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Capítulo 6



M: U2 - With or without you. 



Cuando soñaba algo abrumador, casi siempre era debido al cansancio o porque tenía estrés en el trabajo. Otras veces tenía sueños sin importancia, de esos que cuando despiertas no logras recordar. Analey abrió los ojos y clavó la mirada en el techo: estaba en su habitación, así que el primer impulso que la atacó fue el mirar hacia el reloj en su buró junto a la cama.

Las manecillas apuntaban a que faltaba poco para las seis de la mañana. Un fuerte dolor de cabeza punzó en sus sienes. De inmediato lo atribuyó a que no había comido nada el día anterior. Se puso de pie, caminó hasta la puerta y en cuanto giró la manija, escuchó unas voces afuera: eran César y ese amigo que había traído de Madrid.

Entrecerró la puerta, acercó su oído a la madera fría y prestó toda la atención que pudo.

—¿Cuánto tiempo? —estaba espetando Raúl en ese momento.

—Ni siquiera tengo idea —oyó decir a su cuñado—. Al menos hasta que Ana pueda hacerse cargo ella sola —La voz de César se oía apagada, como pastosa, y Ana no hizo más que atribuirlo al cansancio.

Se asomó por la abertura de la puerta y alcanzó a mirarlo; César ya no vestía su saco y las mangas de su camisa estaban remangadas hasta los codos. Un aspecto despreocupado, pero llamativo sin perder el toque frívolo que siempre cargaba y que tanto intimidaba en él.

—Si no te conociera diría que lo haces realmente por ayudarla —dijo Raúl, burlándose.

—También era la empresa de mi hermano —se defendió Medinaceli—. Y la única manera de ayudarlo a él, es ayudando a Ana.

Raúl solía pensar en César de una manera fraternal, sobre todo en esos extraños momentos cuando él se mostraba por completo: hablando de lo que era en realidad no de la máscara que desde hacía mucho tenía para con todo el mundo.

Su vida estaba llena de superficialidades, así que conocía muy bien cuándo el Marqués estaba sufriendo. Que dijera algo sobre sus sentimientos era, sin duda, una clara nota de su estado emocional.

—Mira que parece una mujer de armas tomar —analizó el español y una sonrisa se dibujó en los labios de César—. Todo mundo habla maravillas de ella: que si es inteligente, que si es un genio en el diseño gráfico; blah, blah, blah.

—¿Eso dicen? —preguntó el Marqués, fingiendo indiferencia.

Desde su sitio detrás de la puerta, Ana entornó la mirada y apretó el filo de la madera entre sus manos.

—Se le nota, además —agregó Raúl, cruzándose de brazos—. ¿No lo piensas así? Mira que Emilio tenía unos gustos...

—¿Cómo? —se escandalizó César, y su postura cambió de pronto—. Es la viuda de mi hermano...

—El que sea viuda no le quita que se bonita. ¿Todas las mexicanas son así? —insistió el madrileño, consciente de la exasperación que iluminaba las facciones de su amigo, que lo miró con recelo y frunció las cejas en consecuencia—. Ya. Lo siento. —Se llevó una mano al cabello, para alborotarlo, y dijo—: ¿Qué quieres que haga, entonces?

—Informes y valoraciones, para empezar —murmuró el Marqués, y se frotó la cara con las manos.

—¿Qué tipo de empresa es? —inquirió Raúl, ambos comenzaron a caminar hacia las escaleras.

Justo antes de que empezaran el descenso, Ana alcanzó a escuchar que César decía—: Periodística.

Se recargó en la madera de su puerta y deslizó su cuerpo hasta quedar sentada en el piso recubierto de una fina alfombra color carmín. Aunque la habitación permanecía a oscuras, veía las sombras en las esquinas y las luces que se filtraban por las persianas de la ventana.

Le era imposible intentar dormirse sabiendo lo que estaba llevándose a cabo abajo, en el jardín: Ana se preguntó, sin poder evitarlo, cuánto tardaría en sobreponerse a ese dolor, cuánto tendría que lidiar con ese sentimiento que ahora comenzaba a dividirse entre miedo y desesperación.

También se preguntó si, César, en debida de la muerte de su hermano, mejoraría su carácter para con ella.

Ana salió de la habitación y bajó las escaleras. En el fondo, esperaba no encontrarse con nadie más en ese momento. Escuchar a César hablar de la empresa le había hecho ver su situación real: estaba sola en aquel asunto. Emilio era quien llevaba la dirección y ella se había dedicado al ala creativa meramente.

Aunque había puesto capital para levantar la empresa gracias a una herencia que le había dejado su abuela, había gran parte de su vida e ilusiones almacenadas en aquel edificio. Amaba su trabajo y sin él, si lo dejaba tirado y totalmente en las manos de un hombre en el que no confiaba, entonces sí iba a quedarse sin nada.

Sin embargo, se obligó a sentir gratitud por la intención de su cuñado, aunque no fuera específicamente para ella el favor de arreglar los posibles disturbios.




Observó la estancia de su casa, sumergida en el silencio propio de la noche. Se lamió los labios y continuó el descenso. Al llegar a la sala miró con detenimiento la enorme chimenea que tenía grabado, en la parte central de sus columnas, el escudo de la familia Medinaceli: uno del que Emilio siempre había estado muy orgulloso.

La señora Lulú traía una bandeja de tazas de café vacías, y se detuvo un instante cuando la vio, tiesa, detenida y melancólica en mitad de la estancia. La conocía bien. Ana no era una mujer dependiente de nadie ni tampoco alguien a quien se le debería decir cómo sobrevivir. Y, a pesar de ello, ésa que yacía inmóvil, observando un viejo acabado en mármol, el cual limpiaba casi todos los días, ésa no era la misma de siempre.

El Marqués recargó la cabeza en la piel del sofá. Acarició una parte, como buscando la calidez de su padre: se encontraba en el viejo despacho. Tenía todo como él exactamente lo recordaba. La enorme estantería de libros, los dos sofás de piel café, lámparas de estilo victoriano y muebles del tipo rústicos. Con una mano jaló el cajoncillo frente a sus ojos, bajo la superficie del escritorio; ahí estaba la antigua caja de puros que su padre atesoraba para sus tardes de lectura. Acarició la tapa y luego levantó la vista, al tiempo que se esforzaba por ocultar la amargura en su interior. En especial el nudo gigante que se había posicionado en la parte trasera de su garganta.

Se puso de pie rápido, intentando huir del pronto regocijo de dolor que le vino al alma. Le había fallado a su padre, y eso estaba claro.

Al salir de la oficina tuvo en su vista una inmediata imagen de Ana, y se quedó observándola. Dio un par de pasos al frente y se metió ambas manos en los bolsillos del pantalón. Vio a los lados buscando a otra persona, alguien que pudiera ayudarla en caso de que ésta sufriera un colapso de nuevo.

—¿Analey? —la llamó. Ella se giró al instante de escuchar su nombre. Delgadas líneas de cansancio estaban dibujadas bajo sus ojos, a parte de una mirada sin expresión. Enarcó las cejas cuando se dio cuenta de la inspección que César estaba haciéndole a su cuerpo—. ¿Estás bien? —En el tono de él no había señal de altivez, sino que su voz sonaba aterciopelada, como si no quisiera hacer mucho ruido.

La mujer asintió, pero no dijo palabra alguna.

Hubo una mirada extraña por parte del Marqués hacia ella. Analey detuvo sus ojos verdes sobre los suyos, pensando que él quería decirle algo.

—El auto ya debe de estar listo —murmuró él, rompiendo así el silencio que se había formado.

Allison se quedó de pie en el último peldaño de la escalera y vio de un lado a otro, sin poder entender qué pasaba. El miedo se anidó en su pecho porque sabía de las rencillas que podrían resurgir entre su hermano y Ana; sin embargo, la manera extraña y desconocida en la que ambos adultos se observaban, no se asemejaba a una furiosa o recriminante.

—¿Es hora? —cuestionó a César, consiguiendo que él se volviese hacia ella.

Su gesto lívido no le pasó por alto, pero hizo como que no había visto nada.

—Vámonos.

Él dio media vuelta, abotonándose la americana y yendo hacia la puerta principal.

Las mujeres le siguieron el paso, una callada y la otra en un silencio estupefacto, preguntándose si debería preguntar a qué se debía esa guerra de miradas que aparentaban ser todo menos correctas. No al menos en ese momento.

Allison sonrió para sus adentros, porque creyó que su hermano no podía ocultar que Ana no era como él siempre había pensado. Ella, en lo personal, se encontró dispuesta a decirle que podía disculparse, de igual forma sabía que su cuñada jamás le guardaría rencor.

Raúl esperaba en el asiento copiloto del auto. Miró a su amigo y asintió, luego hizo un comentario inaudible para Ana, quien se mantuvo quieta a un lado de la menor de los Medinaceli.

—¿Estamos listos? —abrió la puerta y ambas se instalaron en el largo asiento. Después de dar unas instrucciones a los empleados, César subió al auto junto a ellas.

No tuvo tiempo para objetar el sentarse junto a Analey. Podía percibir su olor, incluso oía su respiración entrecortada. Apretó la quijada hasta conseguir que sus dientes crujieran; dirigió la mirada hacia el camino; el cielo estaba nublado y era claro que muy probablemente llovería.

Típico, pensó el Marqués.

Los movimientos leves del vehículo solo la hacían sentirse más nerviosa y un pensamiento le taladró el cerebro: dos veces en pocos minutos había escuchado la misma pregunta, que sí estaban o no listos, pero a ciencia cierta, nadie respondió afirmativamente. Solo fueron asentimientos de cabeza. Impulsos ridículos del cuerpo cuando se trata de aparentar.

No obstante, al menos de su parte, era una vil mentira. Ella no estaba lista. No quería ver de frente el futuro de Emilio. No deseaba ver la tierra ni otras lápidas. Odiaba su vida en ese pequeño instante y el vicio del ambiente no hacía sino aumentar sus ganas de esconderse.

Ni uno se dio cuenta de cuándo habían parado, solo vieron al chofer bajar del auto seguido de Raúl. Era la idea de lo que se avecinaba lo que a ambas mujeres las volvió a marear. Porque en ese acto ellas serían el centro de atención. Había reporteros esperando para poder restregarles en la cara lo que vivían, como si no fuera suficiente la escena a la que estaban por enfrentarse. O tal vez era que no se terminaban de adaptar al pensamiento de que ya nada sería como antes de morir Emilio.

No había expectativas ni algo que pudiera otorgarles un poco de calma. Ni un abrazo ni una palabra de aliento que pudiese aminorar el dolor. Y viendo de frente las gentes que los utilizarían para vender más ejemplares, se mostraron renuentes a enseñar esa parte de su familia: la fragmentada que acababa de perder a un miembro.

—No salgan hasta que yo les diga —les espetó César casi en un susurro.

Ana lo observó con cuidado cuando él bajó del automóvil e, inmediatamente, los reporteros se abalanzaron contra él, apuntando hacia su persona micrófonos, grabadoras y demás objetos utilizados por la prensa.

Después de unos minutos, los reporteros se fueron, y César les abrió la puerta para que salieran. Fue de ese modo que Ana se sintió más agradecida de no ser ella quien tuviera que dar la cara en ese instante.

Todo el paso rumbo a la tumba familiar donde se quedaría el cuerpo de Emilio, fue algo parecido al infierno para todos, en especial para César, que no dejaba de sentirse miserable. Fue caminando a la par de Ana y de Allison, sin decir palabra, perdido en sus pensamientos, y aun en aquella situación estaba pendiente de que ningún cuervo merodeara alrededor de su hermana y su cuñada.

Un sacerdote estaba junto al sepulcro. En cuanto Ana tuvo el féretro en su campo visual, listo para ser bajado a la tierra, sus pies parecieron perder energía, como si de una cuerda floja se tratara. Se sostuvo del brazo fuerte de César porque no halló a nadie más cerca que a él, y miró hacia el lado opuesto del camino. Entretanto, César, con aire impasible, la aferró con fuerza y la ayudó a desviarse hacia otro sendero. Allison, preocupada, negó con la cabeza y continuó el trayecto hacia los presentes, en compañía de Raúl.

La dejó tomar aire, pero parecía no conseguirlo. Mientras apretaba con sus palmas ambos brazos de la mujer y ella no se daba cuenta, miró de cerca sus facciones, queriendo poder compararla con una cosa común y errando por completo en el intento. Su corazón latía desbocado, como si quisiera saltarle del pecho.

Ella sentía su tacto en la piel, pero su mente estaba ajena a cualquier sonido. Especialmente si el sonido venía de César, que la miraba con atención y algo más a través de las pupilas.

—Ana —susurró el Marqués, agachándose un poco para mirarla a los ojos—. Oye... mírame —pidió él. Ella obedeció, pero apenas hacerlo, largas líneas de lágrimas resbalaron por sus mejillas. Tragó saliva lo más fuerte que pudo, esperando que el nudo que tenía en su garganta se fuera también—. Está bien —exclamó él. Ana sacudió la cabeza y negó repetidas veces, todavía abnegada en lágrimas—. Estarás bien —afirmó César.

—No tienes idea de lo que siento —masculló al fin con la voz totalmente quebrada.

César esbozó una media sonrisa y negó por su cuenta. Él ya sabía que no tenía por qué dar explicaciones sobre sus sentimientos, pero pensó que aquel era el momento correcto para hacerla entender que no hay una persona completamente sola en el mundo, aunque a veces lo parezca así.

—Te recuerdo que mi hermano es el muerto —le dijo, señalando el ataúd con el mentón.

Ana sonrió, y César supo que lo que se avecinaba no iba a gustarle nada.

—Entonces ¿los lazos sanguíneos no se rompen después de diez años?

—Puedes desquitarte conmigo si eso te hará sentir mejor —susurró él, soltándola al ver que ya podía sostenerse—. Anda.

Ella entornó los ojos, consciente de que había dicho algo incorrecto, algo que no le concernía juzgar.

—Emilio te quería mucho —suspiró, tras poner los ojos en blanco para evitar disculparse—. Me lo decía: que eras admirable.

No consiguió entender lo que significaba el sentimiento en su corazón después de oírla. César se puso ambas manos en la cadera y miró hacia el descanso de la familia. Varios de los presentes miraban hacia allá, y la concepción de que debían terminar con aquello de una vez por todas era tan certera que no le quedó de otra que asentir, aunque no estuviera de acuerdo con lo que Ana le había dicho.

A lo mejor Emilio sí lo quería, porque eran hermanos, pero de que se sintiera admirado hacia él... imposible.

—Justo ahora solo quiero irme de aquí —sonrió Ana. Se cubrió la cara con las manos y al soltarlas añadió—: Perdóname.

—Al mal paso darle prisa —musitó él.

Ana dijo que sí con la cabeza, pero se quedó en silencio contemplando la línea marcada de su rostro; la mandíbula, la barba de dos días y la manera en la que, las ojeras, hacían de su piel algo digno de ver.

Él, en cambio, mientras miraba todavía a las personas que pululaban dándole el último adiós a Emilio, sintió que no se le daba bien el charlar con alguien que representaba algo tan... extraño en su vida: nada más y nada menos que la viuda de su hermano. Luego, al mirarla recompuesta y con un gesto un poco más colorido, respiró hondo.


—Tampoco me apetece mucho el estar aquí, la verdad —se sinceró—. Así que...

—Bien —dijo Ana, enjugándose las lágrimas—. Vamos.

Con aquel César frente a ella, lo único que sentía era curiosidad. Porque allí mismo no había ningún vestigio del hombre de acero que todo mundo decía que era.

Sin pensarlo realmente, buscó mirarlo con más ahínco y fue testigo del cómo él hizo lo mismo.

—Jamás pensé que esto iba a suceder —masculló, decidida a confesar lo que tenía atorado en la boca—, pero Emilio y yo...

—Confía en mí. Ven —la interrumpió. Le extendió el brazo y ella la aceptó después de vacilar unos instantes—. Todo lo que tienes que hacer es aferrarte a mí. Si no puedo contigo, ambos nos vamos al suelo.

Ana esbozó una sonrisa que se esfumó al mirarlo de perfil. Él caminaba al tiempo que se arreglaba una de las mancuernillas. Sin embargo, la manera en la que la miraba de soslayo y esa forma sutil que tenía para evadirla, era toda la prueba que necesitaba para saber que la única persona que se sentía como ella, allí mismo, era él.

Al estar frente al ataúd, ya habiendo recorrido el camino de adoquín hasta allá, se encontraron con bastantes miradas que tenían un signo de interrogación presente. Pero, por consejo de César, concluyeron que los asuntos íntimos de los Medinaceli no tenían por qué discutirse con nadie ajeno.

Escucharon el sermón del sacerdote cada uno sentado lejos del otro, ella junto a Allison, él junto a Raúl. Después de todo, lo que los unía ya no era una persona, sino el sentimiento de ausencia que dejaba lo que había sido una persona. Por eso, y porque la gente ya se estaba preguntando qué ocurría, César no podía apartar la mirada de ella. No podía imaginarse a sí mismo diciéndole que era muy probable que su hermano la hubiera engañado con otra mujer.

En realidad, no se veía a sí mismo acabando con la imagen de esposo modelo que Ana tenía de Emilio; de modo que se planteó la idea de guardarse aquel secreto hasta que, al menos, ella hubiera superado la pérdida.

Era verdad que tenía que empezar de cero, pero no tenía que hacerlo sola. Se lo debía. A ella, a Emilio y a su padre.


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