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Capítulo 30





M: Avril Lavigne - Remember when. 





Desde el cielo, las nubes tomaban formas extrañas; César observaba por la ventanilla del avión, el corazón queriendo salirse de su lugar y cada parte del cuerpo acalambrada. Se encontraba entre emocionado y nervioso, por esa nueva etapa que estaba por comenzar en su vida. Había pensado en llamar a Ana antes de marcharse ese miércoles temprano de Madrid dejando en manos de Lucía, Alameda.

Raúl leía un libro sentado frente a él, sumergido en la lectura que seguramente era bastante interesante. No conocía el título, pero sí el semblante que tenía su amigo en el rostro, tan apacible a cuando un hombre no tiene miedo de nada o de nadie. Lo entendía porque así se sentía él. Al tiempo que suspiraba, recordó que había mantenido su celular apagado, apresurándose por terminar los detalles más simples y acomodar todo en la empresa.

Cuando lo encendió, recibió distintos mensajes donde preguntaban a qué hora llegaría y para su sorpresa, ninguno era de Analey. Contrariado, le cuestionó a Raúl que si él estaba al tanto de cualquier cosa en México, pero el español se había limitado a responder que no tenía la menor idea. En medio de donde estaban no podía llamar. Sin embargo, sabía que no faltaba mucho para llegar a su destino.

Las ansias incrementaron conforme su imaginación desvariaba en suposiciones, creándolas todas alrededor de Ana. El corazón latía con furia, las sienes le pulsaban y las manos estaban sudorosas. En repetidas ocasiones trató de dormir el resto del viaje, pero no lo conseguía por mucho que se esforzara en ello.

En el aeropuerto, se subió a un auto de alquiler porque no quería esperar al chofer. Raúl quiso saber qué sucedía, pero César había jurado que todo estaba bien. En su interior esta era la idea que quería mantener a flote, que nada pasaba en su vida y que esa absurda melancolía en el pecho, producto de la mala anticipación, era nada más porque Ana no le respondía el teléfono.

De camino hacia la colonia donde estaba la casa grande, procuró llamar a la oficina y Karina le indicó que Analey había llegado ese día algo tarde, pero que se encontraba encerrada con Marlene en su despacho. Algo de alivio le inundó cada terminación nerviosa. No obstante, había otra cosa que permanecía en suspenso, como la insistencia de su hermana por localizarlo. En el aire flotó su angustia y poco a poco se le incrustó en el pecho.

Fue entonces que el Marqués fue consciente de lo dependiente que era de esa relación. Amaba a Ana con todo su ser, con cada energía de su cuerpo, pero al mismo tiempo, ese terror que lo perseguía por perderla, en ese instante lo estaba atosigando más que en otras situaciones. Asimismo, César prefería perder todo lo que tenía a que lo que Ana y él habían formado con tanta dificultad sucumbiera.

Se sintió, después de todo, un ser humano débil. A punto estuvo de creerse loco, pero su mejor amigo le hacía tranquilizar diciendo que a él le parecía de lo más normal del mundo que se encontrara así de preocupado. Se propuso darle la sorpresa a Ana, bañarse, cambiarse y llevarla a cenar esa misma noche, con ganas tremendas de entregarle la joya que ahora iba engarzada en una montura que simulaba ser una columna romana.

Uno de los empleados en la gran casa les abrió la puerta y se encargó de la comisión del auto; ambos hombres se dirigieron hacia el interior subiendo la escalinata en absoluto silencio. Apenas abrir la puerta, Lulú se encaminó hasta él y no le pasó desapercibido el sobre amarillo que llevaba en las manos, algo abultado y con sus dedos tembleques.

No tardaron mucho en llegar a la residencia, pues César había entregado su departamento antes de ir a Madrid, sin decirle a Ana. En la entrada lo recibió Lulú, con gesto forzado en el rostro y una mano colocada en su cuello, como si estuviera escondiendo algo.

—Hijo —lo llamó la mujer y César soltó una risita nerviosa, amedrentado por la incertidumbre que comenzaba a calar en sus huesos—. Ayer por la noche vino un mensajero a traer esto, lo dejó en la caseta de la entrada.

Él dudó un poco antes de tomar el sobre con la mano derecha y, esperando que nadie lo notara, apretó en su otra palma el sujetador del neceser donde tenía guardado el Cojín de Cádiz, al que él estaba ansioso por entregarle a Ana. Deglutió saliva, azorado y miró a Raúl por encima de su hombro, pues el español seguía detrás de él.

El ama de llaves le indicó que su hermana estaba en la empresa con Analey y aunque César la inquirió por saber si algo extraño ocurría, la mujer solo dijo que se apresurara a ir con Ana.

—Vamos al despacho —dijo él, con pesar.

Al principio, deseó dejar lo del sobre para otro momento, pero algo lo instó a adelantarse. Después de todo, fuere lo que fuere, no sería tan grande como para detenerlo. El español le preguntó si no deberían ir primero a la empresa, asegurando que Ana tal vez estaría esperando con impaciencia. César juró que no tardaría, que de igual manera tenía que tomar una ducha antes.

En la habitación, a pesar de que nadie más entraba, se sentía un aire pesado y un olor a vicio tremendo. O tal vez eran los nervios que acuciaban al Marqués, atormentándolo. En su mano apretó el sobre por el medio, procurando sentir la amplitud del interior. Se dejó caer en el sofá, con Raúl a su lado y abrió con una tijerilla especial la cabeza del sobre.

Echó un vistazo dentro y frunció el ceño: había otro paquete, más pequeño, pero abultado. El primero tenía una sola cosa, y César lo sacó viendo cómo le temblaban los dedos. El estuche se movía en su palma al mismo ritmo que el temblequeo de sus falanges.

—¿Y eso? —inquirió el español, pero no recibió respuesta.

César se puso de pie y caminó hasta un mueblecillo al frente, casi al lado de la primera estantería junto a la puerta de entrada. Ahí había uno de esos reproductores modernos. El Marqués se apresuró, con una manía terrible desbordándose en sus extremidades, en colocarlo sobre la ranura. Tomó el control, se devolvió a su asiento y observó el objeto entre sus manos.

En la parte frontal de la caja Raúl había leído un extraño mensaje escrito a mano, pero con poco cuidado. "Que lo disfrute", decía éste, por lo que de inmediato el mejor amigo del Marqués comprendió que era un específico mensaje que verían en el contenido del grabado. Miró a César, quien se mantenía callado, con la vista clavada en sus manos.

—¿Quieres que yo lo ponga? —preguntó, esperando traer a su amigo de vuelta.

Él se limitó a responder con la cabeza, negando de izquierda a derecha y alzando al mismo tiempo el control remoto para dar play al reproductor. Los primeros minutos eran una serie de frases que César ya conocía; mensajes subliminales que a Raúl le costó mucho entender. Pronto cayó en la cuenta de que eran cosas que solo su padre decía y casi se le forma un nudo en el pecho al recordar.

Miró a su amigo, pero éste parecía ensimismado, demasiado concentrado en la televisión. Raúl volvió a ver la pantalla por la que ya se asomaban unas imágenes difusas. Tardaron muy poco en comprender lo que era; el español se levantó del asiento y le dio la espalda a la imagen horrenda que había tenido que ver.

Avergonzado, se cubrió con el dorso de la mano la boca, ahogando un improperio y olvidándose de la presencia de César. Escuchaba, como un eco infernal en lo amplio de la oficina, los murmullos provenientes del video que se reproducía frente a los ojos de un hombre al que quería como a un hermano, aquel hermano que nunca tuvo.

Si hubiera podido escoger entre sentir y no hacerlo, quizás César habría elegido la segunda opción. Se quedó inmuto, con los ojos azules clavados en esa visión terrorífica que significaba el fin de muchas cosas en su vida: cosas que había creído inmaculadas, perfectas e inquebrantables. No pudo evitarlo y como por inercia, sin controlar sus movimientos raquíticos, pasmados, tomó el sobre pequeño y lo abrió.

Al instante se puso de pie y dejó caer el bonche de fotografías donde se plasmaban con cuidado las mismas imágenes de su Ana, esa mujer, en brazos de otro; profanada, provocándole la mayor de las humillaciones, hundiéndolo a un foso del que tal vez nunca más saldría. Dio un par de vueltas en el despacho, esperando sopesar una reacción correcta.

Pero César ya no era hombre que se engañase a sí mismo. Había aprendido a aceptar cuando ganaba y cuando perdía; había cedido a sus sentimientos, más fácil de lo que pudo imaginar, pero en el camino había roto esa figura de fuerza que Ana tenía para sí. Ya no era como antes, ni tampoco se mostraba reacia a ceder primero sus energías.

El Marqués de Alcalá sabía muy bien todo lo que Ana le había dado y era por eso que no alcanzaba a entender. En qué había fallado, qué cosa hizo mal. No tenía la respuesta, ni tampoco se sentía con fuerza para preguntar. Lo único que lograba hacer era ver con detenimiento las siluetas amorfas en la penumbra de una habitación. Recordó cómo él lo hacía. Cómo ella se entregaba. Y dolió todavía más.

—Tiene que haber una explicación —musitó Raúl a sus espaldas.

Las palabras de su amigo lo regresaron a la realidad. Tenía que actuar y sin percatarse del espacio, del tiempo ni del momento, con la cabeza hecha una maraña de ideas inconexas, comenzó a levantar las fotos desperdigadas en el suelo. Las apiló una a una, saboreando el dolor de ver una mano ancha, colocada en esas partes de Ana que había pensado que eran exclusivas.

Cada impresión era un dolor más punzante, más agudo y venenoso para su corazón. Apenas terminó, con pasos firmes, fúricos, asió el video grabado en una VHS en la bandeja deteniéndolo a la fuerza. Lo echó dentro del sobre donde estaban las fotografías y salió del despacho sin mirar atrás. Raúl lo siguió y tenía mil objeciones atoradas en la garganta.

El español era muy consciente de lo que un hombre en ese estado podía hacer o decir. Palabras sin fundamento, encolerizadas, frías y ponzoñosas. No sabía quién dirigía el aire, ni la vida misma, ni tampoco cómo era que el tiempo avanzaba, a veces en contra y otras en favor. César parecía no detenerse y no hizo más que meterse en un auto, cuyo dueño anterior había sido Emilio.

—Tienes que pensar bien lo que vas a decir...

—No me jodas, Raúl, viste exactamente lo mismo que yo, ¿qué se supone que tengo que pensar? Voy a decir lo que tengo aquí ahora, atorado, voy a decirle cómo fue... ¿qué hice?

Raúl vio el semblante de su amigo, sus ojos acuosos, el temblor en su labio inferior. Dentro del auto, se quedó circunspecto, observando al remero de hombre a su lado. Sabía que César se estaba conteniendo, pero lo notaba hecho trizas, pedazo por pedazo; era capaz de ver aquello destruirse, la enorme fortaleza cobrada en esos años, tras la muerte del menor Medinaceli.

El Marqués no sabía qué hacer. Atinó a recargar la frente en el volante del automóvil, apretando la quijada con toda la energía que tenía en el cuerpo y asiendo las palmas del filo del manubrio con coraje. Percibía sus venas hervir de ira, su respiración entrecortada y la enorme cantidad de emociones apresurándose a brotar en su garganta.

Quería llorar, quería gritar, pero ahora no por ese amor tan puro que juraba sentir por Ana, sino por lo débil que se sentía en ese momento. Todo su alrededor se había convertido, en cuestión de segundos, en una gigantesca nube de demonios, miedos y terrores; todos y cada uno de ellos habían venido por él, por todas sus culpas, por sus errores.

Le arrebataban lo que más amaba. No pudo evitar pensar que quizás, muy probablemente, ella nunca había sido suya.

«Tiene que haber una explicación», repitió en su cabeza. Como por arte de magia, recordó las llamadas de Alison y esa forma nerviosa de Karina al decirle que Ana había llegado tarde y que tenía mucho tiempo encerrada con Marlene en la oficina. Tragó saliva, empujando con ella ese aire furibundo que amenazaba con salir.

Se sentía expuesto, tan pusilánime que no quería ni moverse. 

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