada en la barbilla de Isabella y la obligó a verlo.

— Muy pronto todo acabará, y el reino sabrá la verdad... — diciendo eso, levantó su espada e hizo el primer movimiento, donde pondría fin a una cadena de violencia y maldad.

FINAL DEL CAPÍTULO
Annetta_Lux

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