Capítulo 11: El Sacrificio
El enorme reptil se había puesto panza arriba disfrutando de los rayos del sol. Naktún lo observó divertido, mientras sostenía con una sola mano la pequeña ballesta de su maestro.
—No te distraigas, dispara.
La pequeña flecha atravesó uno de los canastos de mimbre colocados contra la pared de la choza.
—Al parecer eres bueno para esto —observó Argan—. Ahora toma otra flecha. Carga la ballesta, así. Bien hecho chico. Hazlo otra vez, ahora desde aquí.
El joven se alejó unos pasos, hasta donde le indicó su maestro.
—Pon tu brazo firme Naktún. Cuando gustes.
El joven volvió a accionar el gatillo de la pequeña ballesta. El proyectil impactó en otro canasto.
—Bien, tienes buena puntería.
—Pero maestro, yo estaba intentando darle al canasto de al lado. Ronin Jud podía clavar dos flechas en un mismo lugar.
—Tú y tus cuentos. Mejor es darle a algo, antes que a nada. Cuando te veas en apuros, apuntas al grueso del cuerpo.
Aquella mañana, Argan lo había levantado muy temprano, con la intención de entrenarlo. "Necesito que seas capaz de defenderte, pues me temo que al llegar al pueblo, el combate será inevitable", le había dicho. Debido a la hinchazón de su tobillo, consideró más oportuno enseñarle a usar la ballesta. Por fortuna, había sido una buena elección, pues Naktún había fallado muy pocas veces, aun siendo su primera vez con un arma como esa. Quizá con práctica, algún día, sería un excelente tirador. « ¿Algún día?», pensó el Galasiano. « ¿Tendrá este joven un futuro, si viene conmigo a Nerotzulma?» se preguntó.
— ¿Sabes que aun estas a tiempo verdad? —preguntó el galasiano.
Naktún lo observó extrañado.
—De cambiar de parecer— explicó—. Podrías buscar un hogar en las planicies, cosechar la tierra. No tienes que venir conmigo al pueblo, será peligroso y pondrás en riesgo tu vida.
—Ya tomé mi decisión, maestro. Voy a ir con usted. Las planicies están muertas.
Argan lo miró preocupado.
—Cuando llegue el momento, no debes permitir que la duda te invada. Ratesh tiene un extraño poder sobre los hombres débiles, puede torcer sus voluntades a su antojo. Incluso la tuya, si se acerca lo suficiente.
— ¿Y la suya, maestro? Lo tuvo cerca tantas veces, y sin embargo, su magia no sirvió.
—No lo sé. Quizá sí lo hizo, en cierta medida. Una mente y un cuerpo disciplinados son un gran obstáculo para aquellos que practican el arte de la hipnosis y la ilusión. Cuando estemos allí, si nos vemos superados en número, te bajas del guivre y te alejas. Tendrás la ballesta, así que es importante que mantengas una distancia constante. ¿Entendido?
—Sí, maestro.
—Toma esto.
Argan le proporcionó a Naktún una daga. Su empuñadura era negra, con un pomo plateado, y la hoja era aguda y larga. Su extremo terminaba en una filosa punta.
—Esto es un estilete. Si te atrapan, o se lanzan sobre ti, lo clavas así. ¿Ves? Justo aquí, o aquí.
La idea de apuñalar a alguien, le resultó al joven un tanto más personal, que el lanzar flechas con una ballesta. Pero ya había pasado por tantas cosas, que no se podía permitir tener miedo.
—Gracias, maestro. Le prometo tener cuidado.
—Sé que lo harás. Ahora ayúdame a colocar las alforjas al reptil. Es hora de partir.
Aún era temprano cuando abandonaron la choza y retomaron el camino en dirección al pueblo. Casi al mediodía, divisaron Nerotzulma. Argan detuvo al guivre, y observó con su catalejo. Las casas se apilaban, unas sobre otras, humildes. La mayoría, construidas en barro. Por sobre las edificaciones, sobresalía una silueta. Desde aquella distancia, no detectaba movimiento alguno.
— ¿Qué se ve?
—No mucho. No veo a nadie cerca de los hogares de las afueras del pueblo. Fíjate tú.
Naktún tomó el catalejo. Una gran nostalgia lo invadió. Había pasado mucho tiempo desde la última vez, y lo recordaba como un lugar mucho más grande.
— ¿Acaso aquello que asoma detrás de las casas es el cráneo de hierro?
—Así es. Aunque apenas se ve la frente. ¡Oh!, maestro, rápido vea esto– exclamó Naktún, devolviéndole el catalejo a Argan—. Son hombres.
En efecto, una decena de hombres salía del pueblo, desde lo que parecía ser el callejón principal. Iban armados con palas, picos y rastrillos, y no daba la impresión de que fueran a utilizarlos para trabajar la tierra.
—Has de estar listo Naktún, creo que tendremos nuestro primer enfrentamiento.
— ¿Y si están escapando maestro? ¿Cómo sabe que son malvados?
— ¿Bromeas verdad? Usa la cabeza esa que tienes, llena de historias fantásticas. Salen a plena luz del día, sin ocultarse. Van armados y a sus anchas. Y además...
— ¿Qué?
—Son todos hombres adultos. No hay ancianos, ni mujeres, ni niños.
—Son a quienes Ratesh elegiría para cumplir con su voluntad, claro está.
—Como el agua. Veo que empiezas a entender.
Argan bajó del guivre y tomó un puñado de tierra. Allí el suelo se volvía más arcilloso. Una transición entre el terreno típico que había visto a lo largo de las planicies, y el desierto. La arenilla, aunque un tanto húmeda debido a la pasada lluvia, se escurrió entre sus dedos.
Naktún lo observó, curioso.
—Perfecto– dijo sonriendo—, esto es lo que haremos...
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Salió del pueblo acompañado de sus mejores hombres. Aquellos que a pesar de temerle al mago aun le guardaban a él cierto respeto. Osto se consideraba un hombre de bien y de ley. Siempre hallaba una justificación a sus quehaceres más reprochables. Antes, nimiedades, como quitarle la granja al viejo Cirnero luego de haberla diezmado con gorgojos. Eso había sido por que la granja era valiosa para el pueblo y el viejo ya estaba pues, eso mismo, muy viejo. O como cuando Nindral vio al juez Falin follando con la mujer de Talego. Tal asunto podría haber sido bochornoso para la justicia de Nerotzulma, de haberse sabido. Inculparon al pobre de Nindral de un asesinato que no cometió. La noche posterior al juicio lo hicieron saltar hacia el abismo. Soluciones simples para problemas sencillos. Estas circunstancias eran diferentes. ¡Sobrevivir lo justificaba todo! Incluidas aquellas cosas que, siendo alcalde, jamás se hubiese atrevido a hacer. Así que ahora iba camino a los túneles a antiguos dispuesto a asesinar a todos las personas que se encontraran allí, aun sabiendo que en su mayoría eran tan solo niños, mujeres y ancianos. Lo que el alcalde no sabía era que en los túneles solo quedaban cadáveres.
— ¿El señor Talbo no iba a venir con nosotros?– le preguntó uno de sus hombres de mayor confianza. Patros, el "bebe", le decían. Era robusto, y su rostro muy peculiar, con las facciones de un niño, de ahí su apodo.
—El desgraciado dijo que haría los mapas cuando nosotros termináramos. Se ahorró la matanza.
—Se pierde lo mejor entonces.
El alcalde no supo si Bebe bromeaba o no. Pero los demás asintieron y rieron, señal de aprobación ante la sangrienta faena que tenían por delante. Estos eran hombres capaces de ensuciarse las manos y disfrutarlo. Osto seguramente daría las órdenes, y cuando la cosa tuviese lugar, desviaría su mirada. Como siempre. El ingreso más cercano a los túneles se encontraba en las afueras del pueblo, a una milla de distancia, oculto tras unas rocas. Un grito los detuvo. A una cierta distancia de donde estaban, parado sobre un pequeño montículo, un jovencito saltaba agitando los brazos.
— ¡Oy! ¡Por aquí señores!
— ¿Qué demonios? ¿Y ese?
— ¿Será uno de los rebeldes?
Cuando estuvieron un tanto más cerca el joven se quedó quieto. Osto lo observó en detalle. Tenía el cabello largo, negro azabache, y la piel trigueña, quemada por el sol. Llevaba la ropa que los más pobres de las planicies solían portar, una toga de lino roída y mugrienta.
—Chico, que tal si bajas de ahí y vienes a hablar con nosotros. Tenemos agua y comida – le dijo el alcalde.
—Ayúdenme por favor. Mi ma está herida y no puede caminar.
Los hombres miraron a Osto, inquisitivos.
—Mátenlo —ordenó el alcalde.
Salieron tras el joven, que enseguida, se puso a correr. Naktún no podía ir muy rápido, debido a la lesión en el tobillo, pero tampoco necesitaba hacerlo. Cuando los hombres estuvieron más cerca, se giró, y disparó con la ballesta. Estaba nervioso, sin embargo, le dio a uno justo en el pecho. Todos se quedaron atónitos al ver el proyectil incrustado en el torso de su compañero. Incluso Naktún se asustó. Era la segunda vida humana que arrebataba.
Bebé gritó furioso, enarbolando su rastrillo. Los demás lo siguieron.
En ese momento, justo detrás de ellos, el suelo se elevó y estalló en un aluvión de arena y tierra.
Osto, que se había quedado más atrás, alcanzó a ver una cola enorme, sacudir la polvareda, y luego, a uno de los suyos, salir despedido a gran velocidad, para caer luego a sus pies, destrozado. Los lamentos que oía lo aterrorizaron, pero no tanto como aquello que vio cuando la densa nube se esparció.
Un dragón, pues no podía ser otra cosa que eso, cubierto de arena, estaba aniquilando a sus hombres. Sobre la inconcebible criatura, un guerrero, con el rostro cubierto por una capa, alzaba en lo alto una espada. El descomunal reptil se había parado sobre sus patas traseras, para descender luego en forma brusca, aplastando a quienes parecían ser Malik y Nundo. En ese momento, Bebe cargó con su rastrillo en alto contra el guerrero, pero este lo desvió de un golpe. La aniñada cara de Patros rodó por el suelo. Osto, anhelando que este dragón no escupiese fuego como en las historias que había oído, se fue de allí a toda prisa.
— ¡Dispárale Naktún! ¡Que no escape! —gritó Argan.
El alcalde sintió un fuerte pinchazo en su pierna izquierda y cayó por un momento de rodillas sobre el suelo, más, la adrenalina, combinada con el terror que sentía, le permitieron erguirse de nuevo. «Debo advertir a Il'Ratesh», pensó. Reanudó su escape con gran dificultad, hacia la entrada del pueblo y al llegar hasta las primeras casas, se metió entre los callejones sin mirar atrás.
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Impactado, Naktún observaba la medialuna sangrienta dibujada por la cabeza del hombre al cual Argan había decapitado. El poderoso Guivre tenía entre sus mandíbulas a la última víctima de la escaramuza. El galasiano siseó y el reptil hincó los dientes con fuerza. El joven volvió en sí, al oír el crujido de los huesos de aquel hombre. Maldita su inocencia. Las aventuras soñadas, distaban en gran medida de lo que acababa de presenciar. «Pur no hablaba de esto en los cuentos», pensó. Uno de aquellos sujetos, se había defecado al ser aplastado por las patas del Guivre. Respecto del decoro de las fantasías, el hedor a excremento resultaba esclarecedor. Su maestro le puso una mano en el hombro y asintió en señal de aprobación. Aquel extranjero que le había salvado la vida y lo había protegido, prometía en su accionar, aún más de lo que decía. Para su padre, la madera, y para Argan, sembrar la muerte.
— Sé lo que piensas, y has de saber que obraste bien. Luchamos por una causa justa. No te hubiese llevado conmigo si no hubiese visto en ti el valor que se requiere para las cosas más terribles.
— Pero por venganza, maestro, hemos asesinado a muchos hombres —respuo Naktún, confundido.
— Incluso la venganza justifica esto, Naktún. El camino de quien lucha contra todos los males de este mundo está lleno de sangre, huesos rotos y dolor. No será hermoso y no tendrá finales felices como en tus cuentos tontos, pero será real. Yo también consideraba la piedad y detenía mi mano antes de quitar una vida. Mira lo que me ha costado: todo un reino. Se trata de brindarle, al menos, algo de dignidad a lo que te rodea, antes de que la inmundicia de otros te consuma a ti.
—Dudé, y por eso mi tiro falló. Ahora, ese hombre dará la alarma y ya no podremos sorprenderlos.
— No tiene importancia. Una vez lleguemos allí, decidiremos nuestro proceder. La muerte ya te ha rondado muy de cerca antes, Naktún. No te permitas dudar ahora.
El joven meditó un momento acerca de las palabras de su maestro. En verdad no había espacio para dudas, ni para tontas ensoñaciones.
—Vamos, monta conmigo Naktún, el tiempo apremia.
Cuando Argan y Naktún, montados sobre el guivre, se internaron en el pueblo, fueron recibidos por un sinfín de silenciosos cadáveres y hogares abandonados. Evitaron avanzar por la calle más ancha, que debía ser la principal, y cruzaron por entre los estrechos senderos que separaban las precarias viviendas lindantes, cautelosos, ante una posible emboscada.
— ¿Qué hacemos ahora, maestro?— consultó Naktún, preocupado.
—Avanzar con cuidado hacia el centro del pueblo. Es posible que Ratesh no solo tenga a algunos supervivientes trabajando para él, sino también, al igual que en Galashir pero en menor medida, a un buen número de enfermos bajo su control.
Una voz familiar resonó desde la calle principal, rompiendo la quietud propia de aquel lugar moribundo.
— ¡Bienvenido a mi nueva obra de arte primer maestro de armas! No será tan esplendoroso como lo acontecido en Galashir, pero aquí hay una sencillez abrumadora. ¡Es minimalista!
Argan murmuró algo entre dientes, hasta que el segundo príncipe volvió a elevar la voz.
— ¿Qué tal si te muestras ante mí, para conversar un poco Argan?
A Naktún la voz de Ratesh le resultó ponzoñosa y lasciva. El galasiano en cambio, ardía de rabia.
— ¡No me hagas esperar mucho! ¡Tengo cosas importantes que hacer y pronto dejaré este lugar!—vociferó Ratesh.
Lo que menos deseaba Argan en aquel entonces, era que aquel desgraciado escapara por segunda vez, aunque la trampa resultara evidente.
—Naktún, ¿ves aquella casona de dos pisos, con balcones a los lados?
—Sí, parece una taberna, maestro.
—Ha de serlo, y sus balcones dan a la calle principal. Quiero que entres por detrás y subas. Si algo sale mal, me darás apoyo desde allí.
—Pero, maestro...
—Confío en ti. No hay tiempo para dudar ahora, debo terminar con esto de una buena vez.
— ¡Estoy esperando!—gritó el mago, ofendido por la tardanza.
Se había puesto impaciente. Temía no poder ejercer control suficiente al dividir sus huestes en actividades tan disimiles. Osto, junto a sus hombres, aguardaban ocultos tras una de las tiendas, tal como les había indicado.
Unas cinco casas más adelante, el Galasiano a pie, se había colocado en el centro de la ancha calle principal.
—Aquí estoy, traidor.
Ratesh sonrió al verlo.
—Mi querido Argan, no hay necesidad de comenzar esta plática con palabras tan poco amenas. ¿Acaso no te interesa conocer mi punto de vista? ¿Mi propia versión de los hechos?
Argan dudo un segundo. Había considerado la posibilidad de que Ratesh se hubiese vuelto loco, o que una fuerza desconocida lo estuviese manipulando, no esperaba ver al segundo príncipe excusándose con razones.
—Lo único que quiero es verte muerto, de hecho, quisiera proporcionarte el mayor sufrimiento posible antes de cortarte la garganta —dijo Argan—. ¡Y una mierda me importan ya tus razones!
—Pero que hombre más violento eres. Siempre lo has sido. Tras tus votos de caballería y tus códigos repletos de honor y virtud, se oculta el verdadero Argan. El que disfruta del poder de su brazo y su espada, el que goza quitando la vida.
—Aquellos votos y aquellas palabras de las que ahora te jactas, tú las pronunciaste también. Creí como un ingenuo que lo hacías con el corazón.
— ¡Por todos los santos, no! —exclamó Ratesh—. Las escupía en tu rostro pues no las toleraba. Tullido, en mi silla de madera, ¿cómo podrían acaso importarme tus gloriosas enseñanzas? Si tan solo recibía desprecio de quienes me rodeaban. Me veían por lo que ya era, un inválido, y no por lo que podría llegar a ser.
—Mentiras. Yo me preocupé por ti. Yo procuré con buenas intenciones hacerte una persona mejor. Un hombre de bien. Pero siempre viste al mundo distorsionado, roto, como estabas.
Ratesh observó al galasiano de costado, sonriendo y agitando un dedo en dirección a él.
—Ya soy un hombre mejor, pero eso es verdad, te lo concedo. No obstante, tú has de admitir que me odiaste también, al ver en mí el rencor que sentía por la gente. Yo lo sabía. Luego, a tu manera, me quisiste, ¿no es así?
Ratesh soltó una estruendosa carcajada.
—Y es por eso que no ordené tu muerte aquella mañana en Cerno —continuó Ratesh—. Te veías tan sorprendido con el rostro metido en el barro.
—Mientes otra vez —repuso Argan, furioso por las burlas del príncipe—. Lo hiciste para poder volver al pueblo sin sospechas y destruirnos a todos. ¿Mejor dices? ¿Acaso te has visto en un espejo?
—No seas tonto Argan, tú siempre has estado un paso por delante de los demás, pero no de mí. Con el primer maestro de armas muerto, o no, mis planes se hubiesen consumado de todos modos. Hay cosas aquí que no entiendes. Tu odisea es en vano pues me quieres muerto, y eso jamás será posible. Soy el portador de un designio, que cual corcel de hierro avanza sobre las voluntades de todos los hombres, incluyendo las más tozudas como la tuya.
El profeta comenzó a reír, lacónico, con la vista puesta en el cielo. Incluso sus hombres estaban atemorizados ante su imagen endemoniada. Argan desvió la vista un momento y vio a Naktún, posicionado sobre el balcón de aquella vieja posada. Entonces, volvió la vista hacia su interlocutor diciendo:
—No sé qué es lo que te ha pasado, y no hay razones suficientes para haber traicionado a tu propio pueblo, pero te advierto, eres ingenuo y subestimas la fuerza de los hombres de bien.
— ¿Qué me ha pasado dices? Vivir a la sombra del espléndido príncipe Falesín, y saber que por nacimiento, toda la riqueza y el poderío del reino le estaban deparados. Y a mí, por nacimiento, el destino me recibió con las piernas deformes y la vida de mi madre sobre los hombros. Una reina amada por todos. Y luego, cuando sentí que quizá una pizca de esperanza se cernía sobre mi patética vida, le declaré a ella mi amor. Mi preciada Janit. La única que creí, me veía por lo que era. Pero tu querido príncipe Falesín ya se la había follado, ¡bien duro! —dijo Ratesh, realizando un insinuante movimiento de caderas.
Naktún lo observo asqueado, aquel sujeto le resultaba repugnante.
— ¿Cómo crees que me sentí cuando ella me lo confesó entusiasmada, como una gracia?—preguntó Ratesh—. Pero mi alma ya era un carbón Argan, y la más pequeña chispa encendió el fuego. Ya estaba cansado de mi padre, "el buen rey", que se había vuelto un viejo senil e inepto, babeándose por aquella putita Larturiana, y de mi hermano, que se paseaba por el pueblo tratando con los de clase baja. Incluso tú te habías olvidado de mí para ese entonces. Ya nada de eso me importa ahora Argan, sean para ti razones o no. Cuando has visto en la profundidad de los ojos del amo, sabes que tu pasado es un simple grano de arena en los ardides del tiempo. Si él te marca y te confiere su don, las penas de los mortales resultan triviales e insignificantes, lo mismo las propias.
—No sé cuál es este amo del que hablas, pero lo que has dado a cambio del poder que tienes, te ha vuelto un ser despreciable. Y por cierto, te está matando. Yo sólo me ocuparé de acabar el proceso— dijo el galasiano, mientras extraía su espada de la funda.
—El recipiente ya no importa Argan. Mi mente recorre las esferas exteriores del mundo físico. Dime, para hacer esto de forma justa, ¿dónde están el joven y el reptil?
—Qué tal si tú me dices donde se ocultan tus lacayos primero.
—Pero por supuesto Argan. ¡En todos lados!
Del interior de las casas, y de entre los angostos callejones, las huestes purulentas del mago surgieron al encuentro del guerrero. Los hombres de Ratesh, a su señal, también salieron de su escondite y se posicionaron delante de su maestro, protegiéndolo.
—Recuerde alcalde, lo quiero vivo— ordenó Ratesh dirigiéndose a Osto—, y al joven también. Ya saben qué hacer con el reptil. No me decepcione esta vez o será la última.
El alcalde, como buen cobarde que era, esperó. Temía que aquella criatura los atacará por sorpresa una segunda vez. Aquel hombre era increíble aún sin su montura. Enardecido, blandía la espada en una vertiginosa andanada de golpes. Sin embargo, la cantidad de enfermos era tal, que se vería obligado a retroceder. Tarde o temprano llamaría al lagarto, y entonces, Osto daría la orden.
Naktún, al ver al caballero en apuros, cargó la ballesta y seleccionó un objetivo. Ratesh estaba allí, detrás de sus hombres, junto al hombre gordo que se había escapado. Tan repulsivas le habían resultado sus palabras, que le encomendó aquel disparo a los dioses, a aquellos que conocía, y también a los que no. «En armonía para todo el mundo, que esta flecha sea certera, por un bien mayor». Fue en aquel instante, cuando Naktún se disponía a jalar el gatillo, que el mago notó su presencia. Miró en dirección al balcón, como si algo lo hubiese advertido del peligro inminente. Naktún disparó, y Ratesh tomó al hombre que tenía más cerca, es decir, al alcalde Osto, utilizándolo como escudo. La flecha del joven se incrustó en el rostro del alcalde, atravesando su ojo derecho y provocándole una herida fatal. No obstante, Osto seguía vivo. Con una mano en el rostro, y la otra en el suelo, intentó pronunciar algunas palabras de auxilio, pero sentía su cuerpo lento, y su lengua flácida. «Así ha de ser entonces», llegó a pensar, antes de oír las palabras de aquel demonio, por última vez.
— ¡Ay, ay, ay!, alcalde, supongo que es lo mejor que ha hecho por mi hasta ahora. ¡Tú, y tú!— dijo Ratesh, señalando a dos de sus hombres—. Quiero que me traigan a ese malnacido que dispara desde el balcón, ¡rápido!
Naktún, confundido, comenzó a cargar otra flecha en la ballesta. Ratesh lo había sentido, no había otra explicación posible. Además, se movía muy rápido. A pesar de estar tan flaco y desgarbado, había tirado de la camisa del gordo para cubrirse con él sin mucho esfuerzo. «Es un hechicero después de todo», consideró Naktún. Vio con el rabillo del ojo a los dos hombres que cruzaban la ancha calle en dirección a las puertas de la posada. Uno era un gordo bajito, el otro, un hombre enorme de piel oscura. Disparó demasiado pronto. La flecha quedó vibrando contra un barril de madera, apostado junto a las tiendas. Pronto estarían sobre él y no tendría chance de escapar, no con su tobillo en aquel estado. Trepó entonces por el tejado, y pasó a la vivienda contigua, lo cual por suerte, no requirió más que una pequeña zancada, y entonces los vio. Un par de casas delante, más cerca de donde estaba su maestro, había algunos hombres aguardando, y sostenían unas grandes redes. «No», pensó Naktún, y a pesar del dolor que sentía en el tobillo, comenzó a trotar por encima de los tejados, de casa en casa, mientras, nervioso, cargaba otra flecha.
Debajo, Argan se vio superado en número. Ya no tenía fuerza para continuar masacrando a los súbditos de Ratesh. Viró, y corrió en dirección contraria al tropel enloquecido. Con ambos dedos en la boca, emitió un fuerte silbido, con un particular tono, y el guivre salió de entre las casas circundantes, destruyendo una pequeña cabaña en el proceso. Cuando el reptil pasó junto al galasiano, éste se asió de las alforjas montándolo de lado. Con la espada en posición horizontal, y ayudado por la fuerza descomunal de su montura, se abrió pasó entre la horda. Su intención era llegar hasta Ratesh.
El segundo príncipe, atónito ante la imagen del primer maestro de armas montando al guivre y abriéndose paso por sobre sus lacayos, comenzó a correr hacía las tiendas.
—¡Ahora estúpidos, ahora!– gritó.
Los hombres, que aguardaban la orden que el alcalde ya no podía dar, lanzaron las redes desde lo alto de las viviendas. Las mismas, llevaban piedras unidas a sus extremos. Arrojaron tres en total, y si bien una falló, las otras dos cubrieron al guivre. La primera, enredándose entre sus patas y haciéndolo caer al suelo. La segunda sobre su lomo, atrapando a Argan también.
Naktún, al ver esto, se maldijo por no haber llegado a tiempo. Se lanzó furioso, contra uno de los hombres que había lanzado la trampa y sin siquiera pensarlo, lo embistió, haciéndolo caer por el tejado. Cuando los otros hombres se percataron del grito de su compañero, y lo vieron tendido en el suelo con la pierna rota, se giraron.
— ¿Pero qué mierda haces?— exclamó uno, al ver al joven allí parado, agitado, y con el extraño artefacto apuntando directo su estómago.
Sin mediar palabra, Naktún le disparó a quemarropa. El otro, sorprendido, sacó un cuchillo e intentó apuñarlo. Sin bien el joven pudo esquivar el ataque, recibió un profundo corte en el brazo izquierdo. Dejó caer la ballesta al suelo, pues no tenía tiempo de cargarla, y sacó el estilete que su maestro le había prestado. Aquel sujeto era más grande, y parecía más fuerte que él, pero a Naktún no le importó. Ambos, inexpertos pugilistas, se enzarzaron en una tímida danza, de acometidas y fintas. El corazón del muchacho pujaba por salir de su pecho, como en aquel entonces, cuando había asesinado a Edron. Esperó paciente, por una vez, a que el otro se lanzará contra él y acortó la distancia. Le clavó con todas sus fuerzas la filosa daga en el pecho, y con su brazo libre, sostuvo el arma de su oponente que, insistente, buscaba su cuello. Cuando el hombre cedió, vio por un segundo a los otros que lo perseguían desde la posada. Ya estaban sobre él. El moreno, le mostró sus blancos dientes, socarrón. Se le lanzó encima y le dio un contundente golpe con una vara de hierro. Naktún se dobló en dos y cayó al suelo.
Argan quiso usar su espada para cortar las sogas que lo mantenían unido al Guivre. Pero notó que esta se le había caído durante el impacto. Debía de tener una contusión debido al golpe, pues veía la escena un tanto difusa. El rostro de uno de los enfermos que quedaban, estaba justo frente a él. Era un anciano escuálido, y no dejaba de gritarle, escupiéndole el rostro. Mas no le hacía daño, señal de que Ratesh lo quería con vida.
— ¡No lo dejen ir! ¡Que no se mueva!
— ¡Sosténgalo con fuerza!
Se percató de los lacayos conscientes, que contenían al Guivre sosteniendo los extremos de las redes desde distintos ángulos.
Alguien apartó de un golpe al enfermo, y cortó una sección de la red. Varias manos fuertes lo sacaron de allí, a rastras. Desde las viviendas de enfrente, dos hombres caminaban en su dirección. Un gordo feo y petiso llevaba su preciada ballesta de mano, el otro, un hombre similar a los de las selvas de Balk'Zumbal, a su reciente pupilo. Los peores temores de Argan se volvían realidad. La mirada de Naktún lo desconcertó, pues, allí donde esperaba ver miedo, encontró ira y frustración.
Podía oír al guivre, a sus espaldas, que forcejeaba y siseaba, llamándolo. Aquella fiel criatura no merecía esto.
Ratesh surgió de entre sus hombres, con una expresión de notoria satisfacción.
—Pero que suerte tengo. Parece que me he ganado el premio mayor.
Sus hombres rieron, aunque se los veía algo nerviosos.
—Tú, imbécil, trae la ballesta para acá.
— ¿Mi señor?
—El arma que llevaba el chico.
Algo confundido, el gordo le entregó el extraño artefacto a Ratesh. Aprovechando el momento, el moreno se agachó, todo lo largo que era, y tomó la espada de Argan del suelo.
—Esto, panda de incultos, es una ballesta de mano hecha en mi reino— explicó el mago, mientras colocaba una flecha en el soporte—.Esta pequeña flecha que se coloca aquí es una "saeta".
Los hombres fascinados observaban el arma, pues habían visto en el rostro del alcalde, lo que aquel artilugio era capaz de hacer.
El mago pasó de Argan, sin siquiera mirarlo, y se dirigió a Naktún. El joven, al igual que su maestro, se encontraba de rodillas en el suelo.
— ¿Así que tenías planeado dispararme con esto mocoso?
Naktún, que estaba furioso, no se inmutó cuando el mago colocó la punta de la saeta justo en su frente.
— ¡Deja en paz al chico, maldito enfermo!— exclamó Argan.
Ratesh se giró un momento, con las cejas en alto, y le dedicó un resoplido burlón.
—Tú ya no estás en posición de demandar nada.
—Esto es entre tú y yo, no seas cobarde.
Ratesh se tomó las palabras del guerrero con gracia.
—Para nada Argan— le dijo, y enseguida se volvió hacía Naktún—. Este chico me interesa mucho. Entre él y yo, hay algo personal también, ¿no es así?
—Tan personal como puede ser el daño, que el que no mira por donde va, le hace a una serpiente al pasar —contestó Naktún irritado.
—Pero que cosa más interesante te has pescado en los páramos Argan. Te felicito. Dime muchacho, ¿qué era eso que hacías justo antes de disparar?
Naktún bajo la vista sin decir nada. No estaba seguro de a qué se refería Ratesh.
—Te hice una pregunta. Lo que fuese, alertó todos mis sentidos e incluso los de mi dios, lo cual me tiene muy intrigado. Quizá, si me desasnas un poco al menos, pueda ser misericordioso con ambos.
El mago escrudiño al joven con sus ojos, impaciente.
—Al final, siempre quieren hacer las cosas por las malas— dijo, y acto seguido, le disparó una saeta al guivre, directo al hocico.
— ¡No!— gritó Naktún.
La criatura se removió, herida, pero los hombres sostenían las redes con fuerza. En seguida, Ratesh le lanzó la ballesta de nuevo al sujeto que había atrapado a Naktún.
Argan bajo la vista, impotente. Sabía que el segundo príncipe era un sádico, y que disfrutaría haciéndoles daño, uno por uno. Él, seguramente, sería el último.
—Ante mi incipiente aburrimiento, fruto de tu nula colaboración, no me dejas más opción que continuar con mis clases de cultura general. Bien, ineptos, esto no es un dragón, es un guivre. Un magnifico ejemplar por cierto. Inteligente y domesticable, al igual que el caballo. Y su piel...— Ratesh se detuvo. Extrañado, observó en dirección a la plaza el pueblo. Luego volvió en sí —. Y su piel— repitió-, no es dura como el acero, y de su boca no lanza fuego. Los que tienen picas, hacedme el favor.
Los hombres que portaban las armas mencionadas, se miraron, asustados.
Ratesh hizo un ademán, señalando al guivre, y entonces gritando cargaron contra el reptil. Clavaron las picas en su barriga, una y otra vez. La sangre manaba, pero el gigantesco lagarto tenía la piel gruesa, e irritado, no dejaba de luchar contra el amarre de sus captores.
Las lágrimas surcaban el afligido rostro de Naktún. El joven no dejaba de observar la daga de su maestro en el cinturón del matón que se la había robado. Estaba tan cerca. Solo debía esperar el momento adecuado. Su maestro en cambio, parecía muy conmocionado, como si hubiese perdido la voluntad de luchar.
Ratesh avanzó hacia el guivre, ofuscado.
—Ustedes son todos unos maricas. Voy a mostrarles como se hace. ¡Sosténganlo fuerte!
Los hombres tiraron de las redes con todas sus fuerzas, tensando sus músculos, y el mago extrajo la espada que llevaba en su funda, haciéndola relucir ante los ojos de los allí presentes.
Luego, posó su mano izquierda sobre la cabeza del guivre y le hundió la hoja a través de la frente con todas sus fuerzas.
— ¡Hasta nunca lagartija! –se burló.
Argan no supo si fue agónico o instantáneo, pero el cuerpo del guivre aun temblaba cuando el segundo príncipe extrajo la espada ensangrentada, riendo para sí, como quien ríe en soledad ante sus propias picardías.
Naktún se había decido a tomar la daga que el gordo llevaba en su cinto, pues el riesgo ya no le importaba, pero un grito proveniente del Sur llamó su atención, y la de todos los allí presentes. Un hombre corría hacía ellos, con uno de sus brazos inertes, cubiertos de sangre.
Al llegar hasta el grupo, cayó de bruces al suelo.
— ¿Talbo?— preguntó uno de los hombres.
Otro se acercó, y lo giró de costado.
Ratesh, se paró justo frente a él.
— ¿Se puede saber que mierda le ha pasado contador?
—Cuando usted se fue, los enfermos cambiaron, señor.
—Estoy al tanto. ¿Es que usted y sus hombres no pudieron controlar a un par de cambiantes?
Talbo pareció dudar un segundo antes de responder. Su temor a la reacción del mago resultaba evidente.
—La hija del herrero escapó y liberó a los que estaban en el almacén. La plaza es una carnicería, todos los hombres murieron.
— ¿Una putita es suficiente para hacerlo quedar como un inútil? Debería haberla matado a ella, y a su padre también.
—Nos tomó por sorpresa, mi señor— se defendió el tesorero del pueblo—. Ya no es posible cruzar la plaza sin ser atacado por aquellas bestias.
Cual signo de toda la podredumbre que llevaba en su interior, el rostro del mago se distorsionó, en una mueca convulsa de furia demencial. Tomó a Talbo del rostro con sus dos manos, mientras este yacía en el suelo, y comenzó a clavarle los pulgares en los ojos. El hombre gritaba, y el talismán del mago brillaba, iluminando la escena. Sus ojos parecían brillar con luz propia también.
— ¿¡Y la torre!? – preguntó Ratesh, encolerizado.
— ¡Mis ojos!
— ¿¡Qué pasó con la torre!? ¡Hable antes de que se los meta en el cerebro!
Los habitantes de Nerotzulma que presenciaban la escena, ahora fieles súbditos, retrocedieron alarmados. Era la primera vez que veían al mago, sumido en tal estado de locura. El hombre que llevaba la daga en el cinto se alejó unos pasos, y Naktún perdió su oportunidad. Argan supuso que los planes de Ratesh se habían desvirtuado en gran medida, haciéndolo perder los estribos.
— ¡Aghgggggh!
— ¡La torre, Talbo, por su vida!
— ¡La te-terminamos!
Ratesh se levantó, con las manos empapadas de sangre. Se encontraba agitado, pero más calmado. Se arregló algunos mechones de cabello que le habían caído sobre el rostro y se volvió hacía sus hombres. Talbo se arrastraba por el suelo. De las cuencas de sus ojos manaban pequeños afluentes carmesíes. Balbuceaba algo acerca de las tinieblas y el castigo, pero sus palabras pronto fueron acalladas por la voz de Ratesh.
—Iremos al ayuntamiento, por el jardín – indicó el mago—. A estos dos, los llevan a las celdas. Cuidado con este – dijo, señalando a Argan— aun con las manos atadas es peligroso.
Los hombres al oír esto, le dieron al galasiano una severa paliza, atentos a la mirada de su señor. Cuando a este le pareció suficiente, los detuvo con un ademan. Naktún se llevó unos cuantos golpes de menor vigor, tolerándolos en silencio. Tenía la firme convicción de que nada de esto había sido en vano.
Fueron atados, y arrastrados a través de las calles del mercado, hasta los murales traseros del ayuntamiento. Allí fueron puestos de pie, obligados a atravesar a los empujones, lo que antes debió ser un bello rosedal. Naktún notó que las plantas y las flores de aquel lugar se habían marchitado. Desde donde estaban, se podía observar el perfil herrumbroso del cráneo de hierro, que se elevaba por encima de la que debía ser la construcción más grande de Nerotzulma. Unos horrendos alaridos provenían desde algún lugar en la plaza principal. Los hombres no dejaban de lanzarse miradas de preocupación entre sí, pero el mago iba a paso rápido, acuciándolos.
—Ustedes tres conmigo, a las celdas— dijo Ratesh, señalando a los hombres que habían capturado a Naktún y al que se encontraba justo detrás del maestro de armas—. El resto a las puertas principales, los quiero todos armados.
El ayuntamiento en su interior, resultó ser un lugar ostentoso, muy distinto en su decoración a la austeridad propia de las planicies. Naktún imaginó que Ratesh había estado viviendo allí los últimos días. El grupo principal tomó otro camino. Los prisioneros fueron conducidos por una escalera descendente hasta una puerta de madera. Detrás de esta, había una cámara de piedra en cuyo interior albergaba un calabozo. Iluminado por la tenue luz de una lámpara de aceite, más allá de los gruesos barrotes, un hombre robusto elevó la vista. Tenía los cabellos largos y una poblada barba negra. La sangre seca le cubría el cuerpo, fruto de muchas golpizas y de las más diversas torturas.
— ¿Aún vienen por más?— dijo con voz cansina.
—Para nada – respondió Ratesh—. Te traigo nuevos amigos.
Mientras eran encadenados a las paredes, el hombre observó a Argan, que casi no se sostenía en pie, y a Naktún, que le devolvió la mirada, compasivo. Cuando terminaron su tarea, los matones salieron y Ratesh ingresó solo a la fría y opresiva mazmorra.
—Tu hija aún se encuentra fastidiando por aquí, herrero– dijo, Ratesh—. Justo cuando creí tenerlo todo resuelto, resultó ser una llaga en el culo. Dadas las circunstancias, mi estadía en este pueblo será más corta de lo planeado. El tiempo apremia.
— ¿Dónde está mi hija?
— ¡Ay!, si lo supiera– contestó Ratesh, casi en un suspiro—. El asunto de las armas tendrá que hacerse en otro momento, y en otro lugar. Tú tendrás que pudrirte aquí.
—Me lo has quitado todo, ¡todo! Ten misericordia al menos y dime dónde está ella.
Ratesh se acercó al prisionero, con una mano en la entrepierna, dando pequeños saltitos. En la penumbra de la celda, la sonrisa del mago brillaba como la plata.
—Las cosas que le haría a tu hijita si la tuviera a mano. Casi que tengo ganas de llamarte padre también.
Al oír tal provocación, el herrero lanzó todo el peso de su cuerpo hacia delante, pero las cadenas lo detuvieron, enfrentando su rostro al del mago, que ni siquiera se inmutó.
—No dejaré de atormentarte mago. Por mi mujer y por mi hija. Aun cuando ya no esté en este mundo, te buscaré en sueños.
—Todos ustedes están en mis sueños, son una pila de cuerpos inertes sobre la cual descansa mi trono.
Al decir esto último, Ratesh acarició el rostro del hombre, para luego jugar con los rizos de su barba. Naktún, observó atónito como el prisionero intentaba tomar bocanadas de aire, con reiterado esfuerzo, y su piel se volvía de un tono pálido y enfermizo. El joven hubiese preferido que una brisa benevolente, apagara la luz de lámpara de aceite, para no observar aquella malversación de la naturaleza. Por vez primera, la relación entre el mago y la enfermedad se hizo carne frente a sus ojos. Las víctimas del camino, los Virs, incluso sus padres, todos ellos se agolparon en su mente como un torrente de imágenes vívidas. Y su maestro, allí, golpeado y vencido. Todo ello lo llenó de furia.
—Eres un ser vil.
Las tenues palabras del muchacho interrumpieron al mago. Cual títere, el herrero quedo colgando de sus cadenas.
— ¿Qué has dicho?— El mago parecía confundido—. Repítelo.
La cabeza de Naktún ardía, a tal punto que la visión se la había cargado de blanquecinos destellos.
—Eres un ser vil– le dijo por segunda vez, con voz potente—. Y aún más vil es al que llamas tu dios y te ha conferido el poder de hacerle el mal a los seres vivos. Pero te han mentido, y ese futuro prometido no son más que visiones de un pasado nefasto. Eres una triste alma llena de codicia, patética. ¡Ya ni tu propio cuerpo te pertenece!
« ¿Que mierda puede saber este mocoso?» pensó Ratesh. Vio en el joven, de nuevo, aquello que había captado su atención antes. Había otra entidad allí, que lo influenciaba, brillando ahora a través del chico y confiriéndole fuerza. Deseos extraños y diversos desplazaban su razón. No era él, claro estaba, Temsek pujaba alarmado, desde el recóndito Norte.
—Todo lo que hago, lo hago por convicción propia – advirtió el mago. El poder que se me ha otorgado sirve a mis designios, ¡a los míos! Mi dios podrá gobernar sobre todo lo existente, pero yo gobernaré sobre cada hombre.
—Tus propias pasiones y tus deseos enfermizos te consumirán. Terminarás tu periplo aún en peores condiciones que cuando lo iniciaste. Y por cada daño cometido, volverás, sin descanso. Vivirás el eterno sufrimiento, de quien le ha vendido su alma al diablo.
Argan, aun herido y golpeado, había vuelto en sí al oír las palabras del siempre sencillo e ingenuo Naktún, aunque lo que el joven decía no tenía sentido alguno para él. No pudo más que relacionarlo con las visiones.
Ratesh, que había visto un atisbo de verdad en el arrojo del chico, comenzó a sentir cierto nerviosismo. ¿Acaso estaba jugando con su mente? No tenía tiempo para esto, pues afuera la plaza debía estar atiborrada de cambiantes, difíciles de controlar. Su misión peligraba. Comenzó entonces a recitar su conjuro, y el talismán emitió un fulgor. Tomó al imprudente muchacho del cuello y lo miró directo a los ojos, imponiendo sus visiones, aletargando su mente y quebrando su voluntad. Lo dominaría, fuera cual fuera la razón oculta detrás de aquel resplandor.
—Déjalo– dijo Argan, en un leve susurro.
Su discípulo dio un grito, afligido.
— ¡Déjalo, Ratesh!– repitió el galasiano, aterrorizado.
El mago no cedió.
—Sera mío Argan. Un súbdito más para torcer a mi antojo y otra pérdida para ti.
Quería controlar a "Naktún", sí, ese era su nombre. Para su disfrute personal también descubrió que la emisión había enfermado a sus padres. Lo vio incluso en el maizal de aquella granja, la de la hermosa jovencita de ojos azules y nalgas firmes. «Lunila», pensó. La vio morir de la mejor manera posible, y eso lo excitó. «Lo doblego, pues me place». Ahora le mostraba potentes imágenes de un futuro más avanzado y el joven ya no gritaba. Era el mismo porvenir que le habían mostrado a él, ese que lo perseguía en su sueños y en la vigilia. «Este es el futuro para el cual preparo la tierra».
Naktún vio poderosas imágenes, de ciudades inmensas repletas de personas. Todos caminaban cual ganado. Entraban y salían a granel, de estructuras colosales repletas de espejos, y de extrañas unidades metálicas que se movían a gran velocidad. Todo era gris. Lo natural estaba muerto. Cada tanto un árbol se divisaba entre el infinito concreto. « ¿A dónde vas, mocoso?», se preguntó Ratesh. La mente del joven no se adaptaba a sus visiones, de hecho, parecía estar viendo en ellas detalles de poca importancia.
Le mostró entonces a las familias, en la comodidad de sus hogares. Naktún los vio al instante, sentados a todos en cómodos asientos, iluminados por las imágenes de una caja negra, riendo como idiotas por mensajes cargados de banalidades.
— ¡No!— dijo Ratesh, esta vez en voz alta—. ¡Yo tengo el control!
Pero se equivocaba. Las visiones compartidas se desvirtuaron. Vieron juntos el yugo del trabajo mecánico y el pasar de incontables vidas estériles. Humanos esclavos de valores ficticios. El descontento, la histeria, el hambre, se sucedieron incontables veces, en un círculo vicioso, con la guerra cerrando el ciclo. En sus ansias de poder, poderosas máquinas fueron diseñadas en pos de aniquilarse los hombres entre sí. Y luego, el quiebre de la partícula más minúscula desató el caos. Nuevas formas de sembrar la muerte, los verdaderos arquitectos de la agresión. Allí estaba el símbolo al que Ratesh le rendía tributo, desenterrado. En la ira y el orgullo, los antiguos hombres dejaron al mundo arder en llamas y sus magníficas ciudades fueron dispersadas de la faz de la tierra como una mota de polvo en el viento. La vida agónica, putrefacta, mutó a contra natura en formas horrendas. El conocimiento acumulado por siglos, trivial, perdido para siempre.
El futuro que se le había mostrado no era más que el fragmento de una espiral, destinada a la ruina eterna en las manos de los hombres. ¿Cómo era esto posible?
Soltó al joven, contrariado por su oposición a la hipnosis. Naktún lo observó en detalle. Agotado por las visiones, el mago ya no parecía ni tan poderoso, ni tan temible. Argan, incrédulo, vio como el segundo príncipe daba unos pasos hacia atrás, tocándose la frente.
Ratesh se acercó hasta las rejas, donde sus hombres lo aguardaban, sorprendidos por el acontecimiento. Agitado, habló de la siguiente manera:
—Esas visiones falsas y difusas no pueden aleccionarme de ninguna manera. Debí suponer que otra entidad menor se oponía a mi dios, él me lo ha estado advirtiendo a través de mis sentidos. Ustedes dos morirán aquí, encerrados. Yo mismo los enterraré bajo los cimientos de este pueblo insignificante.
Un hombre se presentó ante él, traía un mensaje de arriba.
— ¿Qué sucede?
—La situación en la plaza central es muy complicada, maestro. Aquellas criaturas están por doquier. Muchos de los enfermos han comenzado a cambiar también.
—Nos abriremos paso entre ellas. Adiós Argan, siéntete culpable de haber traído a este joven hasta esta tumba de roca. Dos vidas, que al fin y al cabo no valieron nada.
Apenas Ratesh puso un pie fuera de la cárcel, se detuvo, impactado por las palabras del primer maestro de armas.
—Falesín te envía saludos. Me dijo, que te diera un pequeño mensaje.
La voz de Argan, apagada, pero cargada de ironía, captó la atención de Ratesh.
Naktún se sorprendió también, al oír el nombre del legítimo heredero a la corona Galasiana. Si es que aún quedaba un reino por heredar.
—El inútil de mi hermano está muerto.
—Si así lo crees.
Ratesh les dio la espalda. Sus dedos jugaban contra los barrotes de hierro. Su pie derecho resonaba, en rápidas sucesiones, sobre el suelo de roca.
«Le ha tocado una fibra sensible» pensó Naktún. Y así era. Pero vio en su maestro al mismo tiempo, un atisbo de esperanza. El conocía bien la historia, la había escuchado hace un día atrás. Nada sabía Argan sobre Falesín, entonces, ¿qué era lo que pretendía? Ahora algo era seguro, si Ratesh estaba interesado, su hermano debía de estar con vida.
—Muy bien, te creo Argan. ¿Qué fue lo que te dijo aquel cobarde? ¿Por qué no vino contigo hasta aquí para cobrarse venganza?
Argan miró a Ratesh, dijo unas palabras, por su volumen, incomprensibles.
— ¿Cómo dices?—preguntó el mago, acercando su rostro al del galasiano.
Naktún notó que su maestro comprimía la mandíbula con fuerza.
Ratesh también lo notó, pero no pudo moverse a tiempo. Cuando Argan abrió la boca, una densa nube de gas verde salió despedida, como si hubiese sido contenida a presión. Ratesh se llevó una gran bocanada ante el asombro. La nube, acida y venenosa le quemó además el rostro. El caballero escupió unos pequeños fragmentos de vidrio, mezclados con sangre. Y tosió.
—El reloj corre ahora para ambos Ratesh.
Otrora poderoso y seguro de sí mismo, el mago se observaba las manos magulladas y tosía, al igual que Argan.
—El beso verde de Lamán, loco hijo de puta. ¡Vigílenlos!— exclamó Ratesh, para salir luego corriendo de allí, trastabillando. Sus hombres intentaron ayudarlo, pero colérico, se los quitó de encima—. Debo llegar rápido a la cima de la torre, ¡muévanse, idiotas!
Argan no paraba de toser. Su pecho subía y bajaba, como si de un fuelle se tratara. Mientras, el herrero había vuelto en sí, y hablaba incoherencias, preguntando por su hija y su mujer. Sus ojos se habían cubierto de pus, y esta se resbalaba por sus mejillas, con lentitud.
— ¿Maestro?— llamó el joven, alarmado.
—En verdad lo siento tanto muchacho. Supongo que esta no era la aventura que esperabas.
Naktún no supo que decir.
Los hombres del mago cerraron la celda y apagaron la luz de la lámpara de aceite, dejando a los tres prisioneros inmersos en la oscuridad.
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