El Cortejo Real
NARRADOR OMNISCIENTE.
Las hojas del otoño se dispersaban por todo el reino, el aire las llevaba en su suave brisa, expandiéndolas por todos lados, incluso por los suelos del palacio real. Era como una suave llovizna de hojas a color; había naranjas, cafés, verdes e incluso hojas de color rosa claro.
Ese día, había una brisa fresca que traía paz a todos y cada uno de los habitantes. Era una mañana hermosa, y cada uno se dedicaba a su labor. El panadero ya tenía sus panes, pasteles y galletas recién horneados y calientes; el lechero, desde muy temprano, empezaba a repartir la leche, y así, cada uno se ganaba el sustento del día.
Era lo mismo en el palacio real. Cada empleado se preparaba para mantener el castillo en orden e impecable, tanto como al rey le gustaba. El desayuno fue preparado con los mejores platillos y fue servido al rey en bandejas de oro y plata; una buena copa de vino, y el rey quedó satisfecho.
Mientras tanto, arriba en su habitación, se encontraba una bella dama, una joven belleza que cautivaba cada corazón que la veía, pero ella no tenía ojos para nadie. Solo quería que su corazón perteneciera al más apuesto y bello joven del reino, y no hablando solo físicamente; a ella le interesaba encontrar a un hombre de corazón noble y puro, uno que llegase a amarla tanto como ella lo amaría a él, o como su padre amó a su madre. Quien estuviera a su lado todos los días de su vida, con quien compartiría cada risa, cada canción, cada noche y cada día de su vida. La persona ideal con quien formaría una bella familia.
Pero ese día, la joven sentía una gran desilusión al saber sobre los planes de su amado padre; el rey había preparado un baile real para encontrar al candidato perfecto y que este tomara posesión de su reino, pero siguiendo las reglas dictadas en los testamentos de los reyes anteriores a él. Como el Rey Magnus IV no había tenido hijo varón, tenía que casar a su primogénita, y en este caso, su única hija, para que su yerno se convirtiera en el próximo rey al contraer matrimonio con su hija y heredera, Isabella Muñoz III.
—Mi señora —le habló una sirvienta del castillo, la cual se encargaba de cada una de las necesidades de la joven—. ¿Por qué aún no ingresa a la bañera? —le preguntó con preocupación—. ¿Acaso he hecho algo mal? ¿Está el agua demasiado fría?
—No, Beatriz, está perfecta —le respondió ella con melancolía—. Es solo que... mi padre ya tiene todo planeado para mí.
—Oh —murmuró la señora con entendimiento—. Aún se encuentra afligida por ello. Pero, mi pequeña Isabella, su padre solo está pensando en su bien y el del reino.
—¿Cómo puede estar pensando en mí? —preguntó ella mientras se limpiaba una lágrima que se deslizaba por su mejilla —. Ni siquiera sé con quién me he de casar; mi padre se encargará de elegirlo. No sé con qué clase de hombre he de contraer matrimonio.
—Estoy segura de que él sabrá elegirlo —le dijo con voz tranquilizadora y dulce—. Su padre es un rey sabio, mi pequeña; él jamás entregaría a su hija en manos de un hombre sin ética ni moralidad.
—Pero no me casaría por amor... —contraatacó ella, aunque jamás le faltaría el respeto a su nana—. Yo siempre soñé con casarme con alguien que me ame, tanto como yo lo amaré a él. Si mi padre lo elige, entonces no me casaré por amor, nana.
—Tranquila, mi pequeña, yo estoy segura de que llegarás a amarlo, y él te amará a ti —le dijo Beatriz con una sonrisa amable y sincera.
La nana de la princesa también se encontraba un poco temerosa; Isabella había perdido a su madre a la edad de cinco años, y desde entonces, aquella pequeña niña había sido criada por Beatriz, una institutriz que también actuaba como madre de la joven. La señora le tenía un amor muy grande a la princesa, tanto como si fuera su propia hija. Las aflicciones de la joven también eran sus aflicciones y, por ende, le preocupaba el futuro que la princesa llevaría desde el día de mañana. Solo esperaba que el futuro rey amara de verdad a Isabella, o al menos que con el tiempo aprendiera a hacerlo.
—Eso es lo que más anhelo, nana —le respondió la joven en un susurro poco audible, lo cual indicaba que no era feliz.
Beatriz la ayudó a ingresar en aquella enorme bañera; la ayudó también a asearse y limpió su cabello. Mientras tanto, hablaron de cosas sin importancia. Al parecer, Beatriz estaba logrando sacarle ideas erróneas a Isabella sobre su futuro.
El Rey Magnus empezaba a ponerse algo nervioso e impaciente. Isabella ni siquiera había bajado a desayunar, y necesitaba hablar con ella. Nunca fue el tipo de padre que obligaba a su hija a realizar lo que él deseaba o quería; pero ahora era necesario que hablaran de algunos asuntos donde Isabella tendría que comprender la situación tan delicada en la que se encontraba el rey.
—¿Por qué tarda tanto? —murmuró el rey entre dientes—. ¡Alonzo! —gritó desde la habitación. El nombrado entró enseguida después del llamado.
—Mande usted, mi amado rey —pronunció mientras hacía una reverencia ante su majestad.
—Ve hacia el pasillo del ala noreste, a la habitación de mi hija, y dile que venga de inmediato. Es urgente —ordenó el anciano.
—Como el rey ordene, así lo haré —dijo Alonzo. Después se retiró en busca de la joven.
Mientras tanto, Isabella ya se encontraba vestida y calzada, claro está, con la ayuda de Beatriz. Su nana peinaba con amor cada una de las hermosas hebras de cabello rojizo de la princesa; desenredándolo con mucho cuidado y, posteriormente, realizando una trenza en su cabeza. Isabella solo leía un libro de fantasía, esperando a que su nana terminara de peinar ese enorme cabello de color fuego.
Fueron interrumpidas con el sonido de la puerta, pero fue Beatriz quien atendió el llamado.
—¡Querido y joven Alonzo! —dijo con alegría la señora. Alonzo también era conocido como un joven sirviente y amable, quien sirve al rey como escudero después de que su padre biológico murió —. Es una enorme alegría volver a verle.
—Lo mismo digo, señora Beatriz —le respondió con amabilidad; pero rápidamente agregó—. No hay tiempo para seguir hablando, el Rey Magnus solicita la presencia de su hija inmediatamente.
Esto dejó asombrada a Beatriz. ¿Qué tramaba el rey ahora?
—De acuerdo, yo enviaré a la princesa, solo deme un momento.
—No hay mucho tiempo, el rey ya se encuentra algo molesto por la tardanza; por favor, apresúrese, Beatriz —le rogó el joven con inquietud.
—Haré lo mejor que pueda —respondió ella.
Alonzo la miró con preocupación, pues si seguían así, el rey se molestaría aún más.
Pero al joven no le quedó más remedio que solo asentir con la cabeza. Sin embargo, sus ojos le rogaban a la institutriz que apresurara sus pasos.
Alonzo se retiró del ala noreste al que fue enviado; por otro lado, Beatriz ingresó de nuevo a la habitación de la joven.
—Mi pequeña Isabella, su padre desea verla ahora mismo —informó la nana—. Debemos apresurarnos; según escuché, no está de humor para seguir esperando.
—Me lo puedo imaginar —murmuró para sí misma—. ¿Qué es lo que desea mi padre ahora?
—De eso no me dijeron nada; lo siento, mi amada princesa, pero lo mejor será que terminemos aquí —dijo, refiriéndose al peinado.
Una vez que la joven estuvo lista, presentable y más hermosa que de costumbre, su nana la llevó a la sala del trono, donde el Rey Magnus ya estaba esperando la llegada de su amada hija.
Los guardias que custodiaban la entrada solo permitieron que la princesa ingresara, impidiéndole el paso a la señora Beatriz, quien solo se quedó esperando a Isabella en los pasillos del castillo.
La princesa caminó tranquilamente hacia su padre. Llevaba la espalda recta, la cabeza en alto y pasos seguros, tal como su nana le había enseñado desde pequeña. Se acercó a su padre, hizo una reverencia y después se arrodilló ante él. Tomó el brazo del rey, quien estaba sentado en el gran trono, y le besó la mano. Un símbolo de respeto hacia su superior.
—Mi Rey... —pronunció con tono suave y evidente respeto en la voz—. Lamento la tardanza; no volverá a pasar.
—¿Por qué el atraso? —preguntó su padre. No parecía enojado en lo absoluto; quizás un poco impaciente e incómodo, pero no enojado—. La puntualidad es esencial en nuestro día a día, Isabella. A un rey jamás se le hace esperar. ¿Acaso Beatriz no te enseñó nada de eso? —terminó diciendo mientras alzaba una ceja.
—Oh no, padre, nada de eso. Beatriz es una excelente institutriz, ella ya ha hablado conmigo respecto a eso —dijo en defensa de su nana—. Por favor, no culpes a Beatriz por mi irresponsabilidad.
—Entiendo, pero de verdad espero que con el tiempo empieces a ser más puntual. El respeto hacia tu rey va primero, hija mía —le dijo con ternura, pero después agregó con seriedad—: Recuerda que tu futuro esposo esperará más de ti que yo, que soy tu padre, mi Isabella. No todos tenemos el don de la comprensión.
—Lo sé, padre —respondió con un semblante melancólico.
—¿Pasa algo? —preguntó con preocupación. El rey, en su interior, ya tenía cierto conocimiento sobre lo que estaba afectando a su hija, pero deseaba escucharlo de ella.
—Padre... yo... —empezó a decir. ¿Pero qué debería decirle? No tenía palabras que pudieran cambiar su situación; además, a un rey jamás se le contradecía. Sin embargo, esperaba que, por ser su padre, tuviera algo de compasión—. Padre, ¿es necesario casarme el día después del baile? Yo no sé si pueda hacerlo.
—Isabella —pronunció su nombre con demasiada seriedad—. El bien del reino depende de eso; conoces las reglas. No soy yo quien las ha impuesto, lo sabes —recalcó.
—Lo sé, padre. No lo culpo por ello —le dijo mientras se inclinaba más ante él, su cabeza casi tocando el suelo frío de la sala del trono. Aún seguía de rodillas.
—Hija mía, ponte de pie o siéntate a mi lado —le dijo su padre. Ella se negaba a levantar la cabeza, pues de sus ojos empezaron a brotar las lágrimas saladas de la desesperación.
—Padre... —le dijo entre sollozos—. Por favor, ¿hay algún otro modo de casarme y beneficiar al reino en el proceso?
—Llevo tiempo esperando el día en que vea a mi hija en un vestido blanco y caminando hacia el altar; pero no queda mucho tiempo —dijo el Rey Magnus con voz melancólica—. Lamentablemente no veo otra forma; es ahora o no lo veré nunca —dijo con tristeza el rey.
Isabella no comprendía muy bien a qué se refería el rey con no tener tiempo. ¿Tiempo de qué? ¿Acaso ya no quería seguir gobernando?
"Debe ser que ya se agotó del peso de la corona", pensó Isabella. Quizás esa sea la respuesta para querer casarla tan pronto.
La verdad es que la noticia la recibió el día de ayer mientras cenaban. Su padre le informó que ya había enviado las invitaciones a los demás reinos: tanto a duques, marqueses, y, los más importantes, a los príncipes de otros reinos, quienes buscaban contraer matrimonio con una dama que proviniera de la realeza o que perteneciera a la línea de nobles.
Cualquiera querría casarse con ella por esa razón, no porque fuera una belleza de mujer; y, obviamente, tampoco lo harían por amor. Casarse con Isabella solo haría las cosas más fáciles para aquellos que quisieran adquirir un poder aún mayor; pues al contraer matrimonio con la joven, sería un gran paso hacia el trono, un paso grande y muy fácil, al menos así lo verían los solteros.
—Entiendo, padre —la joven obedeció a la anterior orden de su anciano padre, se levantó con delicadeza y se sentó en la otra silla, la cual se encontraba a la par del trono de Magnus IV.
La silla era más pequeña que la del rey. También era un trono, pero hecho para alguien de menor rango. Su madre anteriormente había ocupado ese lugar. Ahora solo quedaba la silla vacía; su papá jamás volvió a casarse después de la muerte de su esposa.
Él había caído en una profunda aflicción y tristeza, y su única alegría estaba en su amada hija. Por eso se había empeñado en adorarla y complacerla en todo, aunque también le consiguió a alguien para enseñarle lo que debería tener en cuenta sobre la nobleza y sus deberes como heredera al trono.
—Le propongo un trato —soltó de pronto—. Le dejaré a usted elegir a su futuro esposo. —Isabella lo miró con asombro, pero el rey continuó diciendo:
—Pero tendrá que encontrarlo el día de mañana, durante el baile —aclaró—. Usted misma elegirá al que crea correcto, y antes del anochecer me informará. Si no, yo tendré que hacerlo —siguió diciendo—. Mientras busca al correcto, yo no meteré mis manos en esos asuntos.
—¿En una noche? —preguntó con preocupación.
—En una noche —repitió el rey, afirmando sus palabras—. Siento que será mejor para usted elegir a su esposo por cuenta propia. De esa manera se aliviara su carga. Pero, lastimosamente, como lo he dicho antes, no podré esperar más tiempo.
—Está bien... creo que... puedo hacerlo —murmuró.
Aunque su padre le haya dado la oportunidad de elegir al hombre por sí misma, no estaba nada contenta con eso; al contrario, solo se preocupó aún más. ¿Cómo encontraría a su futuro esposo, con quien compartiría su vida entera, en tan solo una noche?
—Sé que podrá hacerlo —le dijo de manera alentadora su padre—. Creo que lo mejor será dejarle descansar por ahora; sé que esto está consumiéndola. ¿Qué le parece si hablamos en la cena?
—Creo que será lo mejor —respondió simplemente. Su padre asintió y le permitió retirarse.
Isabella salió de la sala del trono de la misma manera en la que entró, como toda una princesa, con un aura de delicadeza pero, al mismo tiempo, de firmeza.
Encontró a su nana en los pasillos. En cuanto la vio, corrió hacia ella y la abrazó con fuerza. Le contó sobre lo que su padre le había dicho, y su nana solo pudo consolarla; no había nada más que la señora pudiera hacer. De hecho, ante los demás reyes, el Rey Magnus había sido el único paciente y benevolente con su hija. Los demás habían sido menos humanos.
— Tranquila, mi amada princesa, todo estará bien... —le dijo Beatriz mientras la abrazaba y acariciaba con delicadeza la espalda de Isabella.
—¿Cómo podré casarme tan pronto? Solo podré elegir a mi futuro esposo antes del anochecer; ¿cómo se supone que elija a alguien en la mitad de una noche? —le dijo mientras sollozaba un poco.
—¿Por qué no dejó que su padre lo hiciera? —le preguntó su nana—. Sabe que él habría elegido con más sabiduría, tiene más conocimiento sobre esto y sería más fácil tanto para usted como para él.
—No sé por qué acepté; simplemente tengo miedo de elegir al incorrecto —dijo con sinceridad la joven.
—Su padre es un rey observador y crítico. Estoy segura de que él haría un buen trabajo al elegir a su futuro esposo, mi Isabella —le comentó su nana—. Aunque también confío en usted. Sé que al final todo saldrá bien —siguió diciendo Beatriz mientras le regalaba una sonrisa.
—Eso espero, nana... —le susurró la joven.
Su nana terminó por alejarla de la sala del trono; aún tenían actividades que resolver y mucho que seguir estudiando para ser una buena reina, más que reina, una buena esposa.
Ahora solo quedaba esperar a que cayera la noche para encontrarse con su padre en el comedor real, donde hablarían un poco más sobre el tema del matrimonio y el trono.
FIN DEL CAPÍTULO
Annetta_Lux
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