Capítulo 15: Engranajes de Guerra
Sacaron el carro repleto de paja del almacén y lo empujaron con todas sus fuerzas, mientras los últimos enfermos, ahora inofensivos, deambulaban sin rumbo fijo a lo largo de la plaza, sumidos en sus tormentos internos. Las ruedas oxidadas chirriaban, pero aun así se podía oír aquel extraño ruido proveniente del cráneo de hierro. Suyai recordó el sonido de la hoz al sesgar el tallo. Eso parecía, miles de hoces cortando desde el interior del tótem y en rápida sucesión.
— ¡Rápido niña!—ordenó Argan—. ¡Empuja!
—No soy ninguna niña, viejo –respondió la joven, ofuscada.
Por encima de sus cabezas, a considerable altura, el pobre de Naktún se sostenía a duras penas de una estructura de madera a punto de colapsar.
— ¡Tienes que dejarte caer muchacho!
«Mi maestro se ha vuelto del todo loco» pensó el joven. Era consciente de que pronto las vigas cederían y la atalaya se vendría abajo, pero el ya no tenía fuerzas para sostenerse.
— ¡No puedo hacerlo!
La torre se inclinó de lado y las maderas crujieron. Suyai se cruzó de brazos, nerviosa.
—Dígale que cierre los ojos. Si no salta ahora, se cae de todos modos – opinó la joven.
— ¡Cierra los ojos Naktún y a la cuenta de tres!
El muchacho cerró los ojos y contó junto a su maestro.
— ¡Uno!
—U-u-uno.
—¡Dos!
—Dos— repitió Naktún, casi en un susurro, y se soltó sin esperar al tres.
—Creo que viene un poco desviado— dijo Suyai, observando a Naktún en plena caída.
Argan adelantó un tanto el carro justo a tiempo. Hubo un golpe sordo acompañado de un revuelo de paja. La ballesta de mano cayó sobre la tierra, no muy lejos, partiéndose así su arco.
Suyai y Argan tomaron a Naktún, uno de cada brazo, y tiraron de él para que se incorporara. Aturdido por la caída, el joven escupió parte del forraje que se le había metido en la boca.
— ¿Te encuentras bien?—preguntó Argan.
—Eso creo, maestro.
La joven se alejó para recuperar el arma que había caído al suelo y volvió enseguida al trote.
—Ten, se rompió al caer—dijo Suyai, entregándole la ballesta de mano—, menuda puntería tienes.
Argan, en cambio, no consideraba aquel acierto una cuestión de destreza.
—Ese tiro era imposible. La flecha voló en dirección contraria y atravesó el pecho de Ratesh— indicó el Galasiano, que había visto los acontecimientos a través de su catalejo.
Los tres fijaron la vista en el lugar donde se había estrellado el hechicero.
Suyai se acercó hasta el cuerpo mientras Argan ayudaba a Naktún a salir del carromato.
Tras las atrocidades pasadas aquellas semanas en Nerotzulma, la vista del cadáver fraccionado por el impacto no la impresionó. Para Argan fue distinto, había visto al segundo príncipe crecer, y a pesar de la traición y el odio, sintió un dejo de tristeza. Tenía un horrible presentimiento, el cual le indicaba que la muerte del segundo príncipe no era más que el comienzo de un periplo aún mayor.
Naktún se acercó al cuerpo destrozado del hombre que había provocado la muerte de sus padres, y el fin de la vida tal y como la conocía. Lo observó extrañado, aún afectado por el vértigo propio de la caída.
—Lo he matado –murmuró, como si recién cayera en cuenta de ello.
La punta de la flecha aun asomaba en el torso del mago.
— ¿En verdad lo crees?— dijo Suyai, irónica.
La escena era en verdad macabra, digna del tan inescrupuloso sujeto. Su cuerpo se había divido en dos, a la altura de la cintura, y sus entrañas se habían desparramado por el suelo conectando las partes, haciéndolo ver como a un hombre muy largo. Su cráneo se había abierto, pintando así sus sesos una aureola en torno a su rostro.
Argan prestó principal atención a las piernas rotas. En lugar de huesos y músculo, la sangre manaba desde un extraño material plateado, atravesado por lo que a él le parecieron cuerdas negras, rojas y verdes. Desconocía el elemento, pero le resultó similar al cuero. ¿Qué clase de regalo había recibido Ratesh en Tarmitar para volver a caminar?
— ¿Qué es eso que le sale de las piernas? –preguntó Suyai.
—La sabiduría antigua de su dios —contestó Naktún, atentó ahora al sonido incesante proveniente del cráneo. No estaba seguro de lo que sucedía en su interior, pero de pronto entendía ciertas cosas aunque era incapaz de explicarlas. Volvió a sentir aquella urgencia por escapar, la misma que cuando estuvo en lo alto de la torre y disparó la flecha oscilante. Tomó de pronto a su maestro del brazo apartándolo unos pasos de allí. Suyai los observó cruzada de brazos, expectante y ofendida de que la hicieran a un lado.
— ¿Qué sucede?
—Tenemos que irnos de aquí, cuanto antes.
— ¿Has tenido una visión del futuro?
—Una sensación, maestro, de que Ratesh ha logrado su cometido.
«El cráneo» pensó el galasiano y todas las alarmas se dispararon en su mente. Las piernas artificiales y el cráneo de hierro eran parte de un mismo diseño. La sabiduría de los antiguos de la que hablaba Naktún, y que el Dios Tarmitano había decidido perpetuar en la tierra.
En respuesta a sus temores, y a los del muchacho, el cráneo de hierro produjo un enorme estruendo. Bajo sus pies, el suelo comenzó a temblar.
— ¡Niña!— llamó a Suyai, que se hallaba sobre el cuerpo del mago, recuperando la espada forjada por su padre—. ¡Debemos salir de aquí!
La quijada del cráneo se desplomó sobre el suelo, haciendo tronar la plaza. La torre de madera, enclenque, se ladeó por última vez y luego se vino abajo.
— ¡Atrás!— gritó Naktún, alejándose del área de impacto.
Suyai se lanzó al suelo llevando la espada entre sus brazos, y a sus espaldas el cuerpo de Ratesh quedó sepultado bajo los escombros.
Argan observó el espacio que se había abierto al deslizarse la quijada hacia abajo. Una larga y fina ranura negra conformaba la boca abierta de aquel rostro descomunal.
—Muévanse, ¡rápido!— ordenó el maestro de armas, tirando de la camisa de la joven que apenas comenzaba a ponerse de pie.
Naktún echó a correr en dirección al arco de entrada. Los otros dos le iban a la zaga. Cuando alcanzaron el arco al sur, la tierra a lo largo de la plaza se resquebrajó, y se vieron obligados a aferrarse a la muralla para no caer debido al sismo.
Para sorpresa de los tres, de la boca del cráneo surgió una explosión de vapor que cubrió el centro del lugar y alcanzó las edificaciones circundantes, incinerándolas. Los restos de la torre de madera también ardieron al tomar contacto con aquel gas. Pronto, el enorme tótem estuvo rodeado por las llamas.
— ¿¡Qué demonios sucede!?— preguntó Suyai, gritando para hacerse oír por sobre los poderosos estruendos del cráneo. Pero el valeroso caballero y su fiel escudero no parecían escucharla, aterrorizados como estaban ante la visión del mortal regalo que Ratesh les había dejado antes de perecer.
En el centro de las cuencas oculares del cráneo de hierro, se encendieron unas luces esmeraldas, que cual remolinos, rotaban a una increíble velocidad. Argan reconoció en ellas la luz del talismán. La titánica cabeza se movió, para sorpresa de todos, removiendo la tierra y provocando una ruptura a lo largo de toda la plaza. La grieta se abrió pasó a gran velocidad, fragmentando el terreno en diferentes elevaciones. En cuestión de segundos el colapso alcanzó la muralla y el arcó se fracturó también. Suyai se encontró de pronto sobre un terreno inclinado, por debajo de donde estaban Argan y Naktún.
— ¡Suyai!— gritó el joven, al perderla de vista tras la porción de suelo que se había levantado.
El galasiano no dudó un segundo y se aferró al borde de la elevación, ofreciéndole una mano en auxilio.
Suyai dio un brinco, justo cuando bajo sus pies la tierra dejó entrever las profundidades del abismo. Reconoció de un vistazo los fragmentos de los túneles antiguos que su pueblo había recorrido tantas veces. Algunos aún seguían conectados.
— ¡Tira de ella muchacho!
Naktún, como pudo, tiró de las prendas de Suyai para ayudar a su maestro. Gritaron juntos ante el esfuerzo, hasta que la joven pasó por encima de Argan, tirando de los arneses de su armadura de cuero, hasta caer sobre Naktún.
—Gracias— le dijo a éste último, cara a cara.
El joven avergonzado por el contacto la apartó con un leve empujón.
—No es nada— contestó enseguida—, tú nos salvaste en la celda.
— ¿Ya terminaron?– preguntó Argan, acomodándose el peto de cuero y con el rostro enrojecido por el esfuerzo—. ¡Muévanse si no quieren morir!
Pasaron dando saltos por sobre el arco que había colapsado, saliendo de la plaza principal. De pronto, hubo otro estruendo enorme, y una larga y densa cortina de tierra y casas destruidas se elevó hasta el cielo, a través de la zona Oeste de Nerotzulma, oscureciendo por un instante la luz del sol. Ínfimos se sintieron, al ver como una mano negra se separaba lentamente de la nube de destrucción.
— ¡A la casa!—gritó Argan.
Se ocultaron justo a tiempo bajo el pórtico de la panadería.
Grandes escombros de edificaciones llovieron por sobre la calle principal. Una puerta de madera quedó engarzada al suelo justo a pocos pies de donde se encontraban. Las tiendas de enfrente quedaron aplastadas por la pared de una casa que se había desprendido en su totalidad.
— ¿Qué ha sido eso? —preguntó Suyai, quitándose el polvo del rostro. ¿No estoy loca verdad? Sé que vieron la mano gigante igual que yo.
—Un gigante, como los de mi sueño —dijo Naktún, con la vista perdida en el caos—. Un artefacto de guerra creado por los hombres antiguos.
—Ratesh nos ha tendido una trampa mortal. Desde un comienzo su misión era subir a la cima del cráneo para despertarlo – indicó Argán—. Pero no podemos volver al Norte. No hay forma de cruzar el desierto.
Otro estruendo descomunal hizo vibrar el pórtico.
—Estamos atrapados aquí, en las planicies.
—No— dijo Suyai—, hay otra opción. Si logramos bordear el pueblo y alcanzar mi chihued, podríamos viajar en dirección contraria al desierto. Creo que podría soportar el peso de los tres.
Naktún sonrió ante la mención de la leyenda.
— ¿De qué estás hablando Suyai? —preguntó Argan confundido.
—De volar, maestro –respondió Naktún, anticipándose. De saltar desde el borde del mundo, como lo hizo la mujer enamorada, la del cuento del viejo Pur.
—Esa misma —dijo Suyai —, la leyenda del pájaro Chihued y la joven enamorada.
— ¡Cansado me tienen ya con el Viejo Pur y sus historias! Lo que piensan hacer es suicida.
—Pero no hay otra –repuso Naktún—. Prefiero tomar el riesgo.
— ¿Y qué tal si no hay nada más allá? – preguntó el Galasiano—. ¿Qué tal si se acaba el mundo allí?
—Aquí ya no queda nada viejo, pero no tenemos tiempo para discutirlo. Si quieres te quedas.
Dicho esto último, Suyai hecho un vistazo hacia el cielo para luego salir corriendo de allí.
Naktún miró a Argan por un momento a los ojos.
—Debemos ir con ella, sé que es así.
Argan consideró la situación en toda su extensión. Si en verdad ya nada quedaba por hacer en aquel lugar y no podía regresar a sus tierras. Ratesh estaba muerto, Galashir destruido. Él era un hombre sin familia que al igual que esos jóvenes, no tenía a donde volver. Quizá un nuevo mundo aguardaba, la oportunidad de comenzar una nueva vida o de morir en el intento. Sin embargo, al mismo tiempo, sentía el peso del deber sobre sus hombros. La necesidad de desentrañar el origen de aquel mal que se había despertado en Tarmitar y que pronto arrasaría con los otros reinos del Norte.
—No huimos, maestro— dijo Naktún, que percibió el conflicto en el caballero —. Esto no ha terminado aún, lo sé.
—Confió en tu intuición muchacho, has demostrado ser digno de eso y de mucho más.
El joven le dedicó una sincera sonrisa y entonces sin mediar palabra corrió en la dirección que había tomado Suyai. Argan lo siguió.
La joven los esperaba unas casas más adelante, protegiéndose bajo los balcones de la taberna.
— Sí que tardaron. Esa cosa ya se ha erguido por completo— dijo Suyai, señalando al coloso de hierro, que en el centro del pueblo, descomunal, destruía todo a su paso.
—Viene hacia nosotros— dijo Naktún.
A no mucha distancia se encontraba el cuerpo del Guivre.
— Tomen provisiones, esa bolsa y esta – indicó Argan, vaciando las alforjas del lomo del guivre muerto.
Naktún ayudó, triste al ver el cadáver de la criatura mancillado por los hombres del mago.
Suyai, vehemente, los acuciaba a gritos para que se apresuraran, mientras el gigante atravesaba el muro que circundaba la plaza central, haciéndolo añicos.
—Deja de gritar y lleva esto – dijo Argan, colocando cuatro cantimploras atadas por una soga en las manos de Suyai.
El gigante de hierro de pronto viró en dirección al grupo y se detuvo. De su hombro asomó un extraño artefacto que resplandeció por unos instantes.
— Eso no puede ser bueno— dijo Suyai.
¡A resguardo tras la taberna!
Hubo una ráfaga de fuego y luego un estallido. A pesar del resguardo, el grupo fue despedido unos metros hacia atrás por la explosión.
Naktún aún sostenía la ballesta y la bolsa de provisiones que había tomado de las alforjas, pero se encontraba sentado y aturdido en el suelo. El cuerpo del guivre había sido lanzado unos cuantos pies hacia atrás, a pesar de su gran tamaño y la mitad derecha de la taberna había desaparecido.
Suyai apareció tambaleándose entre el humo, se había hecho un corte en el rostro y sangraba. Le hablaba, pero él solo podía oír un zumbido muy fuerte.
Argan salió de entre el callejón contiguo a la taberna, cubierto de tierra. Parecía estar bien. Levantaron a Naktún entre los dos y salieron de allí.
Mientras corrían juntos por entre las casas, evitando la calle principal, el zumbido se detuvo y el joven volvió a oír.
—Muchacho, ¿estás bien? – preguntaba Argan.
—Si – contestó el joven, perplejo.
—Debemos salir a los campos de cultivos— indicó Suyai.
Las explosiones continuaban, cercanas. Era imposible mantenerse a cubierto durante la huida. Aquel colosal artefacto de guerra podía detectarlos a pesar de la distancia, ya que los divisaba entre los hogares gracias a su tremenda altura. Fue entonces cuando Argan tuvo una idea, tomó a los otros dos de las manos haciéndolos girar de golpe y se introdujeron todos juntos en una casa cuya puerta se encontraba entreabierta.
—¡¿Pero qué haces?!— exclamó Suyai.
—Perderlo – contestó Argan.
Atravesaron el vestíbulo del pequeño hogar a toda velocidad, haciendo a un lado mesas y sillas y salieron por la ventana trasera. En ese instante el galasiano indicó un cambio de rumbo, e ingresaron a la casa contigua tirando la puerta abajo para salir otra vez por la ventana trasera. Hubo un estallido próximo, otro disparo del coloso, pero esta vez la explosión ocurrió por delante de ellos. Aguardaron unos segundos y observaron como la silueta del gigante se alejaba en dirección contraria. Lo habían perdido.
— ¡Funcionó, maestro!
—En efecto —dijo Argan, agitado por el esfuerzo.
Aguardaron unos segundos, oyendo como las estridentes pisadas del coloso de hierro se alejaban de allí y entonces continuaron avanzando por entre las casas con Suyai como guía.
Pronto estuvieron en el límite occidental del pueblo y divisaron las vastas áreas de cultivos, que se habían echado a perder por obra de Ratesh.
— ¿A dónde? —preguntó el galasiano.
—No muy lejos de aquí, tras la última cosecha de maíz, hay unos pilares de roca —dijo la joven, señalando hacia el Suroeste.
A toda prisa cruzaron el yermo descubierto que los separaba de las primeras granjas y se internaron en el maizal evitando asomar sus cabezas. Habían recorrido un buen tramo y no muy lejos divisaron los pilares sobre los que había hablado la joven.
Fue en aquel momento que Naktún se sintió observado, como si Ratesh aún se encontrara deambulando por allí buscando venganza. Sintió una profunda oscuridad que se cernía sobre él y supo que la máquina asesina vendría a por ellos. En efecto, hubo un enorme estruendo y el coloso de hierro derribo las últimas edificaciones para dirigirse hacia las granjas dando grandes zancadas.
— ¡Viene hacia nosotros, Maestro!
— ¡Corran! —gritó Suyai.
Los haces mortíferos del gigante incineraban los campos, y enormes columnas de fuego se elevaban tras ellos.
Naktún seguía corriendo. Había perdido de vista a los otros dos en su afán por escapar. Cuando salió del maizal, se encontró de frente con su maestro y al no ser capaz de frenar su acometida, chocó con él. Juntos gritaron y cayeron por un pequeño barranco que en forma brusca marcaba el límite entre la tierra fértil y el suelo árido de las planicies de Mor.
Desparramados ambos en el suelo, vieron a Suyai que bajaba a toda prisa por el terreno escarpado riendo.
—Lo siento —se disculpó Naktún avergonzado.
— ¿Tú de que te ríes?— preguntó Argan a la joven.
—De ustedes dos y de que estamos a punto de morir – respondió Suyai—. No lo sé, estoy nerviosa. Sigamos avanzando por este barranco, nos llevará hasta las rocas.
El pequeño hueco en el que se encontraban ascendía en dirección Suroeste, hasta el lugar marcado por Suyai.
—Este es el último tramo —dijo la joven, asomando la cabeza para divisar la ubicación del coloso.
La máquina no estaba lejos.
— ¿Qué sucede Suyai?— preguntó Argan.
—Está cerca, nos verá si avanzamos hacia las rocas.
—Si nos quedamos aquí nos verá de todos modos –repuso Naktún—. Puede saber donde estamos, lo sé.
— ¿A qué te refieres?
—Siento una presencia sombría sobre nosotros, está unida a la máquina y nos busca.
Suyai lo observó consternada e incrédula, pero Argan se tomó la advertencia del joven con mucha seriedad.
—Siendo así –dijo Argan—, nos arriesgaremos.
De entre sus faltriqueras, extrajo un cilindro de aspecto arcilloso y de color rojizo con una mecha en su extremo superior.
— ¿Y eso? —preguntó Naktún.
—Una bomba —aseveró Suyai.
Argan asintió en respuesta, sorprendido por el buen tino de la joven.
—Pirofilita concentrada – explicó el maestro de armas—. Creada por los maestros alquimistas de Parym. Según dicen, su explosión puede causar estragos.
—Como mínimo nos permitirá alcanzar mi chihued para largarnos de aquí —dijo Suyai.
Los tres parecían decididos.
Argan tomó su daga y dudó por unos segundos, antes de cortar la larga mecha, dejándola mucho más corta.
—Apenas la lance, corran. Solo tengo un explosivo.
Ambos jóvenes se colocaron en posición, expectantes.
Argan asomó por el límite del barranco y observó al coloso de hierro que en ese momento se encontraba de espaldas destruyendo un granero. Estaba a unos doscientos pies de distancia y era inmenso. En verdad Argan le había comprado ese explosivo a un comerciante en Vanúi por unas pocas monedas y no estaba seguro de si funcionaría. Según el vendedor, la pirofilita concentrada de Parym se utilizaba en las minas al Norte de las Espinas de Sitvar y en las canteras de mármol a los pies del Pico Boreal, en Solaris, para quebrar la roca y abrir galerías bajo la tierra. Bien al tanto de que quizá el explosivo lo hiciera estallar a él por los aires, se encomendó a Eos y deslizó la mecha por sobre su peto de cuero tachonado. Apenas encendió, la lanzó con todas sus fuerzas hacia las caderas del coloso.
— ¡Ahora! —gritó Argan.
Suyai y Naktún salieron del barranco y corrieron en dirección a los pilares de roca. Argan observó espantado como la pirofilita detonaba antes de tomar contacto con el cuerpo metálico del gigante. Sin embargo, para su sorpresa, el estallido fue inmenso y la onda expansiva del mismo provocó que el titán de acero perdiese el equilibro desplomándose sobre los campos incendiados.
Argan cayó por el barranco, para evitar la gigantesca polvareda causada por la caída del coloso y la explosión.
Suyai escuchó el estruendo pero no se detuvo a observar los acontecimientos. Su preciado refugio entre los pilares de roca se encontraba tal cual lo había dejado, repleto de unos pocos artefactos útiles que ella misma había inventado y otros muchos intentos fallidos. "Ideas locas", como solía reprocharle su padre. Cómo se alegró de que los hombres de Ratesh no hubiesen descubierto aquel lugar. Naktún, preocupado, miraba hacia afuera de la pequeña cueva, aguardando la llegada de su maestro.
—La bomba derribó al coloso, Suyai –dijo el joven, procurando divisar a Argan entre la densa nube de tierra que se había elevado por los aires.
— ¡Ayúdame con esto Naktún, debemos salir de aquí antes de que se vuelva a poner en pie!
—Yo no voy a ningún lado sin mi maestro, le debo mi vida.
—Si no me ayudas con el chihued, aunque Argan vuelva la máquina nos alcanzará y todo será en vano— apuntó Suyai, mientras corría las telas que ocultaban su más reciente locura.
Naktún consideró las palabras de la joven mientras observaba el extraño artefacto.
Parecía un esqueleto, hecho de varias barras de hierro, el cual tenía tres ruedas del mismo material, dos delante y una detrás. Las barras de hierro superiores se extendían a los lados y estaban conectadas por grandes tejidos. Le parecieron a Naktún semejantes a las alas de los murciélagos del desierto.
—Debemos empujarlo hacia el borde Naktún, no puedo hacerlo sola – dijo Suyai, señalando en dirección a una gran abertura al Sur de la cueva.
El joven sabía que aquella era la única oportunidad que tendrían de escapar del gigante. Colocaron juntos las pocas provisiones que tenían en las bolsas que Suyai había preparado en el interior del artefacto volador y luego lo empujaron a través de la cueva con todas sus fuerzas hasta salir al exterior.
— ¡No te detengas Naktún!
Difícil hacer tal cosa. A medida que avanzaban las ruedas giraban a mayor velocidad y la fuerza que debían aplicar disminuía.
Era evidente que la joven ya había elegido el terreno con anticipación. Pronto se encontraron impulsados por su propio peso y el del chihued. Allí, no muy lejos de los pilares de roca, las planicies de Mor encontraban un abrupto final. Tras un trecho de terreno inclinado, las nubes se apegaban al borde del abismo inexorable.
— ¡Súbete ahora! —exclamó Suyai, y ella misma se metió entre las barras de hierro y se colocó en el centro del artefacto.
Indeciso, Naktún miró hacia atrás.
A no mucha distancia, Argán venía corriendo tras ellos agitando los brazos. Detrás de él la silueta del coloso de hierro dividió el horizonte.
Fragmentos de roca volaron por doquier cuando el gigante, con su brazo derecho, atravesó los pilares de piedra como si fueran de arena.
—¡Rápido, maestro! —gritó Naktún.
Podía sentir como el aire que atravesaba las alas a gran velocidad provocaba que el chihued diera pequeños saltos, como si intentara despegar del suelo.
Argan casi los alcanzaba, sin embargo se encontraban ya muy cerca de caer por el abismo. El arma en el hombro del coloso refulgió.
—¡Sostente fuerte!—anunció Suyai—. ¡Vamos a caer!
Estaban en el aire, a una buena distancia del borde fin del mundo. No volaban, caían.
Argan se detuvo y los vio desde lo alto del abismo, alejarse. El coloso de hierro lanzó su disparo mortal.
"Aún me queda tanto por hacer" pensó.
Naktún vio a su maestro en el borde de aquel infinito acantilado, dispuesto a saltar. "Un salto imposible" pensó Naktún, sin embargo para su sorpresa Argan se impulsó con una potencia increíble justo antes de que el filo del abismo estallara en pedazos.
El chihued dio un brusco giro cuando Argan impactó contra la parte posterior del mismo, aferrándose a las barras de hierro con ambos brazos. Observó sorprendido a su discípulo, incapaz de comprender su propia hazaña, mientras Suyai pedía ayuda a gritos, a tiempo que tiraba con todas sus fuerzas de una palanca de madera unida a una gruesa soga.
El grupo caía en picada hacia una muerte segura.
Ya con los humanos fuera de su alcance, el coloso de hierro dio media vuelta y emprendió su marcha a través de los Páramos de Mor, rumbo a las lejanas tierras del Norte.
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