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Capítulo 20: Un Sueño de Invierno


  Burglu acarició su panza desnuda con hastío y observó a los chatarreros desde el interior de la capsula. Había cierto revuelo entre ellos. «¿Qué sucede con estos inútiles?» pensó, incorporándose sobre sus almohadones para ver mejor. El bullicio se había generado en torno a uno de los chatarreros que festejaba dando saltos, había encontrado una plancha de metal corroída y oxidada, todo un tesoro. El Oldobrón, enfadado ante la idiotez de sus inferiores, dirigió la máquina bípeda hacía el grupo de incautos, mientras estos alababan el fútil descubrimiento. Habían recorrido las ciénagas durante dos días, hurgando, y no habían encontrado nada. Los prófugos habían desparecido.

— ¿Acaso aquello te parece un hombre? –preguntó Burglu al chatarrero.

—Un preciado tesoro –respondió el hombrecillo enseguida, mostrando la chatarra con evidente orgullo.

Los cables del Oldobrón rodearon sus pies elevándolo por el aire, para luego azotarlo repetidas veces contra el suelo.

— ¡Hoy buscamos hombres! –gritó Burglu, por enésima vez, mientras destrozaba el cuerpo del chatarrero —. Ni rocas, ni metal, ni gas. ¡Hombres!

La sangre se mezcló con el fango y los chatarreros salieron corriendo en todas direcciones ante la violencia desmedida del Oldobrón. Solo uno se quedó tieso, observando la escena, y ante un inusitado acto de valentía, o estupidez, tomó el pedazo de chatarra del suelo y se alejó chapoteando por la ciénaga para ocultarse entre los árboles.

Burglu no terminaba de acostumbrarse a aquellas faltas de obediencia y recordaba tiempos mejores, con un dejo de nostalgia y rabia.

Se disponía a seguir al insubordinado, cuando de entre los arbustos y helechos salió una formación de soldados, comandada por el sacerdote negro. Este, llevaba extraños ropajes, reliquias de un pasado donde la vestimenta importaba y era variada. Rilnim Ferpes realizó una simple señal con su mano y el pequeño hombrecillo en retirada, se detuvo en las aguas del pantano.

—Mátenlo –ordenó.

Con las lanzas en ristre, los soldados avanzaron por la ciénaga y atravesaron al chatarrero que se encontraba inmóvil, ya sea a causa del terror o por el influjo de aquel hechicero. Su cuerpo mancillado y el trozo de metal, se hundieron ambos bajo las aguas lóbregas. La formación continúo avanzando hacia donde se encontraba el Oldobrón, inspeccionando la ciénaga de forma minuciosa y organizada. Algo que los chatarreros no eran capaces de hacer. Pasaron junto a Burglu sin siquiera observarlo; aquella no era su prole, tarmitanos falsos, nacidos de la máquina. Los verdaderos hijos acababan de dispersarse por temor a que su padre los asesinara.

Se asombró al ver al hechicero, cuyas botas de cuero escamadas repiqueteaban sobre las aguas estancadas como si de piedra se tratase. Así cruzo la ciénaga, sonriendo, sin siquiera mojarse. ¿No había acaso un profeta de los antiguos hombres que había realizado el mismo prodigio?

El Oldobrón sintió una mezcla de odio y terror al verlo, desde lo alto de la maquina bípeda era tan solo un hombre más vestido con ropas ridículas. Pensó por un segundo en destrozarlo con los cables de acero o aplastarlo bajo las fuerzas de las piernas mecánicas, pero el miedo prevaleció. Aquel temor primitivo ante lo desconocido lo paralizaba.

—Hombre de poca fe, ¿por qué dudas? –preguntó Rilnim, extendiendo sus manos con las palmas hacia arriba y exagerando un rostro compasivo.

Si acaso estaba imitando a alguien, Burglu no supo reconocerlo.

—Sacerdote –saludó el Oldobrón con un ligero movimiento de cabeza, como si no hubiese oído la pregunta capciosa.

Rilnim observó el cuerpo destrozado del chatarrero que había encontrado la pieza de metal oxidada y lo escupió dos veces.

—Una saludable cosecha —exclamó, en clara alusión a la simiente de los Oldobrones.

Burglu ofendido por la burla, guardo silencio.

—Imagine que no los encontrarían –dijo Rilnim, explicando su presencia sin necesidad alguna—. Las ciénagas tiene una extensión considerable y tus hijos se distraen con gran facilidad.

—Hemos buscado durante horas –se defendió Burglu—. Estos dos han sido casos aislados, debidamente castigados.

—Que lo padres obesos hagan con sus hijos defectuosos lo que les plazca, mientras siga habiendo numerosa mano de obra para mis designios.

—Los de nuestro Dios –lo corrigió el Oldobrón con tonó irónico, sin siquiera pensarlo.

— ¿No me has visto acaso caminar sobre el agua? ¡Yo soy el hijo de Dios entre los hombres!

Al ver el rostro desencajado del hechicero, Burglu palideció. La capsula donde se hallaba se puso fría, como si lo hubiesen encerrado con nieve dentro.

— ¿Acaso podría ser de otra forma? –preguntó Rilnim —. Yo soy el portavoz y mi camino no es otro que la voluntad de Temsek.

En sus ojos relampagueó un infierno. Burglú se preguntó cómo era posible que un rostro cambiase tanto.

—Si dudas de mí, dudas de nuestro Dios. ¡Debería hacer que tus propios engendros desbaraten esa máquina y te coman vivo!

— Lo siento mi señor –se disculpó el Oldobrón, amedrentado –me he expresado mal. Es usted la única conexión entre nosotros y nuestro señor. ¡No somos capaces de entender el camino por el cual transitamos!

— Por supuesto que no –dijo Rilnim, en tono sombrío—. Por ahora siguen siendo útiles y fieles. No olvides esas dos características, foméntalas y practícalas.

—Sí, mi señor.

—He de acelerar la búsqueda, asegúrate de que tus hijos sigan buscando.

Burglu asintió, y sin más, Rilnim se internó entre los árboles y los helechos, siguiendo a los soldados.

El Oldobrón se quedó en silencio, observando la sangre que manaba del cuerpo del chatarrero al cual había asesinado. Parecía lejano el día en el cual el sacerdote negro se había presentado ante sus hermanos Oldobrones, la desendencia de Golorna, haciendo gala de sus artes extraordinarias y sus palabras seductoras. Fatídico día, aquel que marcaría el inexorable declive de aquellos que por siglos habían tolerado el aire tóxico de Tarmitar, gobernando ante toda adversidad. Era por eso que Burglu, en su orgullo, se consideraba a sí mismo y a sus hermanos, una casta de supervivientes. Habían heredado la sangre de Golorna, y con ello, el derecho a gobernar sobre los los chatarreros y procrear con las mujeres más sanas. Pero también habían heredado la enfermedad, aquella obesidad morbosa. Hace cientos de años atrás, los últimos hijos de los hombres se protegieron bajo tierra, escapando de las guerras y las armas que ellos mismos habían creado. Fue una edad oscura, caótica y brutal, donde todo el conocimiento humano se perdió. Los intraterrenos sólo priorizaron sus necesidades más básicas. Con el paso del tiempo, aquellos que sobrevivieron vieron sus cuerpos deformados y debilitados por la toxicidad del ambiente. Quienes quedaron en la superficie, se convirtieron en algo mucho peor. Sedientos de sangre e incapaces de pensar, se volvieron meros animales. En sus cuerpos la toxicidad del ambiente tuvo su máxima expresión. Mutaron y se volvieron abominables. Los que habitaban las profundidades los llamaron "Wormos". Hubo caos. Siempre hay caos cuando la civilización llega a su fin. Las criaturas que deambulaban por la superficie, buscaban alimentarse de sus hermanos subterráneos. Cruentas batallas libraron los primeros chatarreros con el fin de diezmar el avance de los wormos. Fue una era marcada por la barbarie y la ignorancia. Sin embargo, había uno entre ellos que aún recordaba las formas y los modos de los hombres antiguos: Golorna. Bajo su yugo se instauró un orden jerárquico, el mismo que había perdurado hasta la llegada del hombre extraño. "Tarmitar", fue el nombre que eligió Golorna para la ciudad intraterrena que a la fuerza, los chatarreros habían tenido que adoptar como hogar. Golorna no se percató de la terrible enfermedad que lo acuciaba, hasta que la misma comenzó a deformar su cuerpo. Engordaba a una velocidad inusitada y sus carnes se inflamaban. Ya casi no podía moverse por voluntad propia. Era tal el respeto que se había ganado, que sus allegados procuraron protegerlo en vez de destronarlo. No obstante, Golorna no deseaba quedarse postrado. Estaba decidido a observar el cielo por sobre las ruinas de los hombres. Ordenó que se le construyese un artefacto que lo ayudase con su discapacidad y lo protegiese de la muerte exterior. Los chatarreros, que a pesar de su inherente brutalidad habían demostrado gran capacidad para desarmar las máquinas antiguas y crear otras nuevas a partir de las mismas, construyeron el primer modelo de transporte bípedo para él. En ese entonces también se crearon los primeros prototipos de máscaras de gas. Golorna era un visionario, sabía bien que los chatarreros jamás serían capaces de gobernar, y entonces, en su afán de perpetuar su sangre, busco a las mujeres más sanas de entre los tarmitanos y las tomó para sí. También envió grupos de exploradores, a cazar mujeres en las tierras lejanas de la superficie. Encontraron que en el exterior, los hombres se habían mantenido sanos, lejos de las ruinas afectadas por la guerra. Sin embargo eran todos unos salvajes y no vestían más que cueros y herramientas de piedra. Los chatarreros asesinaron a muchos y se llevaron a las hermosas mujeres, pero no volvieron a tener contacto con aquellas tribus, avergonzados por sus propias formas y en vista de que jamás volverían a tener aquellos cuerpos sanos. A Golorna no le importó, había obtenido lo que quería. Procreó sin cesar y tuvo diez veces diez hijos. Todos heredaron su enfermedad, incapaces de moverse libremente al alcanzar la juventud. Aquello había sucedido hace tanto tiempo, que a Burglu le resultaba imposible concebir los días y las noches transcurridas desde ese entonces. Los hijos que sobrevivieron fueron los primeros Oldobrones y perpetuaron su sangre. Se impusieron por sobre los chatarreros usando sus máquinas y los gobernaron con mano de hierro hasta la llegada del sacerdote. Cuando Rilnim Ferpes se presentó en Tarmitar, hablo ante los Oldobrones y habló bien, idolatrando la forma de vida que estos llevaban y su tenacidad ante la adversidad. Hablo de un dios de metal, de hierro y acero, oculto en lo más profundo de la tierra y lo que dijo fue bello ante los oídos de los chatarreros. Mostró los conocimientos que, según decía, había heredado de aquel Dios. Bajo su instrucción los chatarreros construyeron y repararon una gran cantidad de artefactos antiguos. Las lámparas antiguas volvieron a brillar a todo lo largo y ancho de la ciudad subterránea, alimentadas por los generadores de energía eléctrica, abastecidos con los gases de las fosas de las ciénagas. Por los túneles, veloz, el mecanismo de transporte volvió a funcionar, como así también las plataformas de ascensión. Tarmitar había realizado un avance descomunal en solo cuestión de meses, y el carácter milagroso de estos acontecimientos fortalecieron la imagen del Dios del hombre extraño ante los ojos de los chatarreros. Aquellos Oldobrones desconfiados, que no aceptaron de inmediato el potencial de adorar a Temsek, se vieron obligados a postrarse para sobrevivir. No había otra opción. No fue hasta que la descendencia de Golorna observó a la nueva estirpe de Tarmitanos, fuertes y sanos, nacer de las incubadoras, que comenzaron a temer. ¿Qué sucedería con la simiente de los Oldobrones?
Su progenie dejaría pronto de tener sentido alguno. Los nuevos hombres y mujeres, sin deformidades, nacían ya adultos en cuestión de semanas. Un ejército que se fortalecía día a día, destinado a conquistar la superficie. Burglu y sus hermanos jamás tuvieron semejante visión u anhelo, nunca pensaron con tal orgullo el gobernar también sobre las tierras lejanas de la superficie. Incluso, sin resistencia, habían sido desplazados de sus puestos de gobernantes para ser meros capataces. Sus hijos ahora, incapaces de vislumbrar su futuro aciago, se encontraban obnubilados por una fervorosa pasión religiosa y servían a los fines del sacerdote negro, cuyo discurso se repetía en cada rincón de los túneles intraterrenos, desde las cajas multiplicadoras de imagen y sonido.
Burglu había comenzado a forjar una rebelión, a pesar del miedo que sentía ante la presencia de Ferpes. Varios de sus hermanos habían comenzado a preocuparse por la nueva raza emergente, y por el poderío del sacerdote que parecía no conocer límite alguno. Dudaron incluso del Dios cuyos designios promulgaba.
En lo más profundo de la ciudad, Rilnim seleccionó máquinas que, según él, abrirían el camino hacia el templo de Temsek. Los chatarreros trabajaron hasta el cansancio, y cavaron abriéndose paso allí donde la tierra era en extremo sólida y compacta. Los oldobrones rebeldes se convencieron de que era prudente esperar a que el sacerdote se equivocara sobre la existencia del templo, o a que los fieles creyentes se amotinaran luego de una búsqueda infructuosa. Aquella espera fue un grave error. Justo cuando parecía que la excavación no estaba rindiendo frutos y Burglu y sus hermanos se preparaban para enfrentar al sacerdote negro, los chatarreros se abrieron paso hacia una cueva antiquísima, de inmensas proporciones. En su centro, se erigía un templo increíble en el cual descansaba, según decían, el cuerpo material del Dios de hierro. Y si bien se les prohibió a los tarmitanos el ingresar a la cueva, aquel descubrimiento significó la consolidación de la religión del sacerdote y la disgregación de los Oldobrones rebeldes. Su poder era absoluto.

Desde la fuga de los intrusos, las sombras del Dios recorrían la ciudad subterránea y su presencia sometía a todos los Tarmitanos.

Y Rilnim Ferpes, a su antojo, decidía el porvenir de los hijos de Golorna.

Burglu no podía permitirlo.

Observó el brillo del escupitajo que cubría los lentes de la máscara del chatarrero muerto a sus pies. Le sobrevino un terror inexplicable, como si aquella saliva fuese capaz de resucitar el cadáver o transformarlo en una horrenda criatura. Entonces, puso en movimiento la máquina y se alejó de allí, internándose en lo profundo de la ciénaga.

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Las aguas escarchadas y el descenso en la temperatura marcaban el fin de las ciénagas de Azchoria y el comienzo de la tundra Nívea. Tras las últimas hileras de árboles, se divisaba un extenso terreno con poca vegetación, cubierto a medias por la nieve, y más allá de este, sobresaliendo por sobre el velo de una densa bruma, los picos de la cadena montañosa que la tribu Mghé mal había decidido bautizar como "Monte Alto". Al Sur, la irregular cordillera de Tull separaba a la tundra del Bosque Sombrío. Tefir y Ojo jamás habían pisado aquellas tierras, las del Valle Sinuoso y las otras que llegaban hasta el Rio Grande y habían sido por muchos años, el campo de batalla de una guerra absurda entre Lartu y Galashir. Sobre aquellos asuntos, ambos ladrones poco sabían. La guerra terminó cuando se forjó el pacto de paz y ya a nadie le importó la sangre derramada. Las personas eran olvidadizas y los pueblos que allí habitaban decidieron formar parte de sendos reinos, con la cercanía a cada cual como criterio principal. Tefir no recordaba los nombres, aunque le interesaba la historia. A Ojo los asuntos políticos siempre le tocaban los cojones.

Se detuvieron por unos segundos para recobrar el aliento. Tefir atento al entorno, buscaba un árbol que le resultara familiar.

—Pa-pa-parece que la he-helada se anti-ti-cipó e-este año –dijo Ojo Hermoso, con sus prendas empapadas y cubiertas de fango. Del frío que tenía, bien podría tartamudear el doble.

— ¡Me moiro del fío! –exclamó Uñu.

El enano se había metido bajo la capa de Ojo, y abrazaba la pierna de éste con la impúdica insistencia de un perro en celo. Cuando se limpió los mocos sobre su pantalón, Ojo le amasijó la cabeza a coscorrones.

—No peleen más, lo he encontrado –dijo Tefir, saliendo del interior de un tronco caído y hueco. Arrastraba un gran petate de cuero. Sacó dos abrigos de piel de Tenga, uno para él, el otro para Ojo. Los habían dejado allí antes de internarse en la ciénaga, pues poseían un peso considerable y además, el clima hacía el sudeste no tardaba en volverse agobiante, producto de los aires contaminados de la región tarmitana.

Uñu se mantuvo expectante, con los mocos que ya casi se le habían congelado en la nariz cual estalactitas, mientras los otros dos se colocaban sus abrigadas prendas. De poco paciente que era, y al ver que en el petate no quedaba nada para él, corrió directo hacia Tefir que se encontraba de espaldas y le dio un puntapié en la pantorrilla.

— ¡Ay carajo! Me cago en tu put...

— ¡Uñu se moire del fío! ¡Daime doipa oi me peigo a lai peirna de Oijo!

— ¡E-eso si q-que no!

Tefir, lanzando improperios por lo bajo, tomó el petate, sacó una navaja y le hizo algunos cortes. Luego se quitó la capa y la colocó por dentro del bolso de cuero.

—Quítate las almohadas Uñu.

El enano quedó desnudo, muy a pesar del grupo, y enseguida Tefir le colocó encima el petate con la capa envuelta en su interior.

— ¿Está mejor así?

Uñu parecía a gusto con aquel chaleco de cuero de rápida confección. La capa lo abrigaba, pero una parte de la misma casi tocaba el piso, de forma tal que parecía un vestido. Aún portaba la ridícula cacerola embutida en la cabeza, que a estas alturas ya debía haberle congelado el cerebro.

Ojo no pudo contener la risa, pero Tefir lo reprendió.

—No pienso fabricar otro abrigo, si se pone a fastidiar de nuevo te encargas tú.

— ¿Ti reis dei Uñu? – preguntó el enano mirándose las ropas.

—N-no, pa-para nada. T-te que-queda pi-pintado –dijo Ojo, atento a la mirada de su compañero.

—Es una prenda digna del maestro entre ladrones —añadió Tefir.

—¡Pois graicias!

Habiendo conformado al enano, continuaron avanzando hacia el Noroeste. No había tiempo para descansar. Llegar a la tundra a través de las ciénagas podía tomar mucho tiempo, pero Tefir y Ojo conocían el área dónde la ciénaga era menos extensa. Esto les permitió dejar atrás a sus persecutores y atravesar el terreno fangoso en tan solo dos días y medio. Había sido un viaje arduo, y apenas habían tenido tiempo para detenerse a comer y a descansar.

La tundra era un paraje desolado, que no presentaba resguardo alguno ante las inclemencias del clima. Caminaron por un lapso de dos horas, durante las cuales Uñu no dejó de preguntar hacia donde iban y cuanto faltaba para llegar. Había que admitir que el enano tenía una voluntad de hierro y les había seguido el paso aun desperdiciando el aliento en una enorme muestra de curiosidad insaciable. Todo le resultaba nuevo y extraño.

Se encontraban subiendo una cuesta cuando Ojo, agotado por el trayecto y las preguntas imparables del enano, perdió los estribos.

— ¿¡Y q-q-que es e-esto!? ¡E-esto es un mu-musgo! –gritó, señalando al brote verdoso pegado a las rocas.

Uñu lo miró inquisitivo, haciendo nota mental sobre el conocimiento proporcionado, sin notar la histeria que se adueñaba de su compañero de viaje. Observó cómo Ojo Hermoso arrancaba otro montón de "musgo" del suelo.

—Y e-esto ta-también es mu-musgo. ¡Mu-musgo! –le dijo, agitando la muestra frente al rostro del enano—. ¡To-toda esta ti-tierra está lle-llena de mu-musgo!

— ¡Ohhhh! —exclamó Uñu asombrado ante tamaña enseñanza.

El asombró del enano provocó tal fastidio en Ojo, que comenzó a saltar sobre las plantas que cubrían la superficie pateándolas y haciéndolas saltar por los aires.

— ¡Hagan silencio! –ordenó Tefir, que se había echado al suelo, sobre la cima de la cuesta y observaba en la distancia con su catalejo.

—Vamos a monte Alto, al hogar que la tribu Mghé tiene entre las montañas – explicó Tefir mientras oteaba el horizonte —. Te advierto Uñu que aún nos quedan varios días de viaje.

Al enano no le gustó la respuesta.

—I-iremos a ve-ver al vi-vi-viejo lo-loco.

— ¡Me doilen los pieses!

— ¡Les dije que hicieran silencio!

Ojo se acomodó junto a Tefir intentando escuchar y pegó el oído al suelo. Ante ellos se encontraba una amplia llanura cubierta de líquenes y, por supuesto, musgo. Su apagado verdor se mezclaba con la nieve que había comenzado a caer de nuevo. Uñu se acercó para ver mejor.

—Tú quédate agachado –dijo Tefir, empujando la olla del enano hacia abajo.

—A-apenas o-oigo algo –dijo Ojo.

—Es la tribu –anunció Tefir, apenas vio a la caravana aparecer en el horizonte—.Con la llegada de la nieve vuelven a la espesura.

Ojo pidió prestado el catalejo y observó también. Era un grupo numeroso, quizá unas trescientas personas.

—Con los brazos en alto y el rostro a la vista compañeros –avisó Tefir –, o lloverán flechas.

Así, descendieron por la cuesta y caminaron por el llano. Una única saeta se clavó frente a Tefir, cual advertencia. Era de esperarse.

— ¡Soy Tefir, vengo a hablar con el Ung'ma Kunturi!

Hubo murmullos en la caravana. Ojo notó que todos eran hombres, en su mayoría adultos y algún que otro joven. Unos pocos iban de pie, guiando a dos bueyes con una abultada carga, el resto montaba a caballo. Durante las temporadas cálidas los hombres de la tribu Mghé cazaban en la tundra y se alojaban en las cuevas a los pies de las Montañas. Al caer el invierno volvían a la espesura, y se reencontraban con sus mujeres e hijos. Un hombre a caballo se separó de la caravana y trotando se dirigió hacia el trío. El corcel era un alazán de color pardo, de crin y cola rubias. Lo montaba a pelo con gran destreza. Detuvo su montura ante Tefir. Ojo ya lo había visto antes, cuando hablaron con el viejo. Era un hombre macizo de piel oscura y de cabellos negros, atados en una larga trenza que le llegaba hasta la cintura. Su rostro parecía comprimido, como si estuviese todo el tiempo haciendo una fuerza descomunal, e iba pintado con tintes rojos y negros. Sus cejas eran tan gruesas y pobladas, que Tefir solía decir que habían evolucionado para protegerlo del frío de la tundra. No obstante, y contradiciendo tal teoría, iba arropado con la misma clase de abrigo que llevaban Ojo y Tefir, un regalo del viejo Ung'ma para el viaje.

El hombre levantó una mano y realizó un pequeño agarre, como si pretendiese atrapar el aire. Entonces, habló en la lengua común:

—Yo te saludo, manos rápidas.

—Y yo a ti, Siwar –contestó Tefir, realizando el mismo movimiento.

—Ung'ma Siwar – lo corrigió el nuevo Jefe, con orgullo.

Tefir se giró por un segundo y miró a Ojo.

«Ahí van mis monedas de oro», pensó el virolo, al ver el rostro preocupado de su compañero.

—Os saludo también, Ojo Raro –anunció Siwar, al reconocerlo.

—E-es he-hermo-moso –masculló Ojo, ofendido.

— ¡Pó que cosa más rara los ha acompañao!

—Es un enano –explicó Tefir, al comprender que Siwar había visto a Uñu que se ocultaba tras Ojo, temeroso ante los nuevos rostros—. Le debemos nuestra vida, y es por eso que nos acompaña.

—Mmhm... es muy chiquito.

Tefir no supo que contestar ante el parecer de Siwar. Aquel hombre le resultaba inexpugnable, y ahora que se había convertido en Ung'ma, no se atrevía a contradecirlo. Esperó a que Siwar hablara de nuevo, cosa que hizo en cuanto dejó de observar a Uñu con el ceño fruncido.

— ¿Quias visto en la terra de la muerte, manos rápidas? El Ung'ma te habla agora, y quiere saber, aun sí pa' Kunturi era lo que vieron tus ojos.

Tefir y Ojo habían realizado un contrato con Kunturi, y no con Siwar, no obstante las circunstancias apremiaban y el joven ladrón sentía respeto por la tribu, más allá de las pequeñas pujas de poder que pudiesen existir entre el nuevo Ung'ma y el viejo.

— ¿Qué ha pasado con Kunturi?

—Se ha quedao en el Monte Alto y ha bebido su última Umwala. Tenía un largo parlar para ti y sus cosas pa' hacer, ma'h Siwar noa preguntao, po' quies costumbre respetar al viejo Ung'ma. No mias contestao manos rápidas.

—Es difícil contestar –explicó Tefir, pensando en lo acontecido—, pues no creo aun lo que han visto mis ojos Siwar. Un monstruo, eso vimos quizá. Un hechicero también. Este no es uno de mis cuentos, es verdad. Ojo estuvo conmigo, lo puede confirmar.

Ojo asintió, ante la atenta mirada del Ung'ma.

—Tarmitar ha despertado –continuó Tefir—. Lejos está de ser tierra muerta Siwar. Son muchos y son hostiles. Creemos que han atacado al reino de los hombres que habitan al Sur, Galashir. Hemos visto hombres que no nacen de vientre alguno y se desarrollan y crecen en número rápidamente. Hablo de un ejército Ung'ma, y le digo que si aprecia su vida y la de su tribu debería irse cuanto antes.

—Hablas de monstros y hechicería, hablas parecido a los sueños de Kunturi.

«¿Sueños?» pensó Ojo al oír a Siwar. « ¿Acaso el viejo había tenido algún tipo de visión?»

—Eso es algo pá los churis –continuó Siwar, subestimando las palabras de Tefir —. Vaya a contar su experencia a Kunturi mientras fuman el fulú.

Tefir habló conteniendo su furia, ante la burla del nuevo Ung'ma.

—Yo le he contado muchas historias a los niños de tu tribu Siwar, pero tú eres un hombre, y eres Jefe. No tengo historias para ti, solo la verdad. No quiero cargar en mis hombros con la desgracia de ningún pueblo. Aún si estas manos rápidas, como tú las llamas, han matado y han robado alguna vez, jamás han cometido un crimen contra los hombres de bien. ¡Te estoy diciendo que se avecina una guerra!

Siwar pareció meditar por unos segundos, para luego colocar a su caballo de lado.

—Fije que nos vamos manos rápidas, sea verda' o no. Si alguien viene no os va a encontrar en esta terra. Un pájaro negro ha volao sobre nosotros, agora no se ve en el cielo, pero es un mal yujú. No hay pájaros negros en las terras del Tenga, no hay tampoco en la montaña. No me gusta.

—Te deseo el bien Ung'ma Siwar, espero verte en la espesura con a tu gente a salvo.

—Ya, si andáis pa donde el viejo Kunturi, no muy lejos del árbol que danza solo, han cavao sus madriguera los Tenga, pero las han abandonao cuando los cazabamos. Pasen la noche ahí, pos aviene una gran tormenta de nieve y viento.

—Gracias Siwar. Ve con cuidado.

—Háganlo o morirán congelados, digo verda' sobre la tormenta – aseveró Siwar—. Les deseo el bien, adiós.

Ojo saludó levantando una mano, y Uñu lo imitó.

El corcel dio un relincho cuando Siwar lo arreó y se alejó trotando a reencontrarse con los suyos.

Algunos miembros de la tribu saludaron también y la caravana retomó el rumbo, mientras que Uñu, Ojo y Tefir marcharon en sentido contrario.

Uñu se empecinó con la idea de montar a caballo, y Ojo en bajarle los sumos diciéndole que era imposible para él sin ayuda.
Al caer la tarde encontraron al "árbol que danza solo", ubicado sobre una amplia meseta. Una acacia un tanto torcida que iba y venía, sacudida por la fuerza del viento.

—Sí biaila –exclamó Uñu, asombrado.

Ojo se preguntó cómo había llegado ese árbol a crecer allí, solitario. Quizá alguien lo había plantado hace mucho tiempo atrás para marcar el rumbo.

Como había comenzado a soplar un viento potente y gélido, apuraron el paso. La nieve había comenzado a caer, copiosa. Todo indicaba que Siwar estaba en lo cierto respecto de la tormenta. En la distancia, desde lo alto de la meseta se podían observar con claridad las montañas y los bosques que las precedían.

—Hay qi coirtairlo y llevairlo con lois oitros – dijo Uñu.

—¿De qué estás hablando?

—De-del á-arbol –aclaró Ojo Hermoso—. Si lo co-co-cortamos, se mu-muere, e-enano.

Uñu no parecía convencido de ello.

—Olvídate del árbol Uñu, tenemos que llegar a las madrigueras. ¡Vamos!

Descendieron por la meseta y caminaron por varios minutos. A medida que avanzaban el terreno se volvía más irregular y aumentaba la vegetación. Ya cuando el viento había comenzado soplar tan fuerte que tenían que gritar para escucharse entre ellos, encontraron un barranco abrupto, y se internaron en él. Había una gran cantidad de huecos en las paredes del barranco. Los cubiles de los Tenga. En cuanto encontraron una madriguera cómoda y espaciosa, se internaron en ella.

— ¿Se-seguro no que-queda ni-ninguno?

— Los mejores cazadores de entre los Mghé han pasado por aquí Ojo – indicó Tefir, señalando las pinturas que la tribu había dejado en el interior de la pequeña madriguera—. Si algún Tenga quedó con vida, huyó hacia otro lugar.

Era evidente que los Mghé habían dormido en el interior de la cueva. Aquí y alla había enormes huesos de Tenga y en el centro de la madriguera los restos de una hoguera.

Ojo y Tefir aprovecharon la madera que quedaba para hacer una pequeña fogata. Afuera el viento emulaba gritos agónicos y espectrales.

— ¿Qui eis un Teinga? —preguntó Uñu.

—U-un bi-bicho ho-horrendo y pe-peludo, co-con e-enormes di-dientes y ga-garras.

Ojo se puso de pie y emuló la postura de un Tenga.

—E-erguido mi-mide casi do-dos me-metros.

Uñu lo observó entre asustado y sorprendido.

— ¡Y le-les e-encanta co-comer enanos pre-preguntones como tú! – exclamó de pronto, avanzando hacia Uñu.

El enano reaccionó dándole un puñetazo en la entrepierna. Ojo hermoso cayó de rodillas agarrándose sus partes y frunciendo el rostro a causa del dolor.

Tefir daba palmadas en el suelo, partiéndose de la risa.

—¡Noi mie azusteis! – amenazó el enano, dispuesto a golpearlo de nuevo.

—Eso te pasa por querer joderlo – se burló Tefir.

—¡A Uñu noi lo joide nadie!

Ojo se fue a dormir diciendo palabrotas y Uñu no tardó mucho en seguirlo.

Hacía frío a pesar del fuego y la tormenta azotaba sin cesar la entrada del pequeño refugio. Tefir procuró hacer guardia tanto tiempo como pudo, hasta que el sueño también lo venció. El invierno había llegado.


El joven ladrón tiritaba dormido.

Tuvo una extraña visión.

Se encontraba solo, en medio de la nada, perdido en un páramo desolado de tierra ceniza. Oyó un graznido y miró al cielo. Un enorme cuervo volaba sobre él, en círculos, lo hacía tan rápido que elevaba una fuerte corriente de aire. Observó como la tierra gris comenzaba a dispersarse, producto del viento, dejando a la vista un sinfín de cadáveres. No pudo evitar buscar entre los huesos, los reconocía por las prendas, las plumas y las armas. Era la tribu Mghé.
Caminó aterrado por sobre aquel campo de mortandad. A lo lejos se divisaba el contorno de una gigantesca pirámide, sumida tras el velo de polvo. De su vértice se deprendió una luz que recorrió el cielo en un abrir y cerrar de ojos. Con el corazón encogido, Tefir la siguió con los ojos hasta que se perdió tras el lejano horizonte a su espalda, y por intuición, se protegió el rostro con las manos. El firmamento se iluminó como si el sol hubiese bajado a la tierra. Era tal la incandescencia que no pudo más que girarse de espaldas y mirar en dirección a la pirámide. Podía verla con claridad ahora, era una estructura vítrea, de color oscuro como la obsidiana. Corrió hacia ella buscando refugio, pisando los huesos y los restos que cubrían el suelo. Sabía que tras él, el fuego avanzaba incinerando todo a su paso. En su frenética huida, tropezó y cayó de bruces sobre la maraña de cadáveres. Tanteó el suelo para incorporarse y encontró el asa de una olla familiar. Y ahí nomás, entre los huesos, el garfio de su compañero.

Una figura extraña se levantaba de entre los muertos y lo elevaba a él en su ascenso. Eran sombras tangibles que lo aferraban y no le permitían escapar.

Era el dios tarmitano, Temsek, que anhelaba su esencia. La criatura no tenía una forma definida y mutaba en infinitos cuerpos y rostros.

El estruendo in crescendo ahogó el grito lastimero de Tefir y el fuego del infierno lo atrapó, bajo el abrazo del mal.

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Siwar cabalgaba al frente de la caravana. Su caballo daba resoplidos, agotado por el esfuerzo. Minutos antes se habían visto obligados galopar para no ser engullidos por la tormenta, la cual se observaba ahora en la distancia, como un gigantesco nubarrón blanco cubriendo el horizonte. Apenas se podían ver los picos de las montañas. Aminoró la marcha. Algunos se detuvieron para beber agua, otros para sacrificar a los animales que ya no podían continuar.

Se preguntó si Tefir y sus dos compañeros saldrían con vida, si habían sido capaces de alcanzar las madrigueras a tiempo.

El enorme cuervo negro había vuelto a aparecer en el cielo y al jefe no le gustaba ni un poco. Su presencia extraña y su insistencia lo ofendían.

Intiawki vio a su padre preocupado y se acercó al trote. El joven era digno hijo de su padre, fuerte y diestro, pero de su madre había heredado su pasión por la tradición y por los misterios que ocultaba la tierra.

—No ha dejao de mirar fijo al pájaro ese Pai. ¿Qué os pasa?

—Es mala señia, m'hijo – contestó Siwar, sin perder al pájaro de vista.

—Fije que a tao siguéndonos el largo rato Pai.

—Ya, de cuando en ve ai que plantar lo que crece en un lugar en donde no.

—¿Lo vai matar Pai? – preguntó Intiawki. Parecía sorprendido ante la decisión de su padre —. ¿Pensa que es un mal yuju, un espíritu en el cielo?

—Poi mi palabra caerá. Si cae muerto es cosa viva, ni yuju, ni espíritu.

—Po igual, su estar lo molesta.

Siwar le dirigío una mirada severa, e Intiawki decidió no hacer hincapié en el conflicto que se generaba entre las tradiciones y el pragmatismo. Su padre era un hombre que creía por costumbre, pero quería dejar de creer. Estaba convencido de que el nuevo Ung'ma debía alejarse de las visiones vanas y de los dioses que no daban respuestas. Quizá no bebiera la próxima Umwala. Grandes dudas tenía Intiawki acerca de ese camino. No obstante por respeto, calló. Siwar hizo llamar a Chukamasi, pues su ojo veía en la distancia y con el arco y la flecha no tenía quien lo igualase. El cazador se presentó ante él y Siwar le pidió que matase al pájaro. Todos estaban atentos, pues en verdad creían que era un mal del otro mundo. Si el ave moría por la flecha de Chukamasi, el temor de los hombres se disiparía. El jefe lo sabía, más su hijo temía lo peor; a la tribu no le resultaba difícil engrandecer una superstición.

Como si se anticipara a los hechos, el pájaro negro se desvió, alejándose hacia el Noreste.

Chukamasi se separó de la caravana a caballo, con el arco tensado y la flecha lista. Los hombres lo vieron ascender por una pequeña colina. El viento soplaba con gran fuerza pero Chukamasi era el mejor. Apenas pudieron ver la saeta, pero el ave se volvió un amasijo oscuro y revoltoso en el cielo y cayó en picada, hasta desaparecer tras la colina. Los hombres festejaron. Chukamasi bajó de su caballo y su silueta se perdió también.

Pasaron los segundos. Siwar esperó, esperó a ver a su cazador sobre la colina con la presa entre sus manos. Esperó más de la cuenta, incluso cuando el miedo comenzó a hacerse un lugar en su corazón.
 Pronto empezaron los murmullos y las preguntas, el mismo fue a ver qué era lo que sucedía. Su hijo lo acompaño.

El caballo de Chukamasi estaba nervioso.

Bajaron por la colina y enseguida entendieron la razón de la tardanza.

—¿Pai?

Siwar no decía nada.

—¿Qué ha pasao mi Pai?

Chukamasi estaba tendido en el suelo, tieso. Una flecha le había atravesado el ojo y en su rostro se habían congelado el asombro y el horror.

—¡Te vai diaquí! – ordenó Siwar a su hijo, mirando a todos lados, esperando un ataque.

Intiawki no se movió, las piernas no le respondían. Pero notó que la flecha era la de Chukamasi, no otra. Nadie en la tundra usaba la flecha y el arco, solo la tribu Mghé.

El pájaro negro no estaba.

Siwar buscó sobre la tierra y encontró tres plumas. Allí mismo, había una seguidilla de pisadas de hombre adulto pero no a pie descalzo como los hombres de la tribu. No podían ser las de Chukamasi, no. Chukamasi había muerto ahí mismo, al descender de la colina. Los Mghé hundían los pies desnudos sobre la tierra desde los comienzos del tiempo. Las huellas se alejaban y el temor de Siwar se incrementaba. La tradición y el pragmatismo, lo espíritus de la tierra y la razón. Cuando entendió que no había más huellas pensó en las advertencias de Tefir.
Su hijo lo escuchó al murmurar.

"Magía".

Cuando regresaron con el cuerpo de Chukamasi, no supo bien que decir a sus hombres. No tenía una explicación para lo que había sucedido.

Decidió enviar a tres exploradores, Canek, Ikal y Edahi. Intiawki se ofreció también y por orgullo, Siwar no supo decir que no. Cuatro serían entonces.

—Han de buir al Noreste cuando acalme la tormenta, con cuidao de no ser vistos. Os dejaremos comida, agua y caballos. Iran por onde la terra se baja, a onde el árbol baila y miraran. Si ven con los ojos la verda' de manos rápidas, ainomá se me vuelven. ¿Loyeron?

Todos asintieron. Intiawki no abrazó a su padre, no quería mostrar debilidad. Para el Ung'ma todos los miembros de la tribu debían ser hijos. Los exploradores dejaron mensajes para sus familias en la espesura y luego tomaron aquello que necesitaban y partieron.

Siwar ordenó a la caravana retomar la marcha y continuaron camino al Suroeste. Padre e Hijo se separaron sin mirar atrás, pues entre los Mghé, mostrar temor ante el adiós era un mal augurio para el reencuentro. 

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