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Capítulo 1

Nueva York, primavera de 2018

Pierce Graham maldecía en voz alta en su departamento, mientras recogía la caja de pizza del día anterior, que había dejado tirada en medio del salón principal. Su familia definitivamente iba a matarlo. Luego de haber prometido que pasaría dos semanas con ellos por el motivo de la boda de su hermana, su jefa le había negado sus vacaciones: “Ahora no es buen momento. Necesito que te quedes” —le pidió—, y Pierce sabía que a Kate Mackenzie no podía llevarle la contraria así de fácil, más cuando de ella dependía su futuro y su codicioso empleo de varias cifras anuales. Sin embargo, él quería tomar aquellas vacaciones: lo precisaba, y además se lo había prometido a su familia.

El teléfono en su pantalón sonó de manera escandalosa. Cuando vio de quién se trataba supo que tenía que atenderlo, aunque no estaba de humor. Para su jefa Kate no existían los fines de semana. De hecho, era difícil tener alguno cuando se era la directora de un canal de televisión en Nueva York. Él era el productor del exitoso programa Lucy and Bob Good morning show que poseía altos índices de audiencia.

—Hola, Kate —saludó malhumorado.

—Cambia esa voz, cariño —le respondió su jefa, animada, con esa arista maternal que le exasperaba—, irás a Cooperstown después de todo.

—¿Qué? —Definitivamente aquella mujer le estaba volviendo loco—. No puedes estar hablando en serio…

—¿Acaso no era lo que querías?

—Sí, pero…

—No demores más —le interrumpió Kate—, te espero en la oficina para hablar de negocios. No pienses que tus vacaciones serán desaprovechadas.

—Nos vemos pronto.

Pierce colgó, satisfecho, por poder ir a casa, pero sabiendo en su interior que Kate algo se traía entre manos. Si iba a dejarlo marchar por quince días, era para garantizar que trabajase en función de algo importante.

Unos minutos después, Pierce llegó al número 30 del Rockefeller Plaza, hermoso rascacielos estilo art decó donde radicaba el canal. Subió en uno de los ascensores intrigado ante la nueva tarea que tendría por delante; se hacía miles de preguntas cuando llegó a la oficina de su jefa.

—¡Cariño! —exclamó ella haciéndole pasar—. Adelante, por favor.

Pierce frunció el ceño: cuando se hallaba de tan buen humor era porque la tarea era difícil o, al menos, no de su agrado.

—¿Qué sucede, Kate? —le preguntó mientras plantaba frente a ella un latte, su favorito.

—Gracias —le sonrió ella, tomando el vaso humeante, sin duda era una adicta a la cafeína—, por favor, siéntate.

Él ocupó una silla frente a ella, todavía curioso.

—Bien, has dicho que puedo ir a casa.

Ella asintió. Era una mujer de cuarenta años, de pelo negro, muy corto y algo baja de estatura. Lo que le faltaban de centímetros los tenía de talento, arrogancia y capacidad de trabajo.

—Irás, pero necesito que hagas la investigación para un reportaje en Cooperstown.

Él le sonrió satisfecho.

—¡Finalmente has accedido a que haga el reportaje sobre baseball!

Cooperstown era famoso por poseer el Salón de la Fama de Baseball, pero al parecer, a Kate aquello no le interesaba mucho, pues negó con la cabeza.

—Se trata de otra cosa, Pierce. ¿Recuerdas que mi amiga Tina va a casarse?

Pierce entornó los ojos, no imaginaba por qué le hablaba de ello.

—Conozco a tu amiga Tina, —respondió—, pero no acabo de comprender qué es lo que me estás pidiendo.

—Tina es un tanto excéntrica. Fui con ella a escoger su vestido de novia a varios sitios, incluido Queenshall Bridal, pero no halló lo que estaba buscando… Entonces dimos en la tarde de ayer con una pequeña tienda en Cooperstown.

Pierce abrió los ojos con sorpresa.

—¿Estuviste en Cooperstown y no me dijiste?

—Fue después que hablé contigo y la idea no fue mía, sino de Tina. En fin, volviendo al asunto —añadió con impaciencia—, Tina y yo terminamos en una pequeña tienda local que es una preciosidad. Vende algunos vestidos de otros diseñadores, pero la propietaria también posee su propia línea de vestidos de novia.

—Jamás has sido amante de las bodas, querida amiga —le interrumpió Pierce—, no entiendo tu interés por una boutique más… ¿Sabes cuántas tiendas locales de vestidos de novia hay en el Estado?

La mujer lo miró con una sonrisa.

—Quiero un reportaje sobre la tienda de novias de Cooperstown —le dijo con convicción, mientras le señalaba con la punta del bolígrafo—. Esa es tu tarea, querido Pierce.

—¡Estás completamente loca! —exclamó él, mientras se levantaba del asiento—. ¿Qué tengo que ver yo con vestidos de novias y diseñadores? ¡Has perdido la cabeza!

—Siéntate y escúchame —replicó ella con autoridad y él le obedeció—. Si quieres ir a casa ahora como me pediste, esta es tu oportunidad.

—Es que no acabo de comprender por qué tienes tanto interés…

—La propietaria de la tienda Cooperstown Bridal es Liz Wellington, una famosa diseñadora de modas que desapareció del mapa hace unos años. Desde hace un tiempo abrió la tienda en esa ciudad y mantiene un perfil bajo, si bien las ventas son buenas y sus diseños maravillosos. ¡Tendrías que verlos!

—¿Qué pasó con ella? —Pierce no podía negar que sentía curiosidad, aunque no recordaba haber escuchado de ella.

—Liz era una de las diseñadoras que trabajaba para Queenhall Bridal y participaba en el reality de Choose the perfect dress. Ya sabes, ese programa donde las chicas van a escoger su vestido de novia a la tienda…

Pierce no podía soportar aquello. No le agradaban las bodas tanto que jamás se había casado y rehuía todo tipo de compromiso.

—Me parece que voy a odiar esta tarea que me has dado, Kate —murmuró.

—Presta atención, Pierce. Liz Wellington hizo el ridículo hace cinco años, y desde entonces no se ha sabido nada de ella. Si aparecemos con un programa mostrando su tienda y cómo ha salido adelante, tendremos mucho éxito, te lo garantizo.

—¿Por qué dices que hizo el ridículo?

Kate se acomodó en su silla y sonrió al recordar aquel video que tanto se había difundido.

—No sé cómo no lo recuerdas, cariño. Liz protagonizó ella misma un capítulo de Choose the perfect dress, cuando fue a escoger su vestido de novia. Le habían recomendado que no se lo diseñara ella misma, sino que pasara por el proceso de selección como cualquier otra novia. Así se hizo, y luego de grabar el programa se incluirían algunas escenas de la boda que se efectuaría en la mismísima Catedral de San Patricio. Lo cierto es que Liz se apareció en la Iglesia, pero el novio jamás llegó…

—¿Quieres decir que la dejaron plantada en el altar? —preguntó él, con los ojos bien abiertos.

—Así es. Lo peor es que las cámaras lo grabaron todo y el programa salió al aire en contra de los deseos de Liz. Ella demandó a la televisora por haberlo hecho, pero había firmado previamente un contrato para la utilización de las imágenes de su boda y no existía ninguna irregularidad.

—Sí, claro, pero ella jamás pensó que la dejaran plantada…

—Pero el contrato no tenía previsto eso, así que se cruzaron de brazos ante sus reclamos y fueron con todo: el programa tuvo un alto nivel de audiencia, pero Liz estaba completamente humillada. Perdió la demanda contra la cadena y dejó su trabajo voluntariamente para escabullirse a algún sitio y pasar desapercibida. Desde entonces, no se ha sabido más de ella. Ha sido un milagro que la haya reconocido en la tienda de Cooperstown, al parecer sus diseños los firma bajo otro nombre: Liz Parker.

Pierce permaneció en silencio. Al fin comprendía por qué la historia de la tienda de novias de Cooperstown era oro líquido para su ambiciosa jefa.

—Muy bien, ¿qué tengo que hacer?

—¡Investigarlo todo! —exclamó ella—. Solo te advierto que tengas mucho cuidado, Liz no accederá a entrevistarse con la prensa si sabe lo que estamos haciendo. Ayer mismo tuve que morderme la lengua, a pesar de mis enormes deseos por preguntarle acerca de su vida.

Pierce suspiró. El trabajo no le encantaba, pero al menos estaría cerca de su familia y eso era lo más importante.

—Nos vemos en quince días —comentó al fin, mientras se ponía de pie—. Haré lo que me pides, aunque de antemano conoces que no me agrada en lo más mínimo hacer este reportaje.

—Gracias, Pierce, sabía que podía contar contigo.

Él ya se encaminaba a la puerta cuando la voz de Kate lo detuvo.

—¿Algo más? —preguntó exasperado.

Ella dejó caer sobre sus manos una USB de color rojo.

—Dentro tienes toda la información sobre Liz que pude recopilar, incluyendo el célebre programa donde hizo el ridículo —comentó riendo.

A Pierce no le hacía tanta gracia el asunto, pero tomó la flash. Tenía curiosidad por saber cómo a Liz Wellington la habían dejado plantada en el altar.

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