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Capítulo 5: La Marcha de los Condenados

    Naktún rodeó la construcción buscando signos de vida, pero no pudo ver nada pues las ventanas habían sido tapiadas, al igual que la puerta de entrada. Aquel lugar construido en barro y madera resultaba muy ostentoso a la vista del humilde joven, presa del frío y el cansancio.

Ya estaba anocheciendo, así que dejó a la mula atada fuera y trepó hasta el alféizar de una de las ventanas del segundo piso. Esta no había sido sellada, por lo cual rompió el vidrio y se metió en el interior. «Doble piso y ventanas de vidrio» pensó, «este debió ser un lugar importante, quizá un puesto de paso o una taberna». El interior estaba oscuro pero el joven ya se había acostumbrado a la falta de luz. Era un cuarto pequeño, con una cama, un armario y una mesa. Sobre la cama yacía el cuerpo de un hombre. Naktún encendió una vieja lámpara de aceite que había sobre la mesa. Había manchas de sangre sobre la cama. El hombre había sido golpeado y despedazado, su rostro estaba irreconocible. Había signos de lucha por todo el lugar. La puerta de entrada a la habitación estaba destrozada. Naktún sacó su cuchillo, tomó la lámpara de aceite y avanzó con cautela fuera del cuarto. Se encontró frente a un barandal, varios pies por encima de la planta baja. Desde arriba iluminó lo que le pareció el interior de una taberna. Había dos cuerpos sobre la barra, entre botellas y vasos rotos. Las mesas redondas y las sillas, aquí y allá, estaban partidas o volteadas. Contó al menos cinco muertos más entre las mismas. Pero la escena más aterradora estaba en la puerta de entrada. Allí había muchas personas apiladas, aplastadas entre sí en formas extrañas. Naktún calculó una veintena de cuerpos, quizá más. Se habían agolpado contra la entrada, como si hubieran querido escapar de algo. A su izquierda y a su derecha había más puertas; otros cuartos para huéspedes, supuso. Revisó todos los cuartos, uno por uno. Todos albergaban cuerpos, signos del terror acontecido en aquel lugar.

Cuando bajó las escaleras hasta la planta inferior tuvo cuidado de no tropezar con los cadáveres atravesados en los escalones. Al llegar al cúmulo de cuerpos, iluminó los rostros con la lámpara. Los gestos y las muecas le recordaron a sus padres. Los ojos resecos y amarillos, abiertos de par en par, le devolvieron el brillo de la luz. Había hombres mujeres y niños, también ancianos. Habían arañado las paredes y forzado las tablas. Pero, sí solo los que estaban debajo podrían haber muerto aplastados por la desesperación de los demás, entonces ¿cómo había muerto el resto?¿Acaso la terrible fiebre los había matado?

Dio un brinco cuando le pareció que uno de los ancianos, que estaba boca arriba casi en la cima del montículo, había movido su mano. Comenzó a sentirse muy inseguro y se alejó de allí, hacia el fondo del bar. Sobre la barra reposaba el mozo; alguien le había partido una botella en la cabeza. Le reviso los bolsillos hasta que encontró un manojo de llaves. En su hogar las cerraduras y los candados eran cosa extraña, pues no tenían nada de valor que alguien quisiera robar. Pero en aquel lugar la despensa debía estar llena de comida y bebida, y váyase a saber de qué otros bienes valiosos. Detrás de las escaleras que daban al segundo piso Naktún encontró unos pocos escalones descendentes, seguidos de una puerta cerrada con candado. Se disponía a probar llave por llave cuando un sonido ronco le llegó del otro lado. Se quedó pasmado.

—¿Hay alguien ahí? – preguntó cohibido.

La puerta dio un enorme estruendo, seguido de otro, y luego otro más. Naktún dio un paso atrás. Desde el otro lado comenzaron a llegarle una serie de gritos, guturales y repetitivos. Se disponía a salir corriendo de allí, cuando el centro superior de la puerta se astilló. Una mano deforme e hinchada se abrió paso a través de la madera y atrapó al joven por el cuello. El olor que despedía era nauseabundo, peor que el cúmulo de muertos apilados en la entrada de la taberna. La presión de aquel agarre era descomunal. Desesperado, Naktún colocó sus piernas contra la puerta e hizo fuerza en dirección contraria, mientras que con el cuchillo laceraba el brazo de su captor. Luchó con todas sus fuerzas hasta que aquella cosa cedió. Cayó de espaldas contra los escalones a tiempo que vio como los goznes de la puerta salían expulsados. Sintió calor en su nuca y olor a humo. Se giró, la lámpara de aceite se le había caído sobre los tablones de madera. La puerta se abrió de un estruendo. Justo cuando pensaba que ya nada podría ser peor que lo acontecido, un ser atroz se presentó ante él. Era una masa convulsa de carne grisácea que ocupaba todo lo ancho y lo alto de la abertura. Había embestido la puerta rugiendo, y no se percató de Naktún, que estaba tirado en los escalones justo en frente. El joven gritaba de espanto, a todo pulmón, pero el estruendo que emitía aquella criatura amortiguó el sonido. Todo ocurrió muy rápido. La enorme cosa siguió de largo, con el mismo impulso con el cual había forzado la puerta, y pasó por encima del joven, casi a rastras asfixiándolo contra los escalones con su repugnante panza. Al pasarle por encima los peldaños crujieron. Aquella monstruosidad siguió de largo y Naktún aprovechó para volver a respirar hondo. Se llevó una gran bocanada de humo y tosió dando arcadas. El fuego había ascendido y ya estaba por sobre su cabeza. Asustado y sin saber qué hacer, volvió a mirar en dirección al sótano por el cual había salido aquel ser. Dos pares de ojos rojos lo miraban desde allí. Eran dos versiones en miniatura de aquella cosa infernal, dos vástagos quizá, que a diferencia de su predecesor, si habían notado a Naktún. No debían tener más de tres pies de altura. Cuando el primero de ellos se abalanzó sobre él, el joven le propinó una patada en el pecho, lanzándolo contra el otro. Acto seguido, a gatas, Naktún dio media vuelta y atravesó el fuego incipiente que comenzaba a devorar el lugar.

Al asomar hacia el salón principal, se convenció a si mismo de que la ruina se había desatado sobre la tierra, y que él había sido maldecido con los ojos del testigo. Estaba condenado a observar los aberrantes ritos del infierno. Era el fin de los tiempos. Aquella gigantesca criatura estaba en el centro de la taberna. Había un hombre de ojos amarillos colgado de ella, mordiéndole el cuello. Aquel horrendo ser había atrapado a una mujer, la cual gritaba e insultaba cual posesa, y habiéndola tomado por una de sus piernas, la golpeaba contra el suelo y las mesas. Otras seis personas rodeaban al terrorífico ser y se lanzaban contra él. El fuego se había extendido por las paredes e iluminaba la macabra escena. Naktún no sabía a qué temerle más, si la gigantesca masa de carne gris de ojos rojos, o a los hombres enardecidos que se habían levantado de su eterno letargo. El cumuló de muertos apilados en la entrada era ahora un amasijo en movimiento. A sus espaldas oyó unos chillidos. Las dos criaturas más pequeñas corrían hacia él con los brazos extendidos al frente y mordisqueando el aire. Tomó una botella rota de la barra y se le encajó en el cráneo al primero en llegar. Intentó sacar su cuchillo, pero el segundo lo embistió, de la cintura para abajo, tirándolo al suelo y haciéndole perder el arma. El ser intentaba morderlo a toda costa, pero el joven con una mano le sostenía la frente, alejándole el rostro, y con la otra procuraba tomar el cuchillo que se había caído a poca distancia. Al ver que no podía alcanzarlo comenzó a golpear a puño limpio. Introdujo un pulgar dentro del ojo del vástago, que chilló de terror. Se lo quitó de encima y se paró. Aferrado a la barra del bar le propinó una serie de patadas y pisotones hasta que la criatura quedó inmóvil. Naktún no se percató de que gritaba a viva voz mientras acribillaba a patadas a aquel engendro, ni de que el fuego había alcanzado la segunda planta. En el medio de la sala, los resucitados ganaban la contienda. Habían rodeado a la mole gris, sujetándole los miembros y trepándose encima de la misma. Perplejo, Naktún observaba la refriega, cuando, cediendo ante las llamas, una gran viga de madera cayó en el centro de la taberna, aplastando al monstruo y a la mayoría de los desquiciados que lo rodeaban. El joven protegió su rostro ante el impacto. Hubo una explosión y astillas de madera salieron despedidas por doquier. Los resucitados gritaban, se quemaban. Uno de ellos, una vieja, salió corriendo de entre las llamas y se lanzó sobre la barra. Otro se lanzó desde la planta superior y se estrelló contra el suelo. Naktún echó a correr, convencido de que si se quedaba en aquel lugar moriría incinerado. Esquivó a los reanimados que ardían y a los escombros en llamas que habían caído desde el techo. Subió por las escaleras hasta la habitación por la cual había entrado. El fuego lo consumía todo. La habitación resplandecía. La cama, el armario, las cortinas, todo el interior alimentaba la combustión. Sin pensárselo dos veces, se lanzó por la ventana. Al caer se torció el pie izquierdo. Le dolía mucho, pero la urgencia por escapar de aquel lugar lo hizo ponerse de pie. Dando pequeños brincos rodeó la taberna para ir por la mula. El animal estaba espantado ante las llamas y los alaridos que provenían del interior del lugar. Por vez primera se subió a la mula y a esta no le importó, salió de allí trotando a una velocidad que a Naktún le resultó inverosímil. Como pudo, enfiló en dirección al gran camino. Quizá tuviera la suerte de encontrar a alguien vivo. Quizá, no todos los hombres habían sucumbido aun, y como él, escapaban aterrados del mal.
Se giró un momento para ver como la construcción se venía abajo, envuelta en llamas. Agotado, fue vencido por el sueño mientras cabalgaba.
Tuvo terribles pesadillas. Soñó con tierras que no había visitado jamás en su vida. Avanzaba junto a miles y miles de personas por un arroyo poco profundo, flanqueado a ambos lados por hileras de árboles frondosos. Más allá de los árboles, descomunales montañas ornaban el horizonte, con sus cimas cubiertas de nieve. Era un paisaje extraño. Apenas había atisbado estas cosas en los cuentos antiguos del viejo Pur; los bosques, la nieve, el césped y las montañas. Iba todo sucio y andrajoso, con los pies lastimados. Miró a quienes pasaban a su lado. Quiso gritar pero no pudo. Rostros desencajados de ojos amarillos le dieron la bienvenida, víctimas de la peste. Algunos se quedaban quietos en el camino temblando, y luego se inflamaban adquiriendo su piel una tonalidad gris. «Nosotros somos los monstruos» pensó Naktún, y aquella noción, proveniente del sueño, lo aterrorizó. Se sentía todo tan real. El suelo tronaba, lo sentía pulsar. Al frente de la multitud, colosales figuras quebraban el cielo, y a cada paso que daban el terreno vibraba. Caminaban en dirección a una formidable ciudad fortificada, emplazada sobre una meseta que se elevaba de forma abrupta por sobre los árboles y el arroyo. De buenas a primeras, comenzaron a llover piedras de fuego, gigantescas, causando estragos entre los apestados. Hubo un impacto cerca suyo y se encontró en un instante con el rostro sumergido en el arroyo. Estaba aturdido. Oía lamentos y estruendos. Observó atónito su propia imagen en el agua, y al ver sus ojos reflejados, el pavor lo invadió.

Un brusco golpe lo arrancó de su pesadilla. Había caído de la mula recibiendo el suelo con la frente. Con lágrimas en los ojos se incorporó, mientras frotaba la zona del inminente chichón. A pocos pasos estaba la mula, tumbada en el suelo. Al caminar hacia ella notó lo mucho que le dolía su tobillo izquierdo. Se tiró al suelo junto al animal. La pobre mula sangraba por la nariz, y le costaba trabajo respirar.

—Supongo que hasta aquí llegamos amiga – le dijo, mientras acariciaba su crin – este es el fin para los dos.

La mula dio un último resoplido y murió, dejando solo a Naktún en medio del yermo. El joven se recostó sobre ella llorando. No veía el camino en ninguna dirección. El animal debió desviarse en algún momento mientras él dormía. Buscó en las alforjas los últimos restos de alimento. No sacó más que migajas. Un poderoso aullido proveniente de unas elevaciones a su izquierda le heló la sangre. Un lobo negro, enorme, lo observaba desde la cima de un montículo. Le siguieron otros, igual de temibles, eran muchos, quizá ocho o diez. Comenzaba a despuntar el alba. Naktún echó a correr, como pudo, con el tobillo inflamado. Cada paso era una tortura. La jauría comenzó a seguirlo, sin esmerarse. Se acercaban hasta el por detrás y le lanzaban mordiscos. «Estos lobos no son normales, se están divirtiendo a costa mía» se dijo el joven. «Saben que me tienen». Siguió corriendo mientras las bestias lo acechaban. Era como en su sueño. Ya sin fuerzas se giró para enfrentar su destino, pero los lobos se habían quedado rezagados a varios pies, con sus pelos erizados. A su espalda una voz le habló:

–¡Hey muchacho, hazte a un lado! –. Supo, con toda certeza, que su sueño se había vuelto realidad.

Se lanzó a un lado y lo vio, erguido en sus patas traseras eclipsaba el sol naciente y proyectaba una larga sombra sobre la jauría. Era aún más sorprendente que en su sueño. De pronto, el reptil cayó con todo su peso hacia delante atacando a los lobos. Tomó al lobo negro por el cuello y lo sacudió, para luego lanzarlo lejos. Hubo dos lobos que no se amedrentaron y atacaron al reptil. Entonces Naktún notó que sobre el lomo de la increíble criatura iba una persona portando una espada y ataviado con ropas extrañas. Uno de los animales se lanzó contra el hombre y este lo atravesó con su espada en pleno salto. El otro lobo buscó la garganta del reptil, pero salió despedido cuando el lagarto le propinó un zarpazo con sus garras. Al ver esto, el resto de la jauría huyó espantada. Naktún seguía en el suelo, con el corazón en la boca. El hombre desmontó y se paró frente a él, levantándole el mentón con la punta de su espada.

—Déjame ver tus ojos, muchacho.

Naktún levantó la vista, obligado. Tenía los ojos anegados en lágrimas.

—¿Por qué lloras?

—Pues, tenía miedo de morir.

—Y no te ha faltado mucho. ¿Tienes fiebre?

—No.

—¿La tuviste cierto?

Naktún no sabía que contestar. El hombre comenzaba a asustarlo. Le echó un vistazo de arriba abajo. Llevaba una suerte de armadura de cuero marrón oscuro, con pequeños parches metálicos y una capa sucia por el viaje, del color de la arena. Tenía barba de varios días, negra, al igual que sus cabellos, recogidos hacia atrás.

—¿Cuál es tu nombre?— le preguntó.

—Mi nombre es Naktún, señor. Gracias por salvar mi vida.

El hombre lo levantó por el cuello de su camisa andrajosa, acercando su rostro al suyo.

—No ha sido gratis muchacho. ¿Qué sabes sobre Nerotzulma?

—¿El pueblo? Nada señor. Hace mucho tiempo que no voy allí.

—¿No eres del pueblo?

—No. El pueblo era mi destino. Yo vivo cerca de los límites con el desierto. Vivía, mejor dicho.

El hombre lo soltó.

—No me sirves de nada entonces. Vete de aquí. Busca refugio y aléjate de los hombres de ojos amarillos.

Naktún desesperado se aferró al brazo del hombre, que se había dado media vuelta en dirección al reptil.

—¿A dónde señor? No hay nada aquí. ¿Usted me está diciendo que me muera solo? ¿Me ha salvado de los lobos para dejarme morir a la intemperie, sin comida y sin agua? Mis padres murieron. No tengo nada en este lugar. Hace días que vivo un infierno; buscando personas sanas, alguna esperanza, y usted, que es el primero al que encuentro, ¿piensa abandonarme a mi suerte? Le ruego me lleve con usted, por favor.

Por un segundo pensó que aquel forastero iba a golpearlo. El hombre respiró hondo y lo miró de arriba abajo con compasión. Vio algo en Naktún. Aquel joven había vivido un calvario que pocos tolerarían y sin embargo estaba entero, aún se aferraba a la vida.

—¿La mula era tuya?

Naktún asintió.

— ¿Y quemaste aquella posada cerca del camino?

— Eso fue un accidente señor.

Has de saber muchacho – le dijo, mientras montaba sobre el reptil — que vengo de tierras muy lejanas siguiendo el origen del mal, progenitor de este infierno del que hablas. Si me sigues, pondrás en riesgo tu vida también. Este es, con toda probabilidad, un viaje sin retorno. Naktún no dudó siquiera un segundo.

—Iré con usted señor. Prefiero arriesgarme en su cruzada a morir solo.

—Soy Argan Del'Ashem, primer maestro de armas de Galashir y a partir de ahora me dirás "maestro" – extendió una mano para ayudarlo a subir al enorme reptil. El joven se acomodó detrás; el reptil tenía en su extenso lomo dos sillas de montar y una cantidad considerable de equipaje.

—Allí en las alforjas labradas en hilo rojo hay carne seca, toma un poco.

Naktún estaba muerto de hambre. Tomó un pedazo y comenzó a morderlo con gusto. Miles de preguntas acerca de aquel extraño rondaban la mente de Naktún, pero no quería sonar descortés, tentando así su buena suerte.

—Señor, digo, maestro Argan, ¿es acaso usted un caballero errante?

Argan frunció el ceño ante la ocurrencia del muchacho – supongo que sí, algo similar –contestó.

Por primera vez en varios días, a pesar del cansancio físico y el dolor en su corazón, Naktún sonrió.

—Entonces somos como Pancho Lanza y el Don Fijote, vea usted.

—Jamás he oído hablar de ellos, chico. Sostente fuerte.

Argan dio un siseo y el reptil se lanzó a la carrera, dejando un surco sobre la tierra. En el firmamento, nubes sombrías se agolpaban, presagiando una tormenta.

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