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Capítulo 17



M: Pablo López - Te espero aquí.




Samuel Lazcano llevaba cerca de veinte años al servicio de la familia Medinaceli: no solo del padre de César, sino de sus tíos lejanos cuyo parentesco estaba unido por el Marquesado de Estepa, en Andalucía. José Luis de la Fuente y Córdoba, antiguo Duque de Alcalá de los Gazules, primo de César Medinaceli I, había recomendado a su pariente los servicios que prestaba la oficina de seguridad privada Royal: cuyo dueño había sido el padre de Samuel.

Miró su reloj: las manecillas apuntaban cerca de las siete, el frío calaba y las personas salían de sus trabajos. Estaba sentado en un café frente a una pizzería: llevaba cerca de cuatro horas ahí: observando y haciendo llamadas para matar el tiempo.

Como con ojos de halcón, Samuel engurruñó los párpados, tratando de enfocar a la mujer de cabello nevado que se quitaba el mandil por encima de la cabeza, saliendo de la pizzería. No media más que algún metro y sesenta.

El detective se puso de pie, sorbió lo que quedaba en la taza de cerámica y abandonó un billete de cien sobre la mesa. Se acomodó el suéter y mesó su cabello, al tiempo que daba pasos apretados entre el aglomerado de la plaza comercial. Continúo detrás de la mujer, sin dejar de mirarla, y viendo a los lados para no parecer sospechoso.

Hizo una llamada a su asistente, indicándole a dónde se dirigía.

La mujer de la pizzería caminó calle abajo, hasta la parada del bus. Tomó uno con dirección a Santa Helena, un barrio que Samuel sabía que era muy humilde. En las calles había demasiada gente, por lo que por poco no alcanza el trasporte. Se sentó dos asientos atrás que ella; la señora no lo había visto, no obstante, y él agachó la cabeza viendo su móvil, para revisar unas imágenes que le enviaba Darío, su fotógrafo.

Él, sin dudarlo, se había impuesto la tarea de corroborar lo que su gente había descubierto. Se trataba de una suposición de la cual no podía permitirse ningún rango de error: César Medinaceli era uno de sus clientes más respetados, desde su abuelo.

Aquella era una calle poco concurrida, así que cuando bajó, siguiendo a la fémina, avanzó meditabundo, observando el alrededor. Ella entró en una casa que se encontraba a medio pintar y que tenía en la puerta el número treinta y cuatro. Quiso asomarse, pero sabía que ese era el límite. Se giró sobre sus talones, con la intensión de volver, pero una voz a sus espaldas se lo impidió.

María observó al hombre corpulento a su frente; vestía de manera pulcra, con pantalones de mezclilla y un abrigo negro, pero que parecía de plástico. Lo miró con una ceja enarcada, preguntándose si estaba espiando el interior de su pequeña casa. El sujeto le extendió la mano, al tiempo que decía—: Si fuera tan amable, busco a esta mujer.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, al ver la imagen de su querida Daniela. Suspiró y volvió la vista al hombre, que se mantenía expectante.

—¿Para qué la busca? —inquirió, sin dar la información solicitada.

Antes de que Samuel pudiera mentir, una vocecilla infantil llegó a sus oídos: era un niño pequeño, de algunos cuatro años. De ese modo, el investigador confirmó lo que sus empleados le habían entregado con su informe. El niño era idéntico a Emilio, tenía ojos grises, el cabello negro y su piel lucía tan tersa y brillante como la tan característica epidermis de los lameatos* Medinaceli.

—¿Tiene un minuto, señora? —La mujer asintió.



**



Karina dejó un par de sobres carta en recepción y siguió su camino hacia el elevador. Adentro, en el piso cinco, entró Héctor, el tío de los Medinaceli y ella se limitó a darle los buenos días. El hombre la revisó de pies a cabeza, sin pudor o miedo a que ella se molestara. Sin embargo, prefería ignorarlo, porque ya lo conocía y tenía mucho tiempo trabajando en la empresa como para no desconocer su modo.

Llegó al piso veinte y el hombre la siguió: fue hasta su oficina y se encerró. En su lugar, se acercó Marlene, quien venía a dejarle unas fotografías para uno de los editores en jefe; ella asintió, pero antes de que la mujer se diera la puerta le dijo—: Disculpa, Marlene.

Ella sonrió, luego preguntó—: ¿Qué sucede?

—¿Sabes si Ana solicitó un informe de los ingresos este mes?

Ella negó con la cabeza; en realidad no tenía muchas noticias de su amiga, su jefa, desde quince días atrás que la había visto por última vez, antes de que partiera a Londres.

—¿Por qué lo preguntas? —cuestionó Marlene.

—Es que alguien hizo un movimiento del que ahora tengo que informar al contador, ¿crees que deba llamar a Ana?

—No. De hecho, creo que te dejó a cargo por algo —musitó y se dio la vuelta, sin prestar más atención a lo grave de la sospecha de la chica.

Karina volvió a mirar los retiros que estaban marcados con rojo, debido a que contabilidad no los tenía amparados con ningún cheque endosado o que los jefes hubiesen solicitado. Se arrellanó en su asiento y verificó los gastos que ella misma había dispuesto, pero no encontró nada que pudiera esclarecer sus preguntas.

Respiró hondo y tomó todos y cada uno de los archivos de los que no encontraba el folio indicado, esperando que se tratara de un error cualquiera.

Al pasar junto a la oficina de Héctor, se encontró con una mujer; la reconoció por estar en el careo luego de una apelación en la que había sido testigo, y la miró: era una abogada de mala muerte, de las que roían el hueso hasta dejarlo seco. Arrugó la frente y se asomó: ahí estaba Héctor al teléfono, con un pie sobre su escritorio.

Una idea terrible le cruzó la mente, pero se obligó a resistirla. Caminó más rápido hacia la oficina de Maritza, la contadora en jefe, que se encontraba a unas cuantas oficinas. Al estar frente a ésta, dudó un poco, luego se sentó y le entregó el sobre.

—Maritza, ¿hay alguna manera de entrar a las cuentas de bancos desde la editorial?

—Solo a las pequeñas, las de imprenta, que son las de menos fondos. —La mujer releyó los gastos y los colocó en su mes correspondiente, diciendo que los examinaría con cuidado.

Karina, no obstante, no tuvo tranquilidad; no quería defraudar a su jefa ahora que había confiado en ella, como para dejar que algo tan grave pasase a significar nada; ahí había algo turbulento que era seguro haría perder a varios su trabajo, ella no quería ser una más de la lista.





Mientras ojeaba el correo, las fotos, y esas palabras que cernían su pecho, César recordaba cómo era que él se había hecho cargo de la empresa de su padre. Pensó en el motivo de que Emilio nunca hubiera querido relacionarse en bienes raíces, y se sintió culpable; culpable porque se había olvidado de que sus hermanos menores también habían perdido a sus padres.

Viendo con temor las fotos, se dio cuenta de que el niño tenía los mismos ojos de su madre, Catalina; tan grises que parecían un hermoso reflejo de la luna. El cabello era tan negro como la misma noche. Una tristeza lo invadió cuando leyó el nombre del pequeño: no llevaba el apellido de la familia, y eso le pareció una bajeza por parte de su hermano.

Releyó la posdata de Samuel, donde indicaba que la señora María, abuela del bebé, accedía a una prueba de ADN; pero César sabía que era su sobrino.

Ahora, sin pensarlo más, tenía que hablar con Ana de ello; era un niño que no tenía la culpa de los errores monumentales de sus padres, por lo que consideraba adecuado que él mismo debería darle el apellido que debía llevar. Después de todo, pensó, su padre no querría que un Medinaceli fuera llamado bastardo.

Era su familia y tenía que crecer sabiendo que no estaba solo.

—Quieres darle un vistazo a esto: no logro decidirme —dijo Ana, entrando de pronto, sin tocar, a la enorme oficina—, ¿qué sucede?

Él la veía con cuidado, pensando en cómo sería un hijo con ella. Seguro hermoso, creyó. Sopesó una hoja en su mano, hasta hacerla una bolita arrugada y arrojarla a la basura.

Ana se quedó mirándolo, esperando a que respondiera.

—Ha sido un día largo —mintió.

Él no podía mentir por mucho que se esforzara en hacerlo. Rodeó el escritorio y dejó la carpeta de Réflex en la superficie, junto al teclado de la computadora. Se sentó en sus piernas, sin dejar de ver esos ojos azules que se mantenían fijos sobre cada uno de sus movimientos.

En los labios del Marqués se dibujó una sonrisa, cansada y con pesadez, solo denotando lo forzada que era. Colocó ambas manos en la cintura delgada de ella, y le acarició el inicio de la pierna; Ana se estremecía bajo su toque, esperanzada con llegar al punto que quería, pero fracasando terriblemente. César era demasiado conservador y, aunque le resultaba una tortura, estaba orgullosa de lo que él era.

Recargó su frente en la del Marqués y le besó la punta de la nariz, como dándole un apoyo que él no había solicitado, pero que necesitaba a pesar de su renuencia. Necesitaba esa fuerza tan latente cuando ella estaba cerca, cuando la veía, tan vivaz, tan hermosa, tan perfecta. Su candidez se contagiaba y era notorio cómo le hacía falta cuando no estaba allí.

Ana se había convertido demasiado rápido en su columna para permanecer en pie.

«No existen las coincidencias», se dijo, dudando un momento de poder merecerla. Sin embargo, era bastante egoísta, porque no podía pensar en otra cosa que no fuera ganar su favor. Ni siquiera se acordaba de lo que era sufrir, excepto por la cólera que sentía debido a la mentira de su hermano.

—¿Comemos juntos? —preguntó él.

Ella, aunque quería que confiara, no lo obligaba nunca a decir cosas en contra de su voluntad.

Algo de lo que César estaba completamente seguro que no podía dejar de lado, era la terrible noticia de los desvíos de fondos que Karina y Maritza estaban informando, y ella se veía tan feliz, tan absorta en la formación de la revista, que no podía ni siquiera imaginar en quebrarla con algo como un abuso de confianza.

—Tengo que terminar esto, pero Raúl y Lucía están de acuerdo en comer en la imprenta —respondió, pegándose más a su cuerpo.

—Ven —susurró y la tomó el mentón con un dedo, atrayéndola.

No puso resistencia alguna, así que cuando él rozó sus labios, lo instigó a que el beso se hiciera más abrupto, un tanto torpe, pero lleno del placer que la llenaba cada que sentía el corazón de César latir tan fuerte.

Ella llevaba puesta una falta de tubo que le media hasta las rodillas, así que cuando comenzó a deslizar su mano ahí, se irguió un poco, para besarla con más ahínco.

Se sintió expuesta en pocos segundos y dejó que él acariciara sus piernas, cubiertas por unas medias negras casi transparentes. Estar sentada en su regazo no la ayudaba para nada. Era demasiado lo que lograba sentir, su excitación notoria y su calor que la consumía desde adentro.

Alguien tocó a la puerta, sacándolos a pulso de su momento especial. Y, esos días, llegaban a tener varios, a solas, cuando no podían resistir darse un beso y éste terminaba transformado en otra cosa. Ambos sonrieron, al sentirse atrapados.

Ana se acomodó la falda un poco y se puso de pie, no antes sin besar sus labios por última vez.

—¿Nos vemos en la imprenta? —inquirió Ana.

Él asintió, sin emitir palabra alguna, pero con una sonrisa pícara dibujada en los labios: particular de cuando alguien ha sido dejado en vilo, ardiendo y con ansias por poco incontrolables. Dejó la oficina y Lucía entró mirándolos sonriente, sabiendo, para su vergüenza, que los había interrumpido. 



***

*Oriundos de Alameda, Andalucía; España.

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