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Capítulo 41




M: Kodaline - The one.




Mientras el agua que salía por el grifo se llevaba la sangre de sus nudillos, César imaginaba la cantidad de horrores que todavía lo esperaban. Sabía que más adelante los aguardaba el dolor. La cerámica del lavabo había quedado manchada de su propia sangre, y, de manera retórica, las grietas en su puño indicaban las heridas en su familia; lo único que desconocía era cuánto tiempo les llevaría sanar.

Escuchó los toques en la puerta. Levantó la vista hacia el espejo empotrado en la pared y tomó un pañuelo del despachador. Le ardía la carne, el estómago parecía volcado, con los ácidos bullendo. Sentía que tenía burbujas radioactivas en la parte trasera de la garganta, al filo de que terminaba el paladar. Aun así volvió a apretar las manos a los costados del cuerpo, luego se dirigió a la oficina.

En el umbral yacía una Ana con los ojos hinchados, conteniendo las lágrimas. Se miraron lo que había parecido una eternidad, pero que en cambio era nada más un fragmento de tiempo. Quizás un minuto o un segundo. A ella también le dolían sus heridas, podía decir que en los dedos percibía el temblequeo por los impactos contra el rostro de Héctor. Vio cómo el Marqués se dejaba caer en uno de los sofás y seguía masajeándose los nudillos.

Avanzó hacia el frente, en dirección de César y se sentó a su lado. Suspiró. Todo lo que había pensado en decirle mientras caminaba por el pasillo seguía esperando a que ella tuviera el valor. No obstante, sin que Ana dijera nada él ya sabía que las cosas estaban diferentes entre ellos. Que colocara su mano en el hombro para instarlo a que la mirara solo había confirmado sus sospechas.

No había sido su intención demostrar nada con aquel acto de salvajismo. Pero su instinto más primitivo había actuado en su lugar, haciendo a un lado la cordura de la que tanto presumía años atrás.

—Ya sé que cometí un error, sé que... Solo pensé en lo mal que habíamos llevado nuestra relación, Ana —susurró, mientras observaba sus nudillos heridos—, no quiero que dejes nada por mí, amas tu trabajo y eres una mujer independiente, no quiero ser el culpable de que te mitigues a mí. Justo ahora, estoy dispuesto a aceptar tu decisión.

—¿Cómo? —inquirió Ana, atónita.

Le dolía el pecho. César movió su cabeza de forma que sus miradas pudieran encontrarse: fue en ese momento que se dio cuenta de que ella ya no quería apartarlo, que su rostro demostraba la necesidad de sus brazos. Sin embargo, algo en su cabeza quería oír de sus propios labios que estar con él era imperativo.

Ella significaba la conciencia; su capacidad de ver el bien y el mal se encontraban abalanzados sobre una sola premisa. Tuvo la gran idea de que, de ser necesario, debía arrodillarse suplicándole que no lo alejara. Que estuviera a su lado y que no quería perderla. Eran tantas las frases de perdón que no sabía por cuál comenzar.

—Que no voy a insistir si tú decides no perdonarme —se contradijo, pero a sabiendas que respetar la conciencia de ella era la mejor—. Una parte de mí nunca se va a cansar de decir que cometí un error, pero...

—Eres tan imperfecto, César —susurró Ana, la calidez de su frase lo hizo estremecer—. Es por eso que te amo. Es por eso que decido amarte todos los días, a pesar de mí misma.

Se sentía tan pesado, como si su cuerpo fuera diez veces el mismo sobre sus pies. El cansancio por pernoctar era notorio. Ana agachó la cabeza para ocultar las lágrimas. En cambio él acercó la boca a su oído y le susurró un te amo impoluto. Le retiró el cabello del hombro y acarició con su nariz el oído, la mejilla. Había colocado la palma en su nuca, presionándola ligeramente.

Ana se veía inmersa; no podía alejarse. La escena resultaba tan perfecta. Habían pasado las cosas turbulentas y ella solo conseguía verse a su lado, dejar el pasado sepultado en el mismo sitio donde guardaba las promesas que Emilio no había cumplido, el daño que su padre había hecho y las consignas que se obligaba a sí misma a realizar.

Se dijo que no tenía derecho a privarlo de su hijo, de verlo crecer. Pensó que merecían ambos una familia íntegra, unida. Su cuerpo aceptó las caricias como si formaran parte de su respiración, del mecanismo de defensa que en ese momento sucumbía. Cerró los párpados cuando el aliento caliente de él hurgó en su oído. Quería besarlo.

Estaba tan ansiosa por estar otra vez, por terminar la tortura. Le dolía la cabeza de tanto pensar, de cavilar cómo mostrarse sin abandonar su postura orgullosa. Y estando allí, a su lado, dándose cuenta de lo bien que se amoldaban juntos, creyó que una revelación le había sido otorgada.

César se removió en el sofá para hacer minúsculo el espacio que los dividía, un pequeño airecillo insignificante; tenía tantas ganas de besar sus labios lívidos, de escuchar de su tierna voz que sí perdonaría su falta y aunque las ansias escocían sus ojos, se obligó a conservar el aliento.

Por su lado, Analey veía la sangre comenzando a coagularse en sus dedos. Le corrió la culpa por la columna vertebral, un choque de electricidad que no era placentero.

—¿Qué dijo Julián? —preguntó, a cuestas de sus propios deseos.

En la cabeza yacía la idea absurda de decir a César que debían marcharse, ir a casa y encerrarse en una habitación todo el día, todas las noches que hicieran falta para que ambos estuvieran conscientes de que se pertenecían, que se respetaban y que sus cuerpos jamás renunciarían a esa lucha que parecía tan constante, como un final infeliz, pero con tantas ganancias que no podrían contarlas.

De inmediato captó la realidad cernirse sobre su cabeza. Contuvo el aliento durante un par de segundos. Cuando tomó algo de entereza carraspeó y se mesó el cabello, al tiempo que volvía sobre su posición inicial.

—Que tienes que presentar la denuncia oficial —susurró César.

Ana asintió.

—¿Y qué esperamos?

César frunció el ceño, de pronto contrariado por la urgencia de ella, sin saber que solo era su modo de concretar y cerrar —al menos intentarlo— esa horrible etapa en sus vidas.

—¿Segura que quieres hacerlo ahora?

—Por supuesto —dijo Ana, mientras se ponía de pie y se alisaba la falda—. Mejor es que lo zanjemos de una vez por todas.

El Marqués se irguió despacio, sin verla a los ojos directamente. En la punta de la lengua pendía una pregunta, junto con las miles que esperaban en su raciocinio. Tenía la capacidad de sentir el nerviosismo de Ana, lo reacia que se mostraba a que se cayera su orgullo. La amaba más aún. La amaba porque su cuerpo le decía que siempre había sido la indicada, su corazón llevaba grabado su nombre, las letras ardían cada vez que la olía, que el aroma a jazmines le golpeaba las fosas nasales.

Estuvo a punto de girarse y abrazarla, pero decidió dar un par de pasos en dirección contraria a donde Ana se había quedado de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, la blusa blanca ajustándosele, remarcando sus curvas hermosas, sus senos, enalteciendo su piel blanca.

—De todos modos —la oyó decir a sus espaldas— estarás allí, ¿no?

No supo si era un mecanismo de defensa, sus talones habían girado por inercia hacia ella de nuevo, pero con menos energía.

—¿Quieres que esté? —inquirió.

Ella lo observó con los ojos abiertos totalmente.

—Haces preguntas tontas.

César no consiguió ahuyentar el dejo de diversión que lo había asaltado.

—Nada más... Responde —exigió, con voz suave, con miedo—. ¿Quieres que esté allí?

Un lapso de tiempo se había perpetrado justo en ese instante. Ana deglutió saliva, cerró los ojos para meditar la respuesta que César pedía, misma que ella sabía se merecía. No tenía intención de dejarlo más en vilo, no cuando cada célula del cuerpo añoraba sus brazos, que la rodeara y la encerrara contra su tórax. Podía escuchar el martilleo de su corazón contra las costillas, la sangre fluir demasiado rápido.

Las venas de sus manos se habían resaltado. Sintió la mano de él haciendo a un lado el cabello que se extendía sobre sus hombros, detrás de los oídos. Decidió no abrir los ojos. Con la otra mano él había acunado su mejilla izquierda y la aspereza de su dorso la había hecho estremecer. Se encontró suspirando, el estómago contraído, las fuerzas menguadas, la voluntad hecha pedazos.

Recargó la frente en la de ella y pegó su cuerpo al suyo, era consciente de cada uno de los temblores de sus piernas, de las de ella. La tenía apretadita contra sí mismo, sin ganas de dejarla ir, sin ganas de que se fuera sin responder. Hubo un momento en el que se sintió desplegado, sin ánimos de ofrecerse más, pero sabía que ella lo amaba, sabía que todo cuanto hiciera de ahí en adelante lo haría pensando en Ana y su familia.

—¿Qué hago, An? —musitó, a pocos, muy pocos centímetros de sus labios—. Dímelo. ¿Qué tengo que hacer para recuperarte?

Entonces ella tuvo valor para abrir los ojos.

—¿Cuándo me perdiste?

Acabó la distancia tortuosa, los milímetros que ahora se habían dispersado en el aire, se alejaban de modo que pudo besarla a sus anchas, sin que Ana le impidiera acariciarla. Mientras se sumergía en todo aquello que era capaz de sentir por ella, César había dejado de percibir el dolor en las manos, la ira en el pecho, el desconsuelo que esas semanas habían trazado cada uno de sus pasos.

Colocó las manos en sus hombros. Se estaba preguntando si alguien podía morir por desear a un hombre, si una mujer sería capaz de desmayarse por las ganas que retumbaban en el cuerpo, cuando la carne quemaba sin dar oportunidad de respirar más hondo, para enfriarse. Quería saber cómo se sentiría hacer el amor con él luego de haber tenido tanto miedo, de que la situación los manejase a su antojo.

Desconocía su porvenir, el rumbo de sus vidas, pero no era algo que importara. No estaba gustosa de imaginar que ese momento pasaría, que no podría quedarse allí, escondida bajo su sombra.

—La puerta tiene seguro —susurró Ana, separándose apenas.

Comenzó a quitarle la corbata, él se había quedado mudo, estaba impaciente y al mismo tiempo atolondrado. Sin embargo, sabía que esa era su Ana: la espontánea, apasionada y despreocupada. La mujer que siempre había esperado y que no pensaba dejar ir más. Su saco cayó al suelo e hizo ademán de acariciarla de nuevo, pero ella se había adelantado.

Su falda, la camisa de él, un par de botones de su blusa. Más besos en el cuello, la sensación de pólvora explotando en su vientre bajo. Él se había dejado llevar más pronto que tarde, se notaba el ansia y las ganas, Ana sonrió: se pensó afortunada, en otro tiempo él jamás habría aceptado ese tipo de demostraciones en la oficina, a la merced de los ojos del mundo, pero no había presentado ningún tipo de objeción y su sexualidad era tan notoria que se vio a sí misma acelerando los movimientos de sus dedos para desprender su camiseta.

La verdad era que ya no importaba nada más que ese instante; no importaba que afuera el mundo comenzaría a derrumbarse, ni que un monstruo intentaría derribarlos. Pensó un instante en el estado de ella, en su embarazo y en el posible riesgo, pero Ana le había dicho que no existía tal. Se cuidaba lo suficiente y estaba segura que guardarse el deseo para otro momento causaría más mal que bien.

Flexionó una rodilla para no incomodarla, ya habiéndose recostado sobre el sofá más grande; había un ligero abultamiento a la altura de su pelvis, casi para terminar la cadera. No supo la razón, pero el hecho de saberla tan frágil, que tendría que llevar un ritmo lento, que la fricción iba a ser calculada, lo excitaba más todavía, si eso era posible.

Estaba tan apunto de...

Se sentía tan al borde de...

No le alcanzaba el aire, ni la voz, ni todos los te amo que había guardado. Pensó que nada sería suficiente, que lo que tenía era una miserable promesa en comparación a lo increíblemente millonario que era a su lado.

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