Capítulo 28
M: Jack Johnson - What you thought you need.
Como toda joya antigua el diamante Cojín de Cádiz tenía una historia; obsequiado por una duquesa, a modo de agradecimiento, al General Portocarrero, heredero original del título por sucesión sanguínea de Alameda. De corte oval y con dieciocho espectros, dicha piedra llevaba cerca de seiscientos años en la familia. Colocado en diferentes monturas, la última dueña había sido Catalina de La Fuente, difunta madre de César.
Delante del Marqués, el empleado, en el gran banco de seguridad madrileño, lo observó con semblante circunspecto; una de sus cejas estaba enmarcada y se encontraba esforzado por no mostrar una risa en el rostro. Hacía mucho que la piedra preciosa yacía aguardando ese momento. No obstante, a su introspectiva mirada, César continuaba inspeccionándolo a detalle, por cualquier cosa.
Al fin dejó a un lado el lente y le entregó al hombrecillo, gerente de las cajas de seguridad, una llave. Pocos minutos después estaba introduciéndose en el auto, junto a un desgarbado Raúl. Revisó su reloj muñequero, calculando el tiempo que tardarían en hacer el cambio de dirección en Alameda, resoplando por el cansancio producido por tantas horas de vuelo continuas. Su amigo suspiró y lo observó, confundido, todavía desconociendo el motivo por el que habían visitado el banco apenas su avión aterrizó.
Entre sus hábitos, no era uno esperar a que César le contase sus intenciones, pero en ese instante sentía que lo mataba la curiosidad. Mantuvo la vista fija en la Avenida que serpenteaba por el centro, vislumbrando, embelesado, los edificios de construcción colonial característicos de Madrid; colores magenta, camel y perla predominaban en las decoraciones y los acabados de cantera sobresalían en las ventanas y puertas.
Faltaba poco para que anocheciera, así que viendo la dirección que tomaba el chofer, hacia su departamento, supuso que ese día ya no harían otra cosa que descansar. Al día siguiente los esperaba un ajetreado horario que cumplir y a Raúl lo único que lograba contrarrestar el fastidio de estar encerrado con pilas de papeles al frente, era la cándida figura de piernas delgadas y ojos enmarcados en lentes de armazón gris, que esperaba ver en Alameda.
Las llamadas que mantenía seguido con Lucía no eran suficientes; tampoco las dos o tres ocasiones que pudo permitirse volver de México. Suspiró, presa del desconsuelo, del cansancio que provoca la inutilidad de un trato; le había prometido a Lucía que con tiempo y esfuerzo demostraría haber sentado un poco la cabeza. Con tal de no perder las esperanzas con ella, resultaba ineficaz el espacio que tuviera que esperar.
Su perspectiva se había tornado diferente en esos meses; la ambición poco a poco se anidó en su pecho, haciéndolo desear más y más a la castaña de lentes que ahora se convertiría en presidenta interina de Alameda.
Acordó quedarse en el departamento de Raúl porque ir hasta Altozano se le antojó un trayecto por demás pesado. Eran bastantes las cosas que se apretujaban en su mente, ansiosas, sin dar paso libre a una idea concreta sobre lo que debía hacer los días posteriores; lo cierto era que César, sin Ana, resultaba una ecuación que no podía resolver.
Repantigado en el asiento del auto, César cerró los ojos porque ver por la ventana ya no cobraba el mismo sentido; antes podía inquirir al viento, a la nada, mientras delante de sus ojos se difuminaba la imagen de una ciudad conocida, pero al mismo tiempo llena de sombras, sin oxígeno real, empapándole el rostro de deseos, de cavilaciones que terminaban siempre en el mismo tormento.
Un mar de motines que tenían el mismo nombre: pasado y error. Al fin comenzaba a sentir la calidez de la familia, de despertar por las mañanas y no tener nada planeado. Su vida apenas empezaba a rendir frutos y pensó, con toda la indolencia que alcanzó para sí, que nada ni nadie podría arrebatarle esa tranquilidad.
Tomó la pequeña valija con la mano izquierda mientras se disponía, con la otra palma, a llamar a Analey. El teléfono emitió unos pitidos trepidantes en la bocina hasta que la voz pastosa, producto de estar somnolienta, de la mujer por fin se oyó del otro lado de la línea. Confiando en que todo lo que en la empresa estaba pendiente saldría a pedir de boca, César le indicó a la aludida que tal vez regresaría en un día o dos.
Ni uno ni otro tenían ánimos de quedarse charlando, a pesar de que todavía Raúl no sabía a qué se habían detenido en las cajas de seguridad. A César le fue preparada una habitación en el lugar, que se notaba pertenecía a un soltero del tipo de Raúl; imperaban los acabados minimalistas y los adornos, muebles y detalles iban acorde en la misma escala de colores; grises, cafés y negros entremezclados. La cocina era cromada con toques de aluminio en los electrodomésticos y en ningún sitio César notó algún adorno sentimental.
Ni una foto o un cuadro. Por primera vez en años se dio cuenta de lo poco que hablaba con Raúl sobre su padre. Se le hundió el pecho al tiempo que, sentado en el borde la cama, ya en la habitación que se le había asignado, observaba la seca decoración del cuarto. Se le antojó fría y umbrosa la iluminación, como si estuviera acomodado todo con demasiado cuidado. Las anodinas lámparas en las esquinas alumbraban muy poco el espacio y en el techo se formaban figuras amorfas de apariencia infernal.
Se puso de pie y aumentó la intensidad de la luz, deslizando un minúsculo scroll empotrado en la pared que suplantaba a un interruptor común, pero se seguía sintiendo bajo una estela de neblina, neblina espesa, neblina producto de la soledad; su casa, por otro lado, sí era más familiar, pero de ninguna manera él era el responsable de esta característica.
No. De haber él tenido un departamento en la misma colonia, tal vez hubiera estado en peores condiciones que ese. Imaginó que era así, literalmente, como Raúl veía la vida; esforzándose por parecer moderno, sin notar que hasta en ese aspecto frívolo de su vida no ponía el menor cuidado; a veces, la vanguardia, deja más expuesto al hombre que nada. Se encuentra frente al espejo, preguntándose si el día de mañana podrá comprar un auto nuevo, con tal de jamás reconocer que hay un vacío por el amor perdido o por ese perdón que nunca se pidió.
El Marqués mesó su cabello, resuelto a cuidar más la amistad que tenía con el español; hacía ya demasiado que se conocían, habían pasado, como muchos, la etapa del autodescubrimiento. En cierto modo, César lograba comprender a Raúl, aunque sus motivos de ser distaban mucho de ser parecidos. Supo entonces lo que los había unido y, asomándose hacia el hall, que ya se encontraba sumergido en la oscuridad, vio que su amigo ya había apagado la luz de su pieza.
No era, en definitiva, un hombre de promesas vagas. César se consideraba alguien decidido, cuyo significado algunos tergiversaban, cambiándolo por una actitud testaruda, en especial Ana, quien gozaba particularmente con hacerlo reñir decisiones. Cuando la evocó, de pronto sintió esa emoción particular de temor. Se dirigió a la maletilla pequeña donde tenía cosas personales bien acomodadas y donde, una hora antes, había guardado el estuche del Cojín.
Al día siguiente, en algún espacio breve de su agenda, llamaría a un coleccionista que su tío Eliezer le había recomendado para que hiciese la montura del anillo; alzó la piedrecilla en las yemas de sus dedos anular e índice, poniéndola contra luz para verla rutilar. Se moría de ganas por verla colocada, ya monticulada en una estructura de oro blanco, en el dedo de Analey, haciendo juego con su piel, con sus ojos y con el resto de su hermoso cuerpo.
Guardó la pieza con cuidado en su estuche otra vez y se quitó la ropa para ducharse. Se metió a la cama, pasadas las doce de la noche, con una ligereza retozando en su piel, producto de la calma en la que su vida fluctuaba desde tiempo atrás.
*
Los tres engullían comida china en la oficina de César, que Lucía se había negado a usar, dejándose la misma que antes. Raúl se crispaba cuando la mujer comentaba con su jefe los disparates que decía por teléfono; al principio, sí, se había mostrado avergonzado y con las mejillas enrojecidas, pero al ver el desgarbo y diversión con la que su amigo se tomaba las imprudencias de Lucía, no le quedó de otra que contarlo por él mismo.
—¿Al fin me dirás a qué paraste ayer en el banco? —quiso saber el español, de un momento a otro.
Lucía enarcó una ceja, confundida, preguntándose si sucedía algo que ella desconocía entre ambos hombres. Su jefe le envió una mirada que rápido pudo interpretar como el vaticinio de una nueva, nueva y benevolente noticia.
—Recogí el Cojín de Cádiz —musitó César, recargado en el respaldo de su silla, recibiendo la mirada sorprendida de Lucía y el escrutinio asombrado de Raúl—. ¿Quieren verla?
Se puso de pie, al tiempo que alargaba la mano al suelo y tomaba un pequeño maletín forrado de piel negra. Abrió los goznes y estiró la mano, mostrándoles un estuchito también negro, pero aterciopelado. La primera en tomarlo fue Lucía, sonriente, mirando a su jefe con un orgullo que casi se podía palpar en el aire.
El diamante era esplendoroso; era sencillo, pero elegante. Brillaba con pedantería y sin embargo era pequeño, ajustable a cualquier montura habitual. Una lágrima se asomó en la línea del párpado de la mujer, exponiendo el sentimiento que le provocaba ver el paso que ese hombre tan severo estaba por dar.
—Finalmente —musitó.
—Finalmente, joder —repuso el Marqués, alzando la mano para revisar su reloj de pulsera—. Y bien, jefa, ¿con qué empezamos?
Lucía chasqueó su lengua contra los dientes y le ofreció a Raúl el estuche; de inmediato lo escudriñó como el más, buscando los detalles que César le había contado que tenía. Parecía una joya simple, sin mucho alarde de su valor real, pero mostrando con sutileza los pequeños espectros que lo hacían ser un pedacito de cielo.
—Y hay otra cosa, ¿no, César? —espetó Raúl, socarrón. Le devolvió la cajita negra al Marqués y carraspeó antes de arrellanarse en el asiento.
—¿Cómo? —inquirió Lucía, el ceño fruncido.
—Ana está embarazada —comentó, sonriente, saboreando lo que la premisa significaba en su vida.
Otra vez volvió a pensar en ella, aunque nunca pudiera sacársela de la cabeza, había veces en las que se sumergía en su imagen; siempre viable para él, Ana era como la luz que le mostraba por dónde ir en ese camino estrecho y lleno de dificultades. Su asistente abrió la boca, titubeando, moviendo sus dedos los unos contra los otros, sin saber cómo expresarse.
Raúl comenzó a reír y la joven se llevó una mano a la boca, pensando en la enorme distancia que ahora sí, su jefe había interpuesto entre el hombre que solía ser y quien era en ese instante, frente a ella. Bajó la mirada y negó con la cabeza, ahogando sus cursilerías para sí misma. Quería ahorrarse la vergüenza delante del español quien ahora se burlaba de César recordándole cómo decía, en un inicio, que Ana no era eso para él; a sabiendas de que siempre la deseó para sí, al menos desde la muerte de Emilio.
—No sé qué decir —habló ella al fin, con tono compungido.
César esbozó una media sonrisa, volviendo a ver la joya antes de guardarla, primero en su estuche, luego en el maletín. Se quedaron ensimismados cada uno por su lado, evocando pensamientos de melancolía, tristeza y felicidad mezclados. Pronto se encontraron recordando, cavilando el futuro. Hablando, de forma incrédula, sobre lo que nadie nunca pensaba merecer.
Raúl se permitió añorar lo mismo que César: una familia, al lado justo de la mujer que tenía a tan pocos centímetros de distancia.
Lucía, empeñada en no quitar los pies de la tierra, juró no perder más tiempo del necesario. Juró no dejarlo ir más. Ya no más.
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