El llamado de la niña la despertó, como si se encontrase allí en la selva y no en sus sueños. ¿Podría acaso la causa de su tormento estar tan cerca?
Aturdida, observó a su alrededor. La habían metido en una prisión de barro y tierra con gruesas varas de madera al frente, cerrándole el paso. En vano intentó forzarlas. La palanca de madera, que debía abrir la rústica, pero no por ello menos efectiva jaula, estaba fuera de su alcance. Pegada a los troncos observó en la oscuridad de la noche. De la luz de la luna, tan solo un pequeño atisbo atravesaba la densa niebla que se cernía sobre la inmensidad de la selva negra. Sobre las rocas y los matorrales en la distancia, el fuego de una hoguera proyectaba sombras siniestras, alborotadas, que se expandían y se achicaban al compás de una danza frenética. El ambiente estaba denso, anticipando la llegada del gran monzón. A pesar de estar desnuda sentía mucho calor. Aún tenía sangre seca en sus manos y en su frente. Sus prendas y sus armas estaban tiradas sobre un pequeño círculo de rocas, a pocos pasos de la celda, como si se tratasen de una ofrenda.
Había desoído las palabras de su tribu persiguiendo el fantasma de una niña que no le permitía dormir. Más su tribu, había tomado en gracia la advertencia del sueño. Ahora no quedaba ni tribu, ni sueño, ni gracia. Los Gurkas llegaron por la noche y sus lanzas envenenadas cayeron sobre los Nowal como una lluvia mortífera. Ella, Kali la piel Roja, defendió a los ancianos y a los niños como pudo junto a las otras mujeres guerreras, pero no fue suficiente. Cuando quedó sola, como la última Nowal en pie, pensó en los hombres tontos y en su orgullo desmedido, haciendo la guerra lejos de allí contra los otros hijos de Atilakán. No sabía siquiera la razón por la cual seguía con vida o si habían tomado más prisioneros.
A merced de sus captores y rendida ante el cansancio, se recostó sobre el barro húmedo hecha un ovillo y se durmió, anhelando que la niña no volviese a perturbar sus sueños.
La despertaron lacerantes golpes en la cabeza y en las rodillas. Eran dos Gurkas que, parados allí frente a la jaula, habían juntado algunas rocas pequeñas y se reían de ella, con sus rostros pintados en verde y sus brazos largos repletos de brazaletes, a tal punto que caídos, sobrepasaban la altura de las rodillas. El más alto de los dos, tenía un largo hueso afilado en las puntas, atravesándole los hoyuelos de la nariz, de forma tal que apenas se le veía la boca. El otro en cambio, tenía el cuerpo tatuado con vivos colores, y el cuello estirado debido al uso de varios anillos metálicos. Reía mostrando los dientes podridos y preparando otra piedra. Kali se levantó de pronto y se lanzó contra los troncos de madera hecha una fiera. Ambos Gurkas retrocedieron aparentando un terror exagerado. Se estaban burlando de ella.
—La Nowal ruge como gato –dijo el del aplique en la nariz.
El otro se quedó tieso, con la vista fija clavada en sus pechos. Kali no se molestó en cubrirlos.
Buscando la aprobación en la mirada de su compañero, el más alto se acercó a la jaula. El otro asintió, para luego desaparecer de la vista de Kali, y pocos segundos después, los extremos superiores de los troncos cedieron, permitiéndole a ambos Gurkas hacer a un lado el entramado de madera.
—La hija de Atilakán nos dará placer –dijo el Gurka más alto, metiéndose en el interior de la pequeña cueva.
El del cuello largo dudó por un instante.
—¿Y si Etzatlan sabe?
—¡Todos duermen Junnu! —respondió el otro, a tiempo de que se quitaba el taparrabos dejándolo caer al suelo.
Junnu observó a Kali, deseoso, como un animal y se metió dentro también, riendo con cierto nerviosismo.
—Sí, ven, será divertido. Nadie sabe.
—Te creo Kogo, pero si alguien busca, diré que Kogo fue.
—A Kogo no le importa, no soy cobarde como Junnu.
El tal Junnu en vez de quitarse el taparrabos se lo acomodó, de forma tal que su miembro quedó a la vista. Kali al verlos a ambos desnudos soltó una carcajada.
—Pobres Gurkas, ¡hay cosas que los aros no pueden agrandar! —dijo la prisionera, burlándose.
Junnu estaba tan excitado ante la presencia de la mujer que hiso caso omiso de la burla, pero Kogo en cambio, que en verdad no tenía mucho con lo cual alardear, pareció tomárselo en serio.
—Ayúdame Junnu, la tomamos entre los dos.
Se abalanzaron sobre la mujer Nowal, el alto intentando tomarla por detrás y Junnu procurando sostener sus piernas. Pero se habían equivocado, pues más que un gato, Kali la roja era una pantera, aun estando desarmada. En cuanto tuvo oportunidad en medio del forcejeo, Kali lanzó un cabezazo hacia atrás con todas sus fuerzas aplastando el rostro del Gurka llamado Kogo. Libre de este último, flexionó su cuerpo hacia delante y le dio un puñetazo a Junnu en los testículos con tal fuerza que esté cayó al suelo de lado, agarrándose sus partes. En ese momento Kogo se recuperó del golpe y volvió a atraparla tirando de sus cabellos. Kali tomó con sus piernas a Junnu que se encontraba en el suelo y comenzó a asfixiarlo con ambas, mientras que con sus manos procuraba evitar que el otro Gurka la golpeara. Estuvieron así por unos pocos segundos. Junnu ahogándose ante el implacable agarre de las piernas de la mujer y Kogo luchando por liberar a su compañero, hasta que Kali palpó con sus manos el rostro del Gurka más alto y tiró del apliqué de su nariz con la fuerza suficiente como para arrancárselo. Enseguida, le clavó el filoso hueso en un ojo. Kogo se alejó gritando y la mujer entonces se pudo dedicar a terminar con Junnu. Con la fuerza de sus piernas le rompió el cuello a pesar de los aros de metal. Luego se levantó y fue hasta donde estaba Kogo, que gritaba con el hueso metido en el ojo. Le dio dos patadas en el rostro, para dejarlo un tanto indefenso, y luego le quitó el hueso para reposicionárselo en el ojo que le quedaba. Kogo murió al instante, pero Kali siguió sacando y metiendo el hueso hasta saciar su ira.
Luego solo fueron las chicharras y el bullicio propio de la selva. Los Gurkas aun dormían.
¿Qué grito espantoso podría despertarlos del sueño? A ellos, que soñaban con la muerte y las torturas de un dios que Kali no podía entender. Ninguno.
Salió de allí, al resguardo de la noche y de la selva y tomó sus prendas. Se vistió. Su escudo de madera estaba partido, pero aún le sería útil. Sostuvo la lanza con firmeza. Kali no quería escapar, quería venganza.
Cerca de donde la habían tenido cautiva, se encontraba la aldea de los Gurkas. En torno a los restos de lo que debió ser una gigantesca hoguera, un gran número de Gurkas dormían desnudos, agotados por fumar hojas de Ukeca y beberse el maganali robado a los Nowal. Silenciosa, Kali evitó el centro de la aldea y se deslizó por entre las carpas. Similares le resultaron los Kawis de los Gurkas a los de su propia gente, aunque más sobrios y precarios en su hechura. En los albores del amanecer, su silueta asemejó la forma de un felino sobre las pieles de las tiendas. Elevó por unos segundos la vista al cielo y le susurró a su dios:
—Atilakán, nunca te he rezado antes, no es propio de Kali y tú lo sabes, pero me viste luchar, una mujer sola contra muchos. Si te complació mi valentía el otro día, bendice ahora este acto de cobardía durante el sueño del enemigo y concédeme la venganza.
Tras meditar un segundo agregó:
— Y si no me oyes, no importa, vete al demonio, lo haré sin tu bendición.
Dicho esto, se metió en el interior de la tienda más cercana. Dos Gurkas dormían abrazados, un hombre y una mujer. El hedor a sexo invadía el ambiente. Certera, la lanza de la guerrera Nowal perpetuó el sueño de ambos para siempre. Así fue de carpa en carpa, asesinándolos a todos. No había perdón en el corazón de Kali la Roja para las bestias que habían aniquilado a los suyos. Hechó un vistazo a aquellos que dormían a la intemperie, junto a la pira de brasas intermitentes. Nadie dio señales de despertar, por lo cual, Kali pensó que quizá Atilakán sí la había escuchado. Divisó una carpa enorme, comunal, que alejada del resto había sido erguida lejos del claro, al borde de la espesura. Creyendo que bien podría tratarse del Kawi del jefe Gurka tomó una de las antorchas que aún permanecían encendidas enterradas en la tierra y deslizó la lanza hacia el interior con cautela para abrirse paso. Allí dentro encontró a los más pequeños de los Gurkas, que por desgracia, aún estaban despiertos. La tribu los mantenía sucios y famélicos, un desprecio hacia las nuevas semillas que Kenos había colocado en la tierra. Cuando la observaron, lo hicieron con los ojos y las formas de las criaturas de la selva. Niños salvajes, con los dientes podridos dispuestos a matarse los unos a los otros en pos de sobrevivir. Al verla, gritaron enfurecidos y se lanzaron contra sus piernas. No sentían temor y, sin embargo, los más grandes no debían haber vivido siquiera ocho primaveras. Kali no tuvo opción, golpeó a uno de los niños con el escudo para apartarlo e hincó la lanza en el rostro de otro, matándolo en el acto. A los que se lanzaban contra sus piernas los quemó con la antorcha, no obstante, eran muchos y pronto se vio rodeada. Cual monos enardecidos, algunos le mordieron las piernas y el brazo izquierdo, otros saltaron sobre su espalda. Con el peso de aquellos niños salvajes encima, hizo acopió de toda su fuerza para avanzar hacia el centro del Kawi. Lanzó la antorcha sobre unos canastos de junco que yacían en un rincón y con una fuerte patada, el grueso tronco que sostenía la tienda cedió. Las pieles cayeron bajo el peso de las vigas secundarias, atrapando a Kali y a los niños en una trampa mortal. El humo comenzó a asfixiarla. Sentía aún a algunos de aquellos pequeños aferrados a ella, rasguñándola y mordiéndola. Sacó su cuchillo e hizo un corte en el cuero. El aire matutino inundó sus pulmones. Un infante Gurka seguía prendido a ella, le laceraba la pierna con sus pequeños dientes, iracundo. Ella azotó su rostro con el mango del cuchillo, con tal fuerza, que el pequeño quedó desparramado sobre las pieles humeantes con el cráneo abierto. Aún seguía con vida. Las llamas habían comenzado a elevarse allí donde la antorcha había prendido y los bultos bajo la presión del Kawi desmoronado se removían frenéticos, chillando. ¡Como hubiese deseado Kali haberlos descubierto en pleno sueño!
Uno de los niños salió del otro lado de la tienda, con su cuerpo desnudo ardiendo en llamas y corrió en dirección al centro de la aldea, chillando hasta estrellarse contra el Kawi más cercano. No había hombre alguno en esa carpa, pues la mujer Nowal ya había pasado por allí. Sin embargo, Kali pudo ver como varios Gurkas adultos corrían en dirección al niño, despertados por sus gritos.
Sin más que hacer, la mujer guerrera escapó de allí, mientras los hijos de los Gurkas morían calcinados. Quizá Atilakán le había prestado demasiada atención. ¿Podría acaso aquel Dios guerrero gozar ante tal infanticidio?
Se internó en la selva y corrió por entre los matorrales. Comprendió pronto que se había adentrado aún más en el interior de la aldea Gurka. Sobre una elevación del terreno, precedida por un pequeño sendero flanqueado por los cuerpos empalados de los Nowal asesinados, había una enorme Ruca, construida en madera y paja. ¡Qué tonta había sido!, aquel era en verdad un lugar digno para un jefe de guerra como Etzatlan. Kali a sus espaldas oyó los gritos de los Gurkas que enfurecidos clamaban por su sangre, y sintió el característico olor del incendio que comenzaba a abrirse paso a través de la aldea.
Si quería consumar su venganza, le quedaba entonces poco tiempo. No se detuvo a observar los cadáveres de quienes podrían ser sus seres queridos.
Ascendió por el sendero a paso raudo. Había un solo guardia custodiando la entrada de la Ruca, distraído por la columna de humo que se elevaba por encima del manto selvático. Kali aprovechó aquel preciado instante para arrojar la lanza con una potencia inusitada. En cuanto el guardia Gurka giro el rostro en dirección al sendero, sintió un poderoso impacto. Su cuerpo quedó curvado hacia atrás. Observó la madera negra de la lanza que se abría paso en su pecho y cuya punta se había enterrado en la tierra, a través de su espalda. Falleció sin poder dar el grito de alarma.
Kali se acercó a la Ruca. Jamás había visto una cabaña tan gigantesca. Tomo con ambas manos la lanza y la extrajo del cuerpo del Gurka muerto empujándolo a éste con el pie derecho.
Conocía bien los sonidos provenientes del interior de la choza, más lo que vio en el interior le quitó el aliento y le heló la sangre.
Oculta tras los gruesos troncos que circundaban el salón principal espió la escena. En el centro de la choza ardía un fuego, que aún sin la presencia del viento se agitaba como si un ánima impía yaciera dentro de él. Frente a éste, un hombre desnudo con cabeza de cabra yacía sentado sobre un trono de madera y pieles. Era descomunal, más grande que cualquier hijo de Atilakán. En sus brazos musculosos, las cinturas de dos mujeres Gurkas parecían a punto de partirse. Gemían y frotaban su sexo contra él, sobre sus piernas y sus hombros. Al menos había allí unas ocho mujeres más, todas jóvenes hermosas destinadas al arte del placer. Aquella bestia descomunal no se hubiese molestado como Kogo ante una burla sobre su virilidad. Las Gurkas que se encontraban en sus brazos tenían canastas repletas de sangre y la derramaban sobre el cuerpo del macho cabrío. Las de abajo hacían lo suyo, besándole el miembro apasionadamente. Tal grado de lujuria inquietó a Kali, que supuso, se encontraba ante la presencia del dios Gurkano hecho carne. El fornido y robusto hombre con cabeza de cabra de pronto perdió la compostura y se levantó de su asiento, lanzando a algunas mujeres al suelo y levantando a otras dos en sus fornidos brazos. Colocó a la de su derecha en el suelo, de rodillas y comenzó a penetrarla por detrás con una fuerza descomunal, mientras que la de su izquierda se aferraba a él. La mujer gritaba, descontrolada, hasta que aquel animal puso sus manos sobre su garganta y al alcanzar la el punto más álgido del gozo le quebró el cuello, como si de una pequeña rama se tratara. Continuó sin embargo penetrándola por unos segundos más. Tal acto, no pareció resultar de importancia para las demás mujeres que enseguida comenzaron a proclamar su nombre. "Etzatlan" gritaban, y se acariciaban entre ellas con júbilo. Kali comprendió que no se encontraba ante dios alguno. Aquel era Etzatlan, el jefe de guerra. Para su sorpresa, el cuerpo de la mujer con el cuello roto de pronto se puso tieso y se curvó. Sus ojos lloraron sangre y su boca se abrió de par en par.
—¡Alabado sea el hijo de Belial! —exclamó, en un grito desgarrador.
Luego cayó tiesa frente a la hoguera. El pene de Etzatlan aún continuaba duro y erguido.
Perpleja ante la brutalidad del jefe Gurka pero consciente de que debía consumar la venganza antes de que los de la aldea llegaran en busca de su cabeza, Kali saltó al centro del salón al mismo tiempo que lanzaba su arma a través de las llamas. La guerrera Nowal estaba al tanto de su propia habilidad con la lanza, no obstante, se percató de que Etzatlan había realizado lo imposible. Con sus manos desnudas detuvo la jabalina en pleno vuelo, justo frente a su pecho. Las mujeres al ver a Kali gritaron y se hicieron a un lado, ocultándose tras su líder.
El guerrero descomunal se quitó la cabeza de cabra y la tiró al suelo. Su rostro, cubierto de sangre, parecía tallado en roca. Tenía los cabellos negros y largos, que caían sobre sus hombros, y una cicatriz horrenda que le cruzaba el rostro desde el mentón hasta el ojo izquierdo.
—La última mujer Nowal en pie, la guerrera Roja –dijo, rodeando el fuego en dirección a ella. Los Górgokas de Etzatlan estaban deseosos de probar tu carne y tu sangre, más ordené mantenerte con vida.
Kali comenzó a moverse atenta a los pasos del jefe de guerra, manteniendo una distancia prudente. Sonrió ante la mención de los guerreros más fuertes de los Gurkas, cuya sangre ella misma había derramado a diestra y siniestra hasta que fue ampliamente superada en número.
—¿Cómo escapaste?
—Algunos Gurkas no saben respetar la palabra de su jefe, y así murieron, por pura estupidez.
Aquello pareció despertar gran interés en Etzatlan, que sonrió imaginando la muerte de tales ineptos.
—Tu vientre me estaba deparado. Si yaces en el lecho de Etzatlan por voluntad propia y te entregas a Belial, te perdonaré la vida. Si no, te tomaré por la fuerza y luego de que engendres el fruto de mi semilla, serás descuartizada.
Kalí en respuesta escupió el suelo a sus pies.
—No hay lugar en mí para tu dios, ni en mi vientre para tu veneno. ¡Solo deseo venganza, como pago por la vida de los míos!
—Son muchos los que sueñan con la muerte de Etzatlan, pero solo eso —respondió el guerrero—. Cuando los hijos de Atilakán regresen a su tierra, se encontrarán con mis Górgokas, aguardando. Tú serás la última de los Nowal, mi botín de guerra.
Kali gritó, furiosa, y sacó su cuchillo dispuesta a atacar, más tuvo que recular pues, a pesar de su gran tamaño, Etzatlan le arrojó la lanza con la presteza de una serpiente. La filosa punta del arma laceró el muslo desnudo de la guerrera, que se hizo a un lado rodando. Cuando se levantó vio como Etzatlan tomaba la gran pira con sus manos, a pesar del fuego y el peso, y la volteaba en su dirección. Las brasas calientes y las llamas se extendieron por el suelo cerrando el paso de Kali hacia la salida y obligándola a apartarse hacia el trono donde se encontraban las mujeres, que asustadas, escaparon atravesando un telar que se encontraba al fondo de la sala.
—¡Ven a mi si te atreves mujer! —gritó Etzatlan, golpeándose el pecho desnudo con los puños—. Pero te advierto, ¡no estás preparada!
Kali guardó el cuchillo y tomó su lanza del suelo para luego adoptar su peculiar postura de combate, con el escudo al frente y el arma tras su espalda.
Observó al jefe de guerra, desnudo, rodeado por las llamas con los brazos abiertos aguardando su acometida y sintió pavor. Kali era una mujer en extremo valiente, más provenía de aquella bestia una malicia y un poder que le atenazaban el cuerpo y la voluntad de luchar. Podía sentir su intención asesina vibrando en el aire, cosa que jamás había percibido con tal potencia por parte de contendiente alguno.
Entonces, sin previo aviso, Etzatlan arremetió contra ella. Kali reaccionó formando un arco con su lanza para separarse de él, pero el jefe de guerra tomó el arma con sus manos y la elevó a ella por los aires en un instante para luego lanzarla contra el trono de madera, destrozándolo en el impacto. Magullada, Kali se levantó. No era posible que un hombre tuviese tal fuerza. Su lanza se había roto en dos, y su pierna izquierda sangraba por una astilla de madera que se le había incrustado en el muslo. Etzatlan caminó hacia ella y entonces Kali lo evitó rodeando la pira derrumbada. Fue inútil. En una increíble demostración de fuerza y agilidad, el hombre saltó por encima de la pira y cayó sobre Kali, atenazándola contra el suelo ardiente.
—Serás mía Nowal—dijo aquel monstruo, lamiéndole la cara.
Kali tomó las brasas ardientes del suelo, y a pesar del terrible dolor que sintió en su mano, las estrelló contra el rostro de Etzatlan.
El jefe de guerra cegado y adolorido la soltó, permitiéndole a la guerrera sacar su cuchillo. Se lo clavó en el cuello, que parecía macizo como el tronco del araukano y la sangré surgió a borbotones. Entonces Kali con sus dos piernas lo empujó hacia atrás, contra la pira, pero no fue capaz de moverlo un ápice. Aún con el cuchillo enterrado en la garganta, Etzatlan tomó su pierna derecha en un férreo agarre y la revoleó por los aires. Kali chocó contra la pared de madera de la ruca. El fuego se había extendido por el centro de la sala, alcanzando el techo. Un muro de llamas separaba a los contrincantes. Etzatlan la observaba, furioso, con una mano en la herida que ella le había abierto. Arrogante, el jefe de guerra se dispuso a cruzar las llamas para atraparla, pero entonces una parte de la ruca cedió, enterrándolo bajo las maderas ardientes. Kali, sin pensárselo dos veces, evitó las llamas y escapó por donde se habían ido las mujeres.
Le costaba caminar con la pierna herida, y sentía en sus costillas un dolor acuciante. Tras el telar encontró a las jóvenes desnudas, asustadas. Solo una se animó a atacarla, pero le atizó el rostro con el borde del escudo, machándole la nariz y los dientes. Las demás gritaron al unísono y se alejaron corriendo por un pasillo que conducía al exterior de la ruca. Kali las siguió, rengueando. No tenía opción.
Algo la detuvo. Algo más fuerte que las ansías de matar del jefe de guerra. La niña la llamaba de nuevo, estaba allí. En medio del pasillo había una caja maciza, con una pequeña rendija por la cual observar. Dos pequeños ojos verdosos se encontraron con los suyos, y entonces la guerrera Nowal sintió que todo el peso del mundo se cernía sobre sus hombros.
En ese instante, los Górgokas atravesaron el telar con sus armas en alto. "Lo siento tanto" pensó la guerrera, y rebasó la caja en dirección a la salida, evitando las lanzas que le arrojaron sus enemigos.
Escapó, haciendo uso de toda su voluntad. Sentía un fuerte e inexplicable impulso por regresar allí, contra toda dificultad, para rescatar a la prisionera encerrada en la pequeña caja de madera.Tenía, además, la certeza de que era la niña de sus sueños. No obstante, el miedo y la incertidumbre por su propia supervivencia prevalecieron.
Se internó en la selva y corrió tanto como pudo, con la esperanza de dejar atrás a sus persecutores. Sabía que, al menos de que encontrase agua, sus chances de escapar de los Górgokas serían nulas, pues éstos, eran expertos rastreadores y además, se encontraban en su propio territorio. Kali no conocía bien su ubicación, más en el interior de su mente se formó la imagen de un rio y supo enseguida que dirección tomar. Aquello la sumió en una profunda vergüenza. Había decidido abandonarla y la niña aún velaba por ella. Comenzó a sentir el peso del cansancio, cuando por fortuna, escuchó el sonido del agua. Se abrió paso entre la mata espesa hasta dar con un barranco y al fondo de este, encontró un río cuyo afluente descendía con fuerza a través de la selva, hasta donde alcanzaba la vista. Debía ser uno de los brazos del Gur Tamul, "el salto de la serpiente".
Era justo lo que necesitaba. Se lanzó desde lo alto, encomendándose al deseo y el capricho de los dioses, y con su fuerza perpetua, las aguas del Gur Tamul la arrastraron rio abajo.
Al frente la aguardaba una pequeña cascada. La fuerza de la caída la hundió bajo las aguas turbulentas. Cuando logró asomar su cabeza por encima de la superficie para respirar, vio en la distancia a los Gurkas con sus lanzas, que parados al final del barranco, le gritaban toda clase de improperios. Pero aquello no le importó en lo más mínimo. Toda su atención se concentró en el jefe de guerra, inmenso, cubierto de sangre desde el cuello hasta los pies, que sin sumarse a la afrenta de sus súbditos, le clavaba la vista a ella siguiendo su rumbo. Y como si el anhelo de aquel monstruo fuese capaz de acortar la distancia, a la guerrera Nowal se le comprimió el corazón.
Confundida al ver al jefe de guerra con vida, no se percató de las rocas que asomaban en el centro del rio. El golpe le arrebató el aire, y sumergida bajo la furia del Gur Tamul, su consciencia la abandonó.
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