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Capítulo 22

Una hora había transcurrido, y ni siquiera podía dormir. Le había dicho que estaba cansada, pero aquella era una vil mentira. No tenía sueño, tan solo estaba nerviosa… ¡Lo había hecho todo mal! Pierce debía creer que ella no se sintió bien en sus brazos, cuando era todo lo contrario. Lo deseaba, lo necesitaba y por un momento creyó que podría hacerlo, pero en el último momento sus inseguridades ganaron aquella batalla.

No había estado en la intimidad con un hombre en mucho tiempo… El primero y el único había sido Brad, así que estar con Pierce tan cerca de aquel nivel de entrega la asustaba.

Su estómago rugió; para colmo de males tenía hambre. Eso le pasaba por apenas comer, pero, ¿cómo hacerlo si estaba ansiosa y expectante por lo que podría suceder esa noche?

Liz decidió levantarse, no podía continuar sin hacer nada y además moría de hambre. ¿Habría algo en la despensa o en la nevera de Pierce?

Salió al corredor: se detuvo frente a la puerta de la habitación de Pierce, pero la luz estaba apagada. Debía de estar durmiendo, y ella ni siquiera podía conciliar el sueño. Encendió la linterna de su teléfono para guiarse, hasta que pudo dar con el interruptor de la cocina. A pesar de tratarse de un único salón, ciertas soluciones arquitectónicas dividían los espacios. En el caso de la cocina, era un desayunador con altas banquetas lo que la separaba del comedor.

Liz abrió la puerta de la nevera, pero frunció el ceño. Era típico de un hombre ocupado: pedir comida a domicilio todos los días, a juzgar por lo desprovisto que estaba de alimentos. Una caja de leche abierta de hacía sabrá Dios cuanto tiempo, no le parecía una opción recomendable; las sobras de tallarines habían ido directo a la basura esa noche —Pierce mismo se encargó—, así que las opciones eran realmente limitadas.

Se decidió a tomar un par de huevos y una bolsa de pan. Fue fácil hallar la tostadora y colocar dos rodajas; lo difícil era saber dónde Pierce guardaba los utensilios de cocina para poder prepararse una tortilla. Abrió uno de los anaqueles que tenía encima de su cabeza para echarle un vistazo.

—Estupendo —murmuró para sí con ironía—. Debía estar en el lugar más alto. Genial.

Pierce medía un metro noventa de estatura y ella era una chica mediana, nada que ver con Christine con sus largas piernas o con Sarah, quien también era una mujer muy alta. Ella era la más bajita del trío, y en circunstancias como esta era una total desventaja.

Se estiró todo lo que pudo hasta que sus dedos alcanzaron el extremo de la sartén y la tomó. Para su mala suerte, no se percató de que tenía una tapa de cristal, que en el proceso de alcanzarla se precipitó al suelo, haciéndose añicos.

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Pierce no había podido conciliar el sueño; el recuerdo de Liz en sus brazos, la suavidad de su piel, la belleza de su cuerpo lo tenían con un insomnio terrible… No solo se trataba de su necesidad de ella, sino de la preocupación que experimentó cuando la vio huir de sus caricias y encerrarse en la habitación de invitados. ¿Acaso no se sentía bien con él?

Aquella duda lo estaba matando, y ni tan siquiera el thriller político que leía en su iPad le permitía distraerse. Hacía más de una hora que no avanzaba del mismo párrafo por no entender ni una palabra.

Apoyó el iPad en la mesa de noche para intentar dormir, pero un ruido lo hizo incorporarse en el acto sobre la cama. Se asustó un poco y pensó en Liz, ¿qué habría ocurrido? Por otra parte, aquel ruido le pareció que provenía del salón principal y no del dormitorio de invitados. Preocupado, salió al exterior para encontrarse a una hermosa intrusa en la cocina.

Liz se hallaba agachada en el suelo, intentando recoger los destrozos de algo de cristal que al parecer había quebrado.

—Liz, deja eso, te vas a cortar.

Ella se sobresaltó de inmediato cuando escuchó su voz. Se ruborizó y bajó la cabeza. Se sentía muy apenada.

—Lo siento, ya sé que debo regalarte una nueva sartén con tapa para la próxima Navidad.

Pierce se echó a reír: se veía adorable. Se acercó a ella y le tendió la mano para alejarla de los vidrios.

—No hay problema. No cocino mucho. —No podía evitar reírse de ella—. ¿Se puede saber qué hacías?

Liz miró por un instante a aquellos hermosos ojos verdes que tanto le gustaban.

—Lo lamento, es que no podía dormir.

Pierce frunció el ceño.

—Dijiste que estabas cansada…

—Sí, pero tenía hambre y no podía conciliar el sueño.

—También me dijiste que no tenías hambre… —le recordó Pierce con otra sonrisa.

Ella sentía cada vez más vergüenza, y un nudo en la garganta le impedía hablar. Deshacerlo fue difícil, pero finalmente se sinceró:

—Perdóname, la verdad es que esta noche he estado un poco ansiosa y asustada por estar aquí contigo. Sé que soy una adulta, pero… Hacía mucho tiempo que no estaba así con nadie.

—¡Oh, Liz! —Pierce la abrazó mientras dejaba escapar un suspiro—. No tienes por qué sentir miedo.

—No es miedo, es que… No sé explicarlo. Me gustas demasiado, Pierce.

Pierce le dio un breve beso en los labios.

—Y tú a mí, pero te quiero, Liz, y jamás haría nada para dañarte.

—Yo también te quiero, Pierce.

Él se apartó para mirarla a los ojos. Aquel encuentro a medianoche en su cocina había sido lo mejor para aliviar su corazón de tantas dudas.

—Ahora voy a cocinar para ti, cariño.

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Liz se hallaba encima de una banqueta. El propio Pierce la había colocado allí. Después de barrer él mismo los vidrios se había puesto a cocinar y debía reconocer que el olor era delicioso.

Al parecer, Pierce tenía otras cajas de leche guardadas en un estante. Con los huevos, harina y mantequilla, se las había ingeniado para hacer unos magníficos pancakes.

—¡Aquí están! —exclamó orgulloso, plantando frente a ella un plato.

—Se ven excelentes. No sabía que cocinaras, Pierce.

—No lo hago a menudo, pero apuesto a que causo menos destrozos que tú en la cocina.

Liz se rio y Pierce se sentó a su lado, con otro plato para él. Con un poco de miel, aquellos pancakes sabían deliciosos.

—¡Están exquisitos! —dijo ella, todavía con la boca llena.

Pierce sonreía al verla. Jamás había hecho algo por el estilo por una mujer, pero no podía negar lo que sentía por ella.

—Desde la primera cita descubrí que debía conquistar tu corazón con dulces.

—Y sin duda lo has hecho —susurró ella, inclinándose para darle un beso—, porque me tienes muy enamorada.

Pierce le devolvió el beso. Por unos momentos olvidó los pancakes, tan solo podía pensar en sus labios, que lo hacían perder la cordura. Sin embargo, intentó contenerse, pues no quería volver a asustarla.

—Te amo, Liz —murmuró cuando se apartó—, pero los pancakes se enfrían… —Intentó sonreír, pero sentía demasiadas emociones en su corazón para poder hacerlo.

Se terminaron la merienda en silencio, experimentando cada uno sentimientos inquietantes. Pierce dejó los platos para lavarlos en la mañana, era tarde y debían descansar.

Pierce se detuvo en la puerta de su habitación, que era la primera. Miró a Liz a los ojos y le dio un beso, pero no sabía qué decir.

—Buenas noches, Liz. —Era lo mejor que podía expresar—. Que descanses.

—Pierce… —La voz le temblaba.

No podía hablar, así que se colgó de su cuello y le dio un apasionado beso que lo tomó desprevenido. El corazón de Pierce comenzó a latir con fuerza, sintiéndola temblar en sus brazos. Aquel desenfreno fue suficiente para hacerle comprender lo que ella deseaba, que no distaba en nada de sus propios deseos.

Sin darle tiempo a reaccionar, la tomó en sus brazos y entró con ella a su habitación. La depositó con cuidado encima de la cama y se tumbó a su lado para continuar besándola. Liz no sintió miedo en esta ocasión, estaba dominada por los sentimientos que Pierce causaba en ella y por un anhelo que jamás había experimentado en su vida antes. Fue ella quien le quitó la playera. La semioscuridad la hizo conocer con sus manos aquello que sus ojos no acertaban a apreciar por completo. Él era apuesto, era suyo…

Pierce no podía creer lo que estaba sucediendo, pero sus deseos se multiplicaron al ver lo decidida que estaba. También le quitó la chaqueta por la cabeza, no tenía paciencia a esa hora para tratar con botones… Ella suspiró cuando sintió las manos de él recorriendo su cuerpo, temblaba de puro placer.

A tientas la liberó del sujetador, y no pudo evitar gemir cuando palpó cada centímetro de su piel. Comenzó a besarla, con delicadeza para no asustarla, pero también con ansias. Sentía que ella correspondía cada caricia, que estaba tan excitada como él…

Cuando estuvieron los dos despojados de sus respectivos pijamas, se abrazaron. Aquel contacto era demasiado intenso, sin embargo, Pierce no quería precipitarse, disfrutaba demasiado de la desnudez de ella… La humedad que sentía provenir de sus partes más íntimas, le hizo comprender que ella también lo necesitaba.

—Te amo —le repitió al oído.

Ella le respondió lo mismo, acercándose más a él si era posible, tan ardiente que pensaba que en cualquier momento iría a perder la razón.

No demoraron mucho en volverse uno. Pierce fue cuidadoso, paciente, pero una vez que la sintió gemir en sus brazos, supo que estaban preparados para continuar con movimientos más rápidos, más profundos… Aquello era maravilloso, era la entrega más completa y estremecedora que hubiese podido imaginar.

Sintió a Liz temblar y retorcerse de placer a juzgar por la exclamación apasionada que salió de su garganta. Pierce continuó abrazándola hasta que, poco después, él también suspiró al haber alcanzado con ella, una embriagadora plenitud.

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