Capítulo 2: Sueños Febriles
El rocío de la mañana humedeció la tierra yerma de las planicies de Mor. Los primeros rayos del sol que se colaban por las ventanas, y el hedor de los cuerpos, despertaron a Naktún.
Sus mantas estaban empapadas y tenía el rostro helado. La fiebre atroz había durado tres días, acaso más. No estaba seguro. Se recordó a sí mismo delirando, anhelando la muerte. Recordó también a su padre que gritaba cosas inentendibles y a su ma, que lloraba tendida en la cama contigua. El hedor le llegó nuevamente. Se incorporó. Su hogar era un desastre, un cuadro de pesadilla. La escena le resultó tan irreal que no hizo más que contemplarla mientras se vestía. Él era un joven sencillo y todo esto lo superaba. Su padre siempre decía que los hombres habían malgastado su tiempo en el mundo y que ahora los días ya no tenían mucho para ofrecer, que la tierra estaba muerta. Que al menos allí, en aquel páramo, la vida era dura, pero aún era vida.
—Verdad decía mi padre— dijo Naktún. Y habló en voz alta para no sentirse tan solo.
—Tiempos felices pasamos aquí los tres, a pesar de todo .
De pronto el hedor se le tornó insoportable. «Ya no me queda nada» pensó. Y en la desesperación de quien comprende en un instante lo irremediable de la fatalidad, el joven salió deprisa hacia afuera, y aferrado a la puerta de entrada se puso a vomitar. Las imágenes del interior se arremolinaron en su mente. Su padre sobre la silla, con el rostro desfigurado en una mueca de espanto y dolor con los ojos amarillos, cual llenos de pus. Su querida ma, rígida, tirada a los pies del camastro en una posición estrafalaria, como si hubiese muerto en medio de una danza diabólica.
Llorando a su familia se deseó muerto, para no ver semejante locura hecha carne. Pensó en cosas que conocía y en otras que no tanto. En la fiebre roja, en el mal de agnis. En las pestes de antaño de las que hablaba el viejo Pur en el pueblo. Y en el aire corrosivo de los cuentos antiguos. Imaginó quizá algún horror extraño de aquel eterno desierto que se extendía más allá de las planicies de Mor.
Pasaron varios minutos hasta que Naktún se atrevió a entrar otra vez y, aun así, lo hizo mirando tan sólo a donde le resultaba indispensable mirar. Se dirigió a la pequeña despensa y tomó la poca comida que allí quedaba. Algunos frutos secos, pan y un poco de leche. El agua debió terminarse mientras estuvo inconsciente. La pequeña huerta de su madre se había echado a perder. Guardó todo lo que fuese de valor y pudiese cargar, que no era mucho y lo llevo afuera. A pocos metros de la casa, se encontraba el pequeño taller de carpintería de su padre. Fue hasta allí y tomó una pala con la cual cavó dos tumbas. Como pudo, sin volver a ver a sus padres directamente, los envolvió en mantas, los arrastró fuera y los enterró sin pronunciar despedida alguna.
Para el mediodía Naktún había abandonado su hogar, con sus mejores ropas, su capa de viaje y un pesar abrumador. Tenía la sensación de que no volvería jamás. Se dirigía a los terrenos de la familia Virs, que eran sus vecinos más cercanos y tenía un cuarto de día de marcha por delante.
Los Virs eran una familia de seis. El viejo Nors, la vieja Ulm y sus cuatro hijos. Los tres muchachos, que eran mayores que él, Bur, Matos y Edron, trabajaban la tierra con su padre así como Naktún ayudaba al suyo en sus trabajos con la madera. Y luego estaba Lunila, la hija más joven de los Virs, tan sólo un año menor que Naktún. Lunila era hermosa y encantadora, a diferencia de sus hermanos que asemejaban bestias de carga. Naktún se sentía atraído por ella, pero la veía muy pocas veces y no se animaba a hablarle debido a la falta de confianza. De hecho, el contacto de la familia de Naktún con otras gentes era escaso, por varias razones. El pueblo estaba lejos, a cuatro días de viaje, y quienes necesitaban un trabajo de su padre solían enviar el pedido a través del viejo Pur, con sus carretas y sus caballos. Viajar hasta el pueblo era costoso, y a pie peligroso. En las planicies habitaban lobos, serpientes y todo tipo de animales salvajes. Las personas que vivían en las planicies eran pocas y estaban todas separadas por vastas longitudes. Si se sufría un accidente en esos parajes desolados, se moría uno estando solo y sin ayuda alguna. No podía darse el lujo de aguardar la llegada del viejo Pur con su carreta y morir de hambre en la espera. Lo más sensato era ir hasta lo de los Virs y pedirles cobijo y alimento, quizá hasta lo dejaran trabajar la cosecha y vivir con ellos, o lo tolerarían al menos, hasta la llegada de Pur. En este último caso, le vendería los pocos cacharros que tenía para que lo llevara hasta el pueblo. Si había algo de lo que Naktún estaba seguro, era que no quería quedarse viviendo solo en las llanuras.
Por suerte aun recordaba bien el camino y la marcha transcurrió sin sobresaltos. Hacia donde se oculta el sol, hasta el pequeño grupo de árboles, luego derecho hasta la roca guía y de allí a la izquierda hasta alcanzar la casa abandonada, de ahí en adelante siempre recto, en dirección al pórtico. No le habían enseñado pautas de viaje más concretas, pero así se lo había aprendido, a su manera. A pesar del calor de las planicies y de la falta de agua, no se detuvo a descansar en la casa abandonada como antaño con su padre, el tiempo apremiaba.
Completó el trayecto muy rápido, pues, cuando divisó el hogar de los Virs, el sol aún castigaba sus ojos y le quedaba al menos una hora más para tocar el horizonte. Estaba agotado y muerto de sed.
Naktún atravesó el maizal de los Virs en dirección a la casa. El hogar de los Virs era tres veces más grande que el de Naktún. Estaba construido en madera y tenía un descanso y un pórtico, donde la señora Virs solía sentarse junto a su esposo. Naktún esperaba encontrarlos así, junto a los tres hermanos trabajando la tierra. Y a la bella Lunila con su sonrisa ofreciéndole algo de beber. Pero la quietud del lugar lo puso nervioso. Se encontró pensando en las tumbas de sus padres, en los ojos purulentos y en el eterno desierto con sus horrores inconcebibles.
Al salir del maizal, posó la vista en las calabazas y los ancos y notó que estaban todos podridos y abichados. Acto seguido, oyó un grito provenir de la casa. Por acto reflejo, se ocultó nuevamente en el maizal y observó. Vio salir a Lunila corriendo como muchas veces la había soñado, completamente desnuda. Gritaba como una lunática. Tenía sangre entre las piernas. Corrió a gran velocidad directamente hacia la zona del maizal donde se ocultaba Naktún y éste la detuvo tomándola por los hombros. Toda imagen idílica de Lunila se perdió para el joven en aquel instante. Si alguna vez la había soñado desnuda seguramente no había sido en semejante condición. La joven tenía un olor fatal a heces y orín. Su otrora hermoso cabello rizado, estaba mugriento y pegajoso. Había sangre seca aquí y allá, principalmente en sus muslos y en sus pechos. Pero lo que más aterrorizó a Naktún fueron sus ojos. Lunila que había tenido unos penetrantes ojos azules ahora estaba ciega y los tenía de aquel tono ceroso tan peculiar.
—¡Hermana! – oyó Naktún, al tiempo que veía salir de la casa a Edron, el menor de los tres hermanos. El joven era una masa de músculos y para sorpresa de Naktún, también estaba desnudo. Se agarraba la frente que sangraba copiosamente y trastabillaba en dirección a ellos aplastando las hortalizas podridas, guiado por los frenéticos gritos de su hermana.
—¡Mira lo que me has hecho, puta!
Naktún, muerto de miedo, intentó tranquilizar a la chica y se llevó como premio una mordida y unos cuantos rasguños. Al ver que Edron estaba a pocos pasos, la dejó allí sumida en su locura y se adentró un poco más en el maizal.
«He de estar muerto» pensó, «he de estar en el infierno, y es igualito a estar vivo, sólo que aquí reina la maldad y el espanto». «¿Qué hice yo para merecer esto, más que soñar a Lunila desnuda y dormirme en la carpintería de vez en cuando?».
Escuchó como Edron insultaba a su hermana y la sacaba del maizal.
—Ahora vas a ver zorra, te voy a castigar hasta que pidas perdón.
Naktún espió de cuclillas, escondido en el maizal. Daba un espasmo cada vez que veía como Edron le propinaba un golpe a su hermana y sintió asco al ver que aquel bruto estaba muy excitado ante la situación. Al séptimo golpe Lunila dejó de gritar. Ya tan sólo se quejaba débilmente pero Edron aún no había terminado y comenzó a penetrarla allí mismo. Quien sí había terminado era Naktún, que montado en cólera salió temblando del maizal, cuchillo en mano. A cada gemido que Edron daba, Naktún daba un paso. Más apuraba su arremetida y gozaba Edron, más se acercaba Naktún por su espalda. En el mismo instante en el que aquel bruto llegaba al clímax, el joven juntó coraje y le hundió el cuchillo en la nuca matándolo en el acto. Lo quitó de encima de Lunila, pero la chica ya estaba muerta.
Afligido, Naktún se quedó allí parado, en silencio. Un cuervo era testigo y desde el tejado de la casa lo miraba. Tuvo la sensación de que el ave le sonreía con sorna. Tomó una piedra y se la lanzó pero no le atinó y el cuervo solo emitió un graznido.
La casa de los Virs era una copia magnificada de su propio hogar. Encontró al viejo Nors envuelto en unas mantas en la despensa. No lo miró por mucho tiempo, pero el olor y el color de los ojos le bastaron para reconocer la causa. Los otros dos hermanos, Matos y Bur, estaban en el sótano junto a su madre. No se habían tomado la delicadeza de envolverlos o darles sepultura. Si bien los muchachos habían muerto como su padre, era evidente que a la vieja Ulm la habían matado por estrangulamiento.
Todos muertos menos él. ¿Y si el viejo Pur se había muerto en el camino o en el pueblo? Quizá allí también estaban todos muertos o se habían vuelto locos y se habían matado los unos a los otros. Entonces a Naktún no le quedaba más que comer de lo que quedara en lo de los Virs hasta que le llegara la muerte o hasta que apareciera alguien.
Estaba muy cansado y no podía pensar con claridad. Por suerte encontró varios litros de agua fresca en la casa. No tenían pozo, por lo cual debía ser agua traída por Pur desde el pueblo. Preparó un fuego e hirvió unos choclos. Comió algo, bebió y luego se durmió. Las pesadillas lo despertaron por la madrugada. Había soñado que encontraba la carreta del viejo Pur en medio del camino. El viejo iba sentado al frente tomando las riendas y gritaba sin cesar:
– ¡Yep yep, en marcha! —pero los caballos estaban muertos con sus estómagos abiertos de par en par. Dentro de la carreta estaban sus padres sentados, esperando pacientemente un viaje que no iba comenzar, y también estaba toda la familia Virs. Edron estaba sentado al lado de Lunila y le metía la mano por debajo de la falda y la vieja Ulm los miraba con desaprobación. Instantes después corría por las planicies y los lobos lo perseguían. Tenían los ojos inyectados en sangre y babeaban. Cuando estaban a punto de alcanzarlo, un enorme reptil se aparecía frente a él, con una lengua bífida y le decía sin mover la boca:
–¡Sube, muchacho!—. Y eso era todo lo que podía recordar.
Había dormido en la cocina, lo más lejos posible de los cuerpos, pero el olor se había adueñado de la casa. Ni hablar de la escena que lo esperaba fuera. No podía evitar pensar que esos dos cadáveres eran en realidad sus muertos y los había dejado allí, a la intemperie. Al final, Naktún cavó seis tumbas más, un total de ocho en menos de dos días. Y se dijo a sí mismo que, de seguir buscando a los vivos, jamás dejaría de cavar.
Un atisbo de esperanza le hizo revisar el corral de los Virs cuando recordó que tenían una vieja mula, la cual usaban para arar la tierra. Encontró al animal vivo, y el corazón se le llenó de júbilo. Se acercó con cautela.
—Hola chica. Tranquila, tranquila. Estás muy flaca, seguro hace tiempo que no comes nada aquí encerrada.
La mula era dócil. Respondió bien a las caricias y a las palabras del joven y en cuanto este le abrió el corral, se puso a comer pasto como si no hubiera un mañana. Y quizá no lo había, pues era una mula condenadamente vieja.
—Si te llevo conmigo, hasta donde sea que aguantes, te vas a morir en el camino. Pero si me quedo aquí me voy a morir también, de angustia o de hambre. «Así que te voy a sacrificar por una pequeña posibilidad de llegar al pueblo» pensó.
Se quedó una noche más en lo de los Virs. Al día siguiente por la mañana, tomó algunas provisiones y se dispuso a cargarlas sobre la mula. O el animal era muy testarudo o él era un inepto en lo que al manejo de mulas respecta. Le tomo un tiempo considerable colocarle las alforjas y atarle las riendas. Apenas había visto al viejo Pur hacerlo con sus caballos un par de veces y todo se volvió un ejercicio de prueba y error. Estuvo satisfecho al ver que al tirar de la soga la mula iba en su dirección. De montar ni hablar. La mula no se movía un ápice cuando Naktún se le subía encima.
Así partió entonces, a pie, tirando de la mula para hacerla avanzar. Durante el primer día, la mula estuvo muy tozuda y Naktún trabajó sobremanera para lidiar con ella. Era evidente que el animal no estaba acostumbrado a realizar viajes largos y menos sin descanso. Por la noche, se detuvo a la vera del camino. En casa de los Virs había encontrado una lata de yesca lo cual le permitió encender una fogata. No pudo conciliar el sueño. Escuchaba sonidos que no había oído jamás en su vida y veía en los arbustos sombras que lo acechaban. La mula, que estaba atada a pocos metros, no dejaba de patear el suelo y dar resoplidos. La diferencia de temperatura entre la noche y el día era abismal en las planicies. A plena intemperie, Naktún añoró el resguardo del hogar, incluso con el olor de los cadáveres. Al alba, desvelado, encontró menos aterrador el lugar. La mula, a diferencia suya si se había dormido. Desató al animal y siguió por el camino, en el cual se adivinaban erosionadas las marcas de la carreta del viejo Pur. Era el camino por el cual el viejo se desviaba de la senda principal para ir a visitar a su familia y a los Virs.
Hablaba con la mula en voz alta y eso lo ayudaba a eliminar la sensación de soledad.
—Falta poco chica. Vas muy bien— le decía. Pero la veía cada vez más lenta, con la respiración forzada y temía lo peor. Por momentos, le quitaba peso de las alforjas y cargaba con el agua y el alimento hasta que no aguantaba más.
Al llegar la tarde, alcanzó la intersección con la senda principal. Este camino era muy ancho y se notaba la mano del hombre en él. Había espacio para dos carretas. Naktún no recordaba esta senda. Había visitado el pueblo siendo muy pequeño para una fiesta de la cosecha y de aquello habían pasado ya quince veranos. Su ma le había dicho muchas veces que no podían pagar viajes al pueblo, que su padre tenía cada vez menos trabajo y Naktún sabía que eso era cierto. A medida que creció, dejó de insistir sobre el tema. La senda principal se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Naktún sabía por boca del viejo Pur que en carreta le tomaba cuatro días viajar desde el pueblo hasta su casa. Pero con el ritmo que había estado llevando, podrían ser seis días o más. Continuó su marcha mientras el sol se ocultaba por el horizonte. Apuró el paso al ver dos bultos en el camino y una bandada de buitres sobrevolar la zona. Al acercarse, los pajarracos que estaban en plena faena se alejaron. Eran dos cadáveres, el de una mujer y el de un niño. Algo ya se había roto en Naktún, temía por su propia vida pero a los cuerpos los aceptaba como si fueran naturales en el entorno. La mujer estaba más cerca, la separaban del niño unos sesenta pies. Tenía una roca en la mano cubierta en sangre seca y había muerto como la mayoría, gritando, ciega, danzando. Como su madre. Como su padre. Al niño lo había matado la mujer, era evidente. Tenía la cabeza destrozada. Ambos estaban cubiertos por el polvo del camino, descalzos. Mordisqueados aquí y allá por los buitres y otros animales salvajes.
«Esta locura no termina» pensó. Muy a lo lejos había una edificación, la divisaba en contraste con el horizonte. Tiró de la mula.
–Vamos, veamos que nos espera delante.
Dejó atrás a los difuntos, los primeros de una larga cadena a los cuales jamás daría sepultura.
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