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Capítulo 10

—¿Qué tal la cita con Pierce? —le preguntó Kimberly al día siguiente, mientras desayunaban en la mesa de la cocina.

Liz había estado tan callada que por un momento su madre temió que no hubiese pasado una noche agradable con él.

—Bien —contestó lacónica, llevándose la taza de café a los labios.

—Es un excelente muchacho —apuntó Tess—, lástima que no pudiste conocerlo ayer, Kimberly.

—No quería asustarlo, era suficiente con que tú le abrieses la puerta, ¿verdad madre?

Tess se echó a reír y Liz sonrió.

—Tenía mucha curiosidad y los resultados de mi observación indican que está muy interesado en Liz.

La aludida abrió mucho los ojos y miró a cada lado de la mesa: a su madre que se hallaba a su diestra y a su abuela a la izquierda. Las dos la observaban con una expresión de satisfacción que le aterraba. Después de estar tantos años sin salir con nadie, temía no satisfacer las expectativas de su familia si por fin la relación no resultaba.

—Pierce es solo un amigo —afirmó poniéndose de pie—. Salimos a cenar y pasamos un rato agradable. No hay mucho más qué decir…

Iba a marcharse cuando un comentario de su abuela la paralizó antes de abandonar la cocina.

—Si hubiese sido una cita pésima o al menos mediocre, lo hubieses expresado con claridad desde el comienzo. Me temo que tu introspección es demasiado elocuente, por lo que es probable que la cita con Pierce haya sido perfecta.

Liz no pudo evitar sonrojarse, pero no confirmó nada. Retrocedió a besar a cada una de las damas y se marchó de casa.

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Pierce se hallaba recostado en su cama mirando hacia el techo; en Nueva York apenas tenía tiempo para descansar, pero en casa era distinto. Aquellas vacaciones habían llegado en el mejor momento, mucho más cuando pensaba en Liz. Soltó un suspiro al recordar la noche de ayer. Habían pasado ambos por disímiles fases: en el coche, la incomodidad e inquietud de los comienzos; durante la cena, una empatía, buen humor y charla inteligente que los unió al instante, y durante el baile… No podía decir con certeza qué había sucedido mientras la estrechaba contra su cuerpo, pero aquel había sido un momento incomparable.

—¿Pierce? —La voz de su hermana lo distrajo un momento de sus cavilaciones.

Él se incorporó sobre la cama y le pidió que pasara. Em se adentró en su silla y se colocó a su lado. Su rostro expresaba la misma dulzura de siempre, pero también una curiosidad adicional por saber cómo había transcurrido la cita.

—¿Y bien? ¿Qué tal estuvo?

—Fue genial —admitió—, ella es… Es una mujer fabulosa.

Emma sonreía feliz.

—No imaginas la alegría que siento al escucharte decir eso. Entonces van a salir otra vez… —No era una pregunta, pero sonaba como una.

—No lo sé, creo que sí. La verdad no hablamos de eso, ni siquiera tengo su número.

—Pienso que no deberías cruzarte de brazos y, si verdaderamente te interesa, sacar provecho de estos días para acercarte más a ella.

Pierce le dio a su hermana un beso en la mejilla. Tenía un gran corazón y siempre se había llevado de maravillas con Em.

A mediodía se dirigió a la tienda con la esperanza de tener noticias de Liz. No sabía si lo que estaba haciendo sería correcto —tal vez pensara que era una especie de acosador—, pero los días en Cooperstown estaban contados y sentía que cada minuto era importante.

Dentro de la tienda se hallaba Christine, que estaba sola. Había terminado recientemente con una clienta e iba a cerrar por el horario de almuerzo.

—¡Hola! —le saludó la pelirroja con una sonrisa cuando lo vio.

—Hola, ¿cómo estás? Me gustaría ver a Liz.

—Lamento decir que no está. Hoy pasará todo el día en el taller.

—Es verdad —recordó él, llevándose una mano al cabello—, anoche me lo comentó.

—¿Y qué tal la cita? —Chris se acercó de manera cómplice—. No ha tomado mis llamadas y eso es serio. Puede significar dos cosas: o la cena fue un completo desastre o fue excelente y está tan asustada que no quiere dar la cara.

Pierce sonrió, Christine era muy directa y simpática.

—¿Qué clase de amiga eres? —le reprendió.

La pelirroja se echó a reír, tomando un velo de tul en las manos y encogiéndose de hombros.

—Soy la clase de amiga que te dará la dirección del taller para que vayas a verla. Con Liz necesitarás de mucha paciencia —le advirtió—, pero si en verdad te gusta, no dejes de insistir.

Pierce asintió mientras veía a la pelirroja anotar en un papel la dirección.

—Aquí tienes. Solo te pido algo: no lo arruines ni la hagas sufrir.

—Te prometo que no lo haré. Gracias, Christine.

La pelirroja lo vio marchar complacida. A fin de cuentas, ese era el tipo de cosas que se hacían por las buenas amigas.

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El taller de Liz se hallaba en la zona de Cornish Hill, un sitio montañoso hermoso y lleno de naturaleza, donde las personas solían descansar, hacer senderismo y pasar tiempo al aire libre. Ella tenía rentada de manera permanente una de aquellas casas del lugar; lo había decidido así, pues sus dos costureras vivían muy cerca, y al ser personas maduras, deseaban esa cercanía para trabajar.

La casa se erguía solitaria sobre una elevación. Al fondo, el paisaje de las montañas brindaba una vista inigualable. Era de dos pisos, por lo que tenía mucho más espacio para almacenar las telas que le llegaban. Decenas de rollos de tul, encaje, organza, tafetán, seda, y otras clases de tejidos, se hallaban guardados allí en varias habitaciones del primer piso.

En el salón principal, varias máquinas de coser de carácter industrial le dieron la bienvenida. Retazos de telas se encontraban por el suelo, mientras las dos hermanas Thompson cosían de manera meticulosa la falda de un vestido.

—¡Hola, Liz! —exclamó Moira Thompson levantando la vista de su trabajo.

—¡Hola! —saludó también la otra hermana, Molly.

La aludida se acercó para darles un beso a cada una, se llevaban muy bien. Las hermanas eran dos solteronas de mediana edad, que eran verdaderas hadas. Había sido una suerte para Liz haberlas encontrado cuando decidió establecerse en Cooperstown y abrir su tienda de ropa.

—¡Vaya! —exclamó—. ¿Ese es el Rosalie dress?

La chica se acercó para ver una de sus creaciones. Solía nombrar a cada vestido, como si se trataran de personas. En este caso el nombre de Rosalie se debía a que el vestido de gala tenía una discreta tonalidad rosácea, como parte de las últimas tendencias en el mundo de los vestidos de novia.

—¡Este es! —respondió Moira—. Está quedando muy bien.

—He venido porque tengo un encargo importante. Es de una chica que se casa la semana próxima. Tengo su vestido en el auto, pero precisa de unas modificaciones…

Las hermanas se levantaron de sus respectivas máquinas y se acercaron a ver el bosquejo que Liz llevaba en la mano. De inmediato se dieron cuenta de la situación…

—Está en silla de ruedas, por lo que he ideado esta adaptación para que pueda llevar su cola, como tanto desea. Ayer mismo corté la cola por el patrón que hice, pero hay que adaptar el vestido a la cola y hacerla desmontable.

Moira se quedó mirando el papel por unos segundos, muy concentrada.

—Sí, por supuesto —dijo al fin—. Podremos hacerlo.

—Te acompaño a buscar el vestido al auto —se ofreció Molly.

Liz salió del coche, complacida, sabiendo que, con aquel par de hadas de la costura, cualquier cosa podría hacerse.

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Las hermanas y Liz estuvieron trabajando toda la mañana; incluso se saltaron la hora del almuerzo. Estaban muy concentradas en el vestido de Emma y habían avanzado mucho. Un rayo que cayó de pronto en las inmediaciones las distrajo de su actividad y fue Molly quien advirtió a Liz de la tormenta que podría sobrevenir.

—Han anunciado mal tiempo para hoy —le comentó—, pienso que es mejor que continuemos la tarea mañana. A fin de cuentas, ya hemos progresado mucho.

—¡Vaya! No leí acerca del mal tiempo, creo que es mejor que nos marchemos entonces. No tengan pena, vayan para casa ahora mismo antes del diluvio. Yo cerraré y luego me marcho.

—No te demores —le recomendó Moira—, sabes que aquí en las montañas en un abrir y cerrar de ojos comienza a llover.

Liz despidió a las hermanas en la puerta y luego subió al primer piso. Algunas de las ventanas estaban abiertas y debía cerrarlas antes de partir. Se sobresaltó al ver las nubes negras que avanzaban desde las montañas en dirección al poblado. Debía apresurarse si no quería terminar empapada.

Al volver al porche de la casa, el diluvio comenzó. Se dirigió corriendo hasta su auto, pero al encender el motor, este fallaba. Realizó el intento varias veces, pero con la misma suerte.

—¡Diablos! —exclamó en voz alta golpeando el volante.

Su viejo coche ya merecía un reemplazo, pero ella estaba acostumbrada a él y le tenía cariño. Ahora le dejaba tirada en medio de la nada durante una tormenta. Liz se bajó del auto y regresó: se mojó un poco, pero era mejor estar dentro del taller.

Tomó su teléfono celular para llamar a su madre y tranquilizarla. En cuanto la tormenta terminara regresaría a casa. No quiso alarmarla de más, añadiendo que el auto estaba descompuesto. Ya encontraría la manera de retornar.

Salió una vez más al porche de la casa, estaba inquieta y quería comprobar si la lluvia habría disminuido algo. Quedó desalentada cuando constató que continuaba lloviendo a cántaros. Sin embargo, se sobresaltó un poco cuando divisó las luces de un coche que subía por la colina. El cielo se había vuelto tan negro que el conductor precisaba encenderlas para poder ver algo en medio de aquella pertinaz lluvia.

Cuando el coche se aparcó frente a la casa, fue que Liz pudo reconocerlo. No hacía ni veinticuatro horas que estuvo en el interior de ese auto, con el corazón acelerado por el hombre que tenía a su lado. Hoy, una vez más, el corazón volvía a latirle aprisa y por el mismo motivo: Pierce Graham.

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