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Capítulo 5





M: Antonio José - El arte de vivir.



La madre de César le había inculcado la creencia de que, en el cielo, había alguien que te observaba sin importar cuáles fuesen tus errores; y esa misma creencia funcionaba de manera contradictoria en algunos casos, según el punto de vista del Marqués: porque, ¿para cuál buen propósito habría de morir Emilio a sus, apenas, veintinueve años de edad? ¿Quién habría de considerar indicada esa pérdida? ¿Cómo se podía justificar un ser invisible de manera que él llegara a comprender que la muerte de su hermano había sido con un plan mucho mayor?

No. Era mejor creer que ningún destino tenía nada que ver en ello; así no le faltaba al respeto a la memoria de su madre ni se perdía en las recriminaciones religiosas que de seguro le adjudicaría un sacerdote si intentaba confesarse; había muchas cosas que César Medinaceli quería confesar, pero nadie a su alrededor parecía entender la intimidad de la culpa que rumiaba su consciencia.

Salvo Ana, al parecer.

Mientras se colocaba el saco y se miraba en el espejo, se aseguró de que su apariencia estuviese intacta. Se pasó las yemas de los dedos por el mentón, dejando que los vellos de su barba picaran con delicadeza. Necesitaba de eso, de un pellizco o quizás de un golpe para mantenerse anclado al instante; su interior era presa de millares de recuerdos, recuerdos específicos sobre todas aquellas veces que había tenido la oportunidad de redimirse y, por orgullo, no lo había hecho.

Tal vez por miedo, tal vez por cobarde. Era muy tarde para intentar comprenderlo.

Al ver a Ana en la cocina, con su apariencia rota y debilucha a pesar de la prominencia en su estatura, intentó evocar la última de sus memorias respecto de ella: era... bonita. Bonita de una forma que no le estaba permitido reconocer. Y, sin embargo, no podía parar de sacudir la cabeza con la intención de, también, sacarse la imagen de aquella mujer de la mente.

Tenía un par de ojos de un impresionante color aceituna, verdes y distantes; el cabello, negro azabache, le caía hasta la mitad de la espalda y su figura, esbelta por naturaleza, jugaba al compás con la manera en la que se movía. César se ajustó la corbata, al tiempo que apretaba los párpados y el sentimiento de tortura se clavaba en sus dos sienes.

Por fortuna, en ese momento, Raúl se asomó por el resquicio de la puerta y le hizo una seña, que no demoró en responder con un asentimiento de cabeza. Salió de la habitación dando pasos decisivos al saber para qué lo llamaba su compañero. Pero, aunque trató, no consiguió apartar el pensamiento de que, Analey, la nueva viuda, parecía igual de destrozada que él.

En las escaleras, caminando uno al lado del otro, vieron que muchos de los familiares habían salido a la parte del jardín en la que habían colocado el ataúd.

El féretro yacía bajo un toldo de color blanco, rodeado de sillas plegables y adornos de flores que perfumaban el ambiente de un aroma particular e insoportable. César deglutió saliva y, asegurándose de no titubear, tiró de las solapas de su saco; siguió el camino sin bajar la cabeza. En otra ocasión, quizás habría reparado en las miradas de sus allegados —y de los no tanto—, pero en ese instante todo lo que consiguió hacer sin mirar atrás fue mantener los ojos clavados en aquella caja de madera donde moraba su hermano. O lo que quedaba de él.

En sus dedos, cuando estuvo junto al cajón, y colocó la mano sobre el cristal que permitía ver hacia dentro, brilló el anillo que su padre le había regalado; era el emblema de su Marquesado; se trataba de una joya sencilla, de un oro puro fundido cuya cúspide llevaba grabado el escudo de armas de la casa de Alcalá de la Alameda.

Cada vez que lo veía, César evocaba a su padre diciéndole que, la familia, era lo más importante. La familia que él se había encargado de mantener desquebrajada.

Lo miró con detenimiento, y la imagen del muerto se difuminó frente a él. En su cabeza todavía rondaba la terrible noticia sobre el accidente: Emilio había fallecido en compañía de una mujer que no figuraba en las listas de empleados ni tampoco en sus conocidos cercanos. El teniente que llevaba el caso le había confirmado que, según la secretaria del susodicho, éste se encontraba de viaje en Brasil cerrando un trato que debió ser concluido desde el primer día.

Por eso mismo no podía dejar de pensar en Ana y en la humillación que sería para ella saberlo. A pesar de todo, César creía que no se merecía algo así, que ninguna mujer se merecía eso. La observó caminar en su dirección. Todo de ella, de forma nítida, era como una manera de ver la fragilidad andante. Impávido, César volvió su atención al féretro, hasta que ella se colocó con dificultad junto al ataúd. Ana tiró sus brazos alrededor de la caja y sofocó el llanto; en un instante, se rompió por completo. Era evidente que estaba deshecha y que nada podía, en ese momento, consolarla.

Como un acto reflejo, César se encontró pensando en su madre, Catalina de la Fuente: ella seguro que le hubiera dicho que todo eso tenía un porqué. Seguro que le habría dicho que aquello era una manera irascible para que tuviera algo en común con su cuñada: ahora tenían un lazo irrompible.

Bajó la vista al suelo y se percató de que las piernas de Ana estaban temblorosas; casi no podían con su peso, por lo que, instintivamente, César dio un paso hacia ella, sin acercarse del todo, aun así. La escuchó gimotear algo que no entendió. O que más bien se obligó a no oír.

Cuando se incorporó, se giró y se enfrentó con la mirada de César, Ana sintió que la realidad la golpeaba con dureza en el estómago. Puso su cabello tras las orejas e intentó seguir caminando, pero sus piernas le negaron el movimiento. El suelo comenzó a sentirse inestable y el mundo, de un momento a otro, daba vueltas.

La muerte de Emilio significaba mucho, y también lo hacía la presencia del Marqués, que le dirigía miradas llenas de frío, que le helaban la sangre y mantenían su rostro lívido, avergonzado.

Verlo ahí, frente de sí, expectante y observándola con el ceño fruncido, le provocó reflujo estomacal. Sus ojos eran hermosos, de un azul que penetraba hasta lo más profundo del alma. Sus facciones, que no había podido ver antes con mayor detalle, parecían talladas en afinidad con las demás partes de su cuerpo. Era como todo mundo decía: físicamente perfecto.

Su figura, impertérrita, no se había movido ni un centímetro aun con ella a pocos pasos. Y, de hecho, tenía una máscara de curiosidad, casi de preocupación, dibujada en la cara; cada facción en el rostro del Marqués era de incertidumbre, como si estuviera esperando a que ella dijera algo. Cualquier cosa. Pero las palabras se habían ido de su vocabulario y en ese segundo tenía la mente en blanco.

Solo quería tomar valor y preguntarle por qué demonios la odiaba tanto.

César pudo observar cómo trastabillaba antes de ponerse la mano en la coronilla de la cabeza. Le buscó la mirada, indeciso de si hacer algo o quedarse en su sitio. Ella parecía perdida.

De repente, víctima del cansancio y de la falta de alimento, Ana percibió el flaqueo en sus piernas y la manera en la que su cuerpo le traicionaba. Fue como estar sentada en un columpio que se deslizaba hacia el suelo, poco a poco, y siendo absorbida por la sensación de vértigo en su cabeza. Su alrededor parecía diminuto cada vez más, y los ruidos se habían vuelto lejanos, como un sonido chirriante y amortiguado.

César, reaccionando al reflejo de su cuerpo, acortó la distancia y sujetó sus hombros. Consciente del cómo la gente en derredor miraba hacia ellos, y cómo varios conocidos se aproximaban con pasos rápidos, ladeó la cabeza, para encontrarse con las manos de ella colocadas sobre su pecho. Ana también puso la frente allí, encima de sus propios dedos.

Él se limitó a sostenerla, mirando a su hermana con aprensión y una careta de estoicismo. Allison se hallaba detrás, esperando a que pudiera levantar la mirada.

—¿Estás bien? —preguntó él con tono monocorde.

Ana negó con la cabeza, sin levantar el rostro y volvió a romper en llanto. Aparte del nudo en la garganta y de la tristeza aguda atravesada en su corazón como una espina, estaba segura de que la presencia de César no ayudaba. No obstante, una parte de su raciocinio se había inclinado por estarle agradecida.

César era su única salida para no afrontar la muerte de Emilio sola. Con un monstruo de empresa y una familia que lo único que quería era hundirla en el oprobio.

Minutos atrás, al inclinarse sobre el ataúd, no había podido evitar preguntarle a Emilio por qué. Por qué si sabía que en esa vida ella solo lo tenía a él, se había ido de aquella manera tan repentina.

¿Cómo es que esto forma parte de un plan divino?, se preguntó, pero ni Emilio ni Dios le respondieron.

César cerró los ojos y apretó los delgados brazos de su cuñada en sus palmas. Tenía la piel suave y delicada, como la seda. Desde su cabello llegaba un olor a jazmín muy fresco, como si hubieran recién cortado las flores. Al percibirlo con mayor intensidad en sus fosas nasales, él entendió lo mal que estaba si no era capaz de separar una cosa y otra.

Gracias al cielo, Ana trató de erguirse y Allison se acercó a ella para ayudarla a volver sobre sus pasos. Él, mientras tanto, se aseguró de que llegaran a la casa y se dio la vuelta hasta que ellas se internaron. Entonces se pasó la mano por el cabello, presa del desconcierto y de la fatiga mental que les debía a los sentimientos encontrados en su pecho: no podía evitar estar enojado con Emilio, sin importar que él fuera incapaz de darse cuenta.




Jamás se imaginó que tendría que pasar por el duelo de nuevo. Estaba siendo más difícil de lo que había pensado. Y encima tenía que tolerar a su familia, sobre todo a su tío Héctor, quien laboraba en la empresa de la que Emilio era dueño. Le resultaba un ser sin escrúpulos, egoísta y pretencioso, que no se preocupada por una persona a menos que implicara un beneficio en su favor. Sus ademanes eran despreciables, deshumanizados y sin educación.

César pasó un rato entre la concurrencia, respondiendo preguntas nimias sobre su paradero a aquellos familiares que casi nunca veía.

—¿Has sabido algo de los Balbanera? —preguntó el tío Héctor, refiriéndose a la familia de Ana.

Sin poder evitar el gesto agrio que se formó en su cara, César negó muy lentamente con la cabeza y esbozó una sonrisa irónica.

—Héctor: no es el momento. Ana... —suspiró, antes de rectificar y adoptar un semblante rígido—: Era la esposa de Emilio y por derecho, si mi hermano no hizo testamento, le corresponde todo.

El hombre a su lado, cabizbajo, pero insufrible, asintió, sin mucho ánimo. César lo conocía lo suficiente como para reconocer sus manías zalameras, por lo que agregó:

—¿Tú tienes algún problema con eso?

—En lo absoluto —se rio Héctor—. Solo me preguntaba qué diría tu padre.

Tras parpadear y tragar saliva, el Marqués respiró profundo, invocando cada miligramo de paciencia en su cuerpo.

—Mi padre haría lo justo. Y lo justo es que Ana se quede con todo —dijo, con decisión.

Mirándolo de soslayo todavía, César continuó charlando con una de sus primas, hija de aquel hombre; tampoco le causó revuelvo el que, tan pronto, alguien hubiera hecho mención del dinero de su hermano, porque las aves de rapiña eran las primeras en asomar la cabeza cuando una tragedia caía encima de cualquier familia.

Entonces él recordó por qué se mantenía alejado de ciertos individuos que, aunque parientes cercanos, estaban lejos de lo que su padre hubiera considerado buenas relaciones.


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