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Capítulo 42






M: Michael Bublé - Home.







César había aprendido a lidiar con los fantasmas de su pasado, con la muerte de Emilio, pero seguía habiendo un detalle que, esa noche, aunque gran parte de sí mismo se sentía totalmente feliz, no lo dejaba dormir. Había perdido la cuenta de las veces que se repantigaba en la cama buscando una posición cómoda para sumergirse en los sueños.

Al fracasar decidió ponerse de pie e ir a tomar una ducha para probar si con eso lograba ralentizar sus sentidos embotados. Vio la silueta de Ana, que emitía suspiros conforme su dormir era más denso. En el baño trató de poner sus ideas en orden: la quincena estaba pasando tan rápido, habían tenido que ir y venir al juzgado, presentar los papeles pertinentes a Julián hasta conseguir que el anonimato les fuese concedido.

Por un momento César había respirado paz. Con tanta calma que casi olvidaba ese insistente detalle que no se iría hasta ser desvelado. Ni muerto Emilio podía decir que lo recordaba con tranquilidad, porque en su pecho se había instalado una espina adosada con veneno curtido, ensartada en una de sus arterias. Sopesó sus movimientos hasta verlos en cámara lenta, los últimos días en los que Ana estaba tan entera.

El recuerdo de su tío sonriendo frente al juez hacía unos días comenzó a invadir sus ideas, que ahora se distorsionaban cada vez más. Al principio le había resultado irrisorio todo el evento, desde sus frases idiotas, sus intentos de justificarse y todavía más, aquellas maneras absurdas de inventar abusos por parte de la familia sabiendo que se encontraba pendiendo de la cuerda floja: se le antojaba el lugar perfecto para un ser vil como él, tenía que consumar su papel de bufón frente a la sociedad de la que siempre había querido formar parte.

César desconocía los alcances de aquel corazón perverso, pero sentía que ya no tenía fuerza para averiguarlo. Habiendo acabado de ducharse se miró en el espejo, buscando en el reflejo de sus ojos, de su cabello rubio y su mentón refinado, la imagen hosca y orgullosa de Emilio, que a pesar de que lo intentaba recordar siempre estaba difuminándose y sentía que en el vasto paraje frente a sus ojos, cuando estaba solo, le decía adiós, que le aconsejaba sinceridad siempre y que le pedía perdón.

Tenía que ser sincero: no podía seguir torturándose, había un hijo en camino que ocupaba un padre firme en todos los ámbitos. Sus horas se convertirían en nada y el tiempo iría perdiendo poco a poco el sentido. Soñó con cargarlo por fin, con ver a Ana plena y resuelta, solo dándole a su hijo todo de ella. El reflejo se hacía ahora más lúcido, cobrando solo sus facciones, Emilio ya no estaba, pero ellos seguían vivos, y era el momento justo para demostrar que aprovecharía cada fragmento de su existencia para al menos intentar ser feliz.

Todavía se estaba secando el cabello cuando oyó los pasos de Ana detrás de sí. Supo que no podía esperar más.

—¿Recuerdas aquella vez, en Londres? —Ana frunció el ceño, él la veía a través del espejo: estaba recargada en la madera izquierda del marco de la puerta—. Preguntaste qué me pasaba...

—Y te dije que si me haría infeliz no quería saberlo. —César se las arregló para sacudir la cabeza.

Se giró en el mismo sitio y agachó la mirada al suelo. Ana estaba descalza a un par de metros de él, esperando. Veía la tranquilidad aflorar en su piel, en sus ojos de color verde. El cabello lo tenía suelto y caía largo de uno y otro lado, sobre sus hombros desnudos. Era un ángel a su ver, delante de él, cada vez que la veía y la sentía suya... Era suya de muchas maneras, su tiempo, sus sonrisas, sus pensamientos incluso.

También él le pertenecía a ella; de otro modo, sin sus brazos, no tenía absolutamente nada.

—Cuando murió Emilio —susurró— una mujer pereció junto a él.

Sus miradas se encontraron. Ambos, durante los careos y todos esos espacios de dolor que habían tenido que vivir ese mes, habían comenzado a anticipar sus palabras, a dilucidar los silencios en los que sentirse era lo más importante: allí, en ese preciso minuto, en ese espacio de humo que al fin comenzaba a ganar oxígeno, Ana pudo entender mucho sin que César lo explicara todo.

Se sabía traicionada por su difunto marido desde un par de semanas atrás, antes de que falleciese. Había contemplado mil y una formas de arreglar su matrimonio, pero cuando le vio muerto, al sentirse tan culpable por haber estado a punto de aceptar los planes del divorcio que él ya tenía, su propio ego la había hecho declinar, fingir que había olvidado, que ese tipo de engaños se los llevaba el viento y que se suspendían en el tiempo hasta borrarse. Vaya que se había equivocado.

El aire era bastante frío. César caminó hasta ella, semidesnudo, con la toalla enredada en la cadera. Su pecho estaba aprisionado bajo un tumulto de tierra, la misma con la que se había cubierto el féretro de Emilio. Su última morada, la última vez que le había visto.

—Te amo, Ana —musitó, al tiempo que con ambas palmas acariciaba su rostro tibio, ella le correspondió cerrando los ojos, absorbiendo cada una de sus palabras, añorando que jamás se detuviera de repetirlo—. Si no te lo dije fue... Es porque estaba enojado con Emilio. Me sentía culpable por ver la grandiosa mujer que eres y él...

Era cierto que le creía. Ana sabía que César la amaba totalmente. Sabía por qué se había guardado aquel peso dentro de su cabeza. Pero ahora, ahora que la imagen de Emilio era nítida, no dolía tanto. Estaba agradecida, pero no sabía cómo decirlo.

—Hay un niño...

Ana levantó la cara, abrió los ojos como plato de la impresión.

—¿Un hijo? —inquirió, ahogando el voluminoso choque de ira, enojo y más sentimientos que se aglomeraban en su paladar—. ¿Qué edad tiene?

César caviló un momento la pregunta. En realidad eso era lo difícil para superar el evento. Saber que durante cuatro años Emilio había tenido una vida doble, que más de la mitad de su matrimonio había vivido en una mentira. Aunque juraba que Ana yacía entera. Se la veía pulcra, sin gestos de desprecio en el rostro.

—Me gustaría decir que no me importa, César —aceptó la mujer, la voz entrecortada—. Me gustaría decir que amaba a Emilio tanto como a ti. Pero es tan diferente todo. Hubiera querido preguntarle... Hubiera querid...

—Emilio ya no está —la interrumpió el Marqués, la tomó de la mano y acarició sus nudillos con los labios, los tenía fríos y tembleques.

César, en ciertas ocasiones, tomaba fuertes lapsos de tiempo en cavilar lo que tenía que decir, pero desde que todo aquello había comenzado no dejaba de creer que las pérdidas de minutos o segundos eran cruciales a la hora de marcar la diferencia en su relación. Por ejemplo, de sus ganas, él quería que ese niño, hijo de su hermano, llevase el apellido de la familia, pero por Ana estaba dispuesto a mantenerlo alejado, si ella lo deseaba así.

Desconocía el grado de abertura en la herida que eso le provocaba; aunque estaba convencido de que ella tenía un corazón noble y humilde, cualquier persona en su lugar jamás optaría por aceptar tamaña humillación: pensó en lo que su padre le diría y sabía muy bien la respuesta. El antiguo Marqués, muy probablemente le aconsejaría que hiciera lo que le mandara su consciencia. Axel, bajo su criterio, merecía el apellido Medinaceli tanto como el hijo que Ana llevaba en su vientre.

Lo imaginó años más tarde, sin saber muy bien sus orígenes, a la merced del mundo tan cruel en el que vivían y mismo que más adelante se vería rodeado de maldad. Axel, por lo tanto, debía pertenecer a la familia y ocupar el sitio que le correspondía en la mesa enorme del comedor, en sus salidas, en los problemas. Merecía saber que tenía un padre, cuyos hermanos lo amaban. Pero no era aquel el momento indicado, se dijo, se obligó a pensar. Sin embargo, una esquirla de esperanza yacía en su pecho, esperando a que su mujer aceptase la propuesta.

Aunque todavía no sabía cómo la sacaría a colación.

—Pobrecillo —susurró Ana poco después, cuando César y ella caminaban de regreso a la cama, la noche cernida sobre la casa aún—. ¿Con quién vive?

El hombre supuso que guardar silencio para ella significaba meditar en su cabeza, y eso solo lo hacía amarla más. Suspiró tan hondo como pudo antes de recostarse junto a Ana y envolver sus cuerpos entre la sábana blanca.

—Su abuela —respondió, compungido—. Es con ella con quien Samuel se ha comunicado.

Ana parpadeó un par de veces y se removió en la cama, de modo que podía ver de frente la barbilla de César. Se recostó sobre su pecho, oyendo la musical inspiración de sus pulmones, los latidos de ese corazón que le había regalado todo y que parecía nunca cansarse.

—A veces pienso que si me hubiera divorciado, tú y yo no estaríamos acá —musitó la mujer, tenía los ojos cerrados, pero no había estado ni siquiera dormitando—. Me duele ver lo egoísta que soy, haberme gloriado de la muerte de Emi.

César la miró a los ojos, pero ella no alcanzó a ver cómo los de él la buscaban con ahínco. Dentro de su cabeza había un par de frases atoradas, inconexas, similares a la que Ana acababa de espetar. Quiso creer que se debía a la actitud prudente que deseaba acatar en su vida, ir por aquellos senderos inconclusos como si el camino estuviese repleto de pedazos de vidrios. Mirar hacia el frente, al futuro tan incierto, solo le causaba miedo.

Conforme oía que Ana hablaba más tranquila, solo haciendo suposiciones, sintió unas terribles ganas de apretarla contra su cuerpo y no dejar que ella fuera presa por esas sensaciones cobardes. Era fehaciente de que ellos no eran en lo más mínimo culpables de todos los eventos desgarradores del pasado, por los cuales estaban juntos. No obstante, mientras el reloj avanzaba y el calendario los alejaba de la intemperie de las sombras ocasionadas por el accidente de Emilio, se convertían en una familia, como si el occiso nunca hubiera existido.

Al menos eso era lo que César sentía: que cada vez que miraba atrás Emilio sonreía, siendo otro, tan juvenil y presto a modales irreconocibles, que solo podía atribuirlo a la paz espiritual que con tanta dificultad comenzaba a percibir en sus miembros, en las manos, en los dedos y en el pecho, donde ahora vivía un músculo rugiente empecinado en demostrarle a Ana siempre todo lo que podía hacer con tal de defenderla de la ignominia del mundo.

Se había prometido que nadie dañaría a su familia así se le fuera la vida en ello, pero con las fuerzas que a veces menguaban, se mostraba indefenso y recurría a las manos cálidas de la mujer que quería para ser su esposa. Recitar los votos frente al sacerdote resultaba algo didáctico, él ya le había entregado su vida, no tenía nada más que dar... O eso le gustaba creer sin pensar en que él era quien era por sus convicciones.

Con el tiempo, en sus muchas facetas, llegó a comprender mejor sus propios cambios; con Ana nunca había algo por lo cual tendría que arrepentirse. Si eran sus ojos los que lo veían por la mañana y los que lo observaban por las noches antes de dormir, se sentía completo. Sus ganas de poseer lo que nadie nunca tendría habían disminuido: porque Ana era tan transparente que no necesitaba prueba alguna de su amor.

Ahora estaba cuerdo y consistente de que no era dueño de su propia vida, que en un momento, cuando se dirigían a Londres, había perdido toda voluntad de encerrarse en sí mismo. Aún no sabía si creer cien por ciento en Dios, pero algo divino había ocurrido en su vida al grado de que si se observaba en el espejo parecía otro. Ya no era solo César Medinaceli Marqués de Alcalá de la Alameda, ahora, con su nombre de pila, se había convertido en el suelo de una mujer que al final de las cuentas era, de forma recíproca, todas sus metas, las cimientes de su casa, aquellos muros invisibles difíciles de derrocar.

A lo largo de su vida, sobre todo de los diez años en los que no había tenido en mente que todo eso podría ocurrir, pensaba que iba a casarse porque tenía que hacerlo, porque hubiera sido necesario. Y allí estaba, en una habitación a oscuras, acariciando el cabello negro, brillante y sedoso de una mujer increíble, diáfana. Sintió que ella se estremecía entre sus brazos, paseó una palma por la espalda que el albornoz no le cubría, quería percibir los choques eléctricos de su cuerpo lánguido, oír y perderse en sus suspiros somnolientos.

—Tal vez deba venir a vivir con nosotros, ¿crees que la abuela lo permita?

César no quería responder. En la garganta, producto del orgullo y el amor, se lo había instado un nudo de emociones que pronto eclosionarían en el llanto. Trató de recordar dónde guardaba el anillo hecho especialmente para Ana con un engarce que juraría estaba destinado a formar parte de su dedo anular. Pero supo que lo había dejado en su oficina, en el cajón asegurado al que nadie tenía acceso.

—Apenas esto termine —masculló con un hilo de voz que llevaba muchas señales de alivio y agradecimiento juntos—, te juro que veremos cómo solucionarlo.

—Es lo justo —Ana comenzaba a tener la voz pastosa, se estaba quedando dormida—. Es un Medinaceli.

Sin que ella lo mirara, César se encontró en la bruma que viene antes de la felicidad. Esa que se esconde en la neblina y se escurre de tu vista tantas veces hasta que decides tomarla. Estaba listo, había llegado su momento de marcar la diferencia en la vida de alguien. Empezando por Axel.

—Serás un gran padre para él también —murmuró Ana antes de entregarse por completo al sueño, arrellanada en su totalidad sobre la cama, a un lado de César, abrazándolo para que nadie intentara arrebatárselo.

Ambos estaban en casa, bajo un techo que compartirían mientras tuvieran las fuerzas, la vida. El Marqués cerró los párpados, recordó otra vez a su padre, a su madre... a Emilio. Por fin podía pedirle perdón, aunque ya no significase lo mismo. 




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