Capítulo 7: Diálogo
Naktún, sentado en una esquina, observaba a su salvador con sumo interés, mientras éste, desollaba una enorme rata que había cazado con su ballesta. El joven lo había visto, maravillado, disparar el arma desde una gran distancia, y se decepcionó un poco, luego, al verlo fallar dos veces. Al tercer intento, Argan dio en el blanco. "La puntería no es mi fuerte cuando el objetivo está lejos" fue lo único que dijo. Poco después, una terrible tormenta azotó las planicies, por lo cual se vieron obligados a buscar refugio. Allí estaban ahora, en una pequeña choza de barro y madera, que habían hallado al desviarse de la ruta principal. El enorme reptil se había quedado fuera por su tamaño; no parecía disgustarle el clima. Naktún asomó reiteradas veces para observarlo, pero desistió de hacerlo cuando Argan se enfadó, indicándole que no era necesario que se preocupara por su montura. El joven se había cansado de hablar solo todo el rato. Y el galasiano, ya nada quería saber sobre este tal Don Fijote y sus increíbles andanzas como caballero errante. Para colmo, el chico había dicho no recordar el pueblo, y justo eso era lo que Argan deseaba, información acerca del lugar. La humilde choza poseía una chimenea, así que encendieron una fogata y colocaron la rata al fuego para que se asara. Cuando estuvo lista, ambos comieron con ganas. El galasiano notaba el interés del chico en conversar con él, y ahora que estaban refugiados allí, sin nada que hacer, no tenía más opción que ceder, aunque sea un poco. Se creía, un pésimo orador. Además, le costaba mucho entrar en confianza con las personas. Más, la verdad era que Argan, al igual que Naktún, también ansiaba compañía. Al fin y al cabo, era la primera persona cuerda y "no moribunda" que veía desde que partió de Galashir.
—¿Siempre ocurren tempestades como esta por aquí?
El joven pensó unos segundos, sorprendido de escuchar la voz del silencioso caballero. En realidad no. En su vida había visto semejante temporal, tan brusco y potente. De hecho, en las planicies de Mor, las lluvias solían ser breves y escasas.
—No, maestro. Es muy extraño que llueva así, y que el viento sople así. Y más aún, que los rayos golpearan la tierra como vimos.
Hubo un silencio incómodo. Allí estaba la muestra. Era pésimo para hablar. Seguro ambos tenían mucho para decir. ¿Acaso el joven le tenía miedo? Se dijo a sí mismo, que si aquel chico no hablaba en los siguientes segundos, cerraría su boca y no emitiría palabra alguna, al menos de que fuera necesario. Para suerte de Argan, la curiosidad de Naktún era grande. La lengua reprimida ya por mucho tiempo se soltó, en un enredo de preguntas.
—Le pido perdón maestro, si pregunto mucho, pero quiero saber. ¿De dónde viene? ¿A que va al pueblo? ¿Qué pasa con las personas que se están muriendo? ¿Qué era esa cosa horrible que encontré en la posada? ¿Cómo puede...?
—¡Detente un momento!
Argan respiró profundo y miro seriamente al muchacho.
—Intentaré responder a tus preguntas, y tú las mías. Pero lo haremos de forma ordenada. Primero dime que te ocurrió, desde que tuviste la fiebre, hasta que te encontré en el yermo.
Naktún ordenó los terribles acontecimientos en su mente. Al principio le resultó difícil relatar todo lo ocurrido, pero poco a poco, logró encontrar su ritmo. Argan estaba agradecido de que, si bien había diferencias en la pronunciación, compartieran un mismo dialecto. Dejó al chico hablar libremente, y apenas lo interrumpió. Era evidente su necesidad de comunicar todo lo que había sufrido. El galasiano estaba perplejo; el muchacho había tenido coraje, pero por encima de todo, una suerte increíble.
La muerte de sus padres, el hogar de los Virs, sus sueños. A medida que avanzaba, Naktún no pudo evitar derramar lágrimas. Argan vio furia, miedo y tristeza en él. Perspicaz como era, detectó que el joven se guardaba algo para sí, cuando se refirió a los hechos acontecidos en lo de aquella familia vecina. En efecto, Naktún no quería contar que había asesinado a una persona. Explicó que, al ver el acto obsceno, robó la vieja mula y escapó de aquel lugar aterrado. No era verosímil, pero el galasiano guardó un respetuoso silencio. Había atado cabos, y sabía que tendría cosas para ocultarle al chico de igual manera.
Cuando Naktún nombró al viejo Pur y su carreta, Argan decidió guardarse eso también.
Se sorprendió al oír lo que pasó en la posada, se había salvado por poco, no solo de los apestados, sino también de los contrahechos. Terminó, explicando su otro sueño, la muerte de la mula y el ataque de los lobos.
—¿Habías tenido sueños como esos antes?
—No, maestro. Jamás.
—Aquellas dos criaturas pequeñas que mataste en la posada, los engendros de los que hablaste.
—Sí, ¿Qué hay con ellos?
—Eran niños, a eso se debía su tamaño.
Naktún estaba perplejo. Había tenido en su sueño la impresión de que eran los hombres quienes se convertían en aquellas criaturas horribles, pero no había reparado en aquel detalle. Niños pequeños.
—Y los que parecen muertos por la peste, no lo están. No todos. Es un estado similar al sueño. Aquellas personas jamás vuelven a ser las mismas.
Esto último generó gran preocupación en Naktún.
—Entonces, mi pa y mi ma quizá...
—No lo creo. De ser así, jamás te hubieses levantado. Sé que suena horrible, pero tuviste suerte de que tus padres no te asesinaran dormido.
¿Por qué diablos mentía para no lastimar al muchacho? La verdad era, que los dioses le habían sido del todo favorables.
—Déjame ver tu tobillo.
Naktún estiro la pierna y Argan revisó su hinchazón. El joven seguía pensativo.
—Voy a vendarlo, no está tan mal, mejorará pronto. Tengo un ungüento que podría ayudar.
—Gracias, maestro. No quiero ser un estorbo para usted.
El galasiano hizo caso omiso ante aquel comentario.
—Tus sueños no son normales. Uno de ellos se cumplió, pues, vaticinaste mi llegada. Es factible que tengas premoniciones, lo cual, es una habilidad muy rara y especial. He oído a los sabios de mi tierra hablar sobre ello varias veces.
—No todo lo que sueño tiene sentido para mí, maestro. Y tampoco quiero que se cumpla mi segundo sueño.
Argan terminó de colocar el vendaje.
—Listo. Bien, no todo es premonición, y no todo se cumplirá. A veces los anhelos o los temores se mezclan, como en los sueños normales. ¿Acaso vas a negar lo poco casual de tu sueño? De hecho, no habías visto un Guivre en tu vida.
—Tiene razón. Supongo, dice verdad.
—Me dijiste que visitaste el pueblo cuando eras muy pequeño y no lo recuerdas bien. Mas, eso no importa. ¿Sabes acaso algo sobre un cráneo de hierro?
—¡Por supuesto! No podría olvidar eso maestro. Todos en mor lo saben. Mi pa me hablaba sobre eso cada tanto. Y el viejo Purcas contaba historias.
—¿Y bien?
— En el centro del pueblo hay una gigantesca cabeza de hierro. Muy alta. Es mucho más alta que las casas. Se cree que la dejaron ahí los dioses hace mucho tiempo atrás, para vigilar a los últimos hombres.
—¿Eso es todo? ¿Un tótem metálico?
—No sé qué será un tótem maestro, pero le juro que eso es todo lo que sé sobre la gran cabeza.
—Una última pregunta. ¿Qué hay al Oeste, al Este y al Sur de las planicies? ¿Es que nadie se aventuró más allá?
—No sé qué son oste y este, maestro.
—Oeste y Este. Son los puntos cardinales. Por donde yo vine es el Norte. El sol nace por el Este y se oculta por el Oeste. Contrario al Norte, está el Sur. ¿Entiendes? Sirven como guía.
—Ya veo. Bueno, al oste...
—Oeste.
—Al Oeste, dicen que el desierto y el agua.
—¿El mar?
Naktún se encogió de hombros.
—Al Este desierto, y más desierto. Por eso le decimos eterno. No sabemos si termina maestro. Y no podemos hacer viajes tan largos. No sé quién lo haya intentado el último, pero de eso hace ya mucho tiempo.
—¿Y al Sur?
—Al Sur nada.
—¿Cómo que no hay nada?
—Nada. La tierra se termina en el Sur. No muy lejos del pueblo. Yo no lo vi, pero Pur contaba la historia de una niña que se lanzó desde allí por amor, y luego se convirtió en un ave. Pues, la tierra se termina en ese lugar, pero el cielo no maestro.
Perplejo y confundido, intentó relacionar sus conocimientos acerca de los distintos tipos de terreno, con lo dicho por el muchacho. ¿Quizá se refería a un abismo gigantesco?
Naktún lo miro cauteloso, aguardo unos segundos y preguntó:
—¿Ya puedo preguntar yo, maestro? Es mi turno, ¿cierto?
Argan sonrió.
—Está bien. Como lo acordamos. ¿Qué quieres saber?
—Bueno, pues... todo. Toda su aventura maestro. Y además me explica todo lo que pregunté antes. Sobre la peste, su causa y los monstruos. ¿Qué dice?
—De aventura nada, Naktún. Me gusta más esa idea tuya de que se ha desatado un infierno en la tierra, pues eso es lo que viví en mi reino.
Los expectantes ojos del muchacho pusieron nervioso al maestro de armas.
—Es una historia larga. Tendría que explicar muchas cosas y no soy muy buen orador.
Desde fuera, se oyeron varios truenos. Acto seguido, la lluvia cayó aun con más fuerza.
La sonrisa del muchacho lo decía todo.
—Bien, bien. Pero te lo advierto. No esperes aventuras, ni increíbles andanzas como las de ese Don Fijote del que hablas. Más bien, traición y muerte, de eso se trata. Y venganza.
Argan, el Maestro de Armas, había sido instruido en diversas artes. Así como lo entrenaron para matar, también lo entrenaron para cantar una canción, actuar y discutir con fundamentos. Solo era bueno para lo primero. Muy bueno. Pero para todo lo artístico y demás... no tanto.
Aclaró su garganta. Respiró hondo. Y dio su mejor esfuerzo, en aquello en lo cual era pésimo. Contar una historia.
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