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Capítulo 12: El Vuelo de la Rata

Suyai, escondida tras las barricas de las afueras del almacén, observaba perpleja la insania con la cual los enfermos y las repugnantes abominaciones se aniquilaban entre sí. Los hombres que se habían quedado por orden del hechicero, habían muerto descuartizados, a excepción de Talbo, el tesorero. El cobarde había escapado de allí, herido, gracias a la intervención de los apestados, que de pronto, montados en cólera, se abalanzaron sobre sus propias mutaciones. A Suyai le resultaba difícil creer que este fuera el mismo apacible pueblo donde había pasado toda su juventud y su infancia. Ante el caos y el horror de lo que estaba sucediendo, se quedó escondida, aguardando una oportunidad. De pronto, escuchó gritos desde el ayuntamiento. Vio a la distancia a Il'Ratesh y a una veintena de hombres salir de allí, armados, atacando a las criaturas que se habían hacinado en la puerta de entrada. El mago actuaba extraño, le costaba caminar y jadeaba en forma notable. La joven vio como este levantaba su talismán en lo alto, haciéndolo brillar. Los enfermos que luchaban desorganizados, enseguida comenzaron a congregarse en torno al grupo de hombres, atacando a las mutaciones cercanas, en forma más organizada.

«Esta es mi oportunidad» pensó Suyai, y sin perder de vista lo que sucedía, atenta al caos que la rodeaba, se dirigió a gachas hasta los ventanales del ayuntamiento. Era sensato pensar que la mayoría de los hombres del hechicero estaban muertos, y quienes estaban luchando en la plaza en aquel entonces, eran los últimos.

Se coló por una de las ventanas que daban a la planta baja. Para su buena fortuna, no habían tenido la necesidad de tapiarlas. Estaba dentro de la cocina del ayuntamiento, a su derecha había un gran horno de barro y al frente, dos amplias mesadas repletas de ollas y toda clase de utensilios inherentes al arte culinario. Hubo dos que le resultaron perfectos para cumplir su cometido; un contundente palo de amasar y un tenedor trinchante de casi seis palmos, cuyo mango sobresalía por fuera del horno. A pesar de que aquel lugar era, de entre todos, el más lujoso de Nerotzulma, el desorden y la inmundicia estaban a la vista. La joven percibía lo que había sucedido en el transcurrir de aquellos días. Era evidente que los brutos que trabajaban para Il'Ratesth, se la habían pasado de juerga en juerga, derrochando comida y abusando de las mujeres del pueblo antes de ponerlas a trabajar o asesinarlas. También era consciente de que en aquel sitio, ya sea en el jardín o en la entrada principal, se habían cometido toda clase de atrocidades e injusticias, ya sea por orden del mago o desdén del alcalde. Sintió la imperiosa necesidad de iniciar un fuego, para ver al ayuntamiento crepitar bajo las llamas, pero tal cosa debía esperar, primero debía buscar a su padre. Al salir de la cocina, un largo pasillo la condujo a través de una serie de cuartos. No se detuvo en ninguno. Bien sabía, a pesar de no haber entrado nunca, que la prisión se encontraba bajo tierra. Observó por una de las ventanas hacia el patio trasero, entre las flores marchitas surcadas por un camino de piedras, un hombre fumaba en pipa. Los gritos de afuera no parecían perturbarlo. Con mucho cuidado, Suyai avanzó hasta la puerta que daba al jardín. Aquel individuo le estaba dando la espalda, parado justo donde el pequeño sendero de piedra comenzaba. «Mejor me lo cargo y ya», pensó. Ella, en su vida había utilizado un palo de amasar. Siempre se sintió más cómoda en la herrería, con su padre, que en la cocina con su madre, lo cual le había forjado unos fuertes brazos y un estado físico envidiable. El cráneo de aquel sujeto fue testigo de ello. Con un solo porrazo lo hizo besar el suelo. Y pues, como ya no se andaba con pequeñeces, lo liquidó con un segundo golpe en el suelo. Se volvió para adentro y siguió por el pasillo. Pasó por algunos cuartos y cruzó el comedor principal. Hizo caso omiso de la escalera que iba hacia la planta superior. Ella necesitaba bajar. Unas risas apagadas captaron su atención. Rodeó la base de la escalera y encontró una puerta que descendía hacía un sótano. Algunos escalones más abajo, a la izquierda, la luz de una puerta entreabierta iluminaba el descanso de la escalera. De allí provenían las risas y algo más, el sonido de unos dados de hueso al rodar sobre la mesa. Suyai espió por el resquicio de la puerta. Dos hombres apostaban y bebían sobre una tarima colocada encima de un barril de cerveza.

—Wamu se está tardando mucho— dijo uno de ellos—.Deberías ir a buscarlo.

Era un tipo gordo y petiso. Parecía un barril. Suyai no sabía su nombre, pero lo había visto varias veces, frecuentando los bares y trabajando en las pocilgas. Al otro no lo recordaba, era un moreno enorme que andaba con el torso desnudo.

—Ve tú— le contestó el negro, mientras agitaba los dados en su mano— a mí que ni me importa lo que haga Wamu. Seguro se la está jalando, como siempre. ¡Ahí va!

Lanzó los dados sobre la mesa y dio un brinco al observar el resultado.

—Mierda Tartagaz, ya van dos veces con tu doble seis.

—Pagas triple maricón— se burló el moreno.

—Solo si me sirves otro trago.

—De eso hay de sobra, pero monedas te quedan pocas.

El negro se levantó de su asiento, llevándose consigo dos jarras. Era gigantesco. Se giró, y a pocos pasos, se detuvo frente a un enorme barril y abrió el grifo. En su cintura portaba una espada. Suyai notó que aquella arma no era la misma que había forjado su padre. Mientras el negro llenaba las jarras, la joven abrió la puerta con extrema cautela. Al hacerlo, pudo ver que el gordo tenía un extraño artefacto de madera, apoyado sobre el suelo y reclinado contra su asiento. Colgando del respaldo de su silla, había un estuche de cuero, repleto de pequeñas flechas. El dispositivo llevaba una saeta cargada, tras una cuerda tensada por un pequeño arco de madera. Le vino a la mente la herida en la pierna del alcalde. Aquellos "intrusos" ya debían estar muertos. Cuando el gordo se percató de la presencia de Suyai, dio un grito de alarma e intentó tomar el artefacto, pero borracho como estaba sus reflejos lo traicionaron. Cayó de la silla, con las manos sobre el suelo. Veloz, la joven le incrustó el tenedor trinchante en medio de la frente. Ante el escándalo, el negro había lanzado las jarras de cerveza al suelo para desenfundar la espada. Sorprendido, observaba a esa pequeña mujer al otro lado del cuarto, que acaba de asesinar a su compañero de juego. Suyai se movió de lado, agazapada cual felino. Le había dejado el tenedor clavado al gordo en la cabeza, y temía que el palo de amasar en su mano izquierda no fuese rival para esa magnífica espada. Además, aquel hombre de piel oscura le resultaba intimidante. Con sus al menos seis pies de alto, casi tocaba el techo de aquel pequeño almacén.

—Mataste a Wamú afuera, ¿verdad?

Suyai no emitió respuesta alguna. En cambio, estiró su mano en dirección al artefacto. «Un arco que se dispara en un instante, eso es» pensó. Tales inventos no eran cosa ajena para el ingenio de Suyai. Supo muy bien por donde tomarlo.

El moreno se lanzó a través del cuarto y de una patada, destruyó la mesa improvisada. Suyai esquivó la tarima de madera que salió disparada y se estrelló contra la pared.

—No eres rival para Tartagaz, enana— exclamó el grandulón, dando un paso hacia delante.

Suyai le lanzó el palo de amasar, y el negro lo partió en dos con la espada en pleno vuelo. Lo que la joven deseaba, además de evitar su avance, era librar su otra mano para apuntar mejor con aquel artefacto.

El negro dio un alarido de batalla y cargó en un arrebato furia. Desesperada, Suyai jaló del gatillo casi sin apuntar. La flecha salió disparada e impactó en el hombro del moreno, haciéndolo recular hacia atrás. La joven aprovechó aquel momento y le golpeó el brazo derecho utilizando el dispositivo de madera. Ante el golpe, el hombre soltó la espada, pero se recuperó enseguida y para sorpresa de Suyai, la levantó en el aire, rodeándole la cintura con sus fuertes brazos. Para intentar liberarse, le azotó el rostro una y otra vez con la culata de aquel arco automático. El negro, con una herida profusa en la frente, se tambaleó hacia un lado y luego hacia otro. Herido en su orgullo y confundido por los golpes, corrió hacia la puerta entrada del cuarto. La espalda de la joven crujió, y se quedó sin aire al chocar contra la puerta. Juntos, ambos contrincantes, cayeron por las escaleras.

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Sin más que hacer, Naktún reflexionaba. No podía explicarse lo sucedido con el mago. Pues sí, estaba convencido de que el otrora segundo príncipe de Galashir, era ahora una especie de hechicero maligno, que había pactado con algún demonio para obtener poderes aún mayores que los de la simple hipnosis de la cual había hablado Argan. ¿Pero qué había sucedido con él? Se había sentido libre y poderoso, aun atrapado por las cadenas. Cuando Ratesh invadió su mente para doblegarlo, él fue capaz de resistirse, e incluso, modificó el mensaje de las visiones hacia el polo opuesto. Pero aquello no había sido una manipulación, no. Había captado un fragmento del pasado, y lo había impuesto. La realidad había resultado más contundente que la ilusión engendrada.

¿Y que importaba todo aquello? Estaban atrapados, condenados a morir de hambre.

En la oscuridad de su encierro, Naktún oía a su maestro toser y respirar con dificultad. A su lado, el otro sujeto no paraba de balbucear. Cada tanto tiraba de las cadenas y se podía oír el esfuerzo que hacía por liberarse de ellas.

— ¿Maestro?

— Estruja el fuelle, martilla. Estruja, estruja, martilla — dijo el enfermo, en una rápida sucesión de palabras. Hacía ya un buen rato que venía repitiendo aquello, entre otras cosas sin sentido.

— ¿Maestro?— repitió Naktún. Le preocupaba no oír nada desde su dirección, ni captar movimiento alguno. Su vista se había ido adaptando a la falta de luz, y comenzaba a distinguir al menos, la silueta de Argan encadenada contra la pared.

Argan tosió, con fuerza esta vez.

—Me queda poco Naktún— dijo con voz ronca—. Y si este hombre llega a cambiar, a ti también.

— ¿Por qué lo hizo, maestro? Se envenenó usted para llevárselo a él. ¿Tan poco aprecio tiene por su vida?

—Tú sabías que ésta era una posibilidad. Yo había pensado en esto, cuando me encontré a los nómades de Lamán y les pedí su veneno. La peor situación posible.

—Estruja, martilla, sopla el fuelle — acotó el demente, con grandilocuencia.

— ¿Trajo consigo una cura al menos?— preguntó el joven.

Argan respiro profundo, antes de contestar.

—Un antídoto dices. Lo hice. Lo tengo aquí, conmigo. Ironía del destino no tener las manos libres para tomarlo.

—Se quema. ¡El horno se quema!— dijo el apestado, para luego comenzar a gritar. Como si algo se le hubiese atorado en la garganta, se detuvo en un instante. El silencio invadió el pequeño recinto.

Argan comenzó a sufrir una tos convulsa.

Naktún observó a su lado, que la silueta del hombre barbudo comenzaba a deformarse. Se inflaba. El terror lo invadió. El enervante chirrido de la carne hinchándose y abriéndose en formas repugnantes aterrorizó a Naktún.

«Así termina entonces», pensó, cerrando los ojos que apenas podían ver.

Un fuerte golpe proveniente de arriba lo hizo abrirlos de nuevo. Otro golpe más. Un grito de furia. A su lado, la sombra se volvía más grande. Su maestro no daba señales de vida. Había dejado de toser.

Hubo un golpe aún más fuerte. Pudo oír quejidos. Alguien había caído por las escaleras, chocando contra la puerta de madera precedente a la mazmorra. Pronto comprendió que eran dos personas luchando entre sí. Hubo un momento de silencio, y luego la puerta se abrió, lenta, tímida, como la esperanza de Naktún que no sabía si asomar o esconderse para siempre. La tenue luz comenzó a iluminar el lugar. El hombre de piel oscura que se había llevado la espada de Argan, cayó de costado sobre el suelo empedrado, con un hueso visible a través del codo. Su cabeza sangraba y tenía el cogote doblado en forma extraña. Seguido de él, una joven, no mucho mayor que Naktún entró tambaleándose y pasó por encima del muerto. En su mano llevaba la ballesta de Argan.

—¡Ayuda por favor! ¡Sáquenos de aquí!

Suyai observó la celda. El chico que le pedía auxilio era de por allí. Quizá de las planicies de Mor, mas no del pueblo. Tenía la piel trigueña, y el cabello oscuro, hecho un desastre, por encima de los hombros. Sus ojos negros, cargados de miedo, iban de un lado a otro dentro de la prisión. Desde el inerte cuerpo que tenía en frente, que por sus ropas debía ser un extranjero, hasta la masa convulsa de carne a su izquierda.

— ¿Padre?— preguntó Suyai.

No obtuvo respuesta.

—Por favor, no soy tu enemigo. Sácanos de aquí. ¡Mi maestro va a morir si no lo haces!

Suyai con lágrimas en los ojos se quedó de pie, mirando a la criatura, cuyos espasmos comenzaban a ceder.

—No sé dónde están las llaves— explicó.

—Vi al grandote guardarlas en su pantalón. ¡Fíjate allí!

Suyai se limpió el rostro y fue hasta el cuerpo del moreno.

Naktún vio como el padre de la joven, levantaba la abultada cabeza grisácea para posar sus ojos inyectados en sangre justo sobre él.

Profirió entonces un rugido animal y estiró los brazos en el afán de atraparlo.

— ¡Rápido! ¡Ábrela!

Suyai buscó en el bolsillo izquierdo. Nada. Metió su mano en el derecho. Sintió el tintineo del metal. Sacó un manojo de llaves y corrió hacía la reja de la celda. Había cinco llaves diferentes. El chico allí atrapado gritaba de terror. Eso no ayudaba. Probó con una y no funcionó, y antes del segundo intento el manojo se le cayó al piso.

Aquella abominación, en su afán de atrapar a Naktún, comenzó a tirar de las cadenas. Éste pudo ver como los gruesos clavos de hierro unidos a la pared de piedra, comenzaban a aflojarse. Pronto estaría libre. Se alejó hacía la derecha, tanto como le permitían las cadenas.

— ¡Está por soltarse!

El cuarto intento fue fructífero. Suyai entró rápido a la celda y esquivó los manotazos de quien fuera su padre. Fue hasta donde estaba el muchacho y destrabó las barras de hierro que apresaban sus muñecas.

En ese momento, los clavos salieron despedidos. La abominación había liberado su brazo izquierdo. La joven se lanzó hacia atrás contra las rejas. Naktún se deslizo por el suelo, evitando el agarre de la criatura. Se acercó hasta la pared contraria y liberó a su maestro. Una espuma blanquecina manaba de la boca de Argan. — ¡Sal pronto! — lo apuró la joven.

Naktún arrastró a Argan fuera de la celda, tirando de su pechera de cuero.

Justo cuando el cambiante se liberó, Suyai cerró la celda. Aquel monstruo se lanzó contra las barras, haciendo caer polvo del techo empedrado.

«Por favor, que aun sea tiempo» deseó Naktún, mientras buscaba en las faltriqueras de su maestro algún vial. Lo encontró. Un pequeño tubo de cristal con un diminuto corcho, lleno hasta la mitad de un líquido negro. Abrió la boca de su maestro, apretando con fuerza sus mejillas y vertió el contenido del vial. Aguardo unos segundos, pero nada sucedió.

Suyai seguía parada frente a la celda, observando a su padre. La perversa magia del hechicero lo había convertido en uno de esos seres espantosos. La criatura, agotada de luchar contra los barrotes, se alejó en silencio hasta un rincón de la mazmorra y se quedó tiesa, con el rostro pegado a la pared de roca.

—Il'Ratesh, desgraciado hijo de puta— soltó la joven, casi en un susurro—. Me lo ha quitado todo. Lo más preciado.

Naktún observó a la chica, desbordada de rabia. Notó como su puño aferraba con fuerza el mango de la ballesta.

—Su nombre es Ratesh. A mí también me lo ha quitado todo— señaló el joven.

—"Il" es un honorifico de la lengua antigua, significa, "el grandioso".

La voz de Argan tomó a Naktún por sorpresa.

— ¡Maestro! ¿Está usted bien?

Argan intentó sentarse, y acto seguido, vomitó un chorro de líquido verde sobre las manos y el pecho de su pupilo.

—Lo siento Naktún.

—No hay bronca, maestro — contestó el joven, procurando no devolver.

—Ratesh debería estar muerto a estas alturas.

Atenta a las palabras del extranjero, Suyai se giró, apuntándole a ambos con la ballesta. Pronto recordó, que el estuche con las saetas había quedado en el cuarto de arriba. Estaba confundida y enojada. Aquel par de extraños que acababa de salvar, no le inspiraban confianza alguna.

—Se equivocan. Yo vi al mago en la plaza junto a sus hombres. Aún sigue vivo. Argan y Naktún se quedaron pensativos.

—¿Quiénes son ustedes dos? Me ha quedado claro que quieren a esa lacra muerta tanto como yo.

—Mi nombre es Argan. Él es Naktún.

—Somos caballeros errantes— explicó el muchacho. Bueno, más bien él lo es. Yo soy su escudero.

Argan le echó al joven una mirada fatal.

—Deja de hablar estupideces — lo reprendió.

Suyai observó a Argan, con cierta curiosidad.

— ¿Acaso la espada que tenía éste era tuya? — preguntó, señalando al moreno muerto junto al final de las escaleras.

Argan asintió, impactado por que la joven pudiese siquiera considerarlo. Enseguida Suyai dio muestras de ser más madura que Naktún.

— ¿Acaso me toman por idiota? Los caballeros errantes solo existen en los cuentos. Ustedes dos están vivos gracias a mí, y mi padre en cambio, ha sido condenado. ¡Si no pueden ser sinceros, quizá deberían volver a la celda con él!

—Por los cuentos del viejo Pur, yo pensaba lo mismo. Pero te juro por mi madre y mi padre, que en paz descansen, que el viene de una tierra lejana donde los caballeros existen. O existieron.

Suyai se quedó mirando al muchacho meditando una respuesta. Ese tal Naktún parecía muy convencido de lo que decía.

— ¿Conociste a Purcas?

—Si. Viajaba seguido hasta mi hogar en las planicies, con su carreta. Me gustaba oír sus historias.

Argan pensó que el espíritu de aquel viejo había decidido no abandonar aquellas tierras, pero se guardó aquello para sí.

—Si al menos nos dejas explicarnos. Verás que nosotros somos los buenos aquí — añadió Naktún.

Suyai suspiró. Aun agotada y dolida por no haber podido salvar a su padre, el raciocinio no la abandonaría.

— Lo creo. Al menos sé, por sus ropas y su espada, que el viene de tierras lejanas. Incluso oí que montaba un dragón.

Naktún bajo la vista ante la mención del guivre. Suyai se tomó aquello como una mala noticia, aun cuando la existencia del dragón le resultara absurda.

—Si han arriesgado sus vidas para detener a ese mago endemoniado, no podrían ser otra cosa que hombres de bien. Al menos para mí.

Argan intentó ponerse de pie. Naktún lo ayudo a incorporarse.

—He perseguido a Ratesh por mucho tiempo. Siento pena por lo que la ha sucedido a tu padre, pero es una víctima más entre las miles que ha dejado a lo largo del camino— dijo el galasiano—. Debo ponerle un fin a eso.

—Mi nombre es Suyai— indicó la joven—. Los ayudaré. El mago aún debe estar en la plaza, luchando contra los cambiantes. Creo que no puede controlarlos.

—Quiere llegar a la torre, maestro. Lo vi en su rostro, el gas venenoso lo ha puesto en un apuro.

—Andando entonces, no perdamos más tiempo — dijo Argan.

—Yo aún tengo un asunto pendiente — indicó Suyai, mirando hacia el interior de la celda—. En la despensa de arriba hay un estuche con flechas. Le pido, me deje tomar una.

El maestro de armas sostuvo la ballesta que la joven sostenía con fuerza.

—Yo puedo hacerlo por ti, si así lo deseas.

—Prefiero hacerme cargo de mis propios muertos— aseveró Suyai, sin soltar el artefacto.

Naktún recordó a sus padres por un momento y no emitió palabra alguna. Sintió pena por aquella chica a la cual acababan de conocer. El infierno del segundo príncipe los había recibido a todos por igual.

Subieron las escaleras hasta el descanso, y entraron al pequeño almacén. Maestro y discípulo, se vieron sorprendidos al ver el cadáver del hombre gordo con aquel largo tenedor hundido en la frente.

—Esta chica es una fiera, maestro— dijo Naktún, en voz baja para que la joven no lo escuchara.

Argan opinaba lo mismo. Se lo hizo saber al muchacho con una fugaz sonrisa. Se acercó hasta la silla donde colgaba el estuche lleno de saetas y lo tomó. Sacó solo una y se la entregó a la joven que aguardaba en la puerta.

—Gracias. No tardo.

—Una vez hayas terminado, te pido, le devuelvas la ballesta a Naktún.

Suyai tomó nota del nombre del dispositivo y le lanzó una mirada inquisitiva al muchacho, dudando de sus capacidades.

—Su puntería es excelente. Aún mejor que la mía.

—Si usted lo dice.

Naktún bajo la vista, sonrojado ante la mirada de incredulidad de Suyai y la muestra de confianza de Argan. Entonces vio, que a pocos pasos, sobresaliendo por debajo de un barril de madera destrozado, se encontraba la espada de su maestro.

Suyai bajó por las escaleras, dejándolos solos.

—Miré maestro, su espada.

Argan se giró para ver como Naktún recogía el arma del suelo. Era realmente pesada.

—Revisa al gordo. Quizá tenga algo de utilidad.

En efecto, no solo recuperaron la espada, también recuperaron el estilete. Aquel sujeto se lo había guardado en una de sus botas.

Oyeron un rugido, proveniente de la mazmorra de abajo, luego, hubo silencio.

Suyai apareció por las escaleras con los ojos anegados en lágrimas y le entregó la ballesta a Naktún. Sin decir nada, continuó subiendo hasta salir del sótano.

—Le podría haber dicho algo, maestro.

—Yo no soy bueno para estas cosas y lo sabes bien. Mejor vas tú.

—Pero no sé qué decir.

— ¿A qué esperan? — preguntó Suyai, interrumpiéndolos desde arriba—. Tenemos a un hijo de puta que cazar.

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El rostro le ardía. Al respirar, filosas cuchillas le hostigaban la espalda. Imploró a su dios para tolerar el mortal veneno. Dadas las circunstancias, Temsek respondió. La plaza del pueblo era un amasijo de cuerpos, desde el arco de entrada hasta la torre que habían construido bajo sus órdenes. Era difícil distinguir un cadáver de otro, entre tantas tripas y miembros mutilados. De sus hombres "cuerdos" ya no quedaba ni uno con vida. Habían sido un mero cebo para atraer a los cambiantes y así posicionar a los enfermos de forma efectiva. Sus huestes se habían reducido considerablemente, pero ganaba la batalla de todas formas. Las últimas abominaciones aún luchaban cerca del ayuntamiento, mientras que él había logrado abrirse paso hasta la base de la torre de madera. Tuvo un arrebato de ira al ver que el primer tramo de la escalera de ascenso estaba destruido. Un mal día. Sostuvo el talismán entre sus manos y sus lacayos se arremolinaron a su alrededor. Tomó a un anciano que estaba cerca y lo hizo postrarse en el suelo. «Mi propio taburete humano» pensó, lacónico, y enseguida se sentó sobre él. Trepando unos sobre otros, los enfermos comenzaron a elevarlo, formando un montículo en el cual Ratesh coronaba la cima. Desde allí observó el balcón del ayuntamiento.

«Imposible», pensó. Argan estaba allí, catalejo en mano, junto al mocoso. También distinguió a la hija del herrero. La saeta voló directo hacía el, precisa. La incineró en pleno vuelo bajo el potente haz de su reliquia. Tan solo las cenizas le rozaron el rostro.

Naktún no podía creerlo.

—Hizo desaparecer mi flecha, maestro. Era un tiro certero, estoy seguro de ello.

—La incineró con el talismán en un instante — explicó Argan, observando al mago con el catalejo—. No creo que sea capaz de hacerlo si nos acercamos a él.

—Tendríamos que pasar a través de los enfermos — indicó la joven—. Es evidente que desea subir a la torre, hasta la cima del cráneo.

La inmensa cabeza de hierro ocupaba el centro de la plaza. Los rasgos de aquel tótem colosal eran, fiel a su nombre, similares a los de una calavera humana. Gruesas estrías rectilíneas recorrían el rostro pasando a través de las cuencas de los ojos, desde la parte inferior de la mandíbula, hasta el extremo superior del cráneo.

Naktún tomó a su maestro del brazo.

— ¿Qué sucede?

—No sé explicarlo, maestro, pero siento que si no lo detenemos algo terrible va a suceder. Es, como dijo usted, una "premonición".

Argan no podía desestimar las palabras de Naktún. Algo sucedía con el chico, y fuera esto un presagio o no, lo que había presenciado en la celda era prueba suficiente para él. No había sido jamás un hombre apegado a la religión, pero en estos últimos días había comenzado a considerar los acontecimientos desde una perspectiva diferente.

Los tres salieron por la puerta frontal del ayuntamiento. Suyai que iba desarmada, tomó una pica del suelo, perteneciente a uno de los hombres de Ratesh muerto en combate.

Frente al ayuntamiento, una veintena de apestados se enfrentaban a cinco abominaciones. Aprovechando esto, se dirigieron en dirección a la torre, atravesando la plaza cubierta de cadáveres. Cuando alcanzó la altura adecuada, el túmulo de enfermos sobre el cual estaba Ratesh, comenzó a inclinarse de costado. Aquellos que no estaban apilados, se lanzaron en un ataque desquiciado contra el trío.

A pesar de los golpes recibidos y el cansancio acumulado, el galasiano blandió su espada excelso, rebanando a los agresores uno tras otro. Suyai, fascinada por la habilidad de Argan, no se quedó atrás y utilizó la pica para hostigar a los apestados que flanqueaban al guerrero.

Naktún, armado con la ballesta, no disparó. Se introdujo entre los infectados, esquivando sus ataques hasta llegar a la base del montículo creado por Ratesh. Oyó que su maestro lo llamaba, pidiéndole que regresara, pero lo desobedeció. Saltó sobre los enfermos y trepó a través de sus cuerpos tan rápido como pudo.

— ¡¿Acaso se ha vuelto loco?! — preguntó Suyai, consternada.

— ¡No seas imprudente Naktún! — gritó Argán.

El mago saltó hacía la torre y aterrizó sobre una plataforma por encima de la escalera destruida. La estructura de la atalaya continuaba de esta forma, en intervalos de escalinatas y descansos de madera, hasta alcanzar la cima del tótem. Justo cuando el montículo humano comenzó a desmoronarse, Naktún alcanzó la cúspide y saltó también. Debido a la inestabilidad, apenas pudo aferrarse al borde de la plataforma donde se encontraba Ratesh con su mano libre. El hechicero, al ver esto, se volvió y le pisó los dedos.

— ¡Adiós, jo jo! — gritó Ratesh, con una macabra sonrisa en el rostro.

Desde esa altura el joven seguro se rompería las piernas y quizá, con una pizca de suerte, moriría.

En plena caída libre, Naktún estiró la ballesta y la enganchó al remanente de la escalera destruida que se encontraba unos pies por debajo. La calidad del artefacto lo salvó de estrellarse contra el piso. Se balanceó por un momento y la escalinata crujió.

— ¡Naktún!—. La voz de Suyai lo hizo mirar hacia abajo, por detrás del hombro.

— ¡Estoy bien!— contestó. Aunque en realidad no tenía idea de lo que hacía. Abajo, su maestro y la chica continuaban luchando contra los infectados que le habían permitido al mago subir hasta la atalaya. Apremiado por la situación, escaló tan rápido como pudo hasta el primer descanso, procurando ignorar el dolor que sentía en sus dedos. Corrió hacia el otro extremo de la plataforma hasta llegar a la siguiente escalinata. Al mirar hacia arriba, vio por un instante las sedas azules del mago. Ratesh escapaba, pero subía más lento que él los tramos de escalera. Quizá el veneno comenzaba a rendir fruto.

La reyerta en la base de la torre adoptó un extraño matiz. Asombrados, Argan y Suyai observaron cómo los enfermos comenzaban a moverse con lentitud, a tal punto que, cuando uno se acercó hasta la joven, esta no tuvo más que empujarle la frente para hacerlo caer de espaldas al suelo.

— ¿Qué diablos les sucede?

—No lo sé— dijo Argan, al tiempo que, con un mínimo esfuerzo, aniquilaba al último de los apestados que se tambaleaba en dirección a él —. No puedo ver a Ratesh desde aquí, pero su talismán ha estado brillando.

El resto de las huestes del mago se encontraban ahora estáticas e inactivas.

Naktún no sabía que era lo que sucedía abajo, pero le encomendó a los dioses el bienestar de sus aliados. Al llegar a la tercera escalinata, tuvo a Ratesh a tiro. El mago estaba a punto de subir al siguiente descanso, pero el joven fue rápido y disparó. La saeta perforó el antebrazo derecho del hechicero, que dio un grito cargado de odio y miró hacia abajo sorprendido por la presencia del joven.

¿Cómo había sobrevivido a la caída? Aquel mocoso de las planicies, salido de la nada, era implacable. A tal punto de que era él quien estaba allí, siguiéndolo, y no Argan.

Naktún cargó otra saeta y se dispuso a continuar, cuando notó que se encontraba ya a la altura de los ojos del gran cráneo de hierro. No podía permitir que Ratesh alcanzara la cima. Llegó al segundo descanso y notó el rastro de sangre que el mago había dejado. Estaba vez Ratesh se encontraba en el otro extremo de la plataforma, a mitad de la escalera. Naktún levantó la ballesta dispuesto a disparar, pero la madera crujió y toda la estructura se inclinó. Para no caer al abismo, el joven se vio obligado a sostenerse del barandal. Desde allí observó los postes centrales y entendió la razón por la cual el mago había estado subiendo más lento. Se había tomado un tiempo para deteriorarlos con la luz abrasadora de su talismán.

—Sé valiente muchacho, tu maestro te espera abajo — se burló aquel desgraciado, para luego trepar hasta el penúltimo tramo de la torre.

Haciendo acopio de sus fuerzas, Naktún se abrazó al barandal. La atalaya crujía y se tambaleaba, solo era cuestión de aguardar, hasta el momento justo cuando comenzara a inclinarse hacia el otro lado.

Argan y Suyai se habían alejado lo suficiente como para observar lo que sucedía en lo alto de la torre. Sin más que hacer, el galasiano no quitaba la lente del catalejo de su ojo, ni a su discípulo de su vista. En el pecho de Naktún latía un corazón de oro, y todas las virtudes dignas de un caballero. Ya no le importaba el mago, no. Ahora estaba claro para él. Tan solo quería que el chico saliera vivo de allí. «Al demonio con Ratesh y el mundo» pensó. Lo vio salir corriendo al inclinarse la atalaya y aferrarse de un salto a la escalinata, cuando una voz potente y sobrenatural resonó sobre los cielos de Nerotzulma. Era la voz de Ratesh, como jamás se había oído. Se encontraba de pie sobre la cima del cráneo, y cual terrible augurio, el firmamento sobre él se arremolinó en un lúgubre conglomerado de nubes.

— ¡Aquí me tienes! He cumplido. No hay mortal que pueda detenerme. Pronto mis huestes reinaran sobre el reino físico y tú sobre el plano del éter. ¡El caos será la simiente de la cual surgirá una nueva era para el hombre!

Levantó el talismán en alto y este brilló incandescente. Con su mano libre tocó la superficie metálica sobre la cual se hallaba, y una suerte de pedestal grisáceo se elevó frente a él.

— ¡Observen ineptos la magnífica ciencia de los hombres de antaño!

Naktún, podía oír las palabras del mago, pero desde donde estaba no podía observarlo. Sin embargo, su mente se vio inundada de imágenes terribles. Contrariado por aquel fervor que pujaba por salir desde el centro de su pecho y la necesidad urgente de detener al mago, colgando como estaba de la escalera, apuntó su ballesta en dirección al firmamento. Esta vez, no tendría a quién sacrificar para cubrirse. Percibiendo una sutil vibración en la punta de sus dedos, jaló del gatilló y la flecha se perdió en el cielo.

Ratesh le quitó las cadenas a su talismán e introdujo el tubo de cristal con el símbolo del trébol negro en el interior del pedestal.

— ¿Qué hace ahí arriba?— peguntó Suyai.

—Acaba de colocar su talismán dentro del craneo — respondió el galasiano, que observaba los acontecimientos sin comprender del todo lo que sucedía. Había visto a Naktún disparar sin sentido hacía el cielo, en dirección contraria a donde se encontraba el mago. ¿Acaso el joven había perdido los estribos?

El segundo príncipe, con una sonrisa en el rostro contempló como el pedestal de hierro donde había introducido su reliquia volvía a acomodarse en su lugar, cuando un rápido silbido captó su atención. La saeta le atravesó la espalda, el corazón y el pecho.

— ¿Qué?— atinó a decir.

Notó una sutil vibración en la punta de la flecha. Sus piernas volvieron a sentirse inútiles, como al nacer y dio unos torpes pasos hacia adelante. Tropezó contra el pedestal metálico que terminaba de cerrarse sobre la superficie del cráneo y cayó hacia delante. La parte inferior de su cuerpo impactó contra el primer tramo de la atalaya, haciéndolo girar bruscamente. Sintió un dolor espantoso.

En pocos segundos se haría trizas contra el suelo de aquel pueblo inmundo.

En ese instante de fatalidad, Ratesh perdió la confianza y se sintió repleto de dudas.

¿Y si acaso eran falsas las promesas de Temsek?

¿Sentiría mucho dolor?

¿Dejaría de existir?

Aterrorizado, antepuso las manos y chilló como una rata.

Argan y Suyai presenciaron estupefactos, al segundo príncipe estrellarse contra el suelo en un formidable estallido de sangre.

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