Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 19



M: Dorian - Tormenta de arena. 





Observaba el monitor de su computadora; pero en realidad estaba pensando otras cosas ajenas al trabajo. Con ambas palmas se talló el rostro, exasperado, con un sentimiento rutilando en su pecho. Volvió la vista al correo, donde Maritza, la contadora de AlaBal, en México, le indicaba por cuánto tiempo se habían estado haciendo las transacciones ilícitas o que al menos, no figuraban en ningún libro como acopladas.

César supo que no era coincidencia el dinero que Daniela Fernández recibía cada mes, siendo una suma no tan fuerte, pero sí extraña. Recordó el informe de Samuel, y no pudo evitar sacar conclusiones: Emilio le pasaba un fondo para que pudiera atender bien al niño, aunque en sí, las circunstancias siempre habían sido las mismas: mediocres, a su ver.

Pocos días faltaban para la inauguración del nuevo brazo de la empresa; entre papeleos, contrataciones y pláticas con nuevos inversionistas, nunca había encontrado la oportunidad para contar a Analey la cruda verdad que permanecía entre sus secretos oscuros.

No quería mentirle, pero tampoco quería hacerla sufrir. Y una otra cosa, estaba seguro, desencadenaría en la otra.

Suspiró y se puso de pie, caminando hacia la enorme ventana con vista al parque St. James, más edificios institucionales y una que otra vista del lago artificial. A pesar de que su relación con Ana fuera por tan buen camino, César no estaba seguro de cuánto podía durarle esa felicidad. En realidad había olvidado cómo ser feliz. Incluso, se preguntaba en sus noches de insomnio qué de verdad sentía Ana por él.

Escuchó la puerta abrirse y se giró de inmediato, encontrándose de frente con una Ana refrescada, como si cien kilos se la hubieran quitado de encima. Torpemente, la halló en el camino y le dio un abrazo fuerte, rodeándola con sus brazos y apretando para sentir que de veras estaba ahí y que no era una artimaña de su imaginación. La olió, como hueles algo que quieres recordar para siempre.

—¿Qué sucede? —preguntó, preocupada.

Él acarició su mejilla, buscó con sus ojos en las facciones delicadas de ella, embriagándose, al mismo tiempo, de su aroma a jazmín. Un nudo de sentimientos se agolpó en su pecho, viajó hasta su garganta y se quedó ahí, a la espera de brotar con furia y dejarlo expuesto.

—Te quiero, Ana —susurró, colocando su boca a un lado de su oído.

Analey se percató de la forma suplicante en la que el Marqués había hablado; se estremeció bajo su toque, creyendo que podía ocurrir lo que desde días añoraba. Ella persistía en la idea de que eran adultos y podían tomar las decisiones necesarias para que su relación saliera a flote: siempre que tocaban el tema, César lo zanjaba guardando un doloroso silencio. La hacía pensar, cada que ocurría, que el futuro a su lado no le preocupaba.

Ana no podía dejar de creer que eso era lo que quería, dejando de lado todas y cada una de las ambiciones que antes había sucedido. Su vida se veía gris, si acaso pensaba en olvidarlo: porque no se puede olvidar lo que se incrusta en el alma como un pedazo más de ti misma.

La miró a los ojos por largos minutos, hasta que ella rompió el silencio con un beso, lo atrajo hasta sí, pensando que así lo haría tranquilizar; estaba segura de que, en un tiempo, César confiaría en ella al cien por ciento, sin dudar o temblar. Pero ahora, tenía que ser paciente, tenía que apoyarlo y darle un poco de lo que él mismo la regalaba.

Mordió su labio inferior, y luego subió sus manos por la espalda, hasta llegar a la parte trasera de sus brazos. La tela delgada de su blusa hacía perceptible la piel tersa; César se movió un poco, hacia atrás, para intentar aplacar el ansia acuciante que lo sumergía hasta ese mar negro que eran sus deseos más primitivos.

Se recargó en el filo de su escritorio, con la cabeza gacha y los ojos cerrados; asidas sus manos del borde de la lujosa madera, rasgó con las uñas el barniz. Un sopor invadió su pecho, pero lo obligó a mantenerse a raya; como si la mella fuera una guerra, una interior; abrió los párpados y se encontró con el iris verde de Ana. Sonreía, pese a que él estaba retrocediendo.

Miró sus ojos con detenimiento, mientras él escrutaba cada parte de su cuerpo, dejando que aflorara en el ambiente la tensión de un acto que no puede ser consumado. Ana se dejó caer en el sofá, se acomodó los cabellos de ambos lados tras los oídos. Suspiró y, al sentirlo a un lado, pensó que había caído demasiado rápido.

Su corazón latía tan fuerte, tan desbocado, que juraba que podía oír las pulsaciones de su ritmo resonar en sus tímpanos. La mano de César la tomó por la nuca y la hizo voltear; era consciente de cómo sus dedos titubeaban antes de poder reconocerla. Lo besó lento, dejando que él la guiara, sin presión y sin dejar salir lo que en verdad quería hacer.

Él no llevaba puesto saco, ni chaleco, por lo que le fue muy fácil desabotonar su camisa. Percibió un apretón en la cadera, jalándola más cerca del cuerpo febril de César. Y lo permitió. Suave y sutil, que acariciara sus partes debajo de la falda, a donde lo esperaba impaciente. Pero él no avanzaba y se quedaba a pocos centímetros, tocando la piel de sus muslos, torturándola.

Lo escuchó gruñir contra sus labios y cuando abrió los ojos para mirarlo, vio de soslayo su falda remangada casi llegar a la cadera; sonrió, y se puso pie, admirando los nervios de él y gozándose en la manera tan desprovista de pudor que la recorría.

Se sentó a horcajadas en su regazo, dejando sus Valentinos en el suelo. Apenas estuvo sobre él, dejó que su boca invadiera poco a poco su cuello y que trazara caricias desdeñosas en línea hasta llegar a sus senos que, aunque pequeños, él parecía estar deseando minuto a minuto.

Emitió un gemido, al tiempo que él escondía en medio de sus senos, donde había abierto su blusa de seda, el rostro, oliendo, rozando con la lengua, besando; la mano de él torturó una de sus cimas, y la hizo estremecerse, sin piedad.

—Me muero por estar contigo —musitó contra sus labios sensibilizados, ella podía sentirlo, no obstante, aunque no lo dijera—, pero debemos esperar... aunque sea un poco...

Un balde de agua helada sobre sí se habría sentido menos doloroso. Lo miró, gélida; tragó saliva, y llena de vergüenza se quitó de su regazo. Estaba anonadada. Como si no pudiera encontrar una razón viable para que él se negara estando ya a un paso de... de hacer lo que iban a hacer.

Se puso de pie, de forma brusca, continuando a vestirse y sin mirarlo.

César la observó, débil, como si decir no, hubiera significado un golpe duro, interno; sintió su propia excitación, que permanecía bajo sus pantalones a la espera, furioso.

—Hay algo con respecto a la muerte de Emilio que...

—¿Vas a seguir con eso? —inquirió ella, el ceño fruncido, la ropa acomodada en su lugar.

La temblaban las manos y una potente ira crecía en su interior; estaba enojada, enojada de que él se escondiera así.

—No es... —intentó decir César, pero no sabía cómo empezar a relatar la cruel verdad. Dio un par de zancadas hacia ella y la tomó con sus manos por ambos brazos, atrayéndola hasta su pecho—, no es lo que piensas. Lo juro. Necesito Ana, de verdad necesito que confíes en mí.

Mirando sus ojos tiernos, seductores, Ana no encontraba la forma de mantenerse molesta con él. Parecía tan vulnerable, que en ocasiones se sentía terriblemente culpable de sus momentos de ensimismamiento, que por esos días eran bastantes.

—¿Por qué? Tú no confías en mí. —Agachó la cabeza, como rendida, con una voz de niña mimada.

El Marqués sonrió, disfrutando de aquella faceta de mujer inocente, de una dama orgullosa que no cede tan fácil.

—Yo confío en ti, Ana —dijo, con actitud solemne—, en quien no confío es mí mismo. ¿Me entiendes?

Ella negó con la cabeza.

—No quiero que nada en esta tierra pueda hacerte el más mínimo de los daños —susurró, mientras presionaba su frente contra la suya—, te dije que te quiero, y no estoy mintiendo. Te quiero en mi vida y cualquier cosa que amenace con arrebatarte de mi lado me pone mal...

Escudriñó sus facciones, perpetrando en su mirada la súplica de que le contara.

—Me asustas —admitió la mujer y por primera vez en su vida, fue capaz de sentir la dependencia.

No física, ni emocional; era esa dependencia por saber del otro tanto como fuera posible.

—Yo también tengo miedo —masculló César, sonriendo.

—¿Me dirás lo que sucede?

El Marqués observó el reloj de la pared contigua y chasqueó la lengua contra sus dientes, con fingido enfado. En realidad, estaba agradeciendo que la hora de la comida se hubiera atravesado, porque sabía que la sorpresa que tenía para ella desviaría su atención del tema aunque fuera un poco.

—Hay algo que quiero mostrarte —le espetó.

Tomó su gabardina de un sillón y sujetó a Ana por la mano, para luego dirigirla hacia afuera, al pasillo y emprender el viaje a donde se había citado con esa sorpresa que había fraguado días atrás. Ana, para su suerte, lo siguió, con una sonrisa dibujada en los labios.



*



Alison echó un vistazo a su teléfono: su hermano estaba media hora retrasado y ella odiaba esperar, sobre todo en un lugar en el que no tenía la menor idea. Días atrás, César la había invitado a la inauguración de la empresa y, diciendo que había algo serio de lo que debían hablar, ella aceptó encantada.

Las revistas de sociales no eran para ella, así que la dejó sobre la mesa y bebió un poco de su Callhua. Se rio, al recordar la cara del mesero cuando ella había pedido esa bebida tan exótica, pero tras explicar que era simplemente licor de café con Carnation, recibió su vaso en menos tiempo de lo que pudo esperar.

Al levantar la vista vio a César, caminando dubitativo, a un lado de Ana, hacia su dirección. Arrugó el entrecejo, pero levantó la mano para ocultar su extrañeza. Poco después, abriendo los ojos llena de impresión, los observó caminando, tranquilos y sonriendo entre ellos. Raúl y Lucía, sin que ella se diera cuenta, estaban sentándose a su lado en ese momento, después de saludarla.

Su corazón de niña dio un vuelco y bajó los ojos a la palma de su hermano, que venía entrelazada con la de su cuñada, y sus cuerpos juntitos; un claro signo de pertenencia.

—¿De qué me perdí? —cuestionó al madrileño y a Lucía.

Éstos se miraron entre sí, sonrieron, pero no dijeron nada.

Ana le soltó la mano a César y avanzó hasta Allison, extendiendo sus brazos para abrazarla. La chica seguía atónita, como si se le hubiese olvidado toda palabra. Su ex cuñada, o cuñada, o... lo que ahora fuera sonrió, reconociendo su cara de no saber qué era lo que sucedía.

César la rodeó con sus brazos y la besó, en la mejilla, para luego decir—: Te dije que era importante que vinieras.

—¿Ustedes están...? —inquirió, dibujando en el aire un óvalo, queriendo explicar lo que con palabras no podía.

Al sentarse, vio cómo se miraban, cómo sus manos volvían a tomarse y cómo afirmaban casi simultáneamente.

—Me gustaría decir que era de esperarse, pero como parecían perro y gato...

El Marqués se mordió el interior de la mejilla y suspiró; su mente estaba en blanco, se le habían agotado las excusas.

—A mí me gustaría explicar... pero es que simplemente esto no tiene manera. —Intentó sonreír, pero no lo consiguió.

Porque temía que su hermana menor, la única que le quedaba, no aceptara su relación con Ana; ese fue sin duda, el único momento en el que pudo comprender a Emilio. Apretó los párpados, dolido, recordando lo que él había hecho a su hermano.

Hay quienes dicen que el amor no puede cuantificarse —explicó la rubia, una sonrisa en sus labios—, así que, me alegro mucho de que estén juntos. En verdad. Sabía que necesitabas a alguien y quién mejor que ella. A ver si ahora te dejas de ser tan cabezota.

En sus hombros disminuyó la carga y poco a poco, la plática se fue perdiendo en asuntos ajenos a su relación. Luego de casi un mes, y de casi dos años en su compañía, desde la primera vez que se había sentido atraído, quiso saber qué tanto sería bueno esperar para dar el siguiente paso.

Aquel del que ya no se puede retroceder y del que tienes que estar seguro totalmente; así como lo estaba él. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro