Capítulo 27
M: Adele - Hello.
Las palabras que Marlene le había dicho con tan poco tacto seguían taladrando sus ideas. Ana, por muy poco enojada que quisiera mostrarse, mientras su amiga le daba unas sugerencias sobre la imagen de Réflex, fingía que ponía atención; una vehemente carencia de cólera se había incrustado en su cerebro conforme la escuchaba parlotear. No había duda alguna de que la quería, porque no podía pensar en alejarla de su vida.
De modo que le dio el crédito a la mujer solo por ser quien era, a pesar de que consideraba que nadie más que ella podía opinar sobre sus propias circunstancias. Quería preguntar de qué manera ella era capaz de tener esa idea tan poco pasiva sobre el Marqués, pero había quedado más que claro que ese tema no era el indicado entre ellas.
Los sábados eran días no laborales en la empresa, pero se encontraban en una parte crítica en la que salía el número mensual de la revista, por lo que tenían que trabajar el doble por uno o dos días continuos.
—Entonces, ¿este será el indicado? Puedo cambiar la gama, si gustas —dijo Marlene, mirándola de refilón, refiriéndose a los colores opacos que había elegido para la portada.
Ana dijo que sí con la cabeza, pero de inmediato añadió—: Probablemente me tome unas vacaciones, por lo del embarazo.
Los ojos marrones de la rubia escrutaron a la mujer, sin pudor. Denotaban un mar de cuestiones que terminaron desperdigadas en el aire, como si hubieran brotado de su piel y se hubiesen quedado suspendidas sin poder llegar a su destino. Asintió, sin decir nada. Desde que conocía a Ana, había cosas que, en muchas ocasiones, no alcanzaba a comprender de su personalidad.
Sí, tenía bien claro en su cabeza que era caprichosa, puntiaguda y de mente totalmente certera y terminante. A veces soberbia, pero esa nueva faceta frente al Marqués, a lo que su antigua compinche era, la tenía aterrada. Antes era normal verla cuestionando ideas sobre la empresa, sobre todo cuando Emilio vivía, y ahora, ahí, frente a ella, tan sutil y calmada, dejando todo en manos de ese hombre. Era raro, muy raro.
—¿Me necesitas para algo más? —preguntó, ansiosa por retirarse y se puso de pie al mismo tiempo—. Tengo demasiado trabajo.
—¿Qué es lo que te pesa, Marlene, de mi relación con César? —inquirió Ana, tomando por sorpresa a la diseñadora que la contemplaba, confundida.
Su voz airada y sus movimientos rápidos, dejos de presteza, la ponían de malas. No obstante, siempre trataba de aconsejarse a sí misma que no se trataba de cualquier persona, sino de la misma Ana que años atrás la había apoyado en todo. Aun cuando no pertenecían a la misma clase social, al mismo círculo ni al mismo mundo, ella la había resuelto como hermana, tratándola con el respeto que nunca creyó merecer y que a veces ella misma se negaba.
Mientras pensaba qué responder se acomodó el cabello a un lado del hombro izquierdo, sobre la clavícula. Se encontró hiperventilando, con el ritmo cardíaco acelerado, sintiéndose en un callejón donde la esperaba el pasado disfrazado de fantasma.
—César es buen hombre, de eso no hay duda. Sus modales no son los que alguien como tú o como yo puede aceptar, Ana, eso es todo. ¿Recuerdas cómo me enteré de lo tuyo con él? —la increpó Marlene, furibunda.
No hubo respuesta, en cambio, la aludida se frotó la frente, exasperada con su falta de consideraciones para esa amiga que la aceptaba como fuera.
—Una revista. Un maldito reportero les tomó una foto y listo, ¿ahora entiendes?
Ella deseaba con toda su alma decir que sí, pero a menudo que César se volvía su centro de atención, comprendía que la opinión del mundo le era menos importante. Sin tomar a cuenta lo que nadie dijera, Ana se especializaba en concentrar su vida en lo que le deparaba el futuro, a sabiendas de que éste nunca viene con tanta certeza como la muerte.
Es tan pálido, tan doloroso, que vivir en el presente se convierte en una tarea agobiante. Te quedas en la bruma, esperando que los sueños se tornen realidad y dejándote a la merced de ser arrastrada o arrastrado por esa corriente. Tan impasible y poco amable como el hecho de enamorarte tan rápido, de acostumbrarte siempre a perder algo, a alguien.
De ser ese temible humano frágil.
—Si a César le llegase a importar demasiado el qué dirán, ¿a mí qué más me da? Ya no sé qué pensar, Marlene, te estoy desconociendo. Hasta ahora nunca habías discernido con ninguna de mis decisiones.
Marlene negó con la cabeza, furiosa, extenuada y sintiendo cómo los músculos se le agarrotaban víctimas del espurio.
—No dudes ni un momento de que respeto tus decisiones, solo te pido que vayas con precaución. Somos adultos y no podemos poner en tela de juicio todo cuanto hacemos, pero... con César no sé si esta analogía aplique —dijo, con la voz llena de cansancio.
Las palabras se quedaban atoradas a media garganta, como el escalofrío que provoca el miedo y que recorre tu espina conforme avanzas. Para Ana, las conformidades materiales siempre estaban de más, eran banas, nimias, sin importancia alguna que influyera en su felicidad.
Para Marlene, esta idea era concreta: su noviazgo con el Marqués se había roto debido a su alma liberal y a la seriedad que los modos de él exigían. No. Ella nunca fue la indicada para César y lo aceptó, aunque por sus ganas de comerse la vida de un solo bocado, no actuó de la manera más correcta, estaba segura de que la similitud entre ese par no podía ser buena.
—Voy a tomar mis propios riesgos, Marlene. Y César no tiene que demostrar nada. Soy un ser autosuficiente y puedo cometer mis errores, si amarlo, imaginarme a su lado es uno mayúsculo —Levantó el mentón, desafiante—, afrontaré las consecuencias, como siempre hago. ¿Qué más quieres que te diga?
—Lamento esto, en serio, simplemente... no quiero que salgas lastimada. Te veo enamorada como nunca creí verte y eso me frustra porque no sé qué surgirá de todo esto. De verdad. —Marlene contorneó el escritorio, yendo hasta su lado y girando el sillón donde se encontraba, la tomó por los brazos, antes de decir—: Quisiera no pensar mal, quisiera estar tan ciega como te veo ahora, pero, tengo que tener una mirada en el desconcierto. Siempre tengo que hacerlo, Ana.
Hubo un silencio, lleno de miradas cruzadas, frases que se ahogaban antes de terminar e ideas corrompidas que preferían dejar en el vacío.
—¿Cenas en casa hoy? Voy a decírselo —espetó Ana, con los ojos vidriosos y el labio inferior temblando, luego de un momento de reflexión.
Marlene entornó los ojos y se cruzó de brazos al tiempo que se erguía. La observó unos segundos, pendiente de la sonrisa que se comenzaba a esbozar en las carnosidades de su amiga. Su vieja amiga. No tenía que decir nada más, porque Ana conocía bien sus gestos, tan premeditados como consoladores.
La plática en la que Raúl y César estaban sumergidos se oía como un eco, retumbando en sus tímpanos como las olas se oyen en un caracol de agua salada. Veía a César con las extremidades tembleques, sintiendo cada extremidad y el cuerpo entero al borde del colapso por los nervios. Alison dirigía sus ojos hacia ella de vez en cuando, echándole una mirada cómplice. Marlene, siempre diferente, discernía con las opiniones de Raúl e incluso de César a veces, provocando las risas incautas en la enorme sala de la casa.
Pocos minutos después la cena fue servida y ellos se sentaron en sus respectivos lugares, sin notar el ensimismamiento de Ana, quien no había dicho ni media palabra en todo el rato que acababan de compartir. César preguntó si llenaba su copa, pero se negó, consiguiendo que el Marqués frunciera el ceño. Comenzaron a comer, en medio de comentarios sobre el platillo y una anécdota de Marlene en Rusia, unas vacaciones que habían hecho ella y Ana con el resto de su grupo universitario.
Y a pesar de las distracciones, el Marqués siguió escrutando con cuidado las facciones de Analey, que permanecía callada, sonriendo, mirándolo, pero estática y comiendo por inercia. Como si estuviera en otro lugar, menos ahí, con él.
Que Emilio saliera a colación ya era muy poco común para ellos, pero, a veces, su nombre se filtraba entre los recuerdos y causaba un minúsculo espacio de silencio. La más afectada, como siempre, era Ana, pero no por el muerto en sí, sino por la realidad que ahora le sobrevenía a su vida: realidad que pudo haber vivido con Emilio, pero que el destino se ensañó en que sucediera con César.
Frotó su frente con la yema de su dedo índice y negó con la cabeza. Alison charlaba sobre el hijo de los Rodales que no se cansaba de insistir en sus citas románticas que a ella se la antojaban ñoñas. El Marqués había mencionado que la familia era trascendental, sin murmuraciones que rondaran su reputación ni ninguna otra implicación que pudieran hacer al muchacho poco merecedor de su favor.
—¿Y he de aceptarlo solo porque viene de buena familia? —lo retó su hermana menor, con el ceño fruncido, mientras empinaba su copa hacia arriba.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios del Marqués. Explicó, con sumo detalle, cómo habían contraído matrimonio las familias en su casa desde la antigüedad, haciendo ahínco en que los nobles no solían contraer nupcias con gente ajena a sus linajes. Sin embargo, se había dado el caso y los resultados no habían sido buenos.
—No me refiero a que debas casarte con él, sino a que conozco al muchacho gracias a los negocios que mantenemos con su padre, y es un muy buen tipo —comentó César, con buena intención.
A él no se le daba bien dilucidar sus pensamientos arcaicos y se llenaba de vergüenza cada vez que recordaba que su relación con Ana todavía no se fijaba con ambos pies sobre la tierra: no por falta de voluntad, sino de tiempo. Que de hecho, era esa una de las tantas razones por las que quería apresurar su viaje a Madrid, para no prolongar más lo que desde hacía varios meses tenía pensando para sí.
—En ese no voy a discutir contigo —confirmó Alison, sonriendo—. Es un buen amigo, pero... no lo sé.
—Yo tengo la culpa de tu indecisión y poca seriedad en las relaciones —espetó César, en un tono de voz socarrón.
—En realidad, no. Si yo tomo una decisión errónea será mi culpa y no la tuya. Si me caso con un marinero, déjame, ya veré, ahora no me agobies con tus temas de los abuelos... ¿sabes que ni siquiera he memorizado el árbol de la familia? Dios, es tan extenso. —El Marqués la miró lleno de sorpresa.
La voz fuerte y decidida de su hermana ameritó a que un sentimiento de melancolía se posicionara en su pecho. Observó a Analey a su lado, que permanecía en un silencio desconcertante. Normalmente, siempre estaba defendiendo el punto de vista de su hermana menor, haciéndolo reconocer que bajo su tutela la pequeña Medinaceli había logrado forjar una personalidad de fortaleza, honrada y espléndida para con todo mundo. Altanera, sí, pero prevenida y cautelosa; características que tenía que aceptar avivaban la imagen perfecta que él mantenía de ella misma.
—¿Todo bien? —preguntó, con tono preocupado.
Analey clavó sus ojos titilantes y acuosos en él, lívida.
—Sí, de hecho... —Vio a Marlene, quien sonreía con diversión; a Raúl, con su ceño castaño fruncido y regresó para escudriñar al Marqués, que la seguía esperando, dubitativo, pero ansioso—. Estoy embarazada.
Cuando César tenía como doce años su padre los llevó a Madrid, a una de las colonias más alejadas del centro, a él y a Emilio, para que conocieran la casa que estaba construyéndole a su madre. Solo se podía notar a ciencia cierta la entrada, de estilo colonial y el enorme jardín de acceso. El pequeño junior había mirado la construcción de arriba a abajo, todavía en obra negra, pero que manaba galantería y sutileza.
Sencilla y cálida, como bien la recordaba y en el interior, al primer vistazo, daba la impresión de ser un palacio. Mientras rememoraba cómo se había emocionado al vislumbrar por primera vez Altozano —como la había nombrado su madre, por estar encima de Mil Cumbres, una colonia recién fincada a las afueras de la ciudad, en plena colina— César pudo encontrar cómo comparar lo que estaba acuñando en su vida.
No podía decir que estaba feliz, porque la palabra le resultó demasiado insignificante. Pleno, quizás, pero de igual forma, parecía una compilación de sílabas insustancial, incorrecta. Así que atinó a ponerse de pie, sin importar que ahí, en el comedor, donde se filtraban las luces doradas por la decoración, hubiera más personas. Recorrió con presteza la silla donde se encontraba Ana y sin limitarse la levantó por la cintura escondiendo en el hueco que formaba su cuello y su hombro, semi cubiertos por su largo y deslumbrante cabello azabache, su rostro. Absorbió todo su aroma y se lamentó por no poner más atención.
Claro. Tenía que ser más listo en esos detalles: el apetito, los mareos y náuseas, el cansancio paulatino y su extremadamente silenciosa actitud.
Quería llorar y quería decirle que la amaba como nunca habría pensado amar a nadie. Sin embargo, no tenía palabras, ésas estaban detenidas con la marea candente de cosas que quería hacer en ese instante: porque sin proponérselo, ella, su Ana, le había dado todo aquello que un hombre anhela en secreto, y un hijo, para él, era la cima de su ensoñación.
Había regresado, sin querer, a Mil Cumbres. La sensación fue deliciosa, igual que el aroma a jazmines de Ana.
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