Capítulo 43
M: Norah Jones - Come away with me.
Para Ana era una pregunta demasiado obvia. Incluso, al principio, se había sentido ofendida. Los ojos de César examinaban con cuidado cada vez que la criatura se movía en la pantalla. La mujer respiró tan profundo como sus pulmones lograron expandirse. Como un método de tranquilizarse, admiró el anillo que ahora se posaba majestuoso en su dedo. Había dicho que sí luego de derramar un par de lágrimas.
Él dijo, casi inmediatamente de ponerse de pie, porque ni sus rodillas habían podido contener la emoción, que le daría lo que quisiera. La boda que ella deseara sería, pero Ana no podía pensar en otra cosa que dormir todos los días que le quedaran a su lado y tampoco quería esperar para conocer a su bebé. En el vientre se le dibujaba una nueva vida, las marquitas en su piel eran evidentes, pero él se encargaba de llenarla de besos siempre que se veía en el espejo: lo cierto es que nunca la había visto más hermosa.
Fue en ese momento que pudo agradecer al cielo por su vida: por él, por su familia. Y en el fondo también le agradeció a Emilio, no supo por qué, pero lo creyó responsable. En cierta manera, le gustaba creer que su difunto marido estaba feliz de que ahora, tres meses después de que ella supiera la verdad, Axel viviera bajo su mismo techo y que estuviera tan encantada de tenerlo consigo. Era como si ninguno hubiera perdido a Emilio.
Pensó en la clarividencia de su familia, en lo perfecta que pensaba su verdad. Ana solía ser una mujer de decisiones firmes, una vez que se la tomaba en una certeza no había poder humano que la hiciera desistir: su primera suerte fue dejar en claro que no quería ninguna boda que le diera al mundo de qué hablar. Llamaría a su padre y hermano, harían una ceremonia privada y allí quedaría todo. Guardado en sus corazones como la vital unión de un hombre y una mujer que desde un inicio habían sido para el otro.
Habían sellado su amor con un beso producto del vértigo que hacía un tiempo no se presentaba. Ana sabía que seguía remanente a la espera de poder surgir, pero la verdad era que ya no importaba. Antes de dormirse, todas sus noches en las que ya compartía la habitación con César, le gustaba admirarlo hablar por teléfono, lo veía caminar por el cuarto hablando de negocios y dando instrucciones.
Le sonreía cuando él se percataba del escrutinio. Luego le pedía que la abrazara, la besara y la dejara sentir que entre sus brazos todo dolería menos. Algo del juicio de Morales se había filtrado y ella había respondido a la prensa sin temor alguno. Al llegar a casa le pidió a su futuro marido, al padre de su hijo, que la amara cuanto más pudiera. Era obvio que él no se iba a negar a demostrar que un error había sido suficiente. Un error que casi los lapidaba en medio de tapias imposibles de penetrar.
A César le agradaba contemplarla ensimismada. Imaginaba lo que por su cabeza estaba pasando y se embriagaba de su olor a jazmín, ese olor que lo había hechizado y del que era víctima por voluntad propia. Suspiró cuando la mujer les dijo que esperaban un niño. Ana lo miró con encarecido orgullo, las lágrimas desbordándose en su línea del párpado. Contuvo la respiración antes de que el técnico dejara la máquina en paz.
Los dejó a solas después de felicitarlos. El momento a ellos se les antojaba tan íntimo que ni siquiera querían hablar. Era una burbuja de amor que temían romper, que en dado caso, siempre estarían dispuestos a restaurar. Pero César creía que era imposible dejar de amar y admirar y añorar y desear a una mujer como Ana. Tan capaz de sí misma, tan entera. Se había convertido en su mejor aliada, en su confidente.
Y esa noche quería soñar con su futuro. Recordó una vez más lo a punto que había estado de perderla y le dolió de nuevo, solo que con menos intensidad. De pronto, mirar hacia atrás, a aquel tiempo que ya se había dispersado con las otras memorias que guardaba, ya no trepidaba su mente ni lo hacía enojar o mucho menos le provocaba culpa. Por el contrario, mirar los pasos dejados a sus espaldas, a la infinidad de experiencias adquiridas, era como acumular mayor agradecimiento por cómo se sentía en ese instante.
Luego de los últimos careos, Ana había decidido tomarle la palabra a César: no había vuelto a poner un pie en los juzgados. No porque no tuviera el valor, sino porque ver al esperpento resultaba ensordecedor, se cansaba de odiarlo, y quería fingir al menos que estaba en esa línea perpendicular de la lástima hacia él. Pero no podía conseguirlo, no todavía. La última vez que había visto a la familia había sido en los juzgados, cuando la mujer de Héctor, tía de César, se le había lanzado encima diciéndole que ella era la culpable de todo.
César no podía creerlo. Se dijo que jamás perdonaría ese tipo de ofensas, pero unas semanas después había considerado darle a Helena algo para que viviera un tiempo. Él, después de todo, seguía siendo el primogénito de su padre, un hombre tan recto como voluntarioso: le gustaba compararse con él, le gustaba que Ana le dijera que seguramente estaría muy orgulloso. También le agradaba la idea de que, quizás, en algún plano sempiterno, muy lejos de las vistas terrenales, Emilio se había reunido con papá y mamá.
Entre sus manos acarició la de Ana, más pequeña y suave. Cerró los ojos para grabar en su cabeza la imagen en la pantalla del ultrasonido. No olvidaría esa primera vez de verlo, sabiendo que era un varón. También su primogénito. No quería decirlo, pero lo tenía vuelto loco aquello. Ante los ojos de Ana, niño o niña, era la misma bendición, y él pensaba lo mismo. Salvo que bajo las creencias anacrónicas de su familia, el primogénito conseguido con el primer embarazo era una señal de buen augurio.
Lo que lo llevó a presentir cosas buenas para su vida y estaba ansioso por comenzar a vivirlas. Estaba hastiado de felicidad por llamar a Ana su mujer en toda la extensión de la palabra, que fuera la señora de esa casa nobiliaria antigua por la que ahora velaría, para el legado de sus hijos. Sus hijos en los que pensaba tanto. El pequeño Axel que hablaba vagamente de sus padres y se concentraba en hacer dibujos mientras César lo observaba.
Axel tenía los ojos grises, como Emilio y el cabello tan negro como Ana. Casi parecía un ángel. Hacía muchas preguntas y a César le gustaba responderlas. Entonces supo que un niño, con su pueril inteligencia, ilumina todo cuanto ves aunque tenga el valor más nimio. Se preguntó si su hijo tendría su mismo color de ojos, si heredaría, como había hecho su sobrino de cuatro años de su hermano, los rasgos faciales y el color de cabello.
El pequeño tenía las manías de su abuela, lo que hizo saber al Marqués quién había estado a cargo siempre de su cuidado.
El silencio matutino los absorbía, mientras cada uno imaginaba cosas futuristas. En el pecho Ana sentía un aglomerado de confusiones: miedo y felicidad al tiempo. Nunca se habría visto en ese lugar antes, mucho menos cuando las cosas habían ido tan mal con Emilio en sus últimos meses como matrimonio. La doctora volvió trayendo consigo la imagen impresa en diferentes tamaños de la ecografía.
Fue allí que se miraron a los ojos, totalmente complacidos con la proximidad del nacimiento del primogénito de la casa Medinaceli. César se irguió del asiento y aceptó la hoja que le extendía la técnico de ultrasonido. Suspiró tan profundo que creyó estar en el medio de un océano, uno que ya conocía de anteriores aflicciones. La condena de Héctor todavía no era dictada, pero, según lo que les había anticipado Julián, era muy probable que envejeciera allí.
Intentaba aliviarse con los comentarios de aliento del juez, sus abogados que en ocasiones peleaban con la prensa amarillista. Lo único que, para esos días, lograba hacerlo despabilar era que a Ana ya no le importaban esos asuntos, o al menos eso se veía por fuera. Caminaron por un corredor que dirigía hacia la parte trasera de aquellos laboratorios; César le abrió la puerta y apenas ella entró en el auto, en cuanto llegaron al parking, le hizo una seña al chofer para que no demorara.
En el interior le tomó la mano y la estrujó entre las suyas. Ana lo miró de la única forma en la que sus ojos podían ver ese rostro de facciones perfectas: todo el amor que tenía para demostrar le fluía por los poros de la piel. En su interior, admitía que nadie más podía ocupar ese lugar que César tenía ahora en su vida, que conforme su candor la bañaba por las mañanas, ella se encontraba más necesitada de sus caricias, de que sus brazos la apretaran contra su pecho.
Él no decía nada. Recargó la frente en el frío cristal de la ventanilla. Ana sonrió al admirar su movimiento, cosas como esa, se estaban haciendo parte de la habitualidad en sus actos. Ahora podía decir que lo conocía como a la palma de su mano, como conocía su propio corazón. Se habían convertido en un matrimonio mucho antes de firmar un papel certeramente.
*
Los últimos días tenía tanto miedo. Desde el nacimiento de su hijo, había un sentimiento de terror que le inundaba las venas y le corría por la sangre hasta la cabeza con la intención de causarle desasosiego. Esa tarde, cuando llegó a la casa y corrió hacia el cuarto en el que dormía el pequeño, supo que era porque había conocido un tipo de amor indescriptible. Quiso pensar que era producto de la novedad, de que una etapa comenzaba a desplegarse en su vida.
Le gustaba verlo dormir y en las noches se despertaba más preocupado que nunca. Se colocaba a un lado de la cunita y oía sus murmullos tan cerca como podía. La sensación era maravillosa, como ninguna que hubiera percibido tiempo atrás. Lulú insistía que era idéntico a él, de bebé, pero César se desmoronaba diciendo que las facciones de Ana eran bastante notorias. Ana, por otro lado, aunque no se lo decía, estaba cansada de ver en su bebito los rasgos de su ahora esposo. El mismo tono de piel, de ojos y de cabello.
Su llanto le cernía el pecho como si fuera una daga apuntillada solo para hacerla sufrir. Y ahora no podía evitar enfocarse en él tanto como sus fuerzas se lo permitían. Según había dicho, se tomaría un tiempo para cuidarlo: cosa que hacía a César más feliz que nada, aunque una parte de sí mismo no quisiera admitirlo. Ninguno de los dos pensaba un minuto en el que tuvieran paz, sobre todo si no estaban cerca del recién nacido.
Un par de meses atrás Raúl había regresado a Madrid con la intención de retomar su puesto en Alameda, al lado de Lucía, con la que tenía intenciones de formalizar. Recibió la noticia del nacimiento del nuevo integrante de la familia, sentado detrás de su escritorio: no alcanzó a identificar la emoción, la plenitud de saber que, luego del encierro definitivo de Héctor, César por fin conseguía retribuirse algo de lo mucho que durante tanto había perdido.
Fue muy sencillo cuando entendió que la felicidad no era una simple característica del ser humano que se podía adoptar, sino una habilidad más del raciocinio: nunca dejaría de haber algún problema que empañara su existencia. El español decidió, con más certeza que antes, que ese era el momento más indicado de su vida. No había por qué esperar más. Con Lucía se pusieron de acuerdo y empacaron rápidamente para visitar a los nuevos padres. Allison había vuelto con ellos también.
Al llegar a México sus ojos se encontraron con un César temeroso: que vigilaba constantemente a su bebé como si algo pudiera pasarle. Ana decía que él dejaba de dormir más que ella, incluso, y que durante la madrugada lo veía admirar el interior de la cuna con una añoranza de amor, el amor más limpio que un hombre podría sentir. Raúl se sentía orgulloso y no pudo evitar tener envidia de su mejor amigo: era padre, esposo y amigo a la vez. Tal parecía que aquel había sido su lugar siempre.
Poco antes de regresar a Madrid había conocido a la familia de Ana. El padre era un hombre impoluto, de maneras refinadas: el hermano era bastante parecido a Ana, en los modales y en características físicas. Antes de despedirse pudo preguntarle a César cómo iban las cosas. El Marqués se había tardado en responder: había dicho que nadie en sus cabales podría pedir más. Vio la sinceridad en la mirada de ese hombre al que siempre había respaldado y que a la fecha seguía considerando como indispensable en su vida, aunque ahora los separara un océano.
Mientras dejaba que Ana durmiera y se inclinaba hacia la cuna, César consiguió ver un poco del futuro que le esperaba. Cesarcito era un niño precioso, con ojos del color de su padre, solo que más tiernos; con esa particular censura que tienen las pupilas limpias de maldad. Deglutió saliva, salió con sigilo de la habitación y se dirigió al despacho: el lugar en el que lo esperaban las presencias de sus seres queridos, la familia que había perdido, pero a la que le debía tanto.
Solo entrar en la habitación lograba transportarlo a un espacio de tiempo en el que él se sentaba sobre el regazo de su padre y le leía cosas que, aunque no lo decía, no podía entender. Ahora él lo hacía con Axel y la satisfacción que le daba ser el objeto de admiración de una criatura resultaba incomparable. Recargó los antebrazos en la piedra cantera del parapeto en el despacho: el jardín trasero yacía en una calma lóbrega, cobijada por la niebla que había por aquella hora en la colonia.
Hacía más de tres años que ya no era el mismo. Lo supo cuando recordó cómo Ana había significado tanto desde que la había sostenido por primera vez. Sin embargo, una forma subrepticia que tenía para amarla más cada día que pasaba, era que ninguno de los dos tenía miedo de mencionar a Emilio. Él ya no era una memoria anodina capaz de derrumbar ilusiones como al principio: comparado con aquél vértigo por el que había besado a Ana por primera vez, Emilio siempre sería el hermano de César y el difunto esposo de Ana. No había por qué recordárselo de otro modo.
César contempló sus manos, el dedo en el que ahora llevaba la alianza de matrimonio y el anillo emblemático Medinaceli. Y pensó que un día lo llevaría su hijo, en el mismo dedo que lo habían llevado sus antepasados. La mano de Ana se colocó en su hombro, solo cubierto por una camiseta blanca. Estaba despeinada, con los ojos adornados por ojeras, producto de la falta de descanso.
—¿No puedes dormir? —quiso saber ella.
Por alguna razón César tenía ahogadas las palabras, el pecho lleno de sentimientos. La miró. Ella vio que a él se le dificultaba responder, que le era difícil explicar.
—Cuando tengamos una hija quiero llamarla Catalina —susurró, viendo hacia el jardín.
César emitió un gemidito y se irguió.
—¿Como mi madre? —preguntó él.
Ana asintió. Le tomó la mano y tiró de él para instarlo a volver a la cama.
—¿Por qué no como la tuya? —inquirió mientras subían las escaleras, las sombras de la casa como testigos.
—Bien podríamos tener dos hijas más...
Se encontró sonriendo, Ana imitó su gesto y empujó con una mano la puerta. La calidez de la habitación era incluso diferente, olía a loción de bebé, a lavanda. Pero en el aire que permanecía tibio, César bien podía distinguir el aroma único de su esposa. Aquel por el que, desde que la conoció, se había sentido hipnotizado.
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