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Capítulo 8




M: Shakira - Día de enero. 



¿Ellos se preguntaban cómo se sentía?

Allison creyó que no. En efecto, vivía con dos "adultos" y la mayor parte del tiempo, cuando estaban en el mismo espacio y ella estaba presente, se sentía marginada: como si no encajara. Cenaban todos los días, al terminar su jornada de trabajo, llegaban prácticamente al mismo tiempo, en ocasiones en el mismo auto, otras por separado, pero al final, ni siquiera se dirigían la palabra.

La menor de los Medinaceli se esforzaba, de veras que lo hacía; quería que llevaran la fiesta en paz, que, en esa casa construida por su padre, reinara la armonía; o que al menos una vez, solo una, no discutieran por cosas que a la chica de dieciocho años siempre se le antojaban estúpidas. Ni el aire altanero de César ni el carácter mezquino de Ana ayudaban.

Habían transcurrido ya casi dos meses desde el fallecimiento de Emilio: a Ana, su cuñada, se la veía cada vez más repuesta. En el exterior gozaba de una salud deslumbrante, un rostro sin ojeras, cabello radiante y los ojos tan peculiares que radiaban energía y juventud. Sin embargo, cuando Allison la encontraba sola, absorta en sus cavilaciones, estaba completamente segura de que recordaba.

Ella permanecía en silencio hasta que Analey se daba cuenta de su presencia.

En cuanto a la empresa, César tenía todo bajo control; junto con lo que esto significaba, el testamento no hecho de su hermano, los derechos de la empresa, la parte de la casa que le correspondía a Ana. Con eso, su hermana menor se sentía orgullosa, por saberlo capaz de afrontar todo, por dejar cualquier cosa trabajando casi a la perfección si se lo proponía.

Era una lástima que no aplicara esa filosofía en su vida.

Allison picó con el tenedor un pedazo de carne, lo levantó con la mano y estuvo a punto de llevarlo a su boca. Escuchó a Raúl, mejor amigo de César, reír ante un comentario hecho por el mismo Marqués: Raúl era el único que podía burlarse de la forma absurda en la que César y Ana reñían por cualquier cosa.

Era, de cierto modo, como si estuviesen intentando hacer demasiado obvio que se odiaban; y cuando las cosas se mostraban así de evidentes, parecían una pantalla que se colocaba solo para no mostrar lo que había dentro. Al principio, se alivió de no estar sola con ese par otra noche, pero la incomodidad estaba ganándole. El español no era más consolador en la situación, ni tampoco lograba callar a su amigo.

Paulatinamente fue recordando las veces en las que había incurrido en una falta, alguna desobediencia cuando más chica; porque eso que le estaba pasando no podía ser más que un castigo. También, para su desgracia, se acordó de que pronto iba a graduarse e ir con ellos ya no era una idea tan atractiva.

—Mañana hay una junta de concejo —dijo César y levantó una copa servida con agua.

Allison alzó la vista, miró primero a César, luego a Ana y después volvió los ojos a su plato, el cual estaba prácticamente entero. De pronto, no tenía más apetito, así que bebió de su vino, cuya cosecha desconocía, pero que por la amargura e inconformismo del momento le supo a simple vino de mesa.

—¿Tengo que ir? —inquirió Analey con una ceja enarcada hacia el Marqués. Éste, mostrando el semblante normal de descontento, asintió.

Allison se preguntó por qué su cuñada, casi hermana, se empeñaba tanto en llevarle a Medinaceli la contraria.

—Tendrás que hacerte cargo tu misma de la empresa muy pronto. Entonces... sí, tienes qué. —Allison suspiró, agradecida de que César no tomara en cuenta el tono de Ana. Parecía, a sus ojos, que lo quería provocar.

Continuaron engullendo lento, sin mostrar interés en algún tema. Raúl hablaba de bienes raíces, de la compra inoportuna de inmuebles, de la caída de la bolsa, los gasolinazos en México y en cómo esto conseguía afectarlos en última instancia. Por primera vez en mucho tiempo, César se entretuvo en una plática con su amigo y Analey, sin que pronto terminaran peleando, como se estaba volviendo su costumbre.

La rubia jugaba con un pedazo de ensalada en su plato, pasándolo de lado a lado en la extensión de cerámica. Se oyó el timbre de la casa y ellos permanecieron en silencio, hasta que Lulú se presentó en el comedor:

—Ana: es Óscar —dijo la mujer y observó en derredor.

El salón estaba adornado por colores dorados. Un candelabro brillaba, pendiendo del techo, con cristales en forma de estalactitas, cuyos picos se perdían por la luz que conseguía atenuar su trasparencia. Aun de lejos era perceptible el ligero movimiento que las cortinas enormes hacían, a causa del viento que se colaba por la rendija, únicamente abierta de la ventana estilo colonial.

El comedor tenía sillas como para albergar a un batallón; su material era de color caoba, pulcro y barnizado. Sin embargo, pese a toda la elegancia del lugar, se respiraba por esos días aire lleno de angustia. No era como cuando Lulú había recién comenzado en esa casa, que las risas de los niños Medinaceli embriagaban a cualquiera de felicidad, aunque fuese una ajena.

Ana se puso de pie con una mueca de fastidio y a regañadientes se fue con rumbo a la estancia. El Marqués, con el ceño fruncido y los labios apretados en una línea delgada, la miró con detenimiento hasta que la joven se perdió camino del pasillo.

—¿Quién es Óscar? —quiso saber Raúl, quien mantuvo la vista fija en su amigo y quien, al mismo tiempo, agachó la cabeza junto con la mirada hacia su plato.

Sonrió, esperando todavía la respuesta y sintiendo en el interior un pequeño triunfo.

—Su hermano —respondió Allison, una careta de extrañeza plantada en el rostro.

—Ahora que lo pienso ni él ni Augusto estuvieron en el funeral —aludió César, fingiendo poco interés.

Allison se encogió de hombros y Raúl negó con la cabeza.

—Viven en Italia, ¿no? —dijo, luego de unos segundos, el español.

—Cualquier avión te trae hasta aquí en menos de veinte horas —exclamó César.

Hubiera querido decir lo que él pesaba de eso, pero se pensó un hipócrita. Porque quién era él para juzgar a la familia de Ana siendo que había cometido el mismo error.

—Ellos están distanciados desde que Ana se casó con Emilio —repuso Allison, mirando a su hermano con aprensión.

César suspiró, apenado por la casualidad. Hacía poco que en sus decisiones estaba no mostrar más de lo que debía, pero le resultaba inútil. Ana, con su carácter arisco, denotando siempre desconfianza hacia él, solo provocaba que sintiera una extraña curiosidad por sus ademanes.

Se dijo, como hacía por aquellos días, que estaba frente a frente con el límite de la decencia. Y que no debía pasarlo.



El pasillo estaba oculto bajo una leve sombra: habían un par de lámparas, pero Lulú siempre mantenía ese corredor en un tono lúgubre, que a veces se le antojaba siniestro. Y en ese instante, al tiempo que se acercaba a su hermano y sus memorias con respecto a él volvían, trayendo consigo lo terrible que fue su situación familiar, el lugar, antes lleno de vida, parecía el mismo sepulcro donde meses atrás habían sepultado a Emilio.

Se detuvo justo en el arco gigante que daba entrada a la sala de estar. Óscar, su hermano, que era un poco más alto que ella, estaba de espaldas, quizás observando las piezas de arte moderno que había repartidas en las paredes o tal vez viendo sin ánimo el resto de la decoración: lo cierto era que no le importaba. No le interesaba nada de su familia si lo único que querían era restregarle en la cara su pérdida.

Óscar tenía en el estómago un sentimiento de congoja; era algo desconocido, o más bien, que no le sucedía a menudo. Para entonces solo lograba compararlo a cuando la muerte de su madre, pero él mismo se decía que no era ni siquiera similar. No podía evitar el estar nervioso, ni que las manos le sudaran: Ana era su única hermana, aquella a la que no veía nunca y a la que siempre, aunque no lo dijera, había extrañado.

Se dio media vuelta cuando en el espacio del living flotó un olor a jazmines. Y Óscar sabía reconocer muy bien la esencia de Ana. Se acordó de cuando eran niños; él siempre había deseado que la mujer con la que fuese a compartir su vida tuviera una presencia así: brillante, que cuando no estuviera hiciera falta y que cuando se fuera, resultara incluso doloroso.

Ojalá que ella no fuera tan parecida a su madre, pensaba, porque cuando la tuvo enfrente, luciendo hermosa, bien vestida y... altiva, se sintió orgulloso: la pena lo embargó porque su hermana había alcanzado la realización sola. Ni él ni su padre la habían apoyado tras necesitarlos y los resultados, aunque favorables, le lastimaron.

—Ana... —escuchó la voz grave de su hermano mayor.

Otra persona lo habría abrazado, quizás le habría extendido la mano o tal vez regalado un beso en la mejilla. Ana recargó la cadera en el borde de un sofá, cruzó las manos sobre el pecho y escrutó las facciones de Óscar, que la miraba sin saber qué decir o cómo comenzar a hacerlo. Era apuesto, tan regio y altanero como su padre, y como, en el fondo, sabía que era ella también.

—¿Qué haces aquí, Óscar? —inquirió.

La última vez que se habían visto había sido, y por casualidad en un evento de la cámara de comercio, hacía casi dos años.

—Solo... —Miró a los lados y se percató de la soledad en la casa, una que era bastante familiar en su vida.

Ana parecía poco amistosa, pero él presentía que el recelo que desprendía su figura no se debía al descontento que era muy probable que su presencia le estaba dando.

—Ajá... —lo urgió ella.

El aire, de pronto, se había comprimido; sus pulmones succionaban en búsqueda de más oxígeno.

Luego recordó para qué estaba allí.

—No sé por qué vine, realmente —dijo. Ana sonrió.

Y ese era el verdadero Óscar.

—Padre quería asegurarse de que no necesitaras ayuda con...

—¿La empresa? —lo interrumpió, con sorna—. Debí suponerlo —Óscar miró hacia los lados, buscando huir de la recriminación en la mirada de su hermana. Por último, terminó tragando saliva y observándola con rigor—. Dile que no se preocupe por mí. Mi cuñado se está encargando de todo.

El hombre frunció el entrecejo, agachó la cabeza antes de volver a hablar:

—¿César? —preguntó, confundido y a la vez encolerizado—. ¿Sigue aquí?

Ana asintió.




Allison era muy parecida a Raúl en el carácter vivaracho, y éste, entre plática y plática, le había sugerido salir para que ella le mostrara lugares bonitos de México: la chica aceptó encantada y ambos dejaron a César en el comedor, firmando documentos referentes de la empresa en Madrid.

Antes de volver, el Marqués ya había olvidado lo que era la ansiedad. La desesperación era su más acérrima enemiga: no como la soledad, que poco a poco se había convertido, a partes iguales, en su confidente y su verdugo. Se puso de pie, todavía con el estómago quemándole por los nervios que le azotaban el cuerpo como látigos.

Cerró el maletín frente a él y se internó en el pasillo. Bien hubiera podido cruzarlo hasta las escaleras sin perturbar la conversación de su cuñada, pero cuando se encontró a unos pasos del umbral, la voz de Óscar y la manera en la que Ana se dirigía hacia él le causaron tanto desconcierto que no avanzó más. Recargó un hombro en la pared y se metió las manos en los bolsillos.

—¿Y te piensas que no va a quedarse con todo? —decía el hermano de Ana.

César no pudo evitar verse a sí mismo en ese hombre.

—No me casé con Emilio por su dinero, obviamente —refutó Ana—. Si César quiere todo, pues no me importa.

—Debería —replicó Óscar—. ¿No te preocupa quedarte sin nada?

En los labios de Analey se dibujó una sonrisa. Seguía, a pesar de los años transcurridos, del tiempo perdido y del dolor otorgado, creyendo imposible que su familia no dejara de ser tan...

—Mi marido se murió y a ustedes lo único que les importa es la herencia —Se irguió, le dio la espalda a su hermano y agregó—: Puedes pensar lo que tú quieras de César, pero te aseguro, en mi idioma, que a él le importa un comino el dinero. Tiene el triple que tú y mi padre juntos, ¿por qué querría lo de Emilio?

El joven Balbanera se apretó con los dedos el puente de la nariz. No quería reprochar nada, pero en el mundo empresarial, César tenía fama de despiadado, y aunque la gente lo tachaba de honorable, a él no le inspiraba ninguna confianza.

—Piénsalo: ¿por qué te ayudaría a cambio de nada? —le espetó Óscar, todavía mostrando la peor de sus facetas.

—Sus razones tendrá. —Ana le sostuvo la mirada al volver para encararlo y sintió cómo la amargura de la ira subía desde su estómago.

—No te involucraste sentimentalmente con él, ¿verdad? —masculló el hombre, ladeó la cabeza hacia un lado y arrugó ambas cejas.

Ana quería responder. Sí que quería hacerlo, pero allí mismo no dio con ninguna cosa que pudiera expresar cuánto odiaba la manera en la que su familia hacía de todo una cosa horrenda y repugnante.

—Estamos muy involucrados sentimentalmente —sonrió, y al tiempo que se cruzaba de brazos dijo—: Perdimos a la misma persona y ya no la podemos recuperar.

Cuando César entró en la sala, decidido a poner un alto, el rostro de Óscar sufrió un cambio repentino. Mostró una sonrisa que el Marqués supo de inmediato que estaba forzada.

—Marqués —Estiró su mano y el aludido le respondió con un apretón firme.

A Óscar Balbanera, aunque no dijera nada, el gesto le pareció una advertencia.

—César está bien —contestó al saludo y miró por el rabillo del ojo a su cuñada.

Ana no sabía qué pensar. Lo primero que la atosigó fue la vergüenza de que César hubiese escuchado la plática: sin embargo, aunque estaba apenada, se obligó a creer que Medinaceli no tenía por qué cometer un acto de tal magnitud como lo sería el dejarla en evidencia.

—Lamento mucho su pérdida —se disculpó Óscar.

César enarcó una ceja y sonrió.

—Y la de tu hermana —Por toda respuesta, el hombre solo pudo asentir.

—Piensa lo que te dije —susurró, dirigiéndose hacia Analey y sin decir nada más consiguió caminar en dirección de la salida.

Ana observó durante minutos la puerta del despacho, a donde el Marqués se había ido apenas irse óscar. La idea que le danzaba en la cabeza tenía un regusto a prohibido.

Cruzó la estancia hasta la puerta de la gran biblioteca que al mismo tiempo era una oficina. Cómoda y quizás el lugar más tranquilo de la casa. Era ahí donde, de forma extraña, se respiraba el olor que debe tener un hogar. No podía dejar de creer que el cambio en la atmósfera era gracias a César.

Se asomó al interior y no lo vio, pero decidió no declinar a pesar de que las piernas le temblaban. Más al fondo, donde estaban un par de ventanales que daban vista a los jardines traseros, César se encontraba con la espalda recargada en un parapeto hecho de un material similar al mármol.

—¿Fumas? —preguntó ella, mientras se aproximaba a él.

El Marqués, que había tenido los ojos cerrados, como absorbiendo el momento y el humo que su cigarro desperdigaba en el aire, dio una calada y sacudió la cabeza.

—El estrés —se justificó, cambiando su posición frente al parapeto.

Recargó ambos antebrazos sobre el mármol y apuntó la vista hacia la inmensidad de los jardines, que en la noche se veían puestos en una estela de misterio. Parecía una realidad alterna y, con el olor de Ana tan cerca, sin poder ser mitigado por el tabaco, sintió que se volvía loco.

Cuando ella se presionó contra el parapeto César creyó que algo no andaba bien con él. Dio otra calada al cigarrillo y dejó que el veneno entrara en sus pulmones; pese a que antes siempre conseguía controlarse, en ese instante no pudo.

—Mi familia es algo... —le espetó Ana, esbozando media sonrisa.

César permaneció en silencio, siendo sincero consigo mismo, pues pensaba que él era igual o incluso peor que los Balbanera. Vio cómo su cuñada extendía hacia él una mano y se percató del vacío que el dedo anular izquierdo de la mujer presentaba. Para él, la falta de anillos, era una cosa súper rara.

—¿Puedo? —quiso saber ella, acercando sus dedos al pitillo.

César Medinaceli supuso que tenía dos opciones: una era salir corriendo y definitivamente no era hombre de tan poco respeto. La otra era más ensordecedora, pero placentera, aun así. Frunció el ceño, enderezó la espalda y alcanzó a ver lo baja que le quedaba la mujer así, tan junto de él. Al tomar el cigarro los dedos de ambos se rozaron, y los dos, tan orgullosos y opuestos, se mantuvieron inescrutables.

Verla inhalar del mismo sitio que él fue demasiado. Demasiado para un corazón roto, otro dolido y dos corazones que se negaban a aceptar que seguían latiendo cada uno por motivos distintos.

No tenía conciencia de las piernas y el corazón le latía inhumanamente. Sus labios, ahí, justo donde él mismo los tenía: estaba maravillado. Ana, sin pudor, sin una pizca de pena, le ofreció el cigarro de vuelta, y él intentaba con todas sus fuerzas no parecer tan absorto en su imagen distorsionada con el humo.

Al saberla a su lado le nació una nueva culpa: había cosas con respecto a la muerte de Emilio que ella todavía no sabía. No podía contarle. No ahora que parecía estar superando la pérdida.

—Solo quería agradecerte —dijo ella, tras el largo silencio que se había formado—. Mejor me voy a dormir.

Antes de que pudiera marcharse, él rodeó su brazo y la hizo parar. Lo miró, curiosa.

—Yo no hago nada para mí, Ana —refutó el Marqués—. Lo de la empresa: no es por mí.

Aunque hubiera querido decir otra cosa, Ana se obligó a decir—: Ya sé. No te preocupes.

Pero César era incapaz, a esas alturas, de no preocuparse. 

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