Capítulo 39
M: Yuna - Lullabies.
Julián Casablanca había llegado a la ciudad dos días después de la llamada de Samuel. Por orden de César, Raúl se había puesto a su disposición y ninguno había parado en toda la semana. Ese día, impuesto para el último interrogatorio, Analey se limitaba a asentir a sus palabras, sin mirar a César, quien tenía los ojos colocados sobre ella todo el tiempo. Sin embargo, no estaba escuchando lo que decía, sino admirando su cuerpo, de pies a cabeza, aunque yacía sentada frente a él, a un lado de Marlene.
Los monosílabos eran cada vez más frecuentes, sobre todo los positivos; Julián hacía anotaciones y por minutos permanecía en silencio, como analizando la hojita donde tenía sus conclusiones. Raúl le veía con un poco de desconfianza. Dentro de sí, estaba seguro que algo malo surgiría. Para ese entonces, el español estaba consciente de cómo se resolvería el problema y se encontraba ávido a creer que el responsable de ese embrollo era quien menos esperaba.
—¿Entonces tenemos acceso a las cámaras? —preguntó el hombre de apariencia regia.
—Sí, hoy mismo me entregan los documentos —respondió Raúl mientras cruzaba una pierna sobre la otra.
—¿Cómo van a proseguir? —inquirió Marlene, captando al mismo tiempo la atención de César.
La única que parecía no tener ánimos de espetar nada era Analey, porque daba la impresión de tener piedras de molino atadas por el cuello. Muy temprano, por la mañana, César le había propuesto ese trato: que al menos arreglaran el problema, luego él se iría si ella así lo deseaba. Por su lado, Ana hubiera querido decirle que jamás le pediría eso, pero las palabras se la habían ahogado en el pecho, con una sensación parecida a la de su vértigo.
El miedo a las alturas, sin duda alguna, había sido por completo similar a aquel mes de infierno vivido. César había encontrado en ella una manera de aprender más. No obstante, como un punto a su favor, sabía que de no perdonarle de todos modos el mundo no se acababa allí. La vio disculparse, levantarse y salir del despacho. Cada uno de los presentes la observaron con dolor, excepto Julián, que por profesionalismo, estaba evitando verla con detenimiento.
Al encerrarse en la habitación, sintió que sus ideas se intrincaban. Se sentó en la cama con los brazos sobre el pecho y dejó que las lágrimas brotaran cuanto quisieran. No estaba al tanto de las intenciones, a ciencia cierta, de César, pero tenía miedo, aunque no se lo estuviera contando a nadie. Su pieza parecía un calabozo en ese mismo instante, solo que con más frío.
—Vamos a revisar las cintas de grabación y ver si los empleados reconocen el rostro —dijo Julián en respuesta hacia Marlene, poniéndole más atención de la debida—. De hecho, voy a necesitar que la señora misma trate al menos de reconocerlo. Servirá mucho a la hora de la denuncia oficial.
César sabía que el espurio era una de las cosas más probables en cuanto al proceso penal. En gente como ellos, los medios disfrutaban mucho de esos altercados: porque mientras más sufrieran el público más interesado estaba. Por un momento deseó salir del cuarto e ir a buscarla, pero recordó que dentro de los límites solicitados por ella estaba ese de que no se la acercara más de lo necesario.
Vio cómo Marlene se iba también y tuvo que tragar saliva con fuerza para no doblarse de dolor. Al principio había creído la reacción de Ana un poco infantil, guiada por el orgullo, pero al pensarlo mejor se daba cuenta que la suya había sido una mucho más grande. En su mundo, aun estando dentro de la misma casa, caminando por los mismos pasillos en la empresa y mirándose esporádicas veces, en esos días luego de que le dieran de alta, había comenzado a formarse un abismal espacio, forjado por la condena: mientras más se acercaban al culpable, más falible era su separación.
Deseaba que la almohada le diera algo de paz. Pero no conseguía mentirse; ya no, al menos. Consentía que Marlene estuviera hablándole con poca delicadez, le recordaba que fuera fuerte, que debía estar entera. Sin embargo, lo que la otra mujer no suponía era que había aceptado completamente todo; el limbo en el que tenía a César, y a sí misma, era solo un carcomido epítome de sus necesidades. La oscuridad previa a que la resolución llegara.
En su habitación se sentía aislada, cansada; parecía que las fuerzas normales de su cuerpo no estaban, que todas sus moléculas se mezclaban en aquellos pensamientos de sardonia, cuya única intención era atormentarla. Por instantes, pensó que lo indicado era levantarse e irse a la empresa otra vez, como más temprano, pero no tenía ganas de ver pilas de fotografías ni de aprobar publicidades. El doctor había demandado reposo, pero quince días atrás ella solo había estado sentada en su oficina, charlando cosas sencillas con su asistente que la ayudaba muchísimo.
Por su parte, César no sabía cómo decirle que volviera a casa; estaba en una parte de su vida descubriendo que no quería imponerle nada, pero le ganaba el miedo, miedo de que perdiera a su hijo, que rechazara a esa vida. No podía evitar enojarse con ella por momentos. Raúl, no obstante, consideraba que debía tener más paciencia que nunca, que las horas cruciales siempre, desde tiempos antaño, habían sido las más difíciles, pero edificadoras.
Sintió que la corbata se le apretaba al cuello más de lo necesario y tuvo que aflojarla un poco. Julián se encontraba a unos metros, haciendo una llamada por el teléfono del despacho. A su frente, Raúl permanecía cabizbajo, con cada una de sus facciones tensas. Tenía los ojos dirigidos hacia un punto, que él no enfocaba bien, en la alfombra del suelo. Supuso que su retraimiento era provocado por la incertidumbre, a la que él bien podía añadirle el terror y la furia que crecía mientras respiraba.
—Muy bien —dijo Julián, acercándose a ellos otra vez—. Le llamé a un amigo en el departamento de la ciudad, me asegura que podremos mantener un perfil muy bajo, por lo pronto, en lo que revisamos todo cuanto sea necesario en el hotel, no se ameritará la denuncia, pero...
César ya no quería escuchar peros. Apretó los párpados y contrajo la quijada, impidiendo que se le saliera una grosería. Él quería decir que el apellido Medinaceli debía permanecer oculto, pero lo que en realidad deseaba era que el de Analey se quedara en la más disoluta oscuridad. No quería que su familia creciera bajo la sombra cruel de la ignominia, ni tampoco estaba dispuesto a sacrificar su calidad de hombre.
La decisión, aunque doliera, no le pertenecía a él.
—Pero, ¿qué? —preguntó, poniéndose de pie al tiempo que se ajustaba el saco a los hombros.
Julián carraspeó, antes de responder.
—Luego de que demos con el perpetrador, para poder procesarlo, debes ser consciente de que no podrá ir a juicio sin una denuncia previa. Tal vez un careo.
Cada músculo de su cuerpo estaba agarrotado. Se sentía lleno de impotencia, con los pensamientos embotados. Nuevamente era presa de su egoísmo, del César que con anterioridad había sido, solo que por motivos diferentes; no era capaz de articular palabra, por lo que se llevó una mano hacia la boca, para ahogar un quejido. Los otros dos hombres lo miraban con nervio, a la espera de que autorizara el siguiente movimiento.
El Marqués se colocó las manos en la cadera, haciendo a un lado el dobladillo de su saco. Miró el techo, respiró profundo, tanto como se le pudieron estirar los pulmones, sin alcanzar un punto de sosiego. Tenía muy en claro cuál era su posición en aquella mano de póker. Iba perdiendo y lo sabía, se encontraba en una desventaja perniciosa, obtenida por el prurito de la sociedad. Cualquier paso en falso le costaría la tranquilidad a su hijo, a Ana, a gran parte de su familia e imaginó que la desgracia también podría tocar a los Balbanera.
Al cabo de unos minutos caminó hasta la puerta, indicándoles a Raúl y Julián que no demoraba. Subió las escaleras y cruzó el pasillo derecho, a donde se extendían las habitaciones familiares. En la última se encontraba Analey, lo sabía y aunque dudó, tocó la puerta con el puño cerrado, los dedos le temblaban y era consciente de que su corazón palpitaba cada vez más rápido, con la expectativa de un nuevo rechazo.
Quien abrió no fue Ana, sin embargo. Marlene se rascó una ceja con el dedo índice de la mano derecha. Hizo de sus labios una línea fina de carnosidad para abanicar su mano hacia dentro, como invitación hacia el Marqués. A la mujer le agradaba decir que su estado era neutral en ese punto, entendía por qué su amiga decía no poder perdonar a César, cosa que creía una total estupidez siendo que era evidente que se moría por fundirse en sus brazos. La conocía tan bien, había anticipado su dependencia y también anticipaba que ambos eran un par de tontos que jamás se separarían, por mucho que en ese instante tuvieran montado un teatro de lejanía.
—Hay un problema con todo esto —habló César sin tener ganas de dar un rodeo, porque tampoco le gustaban los preámbulos. Ana yacía sentada en una silla al fondo de la habitación, al tanto de que Marlene les había dejado solos, casi junto a la ventana.
Se había quitado los zapatos y tenía el cabello sujeto en un moño descuidado poco más arriba de la nuca. Recordó haberla visto un día antes, en la empresa, con el rostro lívido y la mirada perdida, como si ese día hubiera dejado su alma entre las sábanas. No pudo evitar que le doliera, que su imagen le causara sentimientos de culpa, no obstante, al ver que todo el tiempo había estado en su oficina, en total calma, saber que la tenía a tan solo unos metros de sí en la empresa le daba un poco de paz.
Cuando levantó la mirada supo que sus fuerzas estaban más menguadas que anteriormente. Encontrarse con los ojos de César era como pensar más en su hijo, imaginar cómo sería, si se parecería a él, si podría llamarlo como a él. Hubo un momento en el que creyó que una parte de sí se estaba quebrando, que firme a que su corazón no flaqueara, le dolía cada parte del cuerpo. En el lagrimal percibió la acuosidad de las lágrimas, producto de la acumulación rápida. Amagó un suspiro, que más bien pensó era un gemido lastimero. No deseaba desplomarse, pero su voluntad parecía exigua conforme César acrecentaba su cercanía.
—¿Cuál? —preguntó, llevando sus energías al límite para no mostrar la debilidad que la corroía en las venas.
Vio cómo mesaba su cabello y negaba con la cabeza, enviando hasta ella su propio desconcierto; era cierto que ella no quería revivir aquellos días, que se estaba esforzando por dejarlos en el pasado, con las demás cosas que lastimaban. Pero también había mucha verdad en el hecho de que César parecía más empeñado en dar con el culpable que nadie, que parecía exhausto todo el tiempo. Deseaba abrazarlo, decirle que ya no importaba, que se fueran, que olvidaran... juntos. Que lo amaba sin importar nada. Que lo que sentía por él seguía intacto, tan sempiterno como desde ese día, en el avión. O como cuando había descubierto lo que era capaz de hacer por alguien cuando deseaba eximirse.
—Nada que suceda puede ser peor, César —dijo, al ver que él no conseguía hablar más.
—No quiero que tengas que hablar frente a más gente lo que ya te hicieron —gruñó él con el tono más áspero que ella le había oído alguna vez—. Julián dice que si hallamos al... que si lo encontramos tendrás que presentar la denuncia.
Había un constante reconocimiento por su parte cada vez que llegaba a una resolución. César siempre conseguía sacarla de sus cabales, que pensara diferente. Ya había comprendido que no era la misma, que luego de la muerte de Emilio, la antigua Ana también se había ido con él, a la tierra, tres metros debajo, de donde no la podría sacar jamás. Se frotó la barbilla, irguió su cuerpo de la silla y dio un par de pasos hacia él, cruzando al mismo tiempo sus brazos sobre el pecho.
Ya no olía a jazmín, sino a ella, porque sabía que sin que usara una loción podía excluir el aroma de su piel de entre cualquiera con el que se le hubiese mezclado. Señalaría las características de su epidermis, sin miedo a flaquear. La tenía tan cerca que por un minuto pensó en tirar de su cuerpo y apretarla contra su pecho; pero no podía, no, hasta que ella así lo deseara. Se paró de frente, dejando una estela de aire mínimo entre ambos y fácilmente podía compararlo con una fusta utilizada en su contra, una guillotina que cercenaba la cabeza de sus ilusiones.
Mientras pasaban los segundos y se miraban, estáticos, a ella se le ocurrió poner la palma izquierda de su mano sobre el torso de César, al nivel del esternón. Sentir su respiración en el dorso era tan delicioso que no escatimó el toque, hasta que éste se convirtió en una caricia, que sin querer se había guiado hacia su cuello. La piel tersa, donde terminaba el doblado de su camisa, la conocía perfectamente, la vena yugular palpitaba tan rápido, demostrando ansiedad, que la arritmia indicaba lo mismo que ella estaba pasando.
—Ya no importa —dijo, alzando la otra mano para "acomodar" la corbata de César, que iba un poco floja—. Igual, estarás ahí, ¿no?
Se moría por besarla. Sin embargo, cuando ella había dicho tanto en una frase tan corta que inquiría más de lo que hubiera pensado, supo que un beso no calmaría lo que ahora estaba deseando hacer. De cualquier modo, había un espacio demasiado angosto entre sus pechos; César creyó innecesario algún ademán de intervención. Si ella lo quería, él estaría gustoso de al fin complacerla.
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