
Capítulo 18
M: Alejandro Sanz - Amiga mía.
César se veía tan diferente: como si la vida se le hubiese vuelto al cuerpo otra vez. Al fondo, en la imprenta, daba instrucciones para nuevos empleados: algunos habían sido ascendidos de Grupo AlaBal en México, otros eran de nuevo ingreso, inexpertos, pero que tenían muchas ganas de trabajar.
Raúl tamborileaba sus dedos en la mesa de trabajo, mientras lo observaba. Dubitativo, suspiró. «Incluso se viste diferente», pensó, cuando vislumbró que su amigo iba ataviado con aire más juvenil. Sonrió y se talló el rostro con ambas manos, luego se puso de pie y caminó hacia el elevador. Guardó sus dos manos en los bolsillos de su pantalón gris y cuando entró en el ascensor, recargó la cabeza en el metal frío.
Hacía cerca de quince días que habían llegado y él todavía no podía describir qué era lo que tenía atorado en el pecho que no lograba dejar salir. ¿Acaso estaba celoso de Ana? Eso no podía ser, en realidad, estaba tan contento con la nueva apariencia fresca de César que a veces le tenía hasta envidia.
Y sí...
Lo envidiaba.
Él quería dejar de ser tan cobarde: aunque se ocultara en ese caparazón de mujeriego, queriendo demostrar ante las mujeres un poder que no tenía: su padre le había dicho una vez, que era así como un varón encajaba, pero, estaba deseoso de romper con esa idea absurda. El hombre no debe, nunca, pensar que una mujer podrá compartir el amor; «porque si puede, entonces no es amor».
Al escuchar el deslizar de la puerta, Raúl entendió que alguien más había entrado. Para su sorpresa, era Lucía, quien le sonrió como si nada, siendo que él, en su presencia, se sentía tan débil y a la merced, tal cual si los papeles hubieran cambiado: ahora él era la presa.
Presa del miedo. Presa de Lucía y sus ojos cantarines. Presa de su forma de ser tan profesional para con él. De pronto, frente a él, tuvo una cruel, muy cruel y agria verdad: Lucía no le creería tan fácilmente, y es que, las mujeres como ella, definitivamente se salían de sus estándares. Pautas que ahora que las analizaba bien, parecían ridículas.
En ese instante, algo lo obligó a mirarla con detenimiento, para ver si algo había cambiado: lo cierto es que ella seguía de la misma manera fría para con él, a pesar de haberlo invitado a cenar; nada se tornaba diferente, en cambio, creía que nunca podría aspirar a estar con alguien como ella: tan saludable, tan segura de sí misma y tan independiente.
—Esto de las miradas comienza a ser confuso —explicó ella, tomándolo por sorpresa.
Abrió los ojos con impresión y resopló; ella lo miró un segundo y meneó la cabeza de izquierda a derecha, esperando a que entendiera lo que sucedía. Era bastante listo, pero en las cosas del amor no tenía ni la menor idea.
Lucía no pensaba pasársela toda la vida apurándolo para que aprendiera: que las cosas del corazón corresponden a dos y no a uno; que no se puede perder lo que nunca se tuvo y que jamás podrás saber lo que sienten por ti a menos de que lo preguntes.
—Cuando era niña mi madre me dijo que Gastón, mi padre, la había abandonado porque ella lo amaba demasiado —comenzó a relatar ella, sin mirarlo.
Raúl enderezó su postura y cruzó los brazos, tratando de colocar toda su atención en la chica a su lado. El pitido del ascensor se oyó y la mujer le indicó que siguieran su rumbo: lo llevó a su oficina y se sentaron en la pequeña salita recibidor. El lugar olía a flores frescas. Había un ventanal abierto y papeles regados en el escritorio.
Raúl cruzó una de sus piernas y observó el techo, ella siguió diciendo—: Yo creí que estaba loca. Sinceramente.
El madrileño sonrió, entretenido, sin dejar de ver arriba la lámpara que oscilaba con el aire que se filtraba entre las persianas del cancel.
—¿Tu padre no creía en el amor? —se interesó él, cuando se formó un silencio.
—No lo sé —admitió ella, en voz baja—, lo que sí sé es que mi madre terminó siendo alcohólica. Bonita manera de demostrar su amor.
Raúl levantó la cabeza y la miró, con desdén, ella aprovechó para sonreír.
—Tú me la recuerdas mucho, Raúl —le dijo, provocándole un escalofrío al español.
No supo qué decir. Por primera vez en su vida se sintió insultado, como si algo estuviera acorralando el enorme ego que tanto comparecía. Era, en sí, tal cual un niño pequeño, temiendo ante la figura de autoridad frente a él.
Agachó la cabeza y se quedó así, mirando el suelo, pensando en algo con qué defenderse. Tal vez Lucía lo odiaba, pero nunca dijo nada y él que creía en una oportunidad. Se imaginó que ella estaría esperando a que él dijera algo, pero estaba mudo.
Lo observó circunspecto, como si le hubiesen cortado la lengua. La chica negó con la cabeza, antes de espetar—: Raúl, me refiero a que tampoco sé qué quieres de ti mismo. Ni de mí. Igual y si me lo dices podríamos llegar a algo.
Él se llenó de aire los pulmones y metió la cabeza parcialmente entre sus rodillas, intentando ocultarse. Luciendo patético ante ella. Y no era eso lo que quería, mejor dicho, no sabía nada.
—Tal vez deba retirarme —masculló.
—Vienes a mí cada que necesitas recordar.
Él asintió.
—¿Quieres que te recuerde por qué no salgo contigo?
Él volvió a decir que sí con la cabeza.
—No salgo contigo porque no estoy dispuesta a enamorarme de ti, y luego terminar como las otras. —Él la observó, con pesar.
—Yo no salgo contigo porque tengo que recordarme todos los días lo que merezco. Definitivamente eso no eres tú y vengo a verte, vengo a oírte, quizás a oler en el ambiente el maldito perfume que usas solo para saber que no soy yo quien te hará sonreír. De igual manera no comprenderás. Eres demasiado complicada siempre, sobre todo para alguien como yo.
Se puso de pie y dejó la oficina, y a ella, sofocadas. Respiraba con dificultad, esforzándose por no confundirse. No sabía si ése que había hablado era Raúl o la versión mediocre de éste, y se preguntó si eso es lo que hace una mujer con un hombre cuando lo arrastra con su orgullo: la verdad es que no le gustaba creer que podía causar eso en el joven, que, si bien tenía una reputación repugnante, de Don Juan, ella se había encargado de menospreciar.
Cuando César entró en la oficina con Ana, se sorprendió de ver a Raúl sentado, con los pies estirados sobre los cojines, con un vaso de whisky en la mano, en el sillón. Analey sonrió y se dejó caer en el pequeño sofá frente a donde se encontraba el madrileño.
—¿Cansado? —preguntó y César, mientras tanto, le extendió una bebida que no dudó en beber con rapidez.
Raúl negó con la cabeza, la mirada clavada en la del Marqués.
—¿Puedes estar cansado de ti mismo? —cuestionó, compungido.
Ambos se mantuvieron colectos.
—Sí —zanjó César, con una ceja levantada.
El madrileño dudó unos momentos pues no quería hablar, por vergüenza, delante de Analey; se puso de pie, pero antes de comenzar a avanzar hacia la salida, apretó con sus dedos el puente de su nariz, denotando su estado poco afable.
—¿Cómo carajos convences a alguien de que cambiaste tu manera de ser? —preguntó, con una ceja enarcada.
Analey no pudo evitar sonreír, se quedó callada, observando a César; éste guardó en sus bolsillos ambas manos y miró a su amigo con algo más que impresión: «estará bromeando», pensó el Marqués. Agachó la cabeza, hasta clavar su mirada gélida en el suelo cubierto de una alfombra de color camel.
—Primero, ¿de quién estamos hablando? —intervino Ana.
El aludido ladeó un poco la cabeza, quizás buscando cómo decirle que era Lucía a la que no lograba hacer creer. Aunque en sí, desconocía qué era lo que quería dar a entender con sus comentarios, sus miradas meditabundas y sus gestos preocupados.
Últimamente, se sentía ajeno a todo el mundo, de no ser por César, que se encargaba de mantenerlo ocupado, investigando a casi todos los nuevos empleados que habían adquirido puestos importantes dentro de la empresa; se lo agradecía, porque de otra manera tal vez estaría pronto a perder la compostura. La poca que le quedaba.
Suspiró y les dio la espalda, al mismo tiempo que se adelantaba dos pasos hacia la puerta de acceso.
—Cuando conocí a Lucía la invité a... ya sabes... lo que suelo. Pero ella...
—Te dio de ostias —lo interrumpió César.
Raúl no estaba de humor para chascarrillos. En realidad, necesitaba un consejo, necesitaba que César fuera con él lo que él mismo se había esforzado en ser para el Marqués todos esos años. Temió, muy en el fondo de su alma, que esa fuera la situación dolorosa en la que se diera cuenta de que en verdad estaba completamente solo.
Solo como su padre. Solo como César: como merecía estar luego de no tomar en serio a ninguna mujer. No creía en el karma, pero en ese momento, uno en el que la tensión se salía de su cuerpo y casi podía palparse en el aire, no tenía otra cosa que creer.
—¿Lucía? —inquirió Ana, inmiscuyéndose de pronto—. Es que estás buscando por el lado incorrecto.
El Marqués y Raúl fruncieron el ceño, el primero cruzó sus brazos sobre el pecho, esperando a que Ana se explicara; Raúl en cambio sintió una esperanza en el alma, agobiante, pero de una forma exquisitamente plausible.
—¿A qué te refieres? —se interesó el español.
Ella resopló, y se puso de pie, como analizando la situación.
—Es que, ella es... como el estilo vintage, lo moderno no le va —espetó, muy segura de lo que decía—. Normalmente... ¿qué haces para hablar con una mujer?
—¿De veras quieres saber? —preguntó César, divertido.
—No me rayes, César —Raúl bufó.
Ana asintió, tallando su mentón con delicadeza. Soltó una pequeña risa, sin dejar de mirar a César y a Raúl, respectivamente. Lo que ella en persona creía del problema de Raúl era que, Lucía, no confiaba en sí misma. Era una muchacha sencilla, que no le importaba la opinión de los demás, pero que la destruía una cosa nimia como era eso del físico.
Imaginó que Raúl no tenía idea de esto y pensó muy bien si era prudente decir que tal vez le costaría más trabajo del común lograr vencer una barrera como la de Lucía. Y es que, los muros de protección caen solamente cuando se siente seguridad.
Por experiencia podía decir que confiar tus energías a alguien, costaba demasiado, tanto como respirar.
—Dile la verdad —dijo al fin, con tono serio.
El madrileño asintió, aunque le temblaba el cuerpo.
—Ese no es mi fuerte —aceptó—. Yo flipo con las verdades, la sinceridad y todas esas cosas.
Hablar de verdad: la combinación de palabras a Ana se le antojó bastante indicada, y recordó con cariño su última plática con César, él venciendo su orgullo, prometiendo intentar lo que nunca creyeron podría nacer entre ambos.
—Todo mundo tiene una debilidad —anexó César, mirando a Analey con suspicacia.
Raúl los observó con detenimiento y entendió que era momento de marcharse. El pasillo largo que daba conexión con las oficinas de dirección y las de administración era largo, alfombrado de negro, con dos o tres cubículos destinados para las asistentes. Miró a una o dos empleadas y le sonreían, pero, por alguna extraña razón no podía sino asentir y seguir su camino.
Maldijo por lo bajo, siendo consciente de lo que sentía, de la terrible impotencia y anhelos que crecían como si se tratara del centeno y la ortiga; que aunque una es como una plaga, avanza en conjunto, hasta que algo pasa, es cortada y muere, así como así.
Y él no quería quedarse cortado, al menos no por no haber intentado nada.
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