Una mancha azul, solitaria, en medio del vasto desierto. Así debía verlo, desde lo alto, aquel buitre que lo acosaba aguardando su muerte. El viento danzaba con las sedas azules que embozaban al profeta. Tenía hambre y sed.
El ardiente sol lo estaba volviendo loco.
Tomó una de aquellas maravillosas tabletas verdes y la mordió. «Un poco ahora y otro poco al llegar la noche», pensó. Caminaba encorvado pero a paso rápido. A veces trastabillaba y terminaba rodando por las dunas debido al cansancio.
Las pequeñas sombras que proyectaban los cactus no podían protegerlo del abrasador calor. Al caer la tarde la fastidiosa ave murió, en pleno vuelo, y fue a estrellarse justo a sus pies. Se lo había tomado como una ofensa personal, una burla; a él, le hubiese encantado cruzar el descomunal desierto volando por los cielos. Encontró, por primera vez en varios días, un refugio. Unas rocas enormes, apiladas de forma caprichosa, proporcionaban un buen tramo de sombra. Era perfecto para protegerse del astro calcinante.
Pasó el día entero allí, hasta caer la noche. Las estrellas resplandecían en el firmamento y, si bien hacia frío, salió de entre las rocas y trepó por ellas hasta la más alta. Desde allí contempló toda la extensión de tierra que lo rodeaba y observó el cielo. Algún día todas esas estrellas estarían a su alcance. Tomó el talismán que colgaba de su cuello y lo levantó en lo alto. Recordó las palabras del maestro y las repitió en una rítmica letanía. El aire se tornó denso y pequeñas descargas eléctricas iluminaron el área circundante. La reliquia comenzó a emitir una luz cegadora, a medida que elevaba su cántico. ¿Cómo pudieron los profetas de los pueblos estar tan ciegos? Uno a uno, todos los reinos caerían en fila. Todos los falsos ídolos serían erradicados, en nombre de su maestro; y también los dioses híbridos. Incluso, las religiones de aquellos rincones del mundo inexplorado. Pronto, nada le sería desconocido. La luz brilló con fuerza, hasta que concluyó la oración. Se sentía muy agotado, por lo cual tomó una tableta entera y la tragó con prisa.
Durante el amanecer, abandonó el resguardo de las rocas, dejando un rastro de lagartijas muertas en el camino. De allí en más, su sino se tornó nefasto. Había perdido la noción del tiempo. Su piel se había quemado por el sol y las tabletas ya no aplacaban el dolor ni las necesidades como antes. Sin embargo, su convicción y su fe eran inquebrantables y continuó, aun al borde de la muerte. Él, que había vislumbrado el porvenir, no se detendría ante las fuerzas del orden natural.
Los días y las noches se sucedían difusos mientras el profeta erraba por los límites de la demencia. Veía imágenes a la distancia que luego se esfumaban frente a sus ojos. Vio castillos enormes, y también, fuentes de agua con mujeres hermosas. Vio, al igual que en sus revelaciones, gigantescos pájaros de metal surcando el cielo y colosales figuras en el horizonte. De aquellas fantasmagorías, una en particular lo llenó de júbilo y excitación; una gran metrópoli, de enormes torres vidriadas y asilos inmensos con cientos de chimeneas. Largos gusanos de acero, se movían a gran velocidad sobre andamios construidos a gran altura y transportaban gente en su interior. Comprendía, que aquellos espejismos no eran más que creaciones falsas de su mente, derivadas de sus anhelos más profundos. Sin embargo, se aferraba a ellas ante el temor de perder los estribos y olvidar su propósito fundamental.
Fue un día por la mañana, que se percató de que el paisaje había comenzado a cambiar. La tierra era árida pero ya no había arena. A su espalda, el desierto le resultó algo extraño y lejano. Siguió avanzando por lo que reconoció como un páramo agreste, con algo de maleza y algún que otro árbol solitario a merced del viento. Sonrió ante la ironía; las condiciones eran las mismas, aún estaba sediento y hambriento, quemado por el sol, afiebrado. Se tragó la mitad de la última tableta verde que le quedaba. Al principio habían resultado maravillosas, luego de comer una se sentía satisfecho, despierto y fuerte. Pero ahora ya no surtían el mismo efecto. Siguió caminando durante horas en dirección contraria al desierto. El sol ya casi alcanzaba su cenit, cuando encontró una pequeña casa abandonada. Descansó allí hasta caer la tarde. Al igual que en el desierto, la temperatura disminuyó de forma brusca. Decidió proseguir a pesar del frío. Resultaba imperioso encontrar hombres, en pos de alimento y orientación.
La noche trajo consigo un descenso de la temperatura, y el profeta, extenuado por el constante acoso del sol, se sintió revitalizado. Andaba a paso rápido y seguro cuando escuchó a sus espaldas unos gruñidos. Una decena de lobos. Lo habían estado siguiendo y al parecer, optaron por atacarlo amparados por la oscuridad. Aquellos enormes animales lo habían rodeado antes de que pudiera hacer algún movimiento. Los que estaban más cerca le lanzaban dentelladas mientras acortaban la distancia. Con lentitud sacó su talismán y lo elevó de golpe ante la vista de aquellas bestias. Esta vez recitó las palabras en alto y de forma apresurada. Los lobos se quedaron tiesos ante la poderosa luz que emanaba la presa. Los que estaban más cerca convulsionaron hasta morir y los más alejados del radio lumínico pronto comenzaron a percibir a aquel hombre extraño de forma diferente. Cuando el profeta se detuvo, se sentó en el suelo, agotado. Las bestias que seguían vivas pronto lo rodearon, lamiéndole las manos. «El hombre superior prevalece sobre la naturaleza» se repitió a sí mismo, orgulloso.
Sus nuevos y fieles seguidores lo guiaron hasta un terreno fértil; una granja no muy grande, con una casa campestre y un corral. Se acercó sin hacer ruido y vio luz proveniente del interior de la casa. Se oían risas desde dentro. El falso sosiego de la vida simple. Sabía que su aspecto resultaría extraño y que además, debía estar demacrado por las quemaduras y la falta de nutrientes. Esperaría hasta la mañana, y entonces, se presentaría bajo la luz diurna para no causar pavor. Se alejó para esconderse entre la siembra más distante. Los lobos se acostaron junto a él, proporcionándole abrigo.
Despertó por la mañana y alejó a los lobos. Aquellas personas se levantaban temprano para trabajar la tierra. Salió de entre la cosecha y se mostró primero ante un joven que se quedó atónito al verlo. El joven tenía el torso desnudo y un rastrillo en la mano, el cual blandió en defensa propia. Un hombre mayor, sentado a cierta distancia en el pórtico de la casa, gritó algo en la lengua común. El profeta, temblando, se llevó una mano a la boca y pidió por ayuda para luego caer al suelo fingiendo un desmayo.
«Hablan la lengua común, cual salvajes, pero me puedo comunicar con ellos», pensó.
Oyó al hombre mayor mandar al joven a buscar a sus hermanos, por lo cual supuso que era el padre de familia. Continuó con su farsa, que no mucho le costaba, pues estaba realmente agotado y hambriento. Sintió que fuertes manos lo levantaban y lo conducían a una cama en el interior de la casa. Otros dos jóvenes que hacían muchas preguntas. Pudo oír la voz de una mujer, que le consultaba al hombre si deseaba una vasija con agua.
—Dile a la niña que salga de aquí. ¡Fuera! —dijo el hombre mayor.
—Usa unas ropas muy extrañas padre, quizá es un dios jugándonos una broma.
—No digas estupideces —dijo el otro hermano—. Es un pobre viejo.
—Pero mira ese collar que tiene. Es evidente que no es de aquí, y si no es de aquí ha de ser un mago.
—Ya no quedan hombres más allá del desierto.
—Dejen de hablar idioteces y traigan algo de comer —ordenó el padre, interrumpiendo la discusión de ambos.
La dulce voz de una niña llamó la atención del profeta.
— ¿Que le ha pasado, papa? Está todo quemado por el sol. ¿Cómo pudo un anciano sobrevivir por las llanuras solo?
—Quizá su caballo murió hija mía. Ahora quiero que salgan, ¡largo de aquí todos!
Escuchó como los muchachos salían del cuarto a paso apresurado y maldiciendo. «Un mago» sí, definitivamente eso era para esta gente inculta. Pronto les mostraría el futuro y los tendría comiendo de la palma de su mano. Serían un medio para un fin.
Cuando quedaron a solas, pasados unos minutos, el padre de familia le mojó el rostro y lo movió con afán de despertarlo.
—Despierte, anciano, despierte. Ya está a salvo.
El profeta abrió los ojos.
— ¿Dónde estoy?
— ¿No lo sabe? En las planicies de Mor, más allá del eterno desierto. ¿De dónde viene usted?
—Le diré, pero deme algo de comer por favor, hace días que no como nada —suplicó el profeta.
El hombre lo observó con suma desconfianza. Enseguida añadió:
—Mi mujer está preparando algo en este momento. Responda, por favor. No puedo confiar en usted, que se ha aparecido aquí de la nada. No sé qué clase de mal podría traerle a mi familia.
—Vengo de las tierras prósperas, más allá del desierto. Y no traigo mal alguno. Soy un sabio de aquellas tierras y he venido aquí con una misión, compartir mis conocimientos para el bienestar de los hombres.
—Usted miente. Hace años que nadie cruza el desierto, es infinito.
—No miento —dijo el profeta con seriedad—. No me ha sido fácil, pues lo hice sin montura pero...
—Sin montura dice. ¿Usted me está tomando por tonto? —lo interrumpió el hombre, ofuscado.
—Mire mis ropas, las sedas. Mire mi colgante. Dígame si alguna vez en su vida vio algo como esto.
Incrédulo, el hombre tocó las sedas azules, las cuales tenían pequeños y finos grabados en dorado. Vio en detalle el extraño talismán que portaba aquel forastero. Jamás en su vida había visto una reliquia semejante. Un metal plateado rodeaba los extremos de un cilindro de cristal. En el extremo inferior había una pequeña pirámide, también de metal, con muchas ranuras caladas en su superficie. En el extremo superior se había unido una cadena, que resultaba ajena a la manufactura original. Dentro del cilindro, había un líquido verde. El cilindro tenía un dibujo muy peculiar. Un trébol negro sobre un fondo amarillo.
Al notar un cambió en el semblante del campesino, el profeta agregó:
—Se lo dije. No soy de por aquí. Tome mi mano, le mostraré cosas maravillosas. Verá a través del tiempo, un atisbo del porvenir.
El profeta extendió la mano y el granjero dudó un segundo. Acto seguido, la estrechó.
Horas después toda la familia estaba reunida en la mesa, en torno al visitante lejano. Se había servido lo mejor de la cosecha, e incluso se había sacrificado al único cerdo que quedaba. Ya nadie preguntaba nada. Por orden del padre, cada miembro de la familia había visto los asombrosos augurios que portaba el mensajero de la nueva era.
El forastero comía con premura, voraz. Entre bocado y bocado, daba muestras de deleite.
El resto de los comensales no había probado migaja. Todos observaban admirados al invitado como si aguardaran algo. Este, al notar el embotamiento de sus anfitriones, dejó de comer y golpeó dos veces la mesa con sus nudillos.
—Espabilen —ordenó—. No quiero que me dejen comiendo solo.
Como por arte de magia, cada miembro de la familia salió del trance en el que estaba y comenzaron a hablar entre ellos y a tomar las bandejas y llenar los platos, como si el profeta no se encontrará allí, sentado en la cabecera de la mesa. El padre y los dos mayores ya habían comenzado a sucumbir. Estaban muy pálidos y se notaba un brillo febril y aceitoso en sus ojos. Cada tanto, decían alguna que otra incoherencia.
El mesías notó también, la lujuria con la cual el más joven de los hermanos observaba a su hermana, y que la madre no era ajena a nada de esto. Incluso la mujer lo miraba a él cada tanto, en un gran esfuerzo mental. Había un miedo muy primigenio en ella que pujaba por desvanecer su dominio. No lo lograría. Se quedaría un día más como mucho, pues tenía otras necesidades que saciar. Tomaría a la jovencita que era muy hermosa. Luego los dejaría a todos librados al azar. Para ser más específico, al azar de los más bajos instintos de cada uno. Se levantó de su asiento y el aire se electrificó. Su preciado talismán dio un breve destello, todos los allí presentes callaron abruptamente y se quedaron muy quietos, como al comienzo. La joven se puso de pie y se quitó su vestido, dejándolo caer al suelo. La madre levantó una mano en dirección a su hija, pero pronto desistió. El más joven de los tres muchachos parecía a punto de saltar sobre la mesa. El mesías sonreía, ufanándose. Ejerció mayor control sobre el muchacho, mientras su hermana desnuda rodeaba la mesa y caminaba en dirección a su amo. Cuando llegó hasta él, le apretó una de sus nalgas y le dijo:
—Ven conmigo, quiero saber más sobre el cráneo de hierro.
—Sí, mi maestro —respondió la joven, con voz queda.
Se la llevó a la habitación mientras conversaban. Dejó al resto de la familia libre, pero confundida y sumida en sus más profundos temores. Ante la involución del hombre, tan sólo podía sobrevenir el caos.
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