Capítulo 22
M: Pablo Alborán - Palmeras en la nieve.
Recargada en el hombro de su acompañante, Allison observó a César y Ana entrar en el gran salón tomados de la mano. Al tiempo que suspiró, un recuerdo de Emilio le vino a la mente. Últimamente no sabía cómo explicar la melancolía en su pecho. Se preguntaba qué habría sido de Ana de ella haber dicho lo que sabía.
Todo era como un sueño. Pero, según César, su relación iba lo bastante en serio como para que no se preocupara: no hacía falta alguna que lo dijera. Se notaba. Se veía en cómo la mirada de él se posaba sobre ella, candente, como admirándola, para que supiera que sí la quería.
—¿Estás aquí? —preguntó Sergio, el joven con el que bailaba desde hacía unos cuantos minutos.
Volvió su vista a él y se limitó a asentir. Estaba inmersa en sus cavilaciones, posponiendo una plática con su ex cuñada, cuñada ahora, que pronto tendría que finiquitar. Tal vez no eran de la misma edad, ni siquiera fueran parecidas, pero con el aprecio que le tenía, Alison se creyó poseedora del derecho a ponerla al tanto de lo que ella y César aparentaban.
Aparentaban incondicionalidad. Aparentaban perfección.
Aparentaban todo lo que una pareja enamorada debía.
Se negaba a estar preocupada, a pensar incluso mal de su hermano. La vida juega sus cartas de forma espléndida, tanto, que al fin y al cabo siempre sale ganando.
—¿Crees en el destino? —preguntó y recibió un gesto de extrañeza en el entrecejo del muchacho.
Sergio era hijo de uno de los amigos antiguos de su padre fallecido. El señor Octavio Rodales y Damasco. Un tipo encantador, honesto y de los inversionistas más portentosos de Alameda, la corporación de la que César era dueño. Su esposa, Felicia, era una dama inigualable. Recatada y de buenos sentimientos.
—Estoy aquí, ¿no? Después de que te negaste a salir conmigo en la Facultad casi todo el año... aquí estamos... —respondió Sergio, dubitativo.
La rubia no supo cómo contestar. En Madrid, Sergio había sido tan insistente que casi le cogió recelo, pero, era su decepción por el amor lo que siempre la instaba a rechazarlo. Era un varón apuesto, respetuoso y amigable. La hacía reír y lo más importante, la hacía pensar que no estaba sola. A veces, cuando recordaba a sus padres, lloraba en la soledad de su habitación, en un lugar donde se encontrara estudiando; pero él, cercano, pretendiéndola, de una u otra manera la obligaba a creer que no necesitaba estar con alguien para sentirse importante.
Al menos, no quien ella esperaba.
Entendió, de pronto, que su hermano, como ella, quería hacer su vida y por un momento se sintió miserable. Nunca viendo su mérito para con ellos. Alejado, así se había mantenido el Marqués, pero siempre procurando estar al pendiente de sus necesidades. «El ser humano no vive de sentimientos», se dijo internamente y se aferró más al abrazo de Sergio, quien de inmediato percibió el cambio en el roce con ella.
—Supongo que ahora ya no me correrás de tu lado —le dijo él, captando de nueva cuenta su atención.
Allison lo miró, como miran las personas que no saben lo que les depara el futuro.
—Solo si prometes no contarme chistes malos, como acostumbras —dijo, con tono socarrón.
Una amplia sonrisa se dibujó en los labios del muchacho. Ella se percató de la simpleza en su gesto, del despreocupado movimiento de sus pies en la pista y de lo ligera que se sentía olvidándose de la vida de su hermano.
Ahora era ella y... probablemente Sergio. La verdad era que no lo sabía, pero tampoco importaba. Estaba cansada de vivir pensando en el mañana cuando no sabía si éste llegaría. El hoy era imperativo, el hoy era lo que se podía derrumbar, el hoy no se iba como probablemente el mañana sí, desvanecido por dolores, pérdidas y... la muerte.
Felicia los observaba, complacida. En sus pensamientos, una vida plena para su hijo era todo lo que deseaba, sin contar con que la jovencita con la que bailaba era de una familia que siempre había sido allegada a ellos. Su marido la miró, sonriente y dijo—: Todavía no es momento de planear la boda, Feli.
—Oh, no seas tonto —lo reprendió su mujer.
—Es que... te brillan los ojos —dijo el señor Rodales, con un tono amistoso en la voz—, son muy jóvenes.
Ella asintió.
Una nueva sonrisa se apoderó de su rostro cuando vio venir a los anfitriones hacia su mesa. Ella tenía en el rostro un semblante fresco, sin embargo. A César se permitió observarlo con mayor cuidado, buscando la terrible sombra que desde hacía años tenía dibujado la apariencia. No obstante, no había fantasmas, ni reticencia.
El andar del Marqués era despreocupado, años más joven y vivaz. Oyó cómo su marido recorría la mesa para caminar hasta él, quien le sacó una silla a Ana para que se sentara. Ambos hombres comenzaron a hablar de acciones y otras cosas empresariales, así que poco a poco se retiraron, dejándolas frente a frente.
—Es idéntico a su padre, ¿sabes? —le dijo Felicia para romper el hielo.
Ana lo miró, para apreciar más la descripción que la mujer aludía. El Marqués tenía las manos dentro del pantalón de su frac. Se movía con sutileza, seguro de sí mismo, pendiente de los rostros a su alrededor.
Vio a un reportero acercarse a él y a César responder lo que sea que hubiera preguntado con una sonrisa trémula.
—Siempre fue un muchacho diferente —continuó la señora Rodales, con tono melancólico—, su madre estaba tan orgullosa de él. Ambos...
—¿Los conoció mucho? —inquirió Ana.
La señora asintió, llevándose hasta los labios la copa servida con champaña.
—Catalina y yo fuimos a los mismos colegios y cuando se casaron yo fui su dama de honor —contestó, su voz enronquecida, probablemente por los sentimientos rememorados—, César fue un hombre tan honorable, y ese joven —dijo, apuntando con disimulo hacia el actual Marqués—, parece su vivo retrato y permíteme que lo diga, se le ve... tan pleno.
Ana no sabía qué sentir. En realidad, no lograba escoger una sola emoción de todas las que tenía agolpadas en el pecho, rugiendo por salir con desesperación.
—¿Cuántos años tienes, querida? —cuestionó la mujer, viendo con plácida templanza cómo la joven veía a César.
—Muchos ya —respondió Ana, sonriente.
—Solo una vez en la vida tienes la capacidad de mirar alguien así —aludió poco después la señora, un tanto divertida por el repentino sonrojo de Ana.
Analey fingió que revisaba algo en el interior de su bolsita, para después levantar la cabeza y ver venir al Marqués en su dirección. Al estar frente a ella, le indicó que era momento de terminar la ceremonia de inauguración. Un alivio se urgió en su interior, sabiendo que al fin podría irse de ahí; en compañía de Felicia se sentía incómoda, como observada.
César terminó con el barullo y explicó a los medios de comunicación en forma privada dónde y con quién podrían obtener detalles sobre los primeros números de Réflex en la ciudad. Había personas felicitándolos, preguntando cosas que ella respondía de manera helada, distante, apenas prestando atención a las retahílas que amenazaban con desmenuzar sus ideas.
Poco a poco el lugar se fue quedando vacío. De un momento a otro, Ana se percató de que ni Raúl ni Lucía aparecían por ningún lado. Sonrió, al imaginar que estaban juntos. Miró a César, terminando de dar instrucciones al presidente de la corporación en Londres. Los accionistas parecían agobiarlo con preguntas nimias, algunas de burla sobre las posibles pérdidas.
Hubo un comentario en particular que la tomó por sorpresa: él dijo, frente a una cuestión poco educada de un inversionista, miembro del consejo, que Alameda, su corporación, se haría cargo de cualquier baja que AlaBal percibiera. Sin decir nada más, el Marqués dejó el círculo lleno de víboras y la siguió.
Las lágrimas querían desbordarse en sus mejillas. Había un nudo atorado en su garganta y en su corazón, un poderoso sentimiento de dolor. No entendía, no entendía cómo César podía hacerla sentir así: amada pese a que no decía nada. Y recordó, a su pesar, su misma conclusión al respecto: que las palabras se las lleva el viento y que el hombre tiene que aprender a vivir de hechos.
Y César no tenía palabras, pero le sobraban hechos. Hechos que la enamoraban más y más.
Alison entró con ella al auto, para dejar luego a su lado a César. En el aire de la noche se respiraba un aroma a paz. El viento traía memorias y llevaba consigo, meciendo con sutileza en las copas de los árboles, todos los miedos. Con el silencio dentro, Ana podía esperar cualquier cosa. Podía soñar e incluso pensar que esa noche aun no acababa.
César veía por la ventana, las calles sombrías y la gente que pernoctaba por la gran avenida Rokellis. El auto se movía despacio, pero lograba sentir el vibrar de las ruedas con el asfalto, lograba oír la respiración apresurada de Ana y al tomar su mano. Sus ojos se encontraron con los de ella, percibiendo los nervios aflorar en su iris.
Apenas cruzaron palabras al llegar al departamento; Allison se despidió de ambos y se retiró casi de inmediato a dormir, pues había comentado que estaba exhausta. Sergio la había acaparado por completo, no dejando que se negara a bailar con ella cuando una melodía lenta sonaba. Quería, según él, aprovechar todo lo que pudiera.
Incluso habían quedado de viajar juntos de regreso a Madrid. Y eso la ponía ansiosa.
—¿Todo mejor? —preguntó César, atrayéndola a Ana hasta sí.
Embriagándose de su aroma, hundió su nariz en el cabello ladeado de ella, acelerándose al instante. Al levantar el rostro, César vio las lágrimas rozando la línea delgada en sus párpados. Deglutió saliva, tratando de recordar si había dicho algo malo.
—¿Por qué dijiste eso frente a todos? —cuestionó Ana, retirándose poco a poco de su agarre.
—¿El qué? —inquirió él, confundido.
—"Alameda se pondrá de piso" —respondió ella, refiriéndose al comentario de César sobre la posible falla de su empresa en Londres.
El Marqués sonrió y dio dos zancadas hasta ella, acunando con una mano el rostro de la mujer y tomándola por la cintura con la libre.
—No estoy jugando para nada, Ana —dijo, con tono solemne—, ¿tú estás jugando conmigo?
—¿Cómo puedes jugar con el hombre que amas? Es imposible —espetó ella, sonriendo con timidez.
—¿Cómo podrías entonces, no ser el soporte de la mujer que amas?
Intentó tragar saliva, pero no tenía fuerzas para moverse. Estaba estática, entre sus brazos. Y lo cierto era que así quería permanecer siempre. Prendada de él como si fuera el último momento. Absorber su olor masculino y sentir, recargada en su pecho, los latidos de su corazón que la mantuvieran segura: segura de que él estaba ahí y de que era real.
—Hay algo que nunca te conté —susurró él, guiándola hacia su habitación—, cuando fui a Toronto a ver a Marlene, esa vez que tú conociste a Emilio... se supone que yo iría al mirador en CN... es una de mis vistas favoritas. Pasó lo que pasó y... le dije a Emi que fuera él.
Se detuvo en el umbral, en la pieza de Ana. Acomodó un mechón de cabello tras su oreja y suspiró.
—Cuando te... cuando esto empezó —continuó, colocando su palma izquierda sobre el espacio del corazón en su pecho—, lo recordé, recordé que yo iba a ir ese día a la torre. Recordé que debí ser yo... Me sentí tan miserable. Tan desgraciado por estar pensando en la mujer de Emilio como... mía.
—El pasado debe quedarse donde está, César. Tú eres mi presente, ¿acaso eso no es suficiente? —Ana le besó los labios, tan despacio que pudo percibir del cuerpo de él un estremecimiento.
—Debería ir a dormir... —dijo, tratando de convencerse a sí mismo.
Ana asintió y luego de que él le diera la espalda, soltando su mano con una dificultad tremenda, sonrió.
«¿A quién quiero engañar?», pensó el Marqués, arrancándose el punto de diamante* de la camisa. La deseaba. La deseaba ahora y no era su voluntad la que flaqueaba sino que, no encontraba más razón para contenerse.
***
*Estilo de nudo para moño de gala.
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