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Capítulo 21



M: Lady Antebellum - Need you now.





Ana se sentó en el sitio del pasajero del auto, que las llevaría hasta la empresa, junto a Lucía y Alison; sintió cómo el vehículo se puso en marcha calle arriba, y deseó que César no se hubiera adelantado.

Tenía miedo de lo que viniera: porque César no hablaba mucho con ella de sus sentimientos; se notaba lo prendado que estaba de su alma, de su carácter y de su cuerpo, pero no sabía lo que sentía, era como si, como si él se estuviera poniendo límites. Y los límites la estaban matando.

La calle Redcastle estaba solitaria ese viernes. Al tiempo que avanzaban a una velocidad prudente, ella mantuvo la vista fija en el pavimento, en los árboles y en las viejas construcciones de estilo victoriano que todavía permanecían intactas.

Suspiró hondo, a ver si lograba controlar los nervios que la estaban carcomiendo. Por dentro, sentía una llamarada que ardía. El saber latente de lo que con esa noche podía pasar la agobiaba, tanto que no hacía más que intentar respirar tan fuerte y seguido como pudiera. Lucía la observaba de cuando a cuando, sonriendo, percatándose de su incredulidad.

Tenía ganas de decir algo, al menos para que no estuviera tan afectada; era cierto que había escuchado mucho hablar en la empresa de ella, en México, sobre su carácter, pero no podía creer que no quedara mucho del orgullo con el que antes se pavoneaba frente al mundo. Imaginó que no sería suficiente nada que saliera de su boca, ya que de otro modo lo habría dicho.

El chofer se acercó al edificio que ya rezaba el nombre de Réflex en un enorme anuncio lucrativo. Ana lo vio terminado y se maravilló con el gusto del Marqués; siempre tan profesional. Bajó la vista un momento para tomar su bolsa, pero cuando levantó la cabeza se encontró con la figura de César, ataviado en un frac negro, y su rostro sonriente. Así, tan fácil, su temor se esfumó.

Él la vio bajar mientras le abría la puerta y sintió cómo le fallaban las piernas. Un vestido negro, acinturado y con caída de seda. La miró sin pudor alguno y le extendió una mano. Ana seguía sonriendo, escrutando sus facciones, admirando la forma tan elegante de él para reaccionar.

Ahí había reporteros esperando, pero el Marqués se limitó a explicar que solo unos cuantos, indicados en la lista de recepción, podrían pasar. Ana divisó a los sujetos que se la comían con la mirada, pero no por lo que llevase puesto o porque se viera deslumbrante, ella estaba pensando que quizás ya todos se darían una idea de lo suyo con César: César Medinaceli, el hermano de su difunto marido.

—Todo irá bien —le susurró él, colocándose a su lado antes de que entraran al vestíbulo.

Un choque eléctrico viajó por su columna hasta llegar a la nuca; sus vellos se erizaron y su corazón latía tan rápido que comenzó a marearse. Dejó que el Marqués la guiara hacia la sala de conferencias que esa tarde había sido dispuesto como salón: tenía una magnitud justa donde cabían probablemente cien o más personas.

César veía su rostro; la falta de color en sus facciones lo preocupó. Caminaron juntos hasta la mesa donde estaban los miembros del consejo y éstos los deshicieron en saludos. Ella se sentía inerte como una roca; era como si estuviera actuando por impulso, en ese lugar, donde sus miedos se habían reunido juntos solo con un mismo fin. Reclinó la silla y se sentó con delicadeza, sopesando saludos un tanto hipócritas.

Nunca, hasta ese momento, se había sentido tan amenazada. Estaba cayéndose a pedazos, atormentada por la presión de la novedad. Se prometió a sí misma nunca más dejar que otro hiciera las cosas por ella: porque se había acostumbrado a que Emilio se encargara de todo eso, y ahora que se había inmiscuido tanto con César en la nueva empresa, parecía que era una novata.

No la agradaba pensarse inútil y, cuando veía al Marqués desenvolverse tan grácilmente con el mundo empresarial, fue como ver cincuenta años de independencia tirados a la basura.

—Pero Ana es la que se encarga de la publicidad... —comentó César, mirándola, sentado a su lado.

Las acompañantes de los inversionistas la miraban con ilusión; identificadas, era como estar viendo múltiples gestos de añoranza en un par de ojos. Sonrió, al escuchar el cumplido de César, agachando la cabeza.

—No es algo que requiera demasiado mérito —dijo ella como respuesta.

Con el gesto quería decirle "gracias". Era una muestra de su confianza en ella y también era una manera sutil de decir cuánto la apoyaba y conocía. Escuchó a Lucía mencionar cómo se había ido formando cada área de la empresa, quienes serían los encargados de cuánto tiempo tardarían —según sus cálculos— en recuperar la cantidad de dinero que se había invertido.

De un momento a otro el tiempo comenzó a transcurrir con monotonía, Raúl parecía divertido con Lucía, contando sus propias anécdotas y Alison observaba con interés; Ana miró a César sacar su teléfono, disculpase y posteriormente ponerse de pie. Tragó saliva al sentir a una de las mujeres recorrerse para estar a su lado. El pulso estaba acorralándola, dejándola bajo el escrutinio de todo el mundo.

César cortó la llamada de su contador en Madrid tan rápido como pudo. Se volvió hacia la mesa y no la vio. Paseó la vista por todo el sitio, pero solo podía otear a gente en pláticas amenas, discusiones acaloradas sobre negocios o chascarrillos que provocaban estridentes carcajadas. Al frente había un pódium, colocado a lo largo de un paseo de luces nítidas. Apretó los párpados, pensando con seriedad en dónde podía estar Ana.

Se dijo a sí mismo que quizás se estaba alarmando demasiado pronto; pero, su interior, decía que ella no estaba bien. Al verla bajar del auto se dio cuenta, primeramente. Sus ojos no tenían el brillo común al que se había acostumbrado; sus ademanes eran titubeantes, nerviosos. Se dirigió al ala de vigilancia, donde estaban dos guardias sentados con desgarbo, quienes al verlo de inmediato se incorporaron de sus asientos.

El más bajo preguntó qué deseaba y cómo se le podía ayudar; César indicó de manera seca y rápida lo que quería y el empleado se puso a hacerlo sin objeción alguna. Revisó las cámaras, todas y cada una. Solo había una que no; recordó el enorme ventanal por el que él siempre se gozaba observando la magnificencia de los parques que rodeaban el centro.

Se llevó una mano a la frente y casi corrió hasta el elevador de servicio que se encontraba a pocos metros de ahí. Los segundos dentro le parecieron una eternidad. En las placas cromadas del ascensor podía ver su reflejo; hasta ese instante, él no había comprendido unas palabras de Ana, con respecto de la revista de negocios, Réflex: en una junta de consejo la mujer había hecho hincapié en que la "farándula" no era el objetivo de sus artículos, sino que su primicia era el ojo administrativo.

El artículo que había escrito Ana sobre él mismo le recordó a lo que tenía frente de sí. Turbio, su reflejo con el movimiento del elevador se volcaba, se volvía inamovible, se distorsionaba o simplemente se mantenía estático. Así funcionaba su vida, al menos, así había funcionado hasta que se vio envuelto en tanta confusión. Con certeza, se había terminado de convencer de que su Analey lo hacía ser mejor hombre, de hecho, el sentimiento que crecía en su interior para con ella, lo instaba a que fuera mejor día con día.

El pasillo del último piso por fin se marcó frente a sus ojos. Sus pasos, antes descuidados, por los nervios, se volvieron seguros, firmes; se acomodó el moño al cuello de la camisa y tragó saliva, pensando muy bien en lo que su cabeza maquinaba por aquellos segundos. El hall parecía más largo que de costumbre, pero César conocía muy bien el motivo de que nada se viera de la misma manera.

El tiempo había pasado demasiado para él, pensaba, con una idea taladrando su mente.

La puerta de cristal templado estuvo frente a él rápido, mientras las abanicaba para entrar, algo de nostalgia se incrustó en su cabeza. A veces, cuando estaba solo, podía pensar en Emilio sin que su recuerdo significase más que un efímero dolor: porque el estar con Ana, sabiendo que ella sentía lo mismo que él, era parecido a comer el mejor de los banquetes todos los días.

—La fiesta es abajo, An —le dijo, captando su atención.

Lo había sentido mucho antes de que hablara, ella podía sentir en el ambiente su presencia. En el aire se olía su aroma y pronto tuvo una mano cálida sobre su hombro parcialmente descubierto. Ana dejó la vista clavada en la oscuridad que caía súbita sobre la ciudad, dejando solo pequeños destellos en los edificios contiguos y la lejanía. Las copas de los árboles creaban figuras amorfas que danzaban cuando el viento soplaba.

Para ella, era la vida: las sensaciones, las acciones y los sacrificios. Se remontaba, aunque doliera, a todo aquello que no pudo nunca dejar con tal de formar un matrimonio estable con Emilio. Y, ahí, a la vista de todos, se sintió tan desnuda que solo podía pensar en huir. No la agradaba la sociedad de alta alcurnia, ni la atención sobre cada uno de sus modos; tampoco, por muy extraño que esto pareciese, le gustaban los elogios, ni de su persona ni de su trabajo: porque le costaba mucho creer que todo mundo encontraba bien encausada su opinión.

Por César sabía que en la gala había diferentes ideáticos políticos: no tenía miedo de lo que pensaran de ella, sino de lo rápido que podían derrumbar lo que con tanto trabajo había construido.

—No sé cómo lo haces —dijo, con voz melódica, arrastrando las palabras después de un largo suspiro.

—Cuando estás así, pienso que... recuerdas —le espetó el Marqués.

Él colocó una mano en el filo del ventanal, acarició con su nariz el lóbulo de la orejade Ana, percatándose del ligero estremecimiento en su piel.

—No recuerdo —masculló, al tiempo que se giraba para encararlo—, más bien trato de asimilar mi vida ahora...

—Eso duele —confesó César. Acarició su barbilla y le levantó el rostro, para que lo mirara directamente a sus ojos.

Lo vio fingir una sonrisa, lo observó contemplar sus labios, sus rasgos resaltados con maquillaje simple; mientras pensaba cómo sacarlo de esa idea, Ana imaginó que confiar otra vez, luego de la ruptura tan vil que Marlene le había hecho, sería difícil; sin embargo, él nunca la mencionaba, parecía absorto en sus cavilaciones muchas veces, pero cuando ella le hablaba, cuando quería algo de él, él trataba de dárselo; justo como si quisiera compensarla.

—A mí me duele compararte, César —admitió ella, sonriendo.

El Marqués se quedó perplejo, tratando de reconocer la frase, pensando en cómo tomarla.

—Está claro que no soy como Emilio —susurró él, lento, apenas para que ella pudiera escuchar.

—No. No lo eres —musitó Ana, de pronto circunspecta.

César agachó la cabeza, escondiéndolo en el cuello de Ana: podía percibir la tibieza de su aliento golpear su piel, sensibilizando el área de inmediato.

—Dime a qué te refieres porque me matan los celos —agregó él, sin ver sus ojos todavía—, no puedo pensar en que mi hermano era... no puedo, aunque la culpa venga, tú me importas más.

—Te amo, César. —Quería sonreír, pero apenas logró levantar su cabeza. La miró, atónito.

Lo amaba. Ella había dicho que lo amaba.

—Quiero que conozcas a alguien y... —Sonrió él, acunando en su mano derecha el rostro lívido de Ana.

Algo agudo se pinchó en su corazón al no recibir una respuesta; ahora veía en los ojos de César una estela de tranquilidad. Por un momento pensó que quizás, cabía la posibilidad de que no se sintiera igual, de que ella se estuviera precipitando.

—Sé que odias estar aquí —espetó él en tono conciliador—, solo, quiero presentarlos y terminar de inaugurar esto. Luego nos vamos.

Ella intentó sonreír, pero el sentimiento de escarnio no se lo permitió. César la hizo que caminara de regreso a la puerta, a través de la enorme oficina recién amueblada. Trataba de decir algo; nunca antes se había quedado sin palabras y él, con su galantería, alebrestaba sus más bajos deseos hasta lograr que la mente se le quedara en blanco.

Antes de abrir la puerta, César se dio media vuelta y la atrajo hasta su cuerpo, sus pechos unidos en un abrazo. Rozó con la punta de su nariz la de ella y aspiró todo su aroma, tan femenino y dulce.

—Necesito hacer algo, y ni ese vestido ni este lugar me ayudan —susurró.

Después de que él dijera eso, ella no necesitaba que dijera nada más. Y eso pedía, a gritos, internos y corporales.


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