
Capítulo 9
M: Sebastián Yatra - Cómo mirarte.
La madre de Raúl murió cuando él tenía alrededor de trece años: ya de adulto, no le gustaba recordar la forma en la que su padre se había refugiado en el alcohol para compensar su soledad. El mejor amigo de César solía pensar que había sido una actitud cobarde de parte de su progenitor y, aunque lo había inscrito en un colegio de primera categoría, a donde solo podían asistir varones, le tenía muchísimo rencor al señor Montesinos a causa de ello.
Para él, había sido una manera implícita de abandonarlo. Al igual que si lo hubiera dejado en un orfanato o con algún familiar solo pagando los gastos básicos para su crecimiento. Con eso Raúl sintió que su padre se había deshecho de él: porque luego de internarlo nunca lo vio más que para recibir dinero o hacerse el uno al otro preguntas tontas. El dinero llegaba sin más, pero con el tiempo padre e hijo habían terminado siendo extraños.
Eso sí, Raúl había reconocido que, de no ser por eso, nunca habría conocido a César en el noveno grado. Desde entonces eran inseparables y el madrileño se jactaba de ser la única persona en el mundo que conocía a diestra y siniestra las manías del Marqués.
Observó a Alison a su lado. La chica llevaba una coleta alta. Su piel blanca destellaba con el alumbrado del restaurante y sus ojos azules hacían contraste con el resto de su vestuario. Ella misma había elegido el lugar donde se encontraban, para celebrar su graduación y su próximo ingreso a la universidad, César leía el menú con el ceño fruncido y Ana se encontraba inspeccionando el sitio con delicadeza: como si estuviera tanteando el entorno, por los reporteros que a veces les hacían preguntas imprudentes en los momentos menos indicados.
—¿Ya sabes qué vas a pedir? —cuestionó César, mientras inclinaba un poco la cabeza hacia el lado de Ana—. A mí no se me antoja nada —se quejó, con gesto de fastidio.
Raúl escrutó los rasgos finos de la mujer, los ojos verdes y el vestido blanco que delineaba su figura con elegancia. El escote que llevaba a la altura de los senos era ligero, pero que probablemente enloquecería a cualquiera, y en ese momento, el español percibió que quien estaba perdiendo la cabeza con la belleza de la viuda de Emilio era César. No habían peleado durante la graduación de Allison, en cambio, se habían presentado como el resto de una familia respetable.
Quizás lo habían acordado, se imaginó Raúl.
—Lo mejor de este lugar es el pollo —señaló Ana, con voz tranquila.
César bajó la carta como respuesta, resignado a pedir lo mismo que su cuñada.
Raúl recordó cómo su amigo se había molestado cuando supo que su hermana menor asistiría al CAMEE, un colegio privado en Guadalajara, pero no de los que el Marqués consideraba adecuados. Ella, sin embargo, lo había elegido por su mejor amiga: los padres de ésta habían perdido mucho dinero y fue ahí a donde enviaron a su hija, siendo seguida por la pequeña Medinaceli.
Un mesero se acercó a ellos y tomó la orden para retirarse ipso facto. En menos de lo esperado estaban cenando, por lo que se marcó un silencio prudente con el único sonido musical de los cubiertos contra la cerámica de sus platos.
—Y, entonces, ¿cuándo nos vamos? —habló Raúl, esperando no romper el tranquilo momento que disfrutaban como gente normal.
En realidad, se había arrepentido de inmediato de decir tal cosa, pues había sido un mero impulso ocasionado por los nervios; pero era tarde para retractarse, así que se limitó a engullir aparentando ignorancia. Alison y Ana miraron a César simultáneamente. La primera decepcionada y la segunda confundida. ¿Qué rayos era eso? Se preguntó. El Marqués clavó la mirada en su amigo, esperando que se diera cuenta de que ese era un tema impreciso para el comedor de un restaurante.
—Aún no lo sé —zanjó.
En la garganta a Analey se la atoraron varias preguntas. Ninguna importante o que mereciera la pena. Mientras veía su plato, todavía con unas cuantas palabras ahogadas en la boca, se imaginó que ese día tendría que llegar aunque se viera obvio que César no quería aceptarlo delante de ellas.
Cobarde. Alison pensaba que su hermano se estaba portando como tal. Cuando trajeron la cuenta y lo miró pagar, notó la tensión fluyendo en sus facciones, en cada movimiento; no le extrañaba, no obstante.
Se pusieron de pie y ella se acercó a Ana para tomar su brazo. En el pasillo había unas cuantas mesas adornadas de forma poco más modesta, pero el lugar a pesar de ser concurrido ese día no estaba muy abarrotado. En mitad de la semana no era cuando más ocupados estaban, y era martes, así que por eso Alison había decidido ir a ese sitio.
No era su favorito, pero sabía de antemano que, si César y Ana peleaban, de cualquier cosa por ínfima que fuera ésta, la noche terminaría apagada como se apaga la luz cuando cae la noche sobre la tierra. Suspiró, viendo cómo no era capaz de superar aquello o era, quizás, que la situación la superaba a ella misma.
Hubiese querido saber de qué manera serles más útil; pero con los exámenes finales y el de admisión que tenía para estudiar en Madrid, no le alcanzaba el tiempo. Estaba hastiada, se creyó lo suficiente cansada como para soportar que ni César ni Ana desearan estar al lado del otro.
O más bien, la fastidiaba que se esforzaran tanto en aparentarlo.
—¿Ana? —Escucharon una voz a sus espaldas, cuando esperaban al chofer en la salida del restaurante y ambas mujeres se giraron con un dejo de extrañeza dibujado en los rostros.
La aludida sonrió cuando en sus ojos tuvo vista de un viejo amigo. El hombre, atractivo e imponente, se acercó sin un titubeo. La tomó por los hombros, de ambos lados y la besó en ambas mejillas. Analey respondía por lo tanto con una sonrisa en los labios.
César lo vio y de inmediato pudo reconocerlo: se trataba de un empresario de menor categoría, a quien, de vez en cuando, había visto en las revistas de negocios mexicanas. Lo observó de arriba a abajo con mucho cuidado y no le pasó desapercibida la forma introspectiva en la que recorría con los ojos la figura de Ana, que en ese momento se reía de quién sabía qué cosas.
Algo titiló en sus venas, como una cadena que parecía atarlo a la casa. Él sabía que, con Alison estudiando en Madrid, ya no tenía nada que hacer en México. Pero no se lo podía decir a nadie sin conseguir ser víctima del oprobio.
A esas alturas, sin embargo, César estaba más que convencido de que, su estadía allí, no solo tenía que ver con los secretos que rondaban la muerte de su hermano, sino que referían más bien al bienestar de Ana.
Raúl vislumbró en los ojos del Marqués aquel rasgo de su persona que él había creído extinto. La añoranza vibraba en toda la fisonomía de César, y él no podía ayudarlo. Él mismo tenía que aceptar, por mucho que le pesara, que sentía algo, mínimo o máximo en su corazón, pero que lo sentía.
Ana despidió a Octavio, su amigo, minutos después mientras ellos aguardaban, tras haberse presentado.
Cuando entró en el auto, y se sentó a un lado de su cuñada, César tenía la mirada clavada en la calle aledaña al estacionamiento; estaba gobernando un silencio atroz del que se creyó culpable.
Poco después a Raúl lo dejaron afuera de su edificio, a donde rentaba un departamento desde hacía unos meses, desde que César le había dicho que se quedarían un poco más. Vio avanzar al auto en dirección frontal de su calle y suspiró antes de entrar por el portón de acero.
César no esperó a que su hermana y cuñada bajaran del auto: apenas estacionó el chofer fuera del porche en la casa, éste bajó en vano, pues el Marqués no permitió ni siquiera que se le fuera abierta la puerta. Alison puso los pies en las escaleras y sintió un repentino frío en el cuerpo. Se abrazó a sí misma y esforzó sus piernas para subir los peldaños de concreto hacia la entrada, consciente de la actitud de su hermano.
Ana guardó un silencio que, si bien no era esperado, sí resultaba prudente. El recibidor de la casa estaba sumergido en la oscuridad, como siempre. La mujer se despidió de su cuñada y se dirigió sobre la escalinata para ir a su habitación.
La más pequeña de los Medinaceli dejó su bolsita de mano en uno de los enormes sofás que adornaban la sala. Apresuró el paso hacia el despacho y dio un portazo al entrar. La estridencia del golpe sacó a César de sus cavilaciones. Se giró y observó a su hermana, quien lo veía con un dejo de ira en el rostro: justo como si hubiera hecho algo malo y él ni se hubiese percatado de ello.
—¿Ya no tocas antes de entrar? —Se había quitado el saco y el cuello de su camisa estaba libre de corbata. Allison sacudió la cabeza, irónica, y se revolvió el cabello del flequillo—. ¿Qué necesitas?
Miró en derredor. Hacía demasiado tiempo que no entraba en ese lugar, en el que tenía los vagos recuerdos de ir a con su padre: solía sentarse en su regazo mientras él leía cosas de negocios, por las cuales a veces fingía interés con tal te permanecer ahí. Parecía que, su fantasma, continuaba en ese lugar de aspecto antiguo; casi podía oler el aroma del tabaco, y de su loción.
La gente decía que César era idéntico al antiguo Marqués; en modales y escepticismo, sobre todo. Por eso Alison suspiró, cansada y se obligó a mantener una postura tranquila a pesar de que se hallaba furiosa con su hermano.
Sin embargo, ahora que era mayor, no estaba dispuesta a ser excluida. Emilio le había dicho, cuando era pequeña, que poco a poco entendería los misterios de la vida: pero no entendía por qué César actuaba como un tonto cada vez que Ana se le ponía al frente. Era como si, su cerebro, funcionara de manera rara y lenta si las cosas se acaloraban un poco.
Ella sabía, no obstante, que la actuación de su hermano tenía un límite antes de ser demasiado obvia.
—¿Y esa escena de allá? —preguntó, consciente de que estaba jugando con fuego.
El Marqués frunció el ceño y sopesó las posibilidades que tenía de responder o no hacerlo. Alison lo miraba con un aire parecido al que veía frente al espejo por aquellos días: un aire de confusión, de anhelo y de recelo.
—No sé de qué me hablas —mintió al fin.
Alison sonrió, pero en sus facciones no estaba dibujado un semblante que demostrara diversión, sino todo lo contrario.
—Me estás jodiendo, ¿no? —dijo ella.
—¿Perdón? —la advirtió César, sin conseguir que el semblante de la chica cambiara de expresión; seguía observándolo con exigencia, como si quisiera exprimirle una información que ella ya sabía.
—Lo que oíste —lo acusó. Como no podía defenderse en ese instante, César prefirió guardar silencio; Alison continuó—: Me permito recordarte que el marido de Ana falleció, y que ella tiene todo el derecho de rehacer su vida con otro.
La muchacha se quedó, pensativa, admirando el cómo su hermano saboreaba sus palabras y se arrellanaba en su asiento.
—¿Cuándo vas a aceptar que, si no te has ido, es por Ana y no por Emilio? —refunfuñó ella.
—En caso de tener algo qué aceptar —dijo César, reticente—. No te daría ni jota de explicaciones. Hay algo que se llama vida privada, Alison. Sé que puedes comprenderlo.
Había un mundo de diferencias entre los ademanes de César y de Emilio; el primero, con inclinaciones hacia lo tradicional, parecía no confiar ni en su sombra, por lo que, los desdenes, eran comunes si estabas a su alrededor. Pero Emilio había sido tan espontaneo que incluso saberlo molesto era una cosa sencilla, no de dar miedo, como sí pasaba con César.
—Es verdad—susurró—, pero hazte un favor, César —Dio un par de pasos al frente. Después dijo—: Si te vas a poner celoso de cada hombre que se le acerque, al menos deberías tener los pantalones de hacer algo al respecto. —César se mantuvo inescrutable, sin mostrar alguna emoción. La joven lo miraba, enojada y, después, tras no recibir respuesta, añadió—: Se merece a un hombre que la quiera. Y puede ser Octavio —Alison sonrió otra vez, cruzándose de brazos y dándose media vuelta sobre los talones—. O tú —le espetó por encima del hombro, para irse.
No cerró la puerta al marcharse y, el Marqués, todavía confundido por las palabras de su hermana, dio zancadas hasta llegar al umbral y cerrar con un empujón. Recargó la frente en la madera y cerró los párpados, cuya piel se sentía pesada. Las mejillas le ardían. Se imaginó que era impotencia, pero luego, mientras sonreía y se dejaba caer de espaldas en el sofá grande de la oficina, concluyó que era su propia idiotez mezclada con algún problema mental.
Se talló con ambas manos el rostro, dejó una palma cubriendo sus ojos y se cargó los pulmones de aire que se sintió más frío que de costumbre. Cada una de sus extremidades estaba entumecida, al tiempo que su corazón latía, furioso, contra su caja torácica.
Le latía porque sabía que Alison tenía razón; la sensación de entendimiento no le gustó más de lo que lo hacía el estar guardando una verdad que le calaba en los músculos, como si ya no le cupiera allí.
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