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Capítulo 17: El Infierno está Encantador

  El Oficial Klod Hagano lo supo apenas los vio. Esos hombres lo buscaban a él y, con seguridad, eran miembros de Madrigal. El primero en entrar se acercó a la barra y los otros dos se sentaron en la mesa más cercana a la salida, hablando por lo bajo. Hagano no pudo evitar mirar con desconfianza a Bee-Bop, que contra todo pronóstico y omitiendo su siempre cordial saludo, se dedicó a limpiar los vasos sucios sin ofrecerles trago alguno. El sujeto que se sentó en el taburete a su derecha debía tener unos cuarenta años o poco más. Caucásico, metro ochenta, llevaba una larga barba pelirroja y una campera de cuero negra sin mangas. En sus brazos era difícil distinguir donde terminaba un tatuaje y comenzaba el otro. Los tres, con sus pintas, parecían de esos locos que andaban en motocicletas causando estragos en Mad Max.

La canción de la rocola terminó, y como si aquello indicará una suerte de entrada, el hombre carraspeó.

—Buenas noches, Oficial —saludó, sin siquiera mirarlo.

Hagano no respondió. No estaba seguro de que podrían querer aquellos hombres y las palabras de Brais no dejaban de repercutir en su mente, generándole aún mayores dudas. Un agente de la ley junto a tres miembros de Madrigal, aquello no podría traer nada bueno.

—Un trago para mí y para el oficial, Bop –dijo el hombre—. Corren por mi cuenta.

—¿Qué es lo que quiere de mí? –preguntó Hagano, buscando en el rostro de aquel individuo alguna pauta, un curso de acción.

El hombre le clavó la mirada y se acarició la barba rojiza, sonriendo.

El autómata sin decir nada, llenó ambos vasos sobre la barra y los colocó frente a ellos.

—Mi nombre es Trovdoski, Oficial. Yuri Trovdoski, pero mis amigos me llaman Toki. Es usted un hombre interesante Hagano. A mí en particular me interesa en ese sentido, como hombre, sin títulos. Por lo cual, lo dejaré de llamar Oficial y usted me dirá Toki, si le parece bien.

—No has contestado mi pregunta, Toki.

El rebelde le pidió un alto con el dedo, mientras se deleitaba con el whisky que el robot le había servido.

—Verá, Hagano –dijo, colocando el vaso vacío sobre la barra—, no es que aquí alguien tenga pensado obligarlo a nada. Usted es un hombre inteligente, y sabe bien quienes somos nosotros, pero por encima de eso, es un  sujeto con ideales.

—No me confunda con un fanático.

—Por supuesto que no. Si no son ideales, como mínimo, diría que lo que usted tiene es corazón.

—Escúcheme bien, Toki, he tenido un día muy largo sabe, difícil. ¡Vaya al grano!

El hombre le echó una mirada a sus compañeros, que se habían levantado de sus asientos, tranquilizándolos. Enseguida se volvieron a sentar.

—Estoy al tanto de lo arduo que fue su día. Lo hemos estado vigilando y usted lo sabe. Mire, Brais no era ningún fanático, pero tenía corazón. Con eso bastaba para sacrificarlo todo por el bien de su familia.

Hagano no dijo nada. Sabía que, de no haber sido de esa forma, seguramente la mujer de Brais y su bebé hubiesen muerto. Algo típico fuera de la Protopolis, morir por falta de atención médica.

Toki continuó.

—Lo que queremos de usted, es que venga con nosotros. Los sucesos de hoy nos dieron la pauta decisiva que necesitábamos. La jefa quiere conocerlo, tiene un encargo para usted.

—¿Me está pidiendo que trabaje para Madrigal? Soy un agente, debería haberlo arrestarlo desde el instante en el que se presentó.

—Pero no lo ha hecho –notó Toki—. Se ha quedado aquí, hablando conmigo.

Hagano miró entonces con sorna la culata de la pistola que asomaba bajo la campera de cuero del hombre.

—Esta descargada –aclaró Toki—, al igual que la suya. Nosotros también nos hemos quedado sin municiones, hace muchísimo más tiempo que ustedes. No queremos obligarlo a unirse a nosotros, Hagano. Si usted se niega, mis compañeros y yo nos iremos de aquí en paz. La próxima vez que nos encuentre el destino, seremos enemigos y nos mataremos o lo que sea, pero sin broncas. ¿Me explico?

Hagano asintió y observó al autómata. Bee-Bop no hacía nada. De hecho, parecía observarlo a él, expectante.

—Me pide que deshaga mi vida. Que dé un giro brusco y me adentre en un camino del cual jamás podré volver.

—No creo, que usted crea que esto es vida –dijo Toki, con una sinceridad fatal—. Pero es su decisión. Tiene un minuto, pasado el mismo, nos largamos de aquí.

El viejo reloj platinado que colgaba de la pared marcó las doce en punto.

—Feliz año nuevo, Oficial –dijo Bee-Bop.

Podría jurar que había ironía en las palabras del robot. Y aquello, hizo más mecha en él que todas las palabras de Toki. Bee-Bop le estaba diciendo que hiciera algo al respecto, podía sentirlo. Era evidente que al robot no le resultaban ajenos estos hombres de Madrigal.

¿Quién más entonces? ¿Dom acaso trabajaba para ellos?

No importaba ya, si lo habían estado observando por meses, o por años. Al Hep Yadda Bar había venido toda su vida.

Iba a decirle a Toki que sí, cuando la puerta del bar se abrió.

Entró un tipo pálido y calvo, vestía un traje negro impecable. Por encima de la corbata, seguido del cuello blanco de su camisa, se observaba el grisáceo exoesqueleto sobre la piel, como si llevara una polera. Aquella segunda dermis se podía observar también cubriendo la totalidad de sus manos. En su cintura portaba un arma larga, un sable, parecido a los que vendían en las tiendas de la zona asiática como reliquias de eras antiguas. Sólo que éste había sido claramente confeccionado en la Protopolis y servía para matar con eficacia.

El ambiente se puso tenso.

— Un Kurgatyr— susurró Toki, casi para sí.

Hagano estaba al tanto de la existencia de aquellos inquisidores. Había tenido la oportunidad de ver a uno, solo una vez, como escolta del Magistrado Podoro, durante la ceremonia de graduación de la escuela militar de la promoción número 138. Desde aquel entonces, habían pasado muchos años. Sabía que aquellos hombres habían sido sometidos a un entrenamiento intensivo, y que sus cuerpos poseían, además de un exoesqueleto, injertos mecánicos que mejoraban sus capacidades físicas y cognitivas muy por encima de la media humana. El Kurgatyr habló, arrastrando las palabras. No había matices en su voz, que permitiesen establecer cierto énfasis u enojo. Incluso Bee-Bop, tenía más carisma.

—Oficial 35836, Klod Tamis Hagano, queda usted detenido en nombre del Alto Tribunal Marcial, por agresión agravada, desacato y potenciales actos de terrorismo —dijo, mientras que de su ojo derecho surgía un láser rojo que escaneaba el lugar y los rostros de los allí presentes—. Quédese inmóvil donde se encuentra o será reducido a la fuerza.

Hagano se puso de pie, casi arrastrándose del taburete. Su mano descansaba sobre su vara de descarga, aunque sospechaba que de muy poco le serviría. Aquello generó en el inquisidor una primera muestra de humanidad. La comisura de su boca conformó una apaciguada sonrisa.

— Por el poder que me confiere el Alto Tribunal, ejecutó sentencia sobre esta célula terrorista –anunció el Kurgatyr, colocando su mano sobre el mango de la espada.

Todo sucedió en apenas dos segundos. Los compañeros de Toki se levantaron al unísono. Había una mezcla de horror y furia en sus rostros. La mesa en la que se encontraban estaba a pocos pasos del Kurgatyr, y se lanzaron contra él, blandiendo ambos, cuchillos serrados. Toki gritó, para que se detuvieran. Hubo entonces una estela plateada, fugaz, y la sangre brotó en una nube carmesí. El sable del Kurgatyr los había rebanado a ambos, en un claro acto de sadismo.

Hagano observó los acontecimientos como quien tiene una pesadilla y no logra despertar de ella. Los hombres yacían en el suelo, con los brazos cercenados, gritando de dolor. El Kurgatyr sacó una pistola con silenciador del interior de su saco y le disparó a cada uno en la cabeza. El siguiente disparó fue dirigido a Toki, que se encontraba al lado de Hagano, paralizado. Sin embargo, bala nunca atravesó el rostro del hombre. Bee-bop se había colocado sobre la barra, y a una velocidad increíble, había detenido el proyectil entre sus dedos metálicos. Al ver esto, el Kurgatyr presionó el gatillo y vació el cargador en dirección a ellos. Los múltiples brazos del autómata se movieron a gran velocidad, desviando todos los disparos. Las botellas y los vasos estallaron. Las luces de neón lanzaron chispazos y el impacto de una bala provocó que la rocola comenzará a sonar. Toki y Hagano se arrojaron tras la barra en busca de una mayor protección. El inquisidor de la Protopolis avanzaba mientras efectuaba los disparos, en dirección a Bee-Bop. Estaban indefensos y no tenían municiones.

—¡Huyan! —exclamó el robot, al tiempo que con una de sus manos levantaba varios trozos de vidrio y con las otras continuaba interceptando los proyectiles.

Hagano señalo el baño. Podrían escapar por allí.

Bee—Bop lanzó los vidrios, como si se tratase de cuchillas, pero el Kurgatyr arrojó su pistola vacía al suelo y extrajo la espada, realizando con la misma una rápida sucesión de movimientos. Los cristales habían sido arrojados a tal velocidad, que al desviarlos con la hoja de la espada, se clavaban en las sillas, en las mesas, en el techo y en el suelo.

A gachas, Toki y Hagano corrieron hacía la puerta de baño de caballeros. El oficial no pudo evitar mirar hacia atrás, donde Bee-Bop se disponía a combatir contra el inquisidor, adoptando una postura de combate similar a la que practicaban algunos hombres de la zona asiática. De no ser por aquel autómata, que le había servido tragos por tantos años, no hubiesen salido del Hep Yadda con vida.

—Rápido Hagano— dijo Toki, trepando por sobre los orinales para alcanzar la ventana del baño que daba a la calle—. Bop lo detendrá por unos minutos.

El hombre abrió la ventana y se deslizó a través de ella. Enseguida le tendió la mano a Klod.

—¿Por qué demonios han enviado a un Kurgatyr? Esto no tiene sentido.

En verdad, si una orden de detención u ejecución pendía sobre sus cabezas, lo lógico hubiese sido enviar a las fuerzas de seguridad. Movilizar a un Kurgatyr fuera de la Protopolis requería una injerencia muy por encima del Tribunal Marcial. Toki parecía confundido ante la pregunta de Hagano, pero también, por la gran cantidad de gente que deambulaba por la calle. Había mucho movimiento y barullo.

Corrieron por los callejones empujando a hombres borrachos y evitando a las personas que se calentaban en torno a los tachos de basura en llamas. La adrenalina fue la causa de que tardaran en comprender lo que sucedía en la ciudad. La miseria no era suficiente como para evitar que los habitantes festejaran el año nuevo, y quizá, fue esa mezcla de esperanza e ignorancia lo que los salvó, cuando los NJ-1 abrieron fuego sobre la muchedumbre. Parapetados sobre los edificios, los autómatas acribillaron a todas las personas que se hallaban en el callejón. Toki se salvó por poco, escondido tras uno de los barriles, aunque Hagano pudo ver que había recibido un disparo en la pierna. El barbirrojo estaba rodeado de cuerpos. Hombres, mujeres y niños. Algunos aún seguían con vida y agonizaban. Por su parte, Hagano había logrado evitar las balas al alcanzar el callejón contiguo. Toki le hizo señas para que se fuera de allí, pronto estarían sobre él. Muchas cosas pasaron por la cansada y alterada mente del oficial en ese momento, pero ninguna lograba explicar semejante masacre y ensañamiento. Al ver que Hagano no se movía Toki le lanzó un trozo de madera chamuscado.

—Vete de aquí imbécil. ¡Ocultate! —le gritó.

Hagano volvió en sí y se alejó de allí, trepando por las escaleras de incendio de un edificio antiguo. Eligió moverse a través de las azoteas, evitando las calles y se dirigió en dirección a su apartamento. Algunas personas habían escapado del callejón con vida, y a gritos, pedían ayuda. Hagano lo sabía muy bien, nadie vendría. La Protopolis había programado a aquellas máquinas para cumplir con su misión, aun a expensas de la vida de los ciudadanos de la zona mixta. Aquellas muertes no debían ser más que una conveniente baja en la tasa poblacional.

Había logrado avanzar dos cuadras, saltando de azotea en azotea, cuando divisó un orbe de vigilancia que sobrevolaba la zona. Había otras personas sobre los techos, observando a la máquina que los encandilaba con sus luces.

—¿Quí haye ca rriba ofishiial?

La voz tomó a Hagano por sorpresa, que sacó su vara de descarga dispuesto a golpear al hombre que lo había visto. Era Golbo, el mecánico. Llevaba una botella de agua mala en cada mano y, era evidente que se había tomado unas cuantas más. Preso de una curda espantosa, se pegó un gran susto al ver que Hagano sacaba su arma y se cayó hacía atrás, rodando por las escaleras que conducían al interior del edificio.

Hagano lo siguió.

—Lo siento Golbo, pero debo llevarme tus ropas. Te dejo mi uniforme.

Al hombre no pareció importarle, pues entre la borrachera y los golpes que se había dado, estaba notablemente perdido. Le eructó un feliz año nuevo en el rostro y Hagano lo giró en el descanso para evitarse el horrendo aliento. Lo desvistió y se quitó su uniforme. Por suerte Golbo tenía más o menos su talla. Lo dejó allí, semi desnudo y le dio las gracias por aquel intercambio involuntario. Cuando salió del edificio por la planta baja, era uno más del montón. Los pantalones caqui de Golbo le quedaban un tanto holgados, pero la chaqueta de cuero marrón, aunque algo roída, le calzaba bastante bien. El problema era el olor que despedía la ropa. Se había quedado con los borceguíes del uniforme y con su sudadera. Mientras no usaran escaneo infrarrojo, podría pasar desapercibido por las calles. No obstante, se vio obligado a correr, pues la turba espantada por los acontecimientos sucedidos cerca del Bar había comenzado a propagar la histeria colectiva y a trompicones se empujaban las personas para escapar del lugar de la masacre. A duras penas, Klod Hagano logró escapar del tumulto, y se dirigió cauteloso hasta el edificio donde se hallaba su apartamento.

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El Sargento Jolka, impaciente, observaba como Imos y Aletia dejaban el apartamento patas para arriba. Él no movía un dedo. Aquellos dos siempre le habían sido muy fieles, incluso en algunos trabajos que nada tenían que ver con las fuerzas de seguridad y había elegido tenerlos a su lado para esta tarea. Otros tres oficiales que estaban con él, vigilaban la puerta de entrada. De la misma calaña, perfectos para aquellos trabajos donde las líneas estaban difusas. Tenían un permiso de captura, y también de ejecución en caso de resistencia. Un buen regalo de año nuevo, uno con el que siempre había soñado y sin embargo, no se podía quitar el mal sabor de la boca.

—Es evidente que no está aquí, Sargento –dijo Aletia, que había terminado de revisar la pared detrás de la pequeña biblioteca de madera.

Imos salió del pequeño baño, realizando un gesto negativo con la cabeza.

—Lo suponía –dijo Jolka, procurando retener la ira—. Nos han mandado a vigilar el patio trasero.

El pequeño departamento de Hagano era un lugar de paso. Apenas tenía cosas de valor, un par de latas en la despensa y muy pocos muebles.

Por supuesto que no estaría allí, a esas horas estaría en el bar y eso Jolka lo sabía muy bien. No obstante, para su sorpresa, le habían dado a él la orden de ir al hogar de Klod, y habían desplegado a unos cuantos drones aéreos junto a un escuadrón NJ-1 para "inspeccionar" el Hep Yadda. Se había fundido el cerebro buscando una explicación para el exagerado accionar de la Protopolis. ¡Solo faltaba que enviaran un Kurgatyr y estaría todo cantado!

Su denuncia respecto del accionar de Hagano no podía ser la causa de todo aquello, no, aquí había algo más importante y, que de casualidad, había estallado al mismo tiempo.

Para su satisfacción, acababan de anunciarle e que la búsqueda aún continuaba. Klod Hagano estaba prófugo.

—¿Qué hay del niño? –preguntó Imos.

La pregunta descolocó a Jolka, apartándolo de sus cavilaciones.

Observó al pequeño Dom, sucio y harapiento, sentado en la silla. Todavía tenía la lata de picadillo de carne en la mano, la conservaba desde que lo habían encontrado dentro del departamento. El hambre parecía ser más fuerte que el miedo en la zona mixta. El mocoso lloraba, pero sin hacer gran escándalo, casi en silencio.

—¿Lo mato? —preguntó Aletia, apuntando con su pistola a la frente del pequeño.

Al menos en eso sí se habían portado bien los de la Protopolis, les habían proporcionado municiones, un tesoro incalculable por aquellos días.

—No, aguarda –dijo Jolka, y sacó un pequeño cuchillo de su cinturón.

Dom no le quitaba la vista de encima al cañón del arma, a pocos centímetros de su rostro.

—¡Baja eso pedazo de inepta! –ordenó el Sargento.

La mujer enseguida obedeció.

—Dame la lata Dom, la abriré para ti.

El niño, asustado, dudó unos segundos. El estómago le pudo más, y le tendió la lata al Sargento.

—Escucha Dom –dijo Jolka, mientras abría la lata—, necesito que me digas dónde más podría estar Hagano. Sé que tú te le pegas seguido. A cambio, tendrás comida siempre. ¿Qué te parece?

Dom dejó de moquear y metió un dedo en la lata para luego llevárselo a la boca.

Jolka asintió sonriendo y Dom le devolvió la sonrisa.

—Creo que tenemos un trato. Habla chico.

— Estoy seguro de que está en el bar. El bar donde está el robot que tiene sombrero y bigote.

—Olvida el bar. Piensa en otro lugar.

—No se señor. Si no está en la calle, o en el bar, no me sé otro lugar.

El rostro de Jolka se transformó.

— ¿Me da la lata señor? –preguntó Dom, en su inocencia.

Jolka le estrujo la mano al niño y presionó el cuchillo contra sus dedos, lastimándolo.

—¿¡Me tomas por idiota pendejo!?

Aletia e Imos reían. Los otros oficiales también observaban la escena entretenidos desde la puerta de entrada.

—¡Piensa en otro lugar si no quieres perder los dedos! –Le dijo al niño mientras le tiraba de los cabellos.

—¡La casa grande! –Exclamó Dom, aterrado ante la furia del Sargento—. La casa grande a tres cuadras del parque –sollozó.

Jolka aflojó su amarre.

—¿La casa del viejo Coronel Gillan? –preguntó Imos.

El niño asintió, llorando.

—A veces Hagano va a su casa –dijo, tragándose los mocos—. Una vez me llevo a ver películas con el abuelo.

—Buen chico —dijo Jolka, poniéndose de pie.

El Sargento Jolka era un hombre pragmático que entendía muy bien su posición. Había hecho de todo para sobrevivir, para hacerse un lugar cómodo dentro de aquella sociedad podrida. Meterse en las fuerzas de seguridad sólo había sido un eslabón más de la cadena, al igual que asesinar para la mafia, aceptar coimas, y meterle palazos a los ciudadanos cuando la orden así lo ameritaba. Sabía moverse junto a la corriente y salir flote. Por eso no entendía a Hagano, le resultaba insoportable, contradictorio. Lo del hotel le había colmado la paciencia. Había llegado la hora de hacerse un nuevo lugar. Jolka era en verdad un tipo muy pragmático.

—Mata al mocoso —ordenó.

Aletia sonrió y desenfundó su arma.

Dom no la vio, tenía la vista fija en la lata que Jolka tenía en la mano y que se alejaba de él.

Fue extraño para Imos el observar a los oficiales que estaban de guardia en la puerta bailando. ¿Bailando? Había una mina de shock justo a sus pies y los pequeños destellos eléctricos se podían observar sobre la alfombra del pasillo, generando pequeñas volutas de humo. Dio un grito de alarma justo cuando Aletia apretó el gatillo. O mejor, dicho, tuvo la sensación de haberlo apretado. Pues de pronto se encontró con que le faltaba el arma, y aún peor, la mano. Un corte limpio. Como si de una aparición se tratase, vio la figura que se formó a su lado. Era una mujer, y ella la había visto antes, sí. Sintió en su piel el deseo de aquella mujer de asesinarla, y el acto no tardó en llegar. Portaba en su mano izquierda una cuchilla de plasma, con la cual supuso, le había rebanado la mano. En su otra mano, llevaba un rifle de pulsos. Le disparó a quemarropa. Aletía, muerta al instante, salió despedida y quedó incrustada contra la pared de la cocina, con un agujero en el estómago. Jolka reaccionó rápido ante el grito de Imos y volteó la mesa para protegerse de los dos miembros de Madrigal que abrieron fuego sobre él. Habían dejado fuera de combate a los otros oficiales. Imos se puso a cubierto también, y disparó desde afuera del pequeño balcón. Mientras habría fuego, observó a la mujer que se encontraba al lado del mocoso y que acaba de matar a Aletia. Debía estar utilizando un dispositivo de camuflaje óptico, lo cual le había permitido meterse en la habitación sin ser vista. Una reliquia de la guerra contra los caídos. El resto de su equipo lo confirmaba.

No tardó en reconocerla, era Rhu Maganto, la líder de Madrigal.

Era pequeña pero se veía como una fiera.

¿Pero qué demonios hacía allí?

No se lo pensó dos veces. Apuntó con su arma en dirección a ella y al chico y vació el cargador. Incrédulo, vio como el ojo izquierdo de la mujer emitía un fulgor anaranjado y sus cabellos se elevaban. Las balas impactaron contra un escudo invisible, formando pequeños arcos amarillentos al salir despedidas hacia todos lados. Tanto Maganto como el niño estaban ilesos. Dom no se había despegado de su silla, estaba paralizado de terror.

—Por mi pueblo –dijo Rhu, y Jolka la escuchó.

Le disparó con el rifle de pulsos. No a él, a la mesa. Pero el impacto fue tal, que el mueble aplastó al Sargento contra la pared. Imos continuó disparando a los sujetos que se encontraban en la entrada hasta que se quedó sin munición.

Entonces la mujer aprovechó aquel momento, tomó a Dom por el cuello de su remera y lo saco de allí.

—¿Esta bien Sargento? –preguntó Imos, al quitarle la mesa destrozada de encima a Jolka instantes después.

Se levantó adolorido, y presa de una impotencia descomunal, comenzó a patear los muebles que aún quedaban en pie.

Cuando se calmó, llamó a su subordinado, que lo observaba preocupado.

—Revisa a los otros oficiales, coteja su estado. Si no están en condiciones, pide refuerzos.

Imos asintió.

Jolka se quedó de pie observando los destrozos. El cuerpo de Aletia aun permanecía estampado en la pared. Se recordó las veces que habían compartido la cama. No tenían nada especial, pero le resultaba en cierta forma molesto, verla allí inerte.

En algún lugar, entre los muebles rotos, el intercomunicador que se le había caído no dejaba de sonar. Desde la central anunciaban que Hagano estaba prófugo y que se desconocía su paradero.

Jolka recordó las palabras del mocoso. Estaba decido a atrapar a Klod, quería ver por una vez la frustración en el rostro de aquel hombre.

—Imos.

—¿Señor?

—Creo que le haremos una visita al viejo Coronel.

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Klod Hagano había considerado las posibilidades. En su departamento no tenía nada de valor, sin embargo, no era la primera vez que Dom se colaba por las ventanas para robarle alguna lata. Para mal de males, esta vez, él mismo lo había invitado. En vista del cinismo con el cual se estaban manejando las fuerzas, estar en el lugar y en el momento equivocados, podría costarle la vida al pequeño.

Los disparos y estallidos provenientes de la cuarta planta, le indicaron que había llegado tarde y no podía hacer nada. Ya no podía recordar la última vez que había disparado su arma. En ese momento el no tener municiones lo llenó de impotencia. «Quizá Dom se quedó en su casa» mintió para sí, a sabiendas de que el chico jamás le decía que no a una lata de conserva.

Tendría que luchar. Escapar no era una opción cuando las personas de su ciudad corrían peligro. Pensando en Dom y deseando con todas sus fuerzas que el pequeño aún siguiera con vida, partió rumbo a la casa del viejo Gillan.    

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