Capítulo 25
M: Imagine Dragons - Dream.
Maritza había recibido la orden directa de Analey para que nadie del corporativo se enterase del despido de Héctor Morales, tío de César. Éste se encargó de forma directa para de reponer y explicar ante hacienda el faltante que ascendía a algunos miles de pesos. No hubo escándalo y desde su perspectiva la "deuda" familiar quedó saldada. Sin embargo, esa misma noche, mientras cenaban, Alison pidió saber el pormenor con detalle.
Al principio Medinaceli se mostró renuente, pero terminó explicándole a su hermana menor cómo se habían dado cuenta y de qué manera había resuelto su tío reaccionar. Mencionó que consideraba vano su afán por ayudarlo, pues una vez sucedió, otra vez abusó y la tercera, seguro que ya no se quedaba así nada más.
Ana picoteó con el tenedor su carne, que estaba en un término medio, como le gustaba. No obstante, su garganta se resecó y sintió cómo el aire se posicionaba en la parte trasera de su garganta, colisionando su apetito y desterrando las ganas de seguir tragando. Lamió sus labios con parsimonia, observando su plato y sonriéndole a las verduras que todavía quedaban en el plato de cerámica.
Raúl y César discutían temas de Alameda a los que ella se había acostumbrado. Ahora tenía conocimiento del cómo César compraba empresas al borde de la quiebra, las restituía, las levantaba en el mercado y después las revendía a un precio mucho más elevado, pero justo. Así los empleados no quedaban en la calle y los dueños en la ruina total.
Había comprendido, luego de convivir un tiempo con él, que esos eran los modos del Marqués, en desventaja para él, pero siempre haciéndolo ganar prestigio en la sociedad. A él lo atraían los rubros del metal, de la compra de acciones de construcción y otros. Analey no se inmiscuía en sus asuntos, pero César procuraba incluir su opinión cuando tenía atorado algo.
Respiró hondo y apretó los párpados, conteniendo con ansia las ganas de vomitar que habían surgido en su estómago, contraído de pronto. Tomó su copa de agua y la bebió hasta el fondo, mirando por encima del cristal a los otros. Alison se había cortado el cabello en estilo bob y usaba la ropa menos provocativa que antes. La adolescencia se estaba escurriendo de ella, tan rápido como Ana se había enamorado de César.
Retraída, se esforzaba por dejar a un lado el malestar que fluía por cada poro de su piel; comenzó a sudar frío y un segundo más tarde se irguió de su asiento apurando sus pasos para llegar al baño de servicio que estaba en la cocina. Lulú la observó con extrañeza y fue tras ella cuando se metió en la puertecita del retrete.
La puerta se cerró y la mujer se quedó de pie frente a ésta, expectante y confundida.
—¿Y Ana? —preguntó César, al tiempo que miraba en derredor la cocina.
Lulú señaló el baño, simple, con el ceño fruncido y sus manos limpiándolas con el delantal blanco que llevaba puesto.
El Marqués se acercó al bañito y se recargó en la puerta. La oyó toser y posteriormente, escuchó jalar la cadenilla. Miró a Lulú, para que entendiera que entraría y debía retirarse. La mujer solía ser siempre prudente, así que rápido comprendió que sobraba en ese lugar y que, gracias al cielo, había alguien que tenía siempre su atención puesta en Analey.
—¿Qué pasó? —preguntó, entornando los ojos y escrutando sus rasgos finos.
Ana se enjuagaba la boca con agua y tenía una careta blanquecina en el rostro, como si hubiese visto un fantasma. Lo encaró e intentó sonreír, mientras se secaba las manos con una franela. César dio un paso al frente y acunó en sus manos el rostro de ella.
Preocupado, acarició con la yema de sus pulgares la línea perpendicular en su quijada, sintiendo lo terso y frío de su tez. La mirada cristalizada de ella lo sobrecogía, augurando algo malo. No obstante, se limitó a sonreír, reconfortándola, haciéndole saber que estaba ahí, para ella. Sin importar nada; César pensaba que no habría poder humano que derrumbara ese tipo de sensaciones que se ameritaba a su lado.
Atribuyó su estado al cansancio del día, al despido justificado de su tío y al sinfín de enceres de los que ella se ocupaba.
—Tal vez deberías descansar unos días —susurró, captando la atención de Ana.
Ella negó con la cabeza, sopesando cómo explicar los terribles mareos y náuseas de los que era víctima. Quería acurrucarse entre sus brazos, dormir sintiendo la respiración continua sobre su pecho y sus resuellos mientras soñaba. Ciertas cosas las dejaba hundidas en lo más profundo de su ser, flotando en su imaginación, a la espera de encontrar el momento indicado de brotar.
Pero, muy a su pesar, Analey seguía creyendo que para el amor, ni las cuentas ni los números ni las medidas valen. Él levantó una ceja, esperando a que ella dijera algo. Cualquier cosa, y no lo hacía. La atrajo hasta su cuerpo, pegándola contra su torso y protegiéndola aún de los males invisibles.
—Quizás debería capacitar a alguien para ocupar mi lugar —musitó ella, tomándolo por sorpresa.
El Marqués tenía los ojos abiertos como platos, con impresión por su comentario. Se lamió los labios y con su mano izquierda la hizo mirarlo a los ojos, levantando el mentón de la mujer con los dedos.
—¿Eso es lo que quieres? —preguntó, ansioso.
Ana asintió, con miedo y otros muchos sentimientos encontrados.
Con César no importaba tirar por la borda su independencia; aunque el miedo era abundante, más eran las ganas de estar con él día y noche. Pensó: «estoy loca», pero seguía sin tener demasiado ahínco en sus últimas decisiones. Se encontraba a sí misma saturada; ideas retrógradas, ideas sosas, ideas que ahora le parecían adecuadas para ella.
No por ser mujer, sino por el poco tiempo que creía tener para amarlo. Deseaba invertir sus horas, minutos y segundos, esperando verlo. Añorando su presencia. En su mente todo era absurdo, sin control y demasiado intenso para sus gustos; no había nada que no daría por él ahora y eso era, con precisión, lo que la aterraba.
Su corazón amedrentado por las fallas que hubo en su relación con Emilio seguía acelerado porque no ocurriera lo mismo, por no caer en exactas circunstancias. Los ojos azules del Marqués la observaban con atención, deseosos de una respuesta.
—Tienes que enseñarme algo, César —musitó, luego de besarlo en los labios ligeramente. El ceño de César se afectó, bajando corrugado hasta casi unirse en el medio de su frente—. Enséñame a estar sin ti, porque no me gusta la codependencia y estoy asustada. No tengo edad para tener miedo de un hombre, pero... tú... eres tú.
Se quedó perplejo. Con pensamientos filosos yendo y viniendo en su raciocinio. Sentía cada una de las palabras de Ana clavarse en sus partículas, sus neuronas estaban vueltas locas y no se conectaban como era debido. No podía cavilar correctamente, pero la amaba con su alma. Y eso lo justificaba todo, ¿no?
Ya no quería huir y estaba más que claro que ellos dos, por muy fuertes que fueran, no podían en contra del destino y lo que éste tenía deparado para ambos. Deglutió saliva, sin quitar sus brazos alrededor de su figura esbelta. No sabía qué decir ni cómo responder. Solo algo se le vino a la mente de pronto, como un rayo de luz que lo sacó de las tinieblas de la incertidumbre.
Solo con un acto podía demostrar lo que quería de ella y de igual manera, tenía que viajar lejos, un océano lejos de Ana para conseguirlo.
—Tengo que ir a Madrid en unos días —confesó, su voz engolada por la presión—. Hace mucho que lo estoy posponiendo y mi contador ya me acaba con los estragos. Necesito hacer oficial el nombramiento de Lucía y...
Ella sonrió, plácida y echó su cabeza hacia atrás al tiempo que rodeaba su cuello con ambos brazos. Colgada de su cuerpo sentía que jamás podía caerse. Incluso, se permitía olvidar que las promesas no son eternas y que veces duran lo que un parpadeo; que son tan efímeras como un relámpago que viene, ilumina su camino, intenta romper la tierra y desbalancear donde hace contacto. Dejaba de lado la potente lógica que siempre gobernó en su vida; impedía, a toda costa, tener alguna duda, ver con ojos de lupa.
Estaba enamorada, en pocas palabras.
Algunas veces leía esas frases que siempre habían servido para mantenerla con los pies en la tierra, pero incluso ya no tenían el mismo significado. Ahora eran crueles, cuando antes se le asemejaban indicadas. En el amor, también hay que ser inteligentes, además de voraces y soñadores. Y Ana cometía el error de olvidarse de esto.
—Y, ¿a qué me vas a enseñar tú? —inquirió el Marqués, recargando un hombro, sin soltarla, en la pared del reducido espacio que conformaba el baño de empleados.
—A confiar —dijo y rozó sus labios otra vez.
A medio camino hacia su boca, el estómago se revolvió otra vez. Era inaudito que eso precisamente estuviera pasándole. Ella nunca se enfermaba y por si fuera poco, odiaba los hospitales como para tener que acudir a uno.
—Voy a pedirle a Lulú algo para el malestar porque, el estrés... —sugirió y él asintió.
La acompañó a la mesita céntrica de la cocina. Cuando ella se sentó, él dijo que iría con Raúl y Allison que tal vez esperaban alguna noticia. Lulú, después de saber lo que sentía, le ofreció un té hecho con hierbabuena y albahaca; pero Ana insistía con algo más fuerte, a lo que la mujer se limitó a sonreír.
—Las embarazadas no pueden tomar analgésicos ni medicamentos como el que pide —susurró, cerca de su oído y Ana, extrañada, dejó salir una pequeña risa—, no al menos sin que el médico las recete.
—Pero... —intentó decir, cruzando sus brazos encima del granito que recubría la mesilla.
Despreocupada, la mujer añadió—: Cuando te haces vieja aprendes que una mujer como usted no come como lo ha estado haciendo estos días, de a piquitos, no tiene ascos tan temprano en la mañana y tampoco se marea al subir o bajar las escaleras.
—Qué observadora eres, Lourdes —espetó Ana, confundida, el ceño fruncido y el pecho hundido.
Aguantó un poco la respiración, para probar si con ese acto las náuseas se iban. No recordó haberse sentido así por la mañana, salvo cuando despertó y dos días antes, también en las mañanas y en pequeñas extensiones durante los alimentos.
Se quedó mirando al ama de llaves, circunspecta. Si lo pensaba bien, su periodo estaba retrasado y sus cuidados no eran muy merecedores. Sonrió, sintiéndose una niña de dieciséis; «si hubiera tenido diez años menos, tal vez estaría perdiendo la cabeza», pensó. Pero, ahora, su perspectiva era tan diferente, tan añeja y pasiva que imaginó que se debía a la comodidad de su vida que un hijo no sería considerado un infortunio.
Y descubrió que antes, nunca había pensado en procrear. Hubiera sido por la falta de tiempo, pensó. Sin embargo en su cabeza había otras tantas sugerencias. No había cambiado el escenario, ni la trama de su historia, sino el personaje principal.
—Entonces, tú, ¿solo lo sabes? ¿Así como así? —cuestionó, Lulú percibió un dejo de burla en su voz.
—¿Me estoy equivocando?
No. La respuesta era que no, pero se la guardó y la reemplazó por unos ojos engurruñados, medio ocultos por los párpados semicerrados. César y Raúl entraron después, pocos minutos luego de que Alison lo hiciera. Se inmiscuyeron en una plática amena y ella continuó con sus asimilaciones. Se prometió que iría al doctor al día siguiente, para percatarse de la nueva sospecha.
Mientras César hablaba, ella observaba sus ademanes, su boca delgada cuando se abría y sus ojos azules que la miraban con añoranza de cuando en cuando. Su fisonomía delgada, bien definida, oculta por un traje descompuesto que antes había ido combinado. Sin corbata y sin tapujos lo tenía enfrente, regalándole una imagen de quien sería, tal vez, el último hombre en su vida.
Suspiró, melancólica y se dijo que nada, nada podría salir mal.
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