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Capítulo 9

—¡Qué lugar tan bonito! —exclamó Liz.

Era lo primero que le escuchaba decir desde que se saludaron. El trayecto hasta el restaurante lo hicieron en absoluto silencio.

Aquel sin duda era un sitio mágico: el restaurante se hallaba muy cerca del lago Otsego, el cual podía divisarse a través de los ventanales de cristal que brindaban una vista panorámica. La estructura del lugar era de madera, brindando una atmósfera algo rústica y acogedora. En el techo, decenas de focos alumbraban el local. Al fondo había un escenario también de madera con un grupo que tocaba baladas, para amenizar tanto a los comensales como a los asiduos al bar.

—¿Nunca habías estado? —preguntó él, mientras ayudaba a Liz a sentar.

—Gracias —respondió a su caballerosidad—. En cuanto al lugar, es nuevo para mí. Debo admitir que me he privado de conocer los encantos de Cooperstown por mucho tiempo, pues he estado tan solo dedicada al trabajo.

—Te has perdido de muchas cosas entonces. Este sitio, por ejemplo, me encanta. Le pertenece a un amigo mío de la infancia, y es muy acogedor y con una vista envidiable.

Ella le sonrió y colocó la servilleta sobre su regazo.

—No te recuerdo de antes. ¿Solías visitar a Tess aquí en Cooperstown?

—Vine poco durante mi infancia —reconoció—, mi abuela era quien se pasaba largas temporadas conmigo y mi madre en Nueva York. Cuando enviudó yo era muy pequeña, y siempre dijo que Cooperstown le recordaba mucho al abuelo y que eso la ponía triste. Por esa misma época mis padres se divorciaron, así que abuela se mudó con nosotras a la ciudad.

—Pero luego regresaron… —apuntó él.

Ella asintió, aquel era un asunto duro y quería obviar el tema.

—Deseaba abrir mi tienda en un lugar tranquilo —reconoció—. Necesitaba alejarme de Nueva York por un tiempo y Cooperstown me dio la posibilidad de establecerme y hacer lo que más me gusta. No me puedo quejar. En un abrir y cerrar de ojos han pasado cinco años.

Pierce se quedó sorprendido de que le hubiese confiado tanto, pero no tuvo oportunidad de preguntar nada más, pues una joven mesera se acercó para tomarles el pedido.

—Ahora háblame de ti —propuso Liz después de ordenar—, ¿llevas mucho tiempo fuera de Cooperstown?

—Desde que me fui a estudiar a Columbia; luego me quedé de forma permanente en Nueva York donde trabajo, aunque vengo con frecuencia a casa a visitar a mis padres y a Em.

—¿A qué te dedicas? —Liz sentía curiosidad, ya que él jamás lo había comentado.

Pierce comprendió que aquella podía ser una pregunta difícil de responder, pero que no podría negarle la verdad.

—Soy productor de una revista de noticias —respondió.

Liz se tensó en el acto; sentía pavor por los programas de televisión. Había vivido en ese mundo por un tiempo cuando aparecía en el reality show, y después de lo que sucedió con ella, estaba más recelosa.

—Es un mundo espinoso el de la televisión —contestó—, y no siempre es ético.

—Tienes razón. Yo me esfuerzo por hacer bien mi trabajo y por no abandonar la ética.

Por un instante se sintió avergonzado por los motivos ocultos que tenía respecto a Liz, pero luego apartó ese pensamiento. Él no iba a hacerle daño. Jamás podría hacérselo.

—No hablemos de la televisión —continuó él—, me parece que me siento más cautivado por tu tienda y esos hermosos diseños. ¿Te fue difícil comenzar?

—Los comienzos siempre son difíciles, sobre todo cuando te mudas de sitio. Estuve unos años en Nueva York y me fue bien, pero algunas cosas que sucedieron me llevaron a abandonarlo todo.

La voz de Liz estaba un poco afectada y Pierce la miró con cierta pena.

—Me gustaría que algún día me lo contases —le dijo tomándole de la mano por encima de la mesa—, pero solo cuando estés preparada.

Ella dejó escapar un suspiro y él le soltó la mano.

—El primer año fue duro —prosiguió—. Tenía miedo de invertir en un sitio como Cooperstown, que es tan apacible y lejos de las grandes boutiques de la ciudad de Nueva York. Luego pensé que eso podía ser un punto a favor. Por lo general la villa tiene un gran número de visitantes por sus lugares históricos y sus propuestas artísticas, ¿no podría tener la tienda éxito en un lugar así?

—Y tuviste éxito —le interrumpió—. La tienda tampoco está tan distante de Nueva York como para no recibir clientes de fuera.

—Exacto, recibo muchas citas de Nueva York, no solo de la villa. En esos primeros momentos me concentré en diseñar un buen plan de inversión. Tenía dinero ahorrado y mamá también quiso contribuir. Cree la empresa, la registré, obtuve los permisos y licencias necesarias y comencé a trabajar.

—Tienes tus propios diseños…

—Así es. Trabajo con marcas de otros diseñadores. Compro mayorista y luego vendo minorista en la tienda, recuperando la inversión. Esta diferencia la utilizo para crear mis propios diseños. Tengo un taller con dos excelentes costureras y en ocasiones, yo también me pongo a coser. Mañana pienso ir al taller para ocuparme personalmente del vestido de Emma.

—¡Eres admirable! Estoy cada vez más impresionado por lo que has construido en cinco años, Liz.

Ella se ruborizó, pocas veces había contado su historia de manera tan clara.

—Al año y medio recuperé mi inversión inicial. Desde entonces hemos estado obteniendo ganancias. Christine es la responsable de mostrar mis diseños en las pasarelas y en todo el trabajo de marketing y redes sociales. Podrás llamarme rara, pero no me gusta figurar.

—Eres extraordinaria, pero me gustaría que en el futuro tuvieses más visibilidad. ¿Has pensado en abrir una tienda en Nueva York?

Ella negó la cabeza.

—No es el momento. Tendría que hacer un cuidado análisis de los costos y… A veces no quisiera volver a Nueva York.

La chica les interrumpió para llevarles una botella de vino y dos copas. Liz había dicho que no solía beber otra cosa que no fuese vino, y Pierce se sumó a su elección.

—¿Brindamos? —sugirió él.

Ella asintió.

—Por tu éxito, Liz.

—No es justo, debe ser un brindis que también te incluya a ti…

—¿“Por nosotros” sonaría muy cursi? —le tentó.

Liz se rio y chocó la copa con la suya.

—Por nosotros.

—Me gustaría saber muchas más cosas de ti —continuó Pierce—. ¿Cuál es tu color favorito?

Ella se rio.

—Eso es un cliché, pero sigamos tu juego. Mi color favorito es el blanco.

Pierce entornó los ojos.

—¡Debí imaginarlo! Eres tan predecible… —Liz volvió a reír.

—¿Cuál es tu color favorito, Pierce?

—Es el azul. Sí, ya sé que también es un cliché, pero no puedo evitarlo. Ahora mismo el azul de tus ojos es mi color favorito. —Liz se ruborizó—. O tal vez deba decir que el burdeos de tus mejillas también es un gran color.

—Es el vino —se excusó—, soy inmune a las galanterías, créeme, sobre todo a las que no son ingeniosas —añadió en tono de burla.

Pierce soltó una carcajada, pero no se mostró ofendido.

—Sí, me dijiste que no salías con nadie, así que debo sentirme muy afortunado de que estés esta noche conmigo.

—No pude evitarlo —le confesó mirándole a los ojos—, intenté negarme, pero las rosas blancas fueron muy persuasivas.

Pierce se llevó la copa a los labios. Por un momento soñó con catar el vino en la boca de Liz directamente. Sus besos debían ser exquisitos.

—¿Por qué no aceptas tener citas? —le preguntó.

Ella ya había bebido lo suficiente como para no molestarse con la pregunta.

—Es más saludable para el corazón —respondió—. ¿Por qué tienes tantas citas? —contraatacó.

—¿Yo? ¡No me conoces! —sonrió.

—Te conozco lo suficiente para comprender que eres el tipo de hombre que ha pasado los últimos años sin querer sentar cabeza.

—En mi defensa diré que no he hallado a la mujer ideal. He trabajado arduamente para hacerme de mi puesto, pagar las cuentas y ahorrar en los últimos tiempos. Podría hacerle espacio en mi vida a una mujer que me deslumbrara y, lamentablemente, la única mujer que me ha deslumbrado en los últimos tiempos has sido tú.

Ella se quedó asombrada por escuchar esa confesión, pero intentó concentrarse en la parte que menos la halagaba.

—¿Por qué has dicho lamentablemente?

Él se rio.

—Porque, según me has dicho, no estás disponible.

Liz se avergonzó. Había caído en su juego de seducción y había evidenciado un interés por él que era peligroso.

—Has dicho bien, no estoy disponible, señor Graham.

Pierce no quiso rebatir aquel argumento. Ya tendría tiempo de hacerle cambiar de opinión. A veces se sorprendía de lo que estaba haciendo: era desconcertante lo que había iniciado con ella, pero no se sentía con valor para echarse atrás.

El crepúsculo había pasado ya, dando paso a una noche cuajada de estrellas. Era hermoso poder verlas. En Nueva York, con las luces, a veces era difícil ver el cielo. En Cooperstown, en cambio, era un espectáculo digno de admirar. Los dos se mantuvieron callados por unos minutos, mientras bebían de su copa en silencio mirando a través del cristal.

La atmósfera de intimidad se vio quebrada por la chica que regresaba con una bandeja y la comida que habían pedido. Aquel sitio se había especializado en los platos marineros, por lo que los dos se habían decantado por un delicioso pescado con patatas.

—Ha estado exquisito —comentó Liz, cuando terminó el último bocado—. No creo que pueda comer más.

—Pero falta el postre… —objetó él.

—Lo siento, no puedo —sonrió—, ¿quieres que pierda la figura?

—¿Qué tal si lo compartimos?

Liz no pudo rehusarse a aquella petición, por lo que poco después se vieron compitiendo por una exquisita tarta de chocolate. La chica había llevado un plato y dos cucharillas, y los dos se retaban con la mirada de manera divertida, para asegurarse de obtener la última porción.

—Dijiste que no tenías hambre… —señaló él riendo.

—Lo siento, es que esta tarta de chocolate es una delicia. ¡Hacía tanto tiempo que no comía una así! —Liz se llevó la última cucharada a los labios.

—Me alegra que la hayas disfrutado.

Pierce le entregó la tarjeta de crédito a la chica, pero observó a dos parejas que bailaban a lo lejos, cerca del grupo musical. Sin pensarlo dos veces se puso de pie y le tendió la mano.

—¿Bailamos?

—¿Estás loco? —Ella se asustó—. Yo no bailo…

—Tampoco tienes citas y aquí estamos. Y tampoco querías postre y te terminaste la porción de tarta…

Liz no pudo evitar reír y le tendió la mano. Caminaron juntos hasta el centro del local, ella todavía sonreía, pero muy pronto se sintió nerviosa cuando percibió que Pierce la tomaba por la cintura y estaban muy próximos el uno del otro.

La canción que tocaban era lenta; no era necesario ser demasiado habilidoso en el arte danzario para reproducir aquellos pasos. Ambos se movían por instinto, y en ocasiones, el instinto y la perfecta correspondencia entre dos cuerpos era más peligroso que cualquier coreografía.

Liz dejó caer su cabeza en el hombro de Pierce; él no pudo evitar suspirar al sentir su diminuta figura. Si bajaba la cabeza podría besarla, pero tenía miedo de espantarla… Aun así, estaba haciendo un enorme esfuerzo por controlar el impulso que sentía de probar esos labios por primera vez.

—Liz… —le susurró.

Ella sintió su boca muy próxima a su mejilla y se estremeció en sus brazos. No podía explicarlo, pero se sentía muy atraída por él.

Liz levantó la mirada, sin apartarse de su pecho, y pudo ver la indecisión en su rostro. Por un momento pensó que iría a besarla y ella se debatía entre permitirlo o no. Jamás supo qué hubiese pasado, pues la música lenta llegó a su fin y la agrupación comenzó a tocar una música country mucho más animada.

Liz se apartó de Pierce con cierta turbación. Él intentó tomarla de una mano, pero ella se disculpó para ir al tocador.

El viaje de regreso lo hicieron, como el de ida, en absoluto silencio. Esta vez, en cambio, la ausencia de palabras se debía a un cúmulo de emociones que no podían controlar.

Pierce se estacionó frente a la casa de fachada blanca; abrió la puerta de Liz y caminó junto a ella hasta la entrada del hogar de las Parker.

Ella tenía la cabeza gacha, pero levantó la mirada para encontrarse con aquellos penetrantes ojos verdes que tanto le gustaban.

—Gracias por la linda velada —le comentó, forzando una sonrisa.

Estaba demasiado abatida para poder mantener una simple sonrisa de cortesía por mucho más tiempo. Él también lo había advertido, él mismo había dejado crecer en él una inquietud que no podría aliviar con una despedida trivial. Pensó en darle un beso en los labios, incluso agachó la cabeza para hacerlo, pero Liz fue más rápida que él y le besó en la mejilla.

—Buenas noches —le dijo a su acompañante mientras abría la puerta.

—Buenas noches —murmuró él.

Cuando la puerta se cerró, Pierce admitió para sí mismo que había tenido la mejor cita de su vida.

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